La Divina Dualidad. XXXIV

 

XXXIV

El Fin como Medio para el Cambio


Akxesh sollozaba. Las lágrimas no caían en forma de rocio, ni en una lluvia constante, sino en un fresco viento de invierno. Un viento descorazonado y taciturno.

Axies había partido, lejos de su tierra natal, lejos de su mundo natal. Alisian lo había divisado siendo expulsado como el vapor del vino al fuego. Sus ojos miraban más de lo que cualquiera podría divisar en toda su vida.

Suspiró, la vista posada hacia Oriente dónde muy probablemente estaría amaneciendo. Esos paganos despertarían para festejar el noveno aniversario del príncipe rojo; festejarían para olvidar el pecado cometido hacía dos años.

Una formación de luces intrínsecas se alzó a su lado y el ser profirió de un espectáculo increíble, luego desapareció sin dejar un solo rastro. La vista no fue más que un simple llamado para Alisian, Dios Seixa requería de su presencia, y aquel ser era su Mensajero.

—Uno de muchos –dijo en voz baja, mirando a las cientos de pequeñas formaciones que danzaban sobre Kyranvie, a fueras de su ventanal. No eran una esfera, propiamente dicho, pero sí que tenían una estructura geométrica similar. Similares a una pelota de bandanas.

A sus gemas oculares no fue algo extraño, ya nada le resultaba extraño desde aquel día en el Pozo de Sangre. Aquel día había probado la Divinidad, la había abrazado y apropiado de ella.

Se miró las palmas, divisando las de venas que atravesaban sus largos dedos. Los tendones vibraban al son de sus movimientos y el sistema nervioso titilaba con cada orden que su cerebro profería. Incluso las ordenes que ella inconscientemente les daba a sus extremidades.

—Oh Axi… No. No más –se recordó, no hacía falta rezar para evocar la esencia de los milagros. No hacía falta más que un deseo–. “Control.”

La piel comenzó a vibrarle como antaño cuando se empapó del don de Seixa. Las gemas oculares le quemaron en las cuencas y al siguiente momento se encontró mirando todo Kyranvie en su esplendor.

La vista fue magnifica, propia de un dios. El bastión de Kyranvie se bañaba en los colores del granito y el mármol, en los pilares, el oro fundido de las minas y en las almenas que rodeaban el edificio principal, cientos y cientos de picas metálicas y estandartes Karanavi. El deseo de Control le permitía mirar ahí dónde ella quisiera: las piedras, los mares, los ríos. Todo estaba a su merced, pero así mismo, todo era superficial. Si intentaba concentrarse en atravesar los muros, se encontraba con una resistencia espiritual tremenda.

Cesó el milagro de tercer orden y su visión regreso a donde pertenecía: mirando a los Mensajeros de Dios a través del ventanal. Dio un paso atrás y se encaminó hacía el templo que habían preparado para Seixa.

La caminata fue tranquila, segura, sobre todo al pensar que Hesal la cuidaba desde los cielos.

Todo el mundo le abría paso al solo verla, era una figura de inmensa autoridad, casi comparable a Dios Seixa. Alisian era una santa después de todo, sin ella jamás habrían conseguido redescubrir los milagros de tercer orden o sofocar las rebeliones Him del norte de Karanavi. Sin ella, la fe habría muerto junto con maese Krien.

—Muerto… –susurró–. Aunque te dije que fueras en representación mía –se molestó al recordar como Adelí le había fallado.

Su hermana había recibido el toque de la Diosa Seixa hacía tanto tiempo, quizá más que del que Alisian tenía noción. Siempre había pensado que sería ella misma quien tuviera los dotes para ascender, pero, cuando miró en el pasado y a la Diosa controlando la estirpe de los Zheng para dar nacimiento a Adelí… Bueno, eso la había enfurecido. Eso la había llevado a decidir que Adelí debía morir, todo su instinto se lo decía.

No. Dijo la voz en su interior, una presencia que se había encaprichado a vivir dentro de su corazón. No controlar el Urzu te traerá el mismo destino que a nosotros. Sewhallía es mejor para tu persona. El ojo que todo lo ve, y que nada falta, lo completo. La chiquilla rio para sus adentros. Era como una niña, aunque le había dicho a Alisian que tenía más edad que ella y Adelí juntas.

