XXXIII
“Esa fue su Maldición,
un Pecado y la Salvación”
Los
cabellos de Limin comenzaron a despreciar sus tonalidades naturales y, en
consecuencia, el color cobrizo inicio su abandono poco a poco. Por la izquierda
bruno, y por la derecha, cano. Ondeaban sin viento, al son de un canto sin voz;
lira y martillo, tambores y soslayo.
—¿Ascenderás?
–preguntó Seixa en la distancia, en un susurro apenas audible. Su mirada se
había esfumado, como cuando los hombres eran presas del terror de la guerra,
distante.
—No. No
lo hará –respondió Hesal, empuñando su lanza divinizada en una postura
desconocida para Limin–. ¿Sabes? Aprendí que vuestra Sangre de Axies actúa de
manera muy similar a la Urzu: si se solidifica, se pueden crear estas
maravillas. Cuando acabemos aquí, daré gracias a la emperatriz por su confianza
–añadió, señalando su lanza.
Limin
se puso en pie, había encontrado lo que necesitaba. El cambio repentino en las
facciones y fisionomía se debía a su creciente ascensión. En las memorias había
hallado la pista, una verdad inconclusa: para ascender, hacía falta albergar el
Todo en su interior. Unir el odio y el amor, la paz y el caos. La vida y la
muerte.
Se
lanzó hacia Hesal descargando un puñetazo directamente hacía el pecho. La
armadura que el hombre vestía, esa con degradados de gemas, se convo alrededor
de los dedos de Limin y el acero que la componía estalló, permitiendo la
entrada al creciente Dios. Hesal salió despedido, recorriendo toda la distancia
hasta Seixa, tenía el pecho destrozado, pero sorprendentemente de él no
escapaba sangre rojiza, sino un líquido azulado.
La
Divinidad de las gemas fundidas escapó como volutas de humo y rápidamente se adhirieron
al cuerpo de Limin como si fueran telas de araña. Se quedó ahí de pie, inmerso
de poder y… ¿fragilidad? Los huesos de sus dedos se resquebrajaron, la piel
alrededor del puño se envejeció y las piernas le fallaron. Algo iba muy mal.
—Te lo
dije, mi señora –volvió a decir Hesal con toda la tranquilidad del mundo,
mientras se ponía en pie y la herida en su pecho comenzaba a cerrarse justo
como hacía la dotación de la restauración. Sin embargo, en el caso de Hesal,
fue como unir cortezas de un árbol con resina azulenca–. No ascenderá.
—No
necesito hacerlo –respondió Limin con la voz de un adulto mayor–. Solo necesito
asesinarte y luego a ella.
—Eso es
lo que no comprendes –dijo Hesal–. No pretendes albergar el Todo, sino lo que
te conviene, al hacerlo perturbas el equilibrio necesario. Ese es el mal de los
Akxashanos, hijos del Todo, malditos por Axies.
El
cuerpo de Hesal cambió, se volvió mucho más delgado y de extremidades
pronunciadas, la armadura vibrando al son del cambio. No había aumentado
demasiado su porte, pero sí que se notaba mucho más intimidatorio, como un
espectro salido de cuentos.
El
hombre que antes fuera de gruesa musculatura descargó su lanza en un arco
imposible, Limin rodó intentando esquivar el ataque que desgarró parte de su
piel envejecida. Los huesos atronaron con la brusquedad y se desplomó más allá
del lugar desde el que pretendía asediar a Hesal.
Se puso
en pie como pudo, retrasando levemente la ascensión, enfocando sus pensamientos
en una armonía impropia de él. Debía mantener un estado de paz, pero de igual
manera una furia constante y creciente, un odio de firme convicción.
La
vejez que lo asolaba remetió, desaceleró su curso y volvió a recuperar un
aspecto más adulto, pero enjovenecido. Se sentía fuerte nuevamente, se sentía
reanimado, sin embargo, abusar de ello solo conseguiría llevarlo a un estado de
juventud que sería mortal para su actual complexión. Por tal razón solo
necesitaba un poco del poder de un Dios, para recuperar aliento y enfrentarse a
Hesal en plena forma. Limin, menos que todos, no debía ascender, no tenía la
rectitud necesaria.
Con el
corazón martilleando su pecho en una sinfonía de liras y tambores, volvió a
arremeter contra su enemigo. Propinó un corte desde el suelo y esta vez sí que
logró hacer una herida que Hesal consideraba peligrosa.
