XVI
Elemir
Las
tormentas en Yúan eran de todo, menos acogedoras. La capital portuaria recibía
constantes impactos de gigantescas olas; dentro, en los canales del reino, las
carracas habían terminado encalladas sobre edificios y andaderas. No había sido
una buena idea transitar navíos inmensos con la tormenta en su auge. De
cualquier forma, no servían más.
Los
suministros eran robados cada día y los ojos-gema que defendían las
embarcaciones terminaban con graves heridas o asesinados, la guardia de la
emperatriz había desertado en las primeras semanas solo para unirse a los
bandidos. El caos se había desatado por todo el reino de Yúan.
Aun con
todo a sus espaldas, Elemir se erguía frente a las furiosas olas del puerto,
las manos a la espalda, intentando verse intimidatorio a los navíos de la
legítima reina Tristan, que parecían a gusto con la tormenta. “Norteños”.
—Señor
Elemir, más disturbios –informó Novo.
«Uno
más de los cientos que hay en todo el reino», los alborotadores actuaban cada
vez con más frecuencia.
—Deberíamos
ir al convento, intentar racionar la comida con los que aún sean devotos,
debemos hacer algo… –siguió lamentándose el hombre.
—¿Sabes
que sucede cuando juntas animales hambrientos en un solo lugar? –preguntó,
ignorando los ruegos del director, su mirada nublosa.
—Menos
es seguro quedarnos solos, maestre. El pueblo de Yúan empieza a dejarse llevar,
deberíamos atrincherarnos en el convento.
Elemir
le ignoró y empezó a caminar en dirección a las callejuelas que subían hacia el
convento, abarrotadas por familias y unos pocos soldados Karanavi que hacían guardia,
fieles a su fe, fieles a su soberana, hombres que deseaban salir a luchar por el
honor.
«Longevidad
a la emperatriz –pensó, poniendo sus esperanzas en que Erilal estuviese
acercándose con una flota aun más poderosa que la de Tristan Yúan, podrían
superar a los hombres del fuego si así fuera–. Tus hombres ansían tu regreso.»
Algunas
personas voltearon a verle con miedo, con asco quizá, tal vez su demostración
de poder no había sido lo más indicado, pues, el mundo no estaba preparado para
aceptar a los ojos-gema, nunca lo estarían.
—¿Qué
han dicho los hombres aprisionados? –preguntó a Novo.
—Nada
menos que nada –respondió este con nerviosismo, las personas empezaban a
seguirlos–. Mi señor, debemos movernos rápido –añadió, haciendo un gesto a los soldados
Karanavi.
—Fugacidad…
No temas. Se dijo, buscando calma en su interior.
Rodearon
muchos barrios de la ciudad portuaria, intentando despejar a la multitud que
ahora se aupaba detrás de ellos. Algunos los seguían con ojos esperanzadores,
otros tenían miradas hostiles.
Cuando
hubieron cruzado los vacíos mercados de la plaza central, lograron llegar hasta
la plazuela, un espacio muy amplio con una estatua de la reina Tristan al
centro y una placa de oro que rezaba: ¡Soberana,
tiñe de fuego el mar! Vaya broma de mal gusto.
—Maestre
–murmuró Novo mientras tiraba de su camisola, intentaba advertirle que estaban
rodeados.
Todas
las intersecciones que llevaban a la plazuela estaban abarrotadas de gente en
harapos, algunos incluso llevaban picas y hachas. La escolta Karanavi empuñaba
sus armas igualmente, eran pocos, pero, fieros.
—¿¡Así
es como piensan sobrevivir!? –preguntó a voces al darse media vuelta. Arrogante,
esas no eran sus tierras, ni era natal de Yúan.
—¡Ustedes
trajeron la hambruna desde Karanavi! –rugió un hombre barbudo, llevaba grebas y
guanteletes bajo esa ropa hecha girones, uno de los alborotadores–. ¡La Divina
Dualidad nos condenó!
Unos
cuantos alzaron la voz dándole la razón, el resto miraban sin ver, asustados, no
querían creer en esas palabras.
Novo
empezaba a agruparse junto a Elemir mientras palpaba su arma divina al cinto: una
pequeñísima daga de hoja curva, con ribetes de obsidiana verdosa.
—¡Con
nosotros llegó el alimento y la esperanza! ¡Vuestra reina les abandonó, la
emperatriz y la fe os acogieron! –respondió, con los brazos bien abiertos–.
¡Todos los que deseen un lugar en el convento, den un paso al frente y caminen
a mi lado! ¡La fe siempre será vuestro hogar!
Guíalos, guíalos, necesitan esperanza.
Pocas
familias dieron pasos temerosos bajo la intensa lluvia, algunos de los
alborotadores sujetaban a otros de los brazos o gritaban improperios en contra.
Por fin, un grupo muy reducido se unió a ellos, empuñaban las manos en corazón
y rezaban a Axies.
Más fuerte, más, más, más. Ruge en pos de ser
escuchado por oídos sordos.
—¡Que
este mensaje fluya por todos los conventos de Yúan: los ojos-gema no son
enemigos! ¡Venid a los conventos! –espetó, aferrándose a la estatua de la reina
Tristan, envalentonando a las familias.
Una
saeta impacto de lleno en una de sus vistas, haciéndolo caer de espaldas.