—Sewhallía –murmuró con aprehensión–. Hace años dijiste que Inya era propio de mí, ¿es qué los años te han hecho perder la cabeza?

Cuando vives eras, te das cuenta del cambio en los hombres, Alisian. Rio nuevamente. Ustedes los ojos-gema estaban sujetos a la perpetuidad y quizá eso era conveniente dadas las cualidades que tenéis para caer en la ruptura espiritual. Mi gente, en cambio, somos la transformación misma, está en nuestra naturaleza. Eres más de mí, que Ushi de nosotros.

Alisian no respondió. Hablar demasiado con Erin’Weila traía bocanadas de información que su mente no estaba capacitada para procesar. Tendría que pasar años ampliando su espíritu para que el conocimiento no le hiciera pedazos.

Sí… Quizá Kauza sea de tu agrado. Oh, has llegado, por si no lo has notado, un Dios… o algo, se alza tras las puertas.

Al alzar la mirada, propiamente Eri tenía razón. Sin darse cuenta, había estado caminando por horas en dirección al templo de Seixa, frente a ella se alzaba un inmenso arco cuadrangular con cuatro maravillosos pilares de piedra maciza teñida de ónice. La puerta, de al menos unos diez metros de altura, se iba haciendo cada vez más pequeña hasta ser de solo cinco metros.

Se abrió paso por los solitarios pasillos, de vez en vez se encontraba a unos cuantos acólitos vestidos con túnicas blancas sin ornamentos. Pero estos solo dedicaban un asentimiento y se marchaban entre las sombras.

Encontró el santuario luego de cruzar dos intersecciones arquitectónicamente antiguas. El templo (todo lo que lo componía, incluyendo el santuario), había sido construido por la misma Seixa en sus primeros meses como Diosa, pero con intensiones de que pareciera mucho más arcaico.

—Es todo lo que he encontrado –dijo una voz dentro.

—“Conocimiento” –murmuró en voz bajísima para que no le escucharán.

El deseo la conectó con otro milagro más de tercer orden, las gemas oculares le quemaron una vez más el espíritu, ahí donde se hallaban sus cuencas, y luego pudo escuchar con más claridad. El aire la arañaba la piel, el corazón le martilleaba los tímpanos y podía sentir cada guijarro de polvo en el suelo, los milagros de tercer orden daban un miedo tremendo.

—Cada vez le pierdo más la pista –dijo Seixa en un suspiro melódico, en unos tonos que no componían una canción, pero que eran rítmicos a su manera–. Necesito que lo encuentres.

—Mientras más me aleje para buscarlo, más oro costará el contrato con la Orden –contrario su hermanita, no parecía cómoda en presencia de la Diosa, aunque era su Diosa Madre–. Al menos en Karanavi no se halla, quizá lo encuentre al norte de Lanatar o el sur de Rashún, no lo sé. Siempre fue bueno metiéndose en problemas.

—Entonces que se meta en problemas contigo –restalló la Diosa, molesta, pero pacifica. Enojo y tranquilidad en el mismo ser–. Confió en ti, Ushi. No escatimes en gastos, cubriré lo que haga falta.

—Así se hará, mi señora –dijo, poniéndose en pie.

Las pisadas se dirigieron hacia la puerta y Alisian tuvo que erguirse y fingir sorpresa.

Los ojos rojos de Ushi emergieron hacia el pasillo nocturno, iluminado por incesantes lámparas de aceite. Le dedicó una sonrisa y un asentimiento, impropio de la niña a la que con tanto esfuerzo había criado.

—Te extrañé –dijo Alisian, profiriéndole un abrazo melancólico.

—Nos vimos hace tiempo, hermana –respondió Ushi, correspondiendo el abrazo.

El espíritu de su hermana vibró incomodo, como si escondiera algo, como si algo la pusiera nerviosa y asustada. No era que supiera el porqué temía, simplemente su instinto le decía que debía tener cuidado. Alisian lo comprendió todo gracias a su exploración con los milagros de tercer orden. Le dio unas palmadas en la espalda.