La
herida en cuestión, alrededor de la mejilla y el cuello, comenzó a carbonizarse
impidiendo la salida de su extraña sangre. Luego tomó un tono más oscuro, como
si absorbiera todo el color que componía la zona impactada.
Los
ojos de Hesal mostraron la sorpresa que le angustiaba: una herida mortal y la
batalla terminaría. Sin embargo, para Limin era lo mismo, sí lo degollaban, ni
siquiera la restauración lo salvaría.
Ambos
volvieron a intercambiar golpes constantes, mientras de fondo escuchaban una
sola pregunta de Seixa que se repetiría hasta el infinito si alguien no la
detenía: “¿Ascenderás?”
—¿Crees
que tu pueblo es el único que importa? –preguntó Hesal, haciendo rechinar los
dientes y empujando su arma divina contra Limin.
—¡Has
visto lo que yo! –rugió él–. ¡Sé que lo has visto! ¡En las memorias empuñabas
la hoja! ¡Has visto el fin de Akxesh!
—¡Si no
es el de ustedes, es el nuestro! –chilló Hesal–. ¡No has vivido quinientos años
de guerra! ¡No has visto a tus hijos nacer y morir durante generaciones
mientras tú te mantienes firme por ser uno de los más fuertes! ¡No conoces lo
que es el sufrimiento!
Con lo
último, Hesal danzó tres veces consecutivas repartiendo tajos en todas las
direcciones. No era un estilo de combate Oriental ni Occidental, era como
enfrentarse a un tigre o algún tipo de bestia animal, quizás fuera propio del
sur de Rashún.
—¡No
caeremos ante ti, Verhem! ¡Moriré antes de hincar la rodilla! –Hesal bramaba
sin controlar su cólera creciente, casi parecía haber olvidado contra quien
luchaba.
Limin
rugió, dejando que el arma de Hesal conectara un golpe directo contra sus
piernas. El arma del hombre se incrusto en Limin, este contraatacó haciendo uso
de la dotación de la fuerza, cuando tuvo oportunidad de posarse como el dragón,
y descargó un puñetazo en todo el rostro del soldado.
El puño
se hundió en la piel de Hesal, desgarrando las mejillas y encontrando un tipo
de esqueleto formado de alguna forma por enredaderas y algún tipo de piedra
moldeable. Entonces se partieron aquellas rocas que conformaba su cráneo. Hesal
cayó al suelo entre alaridos, al parecer el golpe había funcionado. La herida
comenzaba a curarse como antes, cierto, pero esta vez tardaría más.
—Te
equivocabas en algo, Hesal –dijo Limin, poniéndose en pie, mientras su cuerpo
sanaba al instante de terminar la lucha, la voz comenzaba a envejecer una vez
más. Sentía cada hebra de su ser hecha polvo, envejecer y rejuvenecer constantemente
no era para nada increíble, sobreponía un esfuerzo casi mortal–, sí que conozco
el sufrimiento. Pase años oliendo mi piel carbonizarse al contacto del hierro y
fuego.
—Eres
como él… –respondió Hesal, intentando ponerse en pie, su cerebro expuesto como
un compuesto de enredaderas y brillantes líquidos coagulados–. Axies confió
demasiado en ese usurpador… en lugar de los legítimos hijos de Zezsezal. Los Him
fuimos los primeros.
—No
comprendo las guerras de otras naciones –dijo Limin–, pero sí que te prometo
algo: quien se cruce en el camino de Axies, acabará igual que tú.
Con lo
dicho, Limin encajó la daga ahí dónde se miraba el palpitante cerebro y extrajo
todo el espíritu del soldado, hasta dejarlo como un mero cascaron apagado. La
luz escapó de sus ojos y la brillante luz del cráneo se esfumó.
El espíritu
de Hesal, su don, fue distinto a todo lo que Limin comprendía de los milagros y
las dotaciones. Era algo más, algo que le permitía cambiar.
Limin
lo miró hasta el último instante en que su alma dejó de ser visible para sus
gemas oculares divinizadas, alrededor del cadáver de Hesal, se alzaron cientos
y cientos de esas sombras blancas y amorfas. Durante su corta ascensión, Limin
las había comprendido como almas vagantes de Akxesh, almas que no habían
encontrado jamás la paz.
Todo
por culpa de Seixa.