Apenas pudo sostenerse de la mujer con cabellos de fuego, el dolor fue intenso
como los mares del infierno, ardía como el mar negro del mismísimo purgatorio.
Cayó al suelo con una mancha negra cubriendo una tercera parte del cielo,
bueno, al menos no había muerto instantáneamente. Con un gruñido arrancó la
saeta, extrayendo consigo una de sus gemas iolita, al momento sintió morir
parte de su conexión con Axies.
¡Bien! Siseó Dios.
Se curó
lo necesario con la dotación de la sanación, a penas lo preciso para que la
herida no se hiciese una hemorragia severa. Usar el milagro con media conexión
fue horrible, la presencia de algo horripilante entro en su cuerpo e intento
hacerse con el control de su mente. Con un gemido desesperado deseó detener a
los soldados Karanavi, pero era demasiado tarde, estos ya cargaban contra la
turba furiosa.
—Debemos
detenerlos –dijo con apenas voz.
Novo no
hizo ademan de seguir su orden, lo tomó por debajo del brazo y echo a correr
sin mirar hacia atrás, Elemir poco pudo resistirse, después de aquel flechazo y
la curación, no tenía fuerzas. Acabo por perder el conocimiento, la lluvia
desorientándolo.
Duerme, hijo mío. Lo haz hecho todo bien, soy
tu padre y te bendigo. Susurró Axies con su voz femenina, acunándolo.
Cuando
los parpados de Elemir se abrieron, se encontró con las vistas de un cielo grisáceo
y triste, le rodeaban florecillas de colores vibrantes y familias postradas
sobre las rodillas. Identificó el lugar como el convento de la capital por la
puerta de marfil, era pequeña en comparación a las de otros conventos y estaba
vallada con grandes vigas de madera y acero y reforzada con puntales a
direcciones opuestas al arco de apertura.
Se
palpó la herida en el rostro y halló una gruesa capa de vendas, menos mal, lo
habían atendido y al parecer igualmente le habían suministrado Sangre de Axies
porque veía con gran claridad, aunque Dios dijera que era preferible estar
parcialmente ciego.
—Señor
Elemir –dijo Novo, impresionado, fugacidad, sí que era hartante con esa envejecida
voz–. Todos han entrado a excepción de unos cuantos soldados de la emperatriz
que desertaron, de nuevo…, el resto del ejército se ha apostado en las almenas
y hacen de vigías.
—¿Cuántos
efectivos tenemos? –preguntó, poniéndose en pie para quitarse esa apariencia de
moribundo.
Las
caricias de la ceguera-psicótica llegaron; al fondo, entre las familias, una
extraña mujer de piel blanca, pero con diferencias a Axies, rascaba los muros
del convento con las uñas ensangrentadas. Cuando Elemir miraba en otra
dirección, la observaba riendo entre las familias o caminando sobre el aire.
Demasiado diferente de Axies, no tenía una apariencia Divina; no carne y le
faltaban huesos en la estructura del cuerpo.
—Mi
señor, Elemir –gimió una mujer con las manos en corazón hacia él–. Todos lo
vimos, todos lo vimos, en efecto que todos lo vimos, usted no murió. Tal herida
y no murió, Axies le acompaña, mi señor, hemos visto la sombra que el sol
empapa a su lado.
—¡Yo lo
vi! –gritó uno de los tantos niños que se agrupaban a faldas de su túnica–.
¡Axies lo sostuvo con sus manos de neblina! ¡Axies lo arrulló!
Me han visto –susurró impresionado Axies, estaba de pie a
su lado con la imagen que Elemir recordaba: una mujer blanca, de ojos
invertidos, pero con un cuerpo más humano, a diferencia de la otra que parecía
más una imagen sacada de la mente más retorcida de Akxesh.
—Señor
Elemir, ¿qué haremos?, ¿qué podemos hacer? –preguntó Novo, con una tabla de
notas bajo su brazo–. No hay suficiente alimento para todos.
Te confié el conocimiento, una de mis
cualidades. Puede curar incluso las heridas causadas por la hambruna –le instó… ¿Axies? ¿Era
realmente él?–. ¿Quién es tu Dios?,
confía en lo que ahora ves, confía en Seixa.
Tenía
razón, los ojos-gema podían curarse las heridas estomacales aun si fueran muy
graves, pero los normales… ellos debían alimentarse.
—Reúne
a todos los ojos-gema –dijo, acariciando el suave cabello de una anciana–. Les
confiaré el secreto de Axies.
—¿A
todos, señor? ¿Incluidos los niños?
Repite conmigo –dijo Axies–. “Todos” …
—Todos
–repitió Elemir con el gesto endurecido.
“Es hora de mostrar nuestra devoción para
quien está presente” …
—Es
hora de mostrar nuestra devoción para la diosa que está presente –repitió
Elemir, cada vez más regio, cada vez más autoritario.
Di mi nombre, dilo: Seixa, Seixa, Seixa Sĭwáng.
—¡Seixa
Sĭwáng! –envalentonó a las familias, Novo incluso aplaudió, aunque no pudiese
ver a Dios.
Bien hecho –dijo Seixa con una sonrisa mientras daba
vuelta y se alejaba con paso lento–. ¡Oh,
cierto! No debes temerme, eh, soy tu
dios.
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