—Cuenta conmigo –dijo Alisian, haciendo vibrar su espíritu en resonancia.

En la distancia, Alisian escuchó a Seixa llamándola desde la habitación. Ushi sonrió y se despidió con otro abrazo, esta vez más prolongado.

—Algún día te lo contaré –añadió–. Algún día te contaré todo.

—Ambas son iguales –sonrió Ushi–. Ocultan tanto que eso les acabará derrumbando. Recuerda lo que me dijiste cuando solo era una niña, Alis: “en Akxesh, en esta tierra y en este convento, solo nos tenemos a las tres.”

Alisian sintió un arrebato de dolor, como un puñal hendiendo su corazón. Asintió y dedicó un abrazo fraternal a su hermana.

—Te lo prometo –dijo, despidiéndose de ella y entrando en la habitación, sintiendo que jamás volvería a ver a su hermanita.

—Escuchar a escondidas no es propio de una dama santificada –saludó Seixa.

—Contratar asesinos es menos propio para un Dios –contrario Alisian, mirando directamente a su Diosa Madre.

Seixa le dedicó una mirada aprehensiva. Durante los últimos meses había recuperado masa corporal y ya no se miraba esquelética como antes, las mejillas se le descubrían hermosas y sus ojos eran tan profundos que generaban sombras por sí mismos. El cabello de plata gris le caía hacía atrás, peinada en trenzas laterales que hacían destacar su hermoso rostro.

Sonrió.

—Me alegra ver que nos consideras en el mismo nivel, eso me hace reafirmar mi Divinidad. No puede haber un Dios por encima del hombre –dijo la mujer.

—Y no puede haber hombre por encima de Dios.

—Veo que lo comprendes –añadió Seixa, dando un sorbo a la copa que tenía sobre la mesa–. Como sea, necesito vuestra ayuda en algo.

—Estaré encantada de cumplir su verbo, mi señora –respondió Alisian con decoro, Seixa seguía siendo su superiora a pesar de lo que dijera el nuevo dogma.

—Los contratos con la Orden no son únicamente para llevar asesinos ahí dónde no puedo hacer cumplir mi voluntad –explicó la Diosa, poniéndose en pie y posando una palma bajo uno de los Mensajeros que acababan de llegar–. He enviado a mis acólitos como emisarios de buenas nuevas para los Him, pero se niegan a integrarse al templo.

—Es normal, los Him tienen sus propios dioses –respondió Alisian, las manos cruzadas tras la espalda.

—Dioses que ya fungen –recalcó Seixa–… Desde que nací, solo estoy yo como santidad. Viaja al norte de Kyranvie en mi nombre, convence a esos Him.

—¿Y si no lo consigo? –preguntó Alisian, sorprendida del mandato. Debía tener cuidado, viajar tan lejos de Kyranvie era peligroso, sobre todo si se dirigía a tierras Him sin gobiernos firmes.

—Lo conseguirás, querida, Hesal te acompañará –añadió la mujer, sonriendo–. Ahora márchate, partirás al amanecer.

—Demasiado pronto, aun si me apresuro en llegar a mis aposentos, no tendré el suficiente tiempo para preparar equipaje y los carromatos –exasperó Alisian, nerviosa.

—Nada de que preocuparse, mis hijos han enviado la orden a tus guardias. Tendrás todo listo al amanecer –sonrió una vez más: la sonrisa de que se iba a hacer lo que ella quería. La misma sonrisa que muchas veces Imya le dio a Alisian.

Alisian aceptó y salió de la habitación sin perder más tiempo, no había necesidad de contrariar a la Diosa, el verbo de Seixa era absoluto así que se encaminó nuevamente hacia sus habitaciones.

Solo pasaron un par de minutos durante su caminata hasta que un aleteo inundó el ambiente. Hesal había descendido.

Un par de anchas alas adornaban el centro de su espalda, no vestía más armadura que una toga cristalina y un faldón de colores a juego con su cabellera musgosa. En el puño reposaba la lanza que un día había pertenecido a Eral Karanavi, con los tonos deformados hasta ser casi irreconocibles.