Dirigió
su mirada a la mujer y encaminó sus pasos a ella. El cuerpo adulto de su
ascensión comenzó a resquebrajarse y caer en un rastro de cenizas blanquecinas,
casi grises, hasta devolverle una apariencia juvenil. Cuando estuvo lo bastante
cerca de la mujer, esta alzó la mirada y la luz volvió a sus ojos
desorientados, dejó de murmurar aquella pregunta.
—¿Así
que lo has asesinado? –preguntó con una risita.
—No es
más que otra víctima de vuestra perversidad –respondió Limin, mirando el
cadáver de Hesal que ahora se asemejaba más a un arbusto sin hojas–. Apuñalarle
tendrá el mismo efecto que antes, en cambio, creo que nadie probó con cercenar
vuestro cuello.
—¿Ahora
me hablas con respeto muchacho? Bien, soy un dios después de todo.
Seixa
comenzó a reírse de manera demencial, dejándose caer de espaldas. Luego, se
arqueó hasta volver a erguirse.
—Ha
empezado –dijo, mirando a los ojos de Limin, feliz–. No te necesito más, Limin.
No necesito más a Adelí, ni a Alisian. Tendré que darles muerte más adelante,
pero ya no preciso de vuestra presencia en el cosmos.
Sin
vacilar más, Limin dejó correr el filo del arma alrededor del cuello de Seixa,
la sangre incolora corrió por los dedos de Limin, impregnando en él una
sensación de abrumadora inmensidad. La mujer soltó un chillido y la sonrisa se
le ensanchó para mostrar una dentadura completamente oscurecida.
—¿¡ASCENDERÁS!?
– aulló con apenas sentido en las palabras.
Su
mirada se dirigió al este, ahí de dónde emergía el sol.
———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ——
—Henos aquí, encadenados y condenados –decía
Ruli–. Fue una buena vida, que sepa capitán, el ejército era magnifico.
—Injustamente enjuiciados, injustamente
ejecutados –convino Geogra, el anciano mayor se miraba desvanecido, pero de vez en vez soltaba
una sonrisa jovial.
—Hombres como ustedes debieron retractarse,
Frederick. Hombres de honor –respondió Letifan, apoyando la cabeza sobre la
estaca a la que lo habían amarrado.
Las cuerdas no convenían un problema para los
ojos-gema, pero estaba cansado de luchar. Por fin había mostrado al pueblo de
Zheng que se retractaba de su declaración, había mostrado cual era la verdad
que defendería incluso en la muerte.
—Precisamente los hombres de honor son los que
morirán –añadió Frederick quien no había hablado hasta ese momento, se mantenía
rezando, mirando al cielo oscurecido–. Los hombres de honor defenderán la
verdad, incluso sobre sus vidas. Que el Padre nos bendiga.
Los soldados del rey, luego de sofocar la
rebelión con ayuda de los hombres de esa tal Adelí, empezaban a formar una
hilera con antorchas en las manos. Sería el rey en persona quien prendería
hasta la última llama de las piras.
El hombre que era Irin Lang Zheng, se
desplazaba con porte digno y amenazador. Su rostro estaba endurecido,
enfurecido por la contraria de Letifan. Bien, que se pudriera él y toda su
estirpe.
—Así sea, amigo mío –susurró Letifan.
Irin se detuvo lo suficientemente cerca de
Letifan, justo frente a él. Lo estudió con la mirada y luego habló.
—Retráctate de tus palabras y acepta la
culpabilidad –dijo–. Yúan ha aceptado concederte traslado hasta Kyranvie,
podrás volver a tu hogar. Retráctate y vive –puntualizó.
—No lo haré, Irin –respondió Letifan, negando
con la cabeza–. No dudo en responder, como tú sí lo harás al encender las
llamas.
—Fue la soberbia de tu gente lo que nos ha traído
aquí –añadió–. Fue tu soberbia la que te condenó. Sé lo que hice y me
arrepiento, pero no daré marcha atrás porque, aunque sé que mis acciones no son
las mejores, mis convicciones sí que lo son. Tu concepción de la Iglesia fue un
mal en Akxesh, ahora ha cambiado, así que te lo preguntaré una vez más, para
que mueras en un hogar y no en la pira. ¿Te retractarás?
Letifan estudió las palabras, entendiendo que
había veracidad en ellas. Honesto arrepentimiento. Pero él tampoco se
retractaría, si su soberbia había logrado unificar el mundo, entonces que su
soberbia le condenara.
—¿Eres creyente, Irin? –preguntó, en cambio.
—Mis padres lo eran. Yo perdí la fe el día en
que se llevaron a mi hermano, perdí el amor en Axies el día en que
probablemente lo asesiné.
Letifan dio un suspiró. Frederick y Ruli
tampoco respondieron, aunque bien sabían la verdad sobre la familia Zheng. En
fin, que fuera Dios quien castigara la soberbia de los hombres. Pero, ¿quién
castigaría la soberbia de Axies?, ¿Quién le haría pagar por sus pecados?,
¿quién castiga la soberbia de un Dios?
—Solo Akxesh sabe la verdad, hijo –dijo, sin
más. Maldiciendo para sus adentros todo lo que había creído y más, maldiciendo
la confianza que había depositado en los Akxashanos. Maldiciendo el fin mismo.
Irin dio media vuelta y se encaminó hasta el
inicio de la hilera de soldados. Ahí sostuvo la primera antorcha, la miró con
retractación unos instantes y luego la soltó. La llama que prendió comenzó a
fluir por toda la paja que hacía de suelo para las piras.
El fuego estalló con crueldad cuando las
ascuas comenzaron a encender la leña, casi como un rugido. Toda Ciudad Dual
ahogó un gritó, algunos viraron las miradas y otros observaron hasta el final.
Cuando el sudor comenzó a correr por la piel
de unos, comenzaron los gritos de los devotos más débiles. Sollozaban por
clemencia, perdón, pedían agua para acallar el graznido de las llamas.
Lamentos, lamentos y más lamentos.
Arrepentimiento y rugidos malditos para cientos de hombres.
Letifan mantuvo la mirada firme al lugar donde
el rey se había alzado con toda su corte y familia, miraba con desprecio
incluso a los hijos que ni siquiera eran sangre de su sangre. La rabia
exasperaba en su interior como cientos de monturas intentando huir y destrozar
todo a su paso, luego comenzó en sus oídos una sinfonía impropia de martilleos
y cuerdas.
Instintivamente dedicó una mirada hacia el
oeste, hacia Karanavi, su tierra natal. Occidente había sido testigo de su
nacimiento, Oriente, testigo de su unión con Seixa. El mundo entero había sido testigo
de su unión como amantes y de la traición que ambos cometieron el uno con el
otro. Ella había intentado usurpar su Divinidad y él la apresaba por toda la
eternidad, o al menos eso había creído.
Ya nada de importaba, que Seixa hiciera lo que
le viniera en gana. La odiaba igual que odiaba a Axies. Cuando sintió el ardor
de las llamas en sus pies, se dio cuenta de cuanto odiaba a aquel ser que se
autonombraba Dios. Lo odiaba por ordenarle sellar a su amada, por abandonarlo
en un mundo cruel y cargarlo de responsabilidades imposibles.
Lo odiaba por obligarlo a amar a un mundo
corrupto.
¿ASCENDERÁS?
La voz de Axies sonó tan clara que casi
parecía estar a su lado. Normal que le preguntará si quería ascender. Letifan
odiaba y amaba a la vez, odiaba a ese mundo y su gente, pero amaba a los
animales y la naturaleza. No podía negar su compasión por hombres como Irin que
jamás llegaron a conocer a sus familiares ojos-gema.
No pudo negar que se sentía culpable.
La multitud rugía expectante y triste al ver
morir a los hombres que habían controlado enfermedades, sanado a sus hijos,
batallado en nombre de la fe y dado hogar a quienes no lo tenían. Todo por amor
al mundo.
Cuando las llamas lamieron sus ropajes, se dio
cuenta de que mucho de lo que había hecho fue en vano. Amó a los Akxashanos y
ese mismo amor lo había condenado. Un pueblo hipócrita lo lloraba a gritos, se
hincaban pidiendo el perdón de un dios falso y la piedad del trino de reyes.
Había incluso quienes buscaban armas para
enfrentarse a la corona una vez más, aunque rápidamente eran sometidos.
—Nos escupieron. Nos juzgaron –empezó a decir
Letifan en voz baja, dolorido por el frenesí de las llamas–. Les odio, pero amo
vuestro arrepentimiento. Vuestro maldito corazón os hace juzgar y condenar.
¿ASCENDERÁS?
La voz de Seixa llegó desde la distancia como
un aullido, ¿era alguna especie de recompensa por tantas malditas vidas de devoción?