—Han sido solo meses desde la última vez que nos vimos –saludó Alisian, tendiendo la palma para que el hombre le besara la punta de los dedos: señal de su santidad–. Sigues exiliado –le recordó.

—Los cielos sirven a vos, mi señora –respondió Hesal, con una voz que era impropia de él. La rectitud seguía siendo la misma, al igual que sus gestos y solemnidad, pero la voz… esa voz no era la de su campeón–. Tengo información.

—Me sorprende que hayas podido escuchar lo que a mí se me ha negado. ¿Qué has conseguido? –preguntó, mirando como el hombre por fin descendía a tierra firme y la planta de sus pies se posaban en las baldosas.

—Se encuentra reclutando a los devotos, alista un ejercito –informó–. Aún empuña el arma.

—¿Sabes dónde está? ¿Has podido verlo? –preguntó con una pequeña y cresiente ansia.

Hesal negó con la cabeza.

—Encuéntralo antes de que lo haga mi hermana –dijo sin más, despidiendo al hombre. Hesal asintió y con tres aleteos volvió a surcar los cielos, de él solo permaneció el centelleo del acero que componía la lanza.

Después de todo, quizá Urzu sea tu canto. Dijo Erin’Weila, una ligera decepción sopesaba en sus palabras. Eres igual a esas bestias, la diferencia es que Sewhallía te corresponde.


El alba entró desde la ventana oeste de la habitación, bañando toda la estancia con un nuevo brillo destronado.

Reptó por las paredes tapizadas con los colores de la casa soberana de Yúan y acarició las pinturas de la familia real, hasta descender sobre el escritorio donde Irin mantenía los documentos genealógicos de tantos ojos-gema como espadas había en el mundo.

La luz empapó cada página y finalizó en el asiento de madera blanca y cojines negros, se escabulló hasta la enorme cama matrimonial y cuando la luz se posó sobre sus ojos, Irin despertó.

Nunca, en sus más de treinta años de vida, había sido capaz de amparar el sueño durante unos pocos minutos más. Cuando el sol lo reclamaba, él despertaba.

Parpadeó una vez, dos veces y tres veces. En su tercer parpadeo se envaró y miró soñoliento a su alrededor, a su lado se encontraba Tristan.

El cabello en llamas de la mujer seguía recordándole el día de la maldición, como una condena constante para su pecado.

—Deberías dormir un poco más, querido –dijo la voluptuosa mujer, estirándose desnuda sobre las mantas. A sus casi cincuenta años se miraba mucho más joven que el propio Irin–. Los festejos comenzarán por la tarde, aún hay tiempo –bostezó.

Las manos de Irin encontraron los mechones de su esposa, se miró los dedos, mesándola. El hecho le atrajo solo una pequeña ascua de felicidad para su mañana.

—Es hoy –dijo, sintiéndose anciano y pareciéndole escuchar los crujidos de sus huesos cuando se puso en pie.

Caminó hasta el tocador, en donde vistió una bata similar a una casaca que se ataba por la cintura y la corona. Acicaló su rostro y los cabellos de vino, afeitó la poca barba que le crecía y salió de la habitación en dirección al estudio de Jesce. Se había hecho costumbre el visitarla cada mañana.

—Te veré más tarde –gritó Tristan desde el mullido colchón–, y vístete decente, no olvides que tenemos visitas.

Con un chasquido de sus labios recordó que, en los festejos por el aniversario de Yían, les visitarían miembros importantes de la Orden de Blanco y Negro, La Divina Dualidad y la familia real Karanavi, estos últimos acompañados de hombres Galinés y sureños de Rashún. Todos querían ser testigos de la firma de paz que traería el compromiso de Yían con la recién nacida Irel.

No tardó demasiado en encontrar a Jesce, la chica se había vuelto inseparable en asuntos militares desde que perdiese a Tao hacía unos largos años. Algunas veces extrañaba a su intrínseco amigo, un hombre con el que había compartido tantas lágrimas como dolores, pero así era la vida de un soldado: un día estabas vivo y al siguiente, morías por defender un ideal.