¿Era esa por fin la oportunidad que el cosmos
le había dado?, ¿o tal vez era Axies intentando huir de sus responsabilidades?
Después de todo, había perdido su cordura hacía siglos.
¿¡ASCENDERÁS!?
Rugieron ambos Dioses, rompiendo por completo el
espíritu de Letifan quien no pudo más. No pudo soportar más la soberbia de
aquellos seres inconscientes y desprovistos de todo raciocinio. El amor por los
dioses lo había llevado a aquel sitio, dándole por fin la respuesta a la
pregunta que se planteó.
«¿Quién castiga la soberbia de un Dios? Otro
Dios.»
Gritó.
—¡Los maldigo!
La voz cómo una tormenta repentina, un rugido
de entre la cólera de llamas. El humo de su piel abrasándose le impregnó los
pulmones y las venas de su cuello estallaron por la fuerza que había usado para
gritar.
¿¡ASCENDERÁS!?
Ambos hermanos concentraron sus consciencias
en la plazuela de dónde provenía la presencia de un hombre ascendente. La voz
de Letalfrian resonó tan alta que viajo por toda Ciudad Dual, su cabelló
comenzó a vibrar, junto a sus gemas oculares y uñas que empezaban a tomar una
tonalidad oscurecida. La piel le titilaba, perdiendo brillo y ganándolo a la
vez, teniendo todo y a la vez nada.
—¿Akxesh? –preguntaron ambos.
—¿AkxeshAkxeshAkxeshAkxeshAkxesh? –empezó a repetir Axies con la poca
cordura que le quedaba, perdida al notar la ascensión de Letifan–. Luz blanca, blanca
como tú, lo rodea. ¿Qué le hiciste? Esa no es su luz –preguntó.
—Silencio,
hermano –dijo Seixa a su lado, ella en forma física y él como una esfera de luz
negra que lo absorbía todo–. Solo espera, ahora es cuando comprenderás el error
que cometiste. No debiste ansiar más allá de lo que Akxesh nos daba.
———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ——
—¿¡De
qué hablas!? –exigió saber Limin, encajando la hoja aún más en la nívea piel de
la mujer que no era más que un esqueleto con piel Akxashana.
—El fin no tiene una consumación –dijo, emergiendo del cuerpo como una presencia
espiritual, riendo y brillando en una especie de luz oscura, medianamente grisácea–.
La Fugacidad solo es un medio para la transformación. ¡Letalfrian y yo casi
fuimos uno, el arma interrumpía la Conexión!
La risa
de la mujer no era de desespero, sino de victoria. Había ganado.
Los
parpados de Limin se abrieron de par en par y maldijo para sus adentros. A la
desesperada apuñaló el cuerpo de la mujer tantas veces como pudo, intentando
detener esa “Conexión” de alguna forma. No tuvo éxito, lo que sea que había
comenzado no se podía detener. Sintió la sangre incolora cubrirle las manos,
temblaba, asustado de lo que habría por llegar.
«No.
Puedo hacerlo, puedo detenerlo», se dijo. Intentando forzar una vez más su
ascensión.
Las gemas oculares le centellearon como antes
e incluso sintió como su piel vibraba al cambio, pero no halló más que
desesperanza. Un lugar estaba siendo ocupado y no había espacio para dos Dioses
del Todo.
—¡Que los cielos te maldigan! –rugió Limin,
encaminándose con fiereza hacia el demonio vestido de mujer adulta.
—¡Hazlo, Limin! ¡Hacía eones que nadie me
maldecía! –rio. La luz negra restalló en un pilar que cubrió por completo el
cuerpo de Seixa y se extendió más allá de las piedras que componían todo
Kyranvie de arriba abajo.
Todo lo tocado refulgió y oscureció hasta límites
que Limin no podía entender.
—No… –murmuró, mirando e incapaz de poder
hacer nada.
—Debo agradecerte, Limin, aunque este cuerpo
no me permite ser agradecida. Tú y Adel han sido de gran ayuda, cuando me
vuelva Dios, me aseguraré de recompensarlos
—¡No! –rugió, lanzándose a la carga mientras
empuñaba el arma divina del maestre Krien.
—Desgraciadamente para ti, aún no soy Dios
–añadió a través del pilar de luz oscura, atrayéndolo hacía él y profiriendo un
abrazo maternal, cariñoso y pacifico–. Así que te maldigo, Limin. Te maldigo
hasta el día de tu muerte, en ese momento conocerás la verdad acerca de lo que
viste en esas memorias. En ese momento, la desesperación será lo único que te
acompañe a la eternidad del fin mismo –concluyó Seixa, despidiéndose.
La piel de Limin se carbonizo hasta el grado
en que la restauración fue incapaz de curarle completamente, el frente de su
cuerpo quedó cubierto por una inmensa cicatriz rosácea.
De rodillas, alzó la mirada para observa como
una esfera de luz blanca inundaba a gran velocidad el lugar donde se hallaba.
Seixa se inundó con ambas luces, negra y blanca compusieron un Todo, incluso el
más mínimo rincón quedó cubierto por la Divinidad.
———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ——
—¡Los maldigo! –gritó Letifan con una furia
incontenible. El cabello le ondeaba en girones, cambiando y creciendo a gran
velocidad, en mármol y azabache.
La multitud había acallado sus gritos al
escuchar su poderosa voz y ver como se transfiguraba. Incluso el rey de Oriente
tenía una expresión de terror en el rostro.
»¡Que mi maldición caiga sobre vosotros como
las cenizas de un mundo en decadencia! ¡Los antiguos Dioses son testigos de
quien ha mentido, testigos de quién pronuncia la verdad! ¡Y serán testigos de
mi maldición!
Las gemas oculares le estallaron y en su lugar
permanecieron dos perlas: una oscurecida y otra de hueso. La piel perdió su
color paliducho hasta volverse tan vívido como la luz misma.
»¡Muerte en cuatro décadas! ¡Guerra y
hambruna! –los ropajes ardieron, las hebras componiendo una túnica blanquinegra
que se chamuscaba al instante por las caricias de las llamas. Las heridas le
sanaban al instante en que rejuvenecía y su voz era tan firme y poderosa que
con cada grito hacía retumbar a las nubes—. ¡Los traidores de la fe conocerán
el fin y seré yo mismo quien decida si alcanzarán el santo paraíso!
»¡Qué mi maldición caiga sobre vos, maldito
rey de rojo y negro, y que se cierta sobre tu estirpe la desesperación de ver
caer los reinos bajo las plumas de los ángeles! ¡El fin te llegará de manos de
la persona que tanto buscaste, esa es tu condena! ¡Y que el príncipe solo hallé
esperanza en las mismas llamas que hoy me consumen!
»¡Soy la blanca muerte! ¡Sabed que mi
maldición es tan poderosa como el Akxesh mismo, y todos aquellos que nos fueron
contrarios y juzgaron, por nuestras muertes van a sufrir! ¡Os emplazo en mi
Ascensión, en cuarenta años el fin se les llegará!
Al instante de su último rugido, el bramido de
un pequeño cañón surgió de entre la multitud. Procedía de Adelí Lang Zheng, la
niña tocada por Seixa.
—Y tú… –susurró, el disparo había dado de
lleno en su corazón y alguna manera había detenido su avance. Lo sintió tan
vivó como si fuera un polluelo entre sus manos: un proyectil forjado con alguna
gema ocular.
Miró a cada uno de sus lados, Frederick, Ruli
y Geogra, y otros
tantos cientos de hermanos, gritaban envueltos en las llamas. Volvió a dirigir
su mirada a la chiquilla y encontró su rostro cubierto de lágrimas, entonces
entró en razón: ese no era él.
—Te
prometo la paz en la muerte.
Letifan
Vernatk Krien, antiguo Gran maestre y Gran Guía de La Divina Dualidad, alcanzó
por fin la muerte luego de millares resurrecciones… y por fin la paz.
De su
cuerpo calcinado emergió el Concepto de su Divinidad, una gran esfera de luz blanca
que iluminó la noche como si del día mismo se tratará. Paseó a gran velocidad a
través de todos los que empuñaban o vestían acero divinizado, concentrándose
aún más en los ojos-gema.
Se centró
en Adelí, quien lo miraba sorprendida con los parpados bien abiertos,
atemorizada, permitiendo que sus vistas fueran calcinadas por el refulgir del
Concepto. No conocía apenas el mundo la pobre niña.
El Concepto
por fin notó una similitud en el oeste y partió a una velocidad casi instantánea,
dejando al Barrio de las Lágrimas, toda Ciudad Dual, sumida en la oscuridad y
el silencio de la noche.
Ambas
luces chocaron entre sí, se agolparon una sobre otra intentando encontrar un
modo de coexistir en el mismo ser. Era el caos hecho vida.
—Ábrete
a mí, amado mío –murmuró Seixa, extendiendo los brazos recubiertos de un humo
negro que caía tan denso como el acero fundido.
La
esfera blanca se unió a ella. Como si fuese un ser físico, membranas
luminiscentes emergieron de ella y se tensaron alrededor de la mujer, forzando
su entrada al cuerpo. Un Dios estaba naciendo.
—¡Detente!
–bramó Limin desde el suelo, el resplandor era tan enérgico que hacía arder la
sangre dentro de sus venas–. ¡Axies! ¡Padre, necesito tu ayuda! –imploró descorazonado, al siguiente
instante, sintió a Dios hendiendo de improvisto el nexo que les unía.
Abandonándolo, sin considerar el daño espiritual que le causó.
El
intenso brillo se tornó aún más blanquecino, hasta que fue remitiendo poco a
poco. Frente a Limin, dónde antes se hallará una columna de luces imposibles, descendió
un ser hasta tocar el suelo con las plantas de sus delicados pies.
Seixa
refulgía en tonos albinos y ahí dónde su luz tocase reflejo, este se dispersaba
en cientos de arcoíris intrínsecos que en las puntas se volvían de colores
pedruscos. Cuando abrió los parpados, se miraron dos perlas: una de blanco
sobre fondo negro y la otra invertida.
—He
dicho que te agradecería –silabó con una voz imposible. Era tan fina y a la vez
poderosa, ligera y tan pesada. La voz de un Dios, como una dulce y poderosa
canción.
Comenzó
a andar hasta él, la desnudez era su única prenda, mostrándole la inexistencia
de un sexo habitándole. Completamente único, perfecto y perfecta, con el largo
cabello en dos tonos verticales. El rostro fino de cejas gruesas, pechos
pequeñísimos y una bella constitución; la piel blanca, pero las uñas y los
dientes completamente de negro azabache, como antes de su Ascensión.
Ciertamente había ascendido, pero algo no había cambiado y era esa sensación de
hostilidad emergiendo de ella.
—Tú no
eres mi Dios –siseó Limin, adoptando un porte amenazador mientras empuñaba el
arma divina del maestre y extraía enormes bocanadas de poder. El espíritu de Hesal,
dentro de él, le instó a huir y esconderse de Seixa, como un sentido de
supervivencia.
Seixa
chasqueó la lengua y se fijó en el cuerpo inerte de Hesal. Se acercó a él con
un paso tan delicado que casi parecía flotar en el aire, ignorando por completo
a Limin que se lanzó al ataque. El intento fue en vano.
Seixa
danzó sobre sus propios pies y, como si de agua se tratase, hendió sus dedos en
el pecho de Limin. No hubo restricción de ningún tipo, cada punta de los
blanquecidos dedos penetró la carne en un abrir y cerrar de ojos, dejando un
enorme corte que descendía desde los hombros hasta la cintura.
—Espera
ahí, pronto volveré contigo –dijo, mientras continuaba su andar hacia Hesal.
Cuando llegó, se sentó a su lado y encajó un dedo ahí donde debería estar su
corazón. El cuerpo de Hesal comenzó a vibrar.
—El
mundo no te aceptará… –dijo Limin, poniendo a trabajar la restauración hasta el
límite. A pesar de sanar toda el área, permaneció la cicatriz de la quemadura.
Mientras
más poder extraía, más visiones tenía. Hasta que la vio, un mero atisbo de
posibilidad: Adelí empuñando la misma hoja que él. Estaba mancilla y quizá Axies
lo repudiaría, cierto, pero quizá tuviera más oportunidad que el propio Limin.
Después de todo, él ya había visto el día de su muerte.
Sonrió,
melancólico.
—Eso lo
decido yo –cantó Seixa–. Devuelve esa hoja, no te pertenece.
—Para
tu desgracia, ahora eres un Dios. Tu bondad te impidió asesinarme –sonrió
Limin, adoptando la postura del lince y escapando tan rápido como pudiera de
ahí.
Seixa
no mostró ni un solo atisbo de preocupación por él.
—Ahora,
¿vivirás? Soy nueva en esto –añadió la nueva Diosa, dirigiendo su mirada al
cuerpo que tenía entre brazos.
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