«Quizá me pase más tarde a dar un vistazo a sus hijas», se dijo para sí mismo, recordando a las chiquillas que ahora formaban parte de la corte. Era más que nada una deuda sentimental, por los tantos años que su padre paso al servicio de Irin. Las dos muchachas no tendrían más que década y media al ser gemelas, y la madre había cometido suicidio unos meses más tarde al saber las noticias de Tao; los tíos eran todos carroña vieja, soldados que jamás habían logrado ascender en rango, con ellos les esperaría una vida de prostitución y decadencia. No tenían a nadie más que Irin en el mundo.

—Mi rey –saludó Jesce, sorprendida cuando lo notó a la puerta de su estudio. En las ultimas semanas se encargaba de enviar efectivos a la Orden, con el fin de asegurar alianzas en caso de problemas futuros–. ¿Se le ofrece algo?

—El recuento de invitados –dijo Irin.

—Cerca de trescientos, majestad, sino es que más –respondió con asentimiento, tomando la lista y acercándosela lo suficiente para poder verla–. Todos solicitaron su propia entrada, vienen a presenciar la unión con los Karanavi. Mire, desde los Him al norte de Zheng, hasta los nómadas de Rashún. Los reyes menores ansían su propio lugar en los comedores reales, mi señor.

—Jamás pensé que a los Him les interesara presenciar la política de los reyes mayores –respondió Irin, tomando asiento. Jesce se apresuró a servirle un vaso de vino suave, de los dulces.

—Para los Him, un hombre con tierras significa un hombre fuerte, y usted tiene demasiadas tierras, majestad –bromeó Jesce–. Para ellos, usted tendrá control incluso de las tierras de Occidente.

—Podrían verlo como una amenaza.

—Algunos, pero otros lo verán como el futuro –respondió, emocionada–. Imagínelo: las coronas de Oriente y Occidente, gobernando juntos un solo imperio unificado. Quizá se pueda ascender a los reyes menores para que mantengan el control más allá de lo que vuestras vistas puedan apreciar o hacer desplazar futuras avionetas vigías –la sonrisa en su rostro era una que Irin jamás había visto en otra persona, ni siquiera en su propio hijo.

Rio, mostrando una diversión sincera.

—Disculpe los disparates de mi ensueño –añadió, avergonzada.

—Nada que disculpar –dijo Irin, dando toces por la risa que intentaba contener–. ¿Cuántos de los ojos-gema partirán a Galinor?

—El tercer bloque cuenta con poco más de mil muchachos, majestad –respondió la mujer, dando vuelta y buscando los documentos que hablaban al respecto. Había dejado de estar nerviosa para nuevamente volver al ánimo que la embriagaba–. He seleccionado a los más capaces, hasta el momento, hemos enviado a tres mil ojos-gema, adolescentes y niños para ser instruidos.

Irin meditó unos segundos, estudiando las actas natales que tenía entre las manos.

—¿Crees que la Diosa se oponga? –preguntó.

—Lo dudo, majestad. Ciertamente Diosa Seixa prefiere enviar a sus propios ojos-gema, pero Santa Alisian medía por los nuestros.

—Jamás pensé que la Iglesia se reconciliaría con nosotros –sopesó.

—La Orden es uno de nuestros grandes pilares, mi señor. Sin ellos la reconciliación no habría rendido frutos, bien se sabe que la capitana Sōngshù mantiene nexos con maese Alisian.

—Esa Sōngshù, me gustaría conocerla. ¿Puedes organizar una reunión? –preguntó, poniéndose en pie y dignándose a mostrar respeto a Jesce.

—Así se hará, majestad –respondió ella, despidiéndolo con la excusa de tener que arreglarse para los preparativos del festejo. Yían la apreciaba al igual que a Han, y las quería a ambas dirigiendo todo.

Horas más tarde, Irin se encontró dirigiéndose al salón de audiencias en donde tendría lugar el aniversario natal de Yían y su compromiso con la recién nacida princesa Irel. El muchacho cumpliría casi una década, pero era tan alto como su hermano Kalá, y su prometida no era más que una molleja rojiza que apenas podía emitir sonidos sin babearse encima.

—Irel Rashún Karanavi –susurró, reflexionando la contrariedad en la escritura y habla que componían los apellidos de la niña. El nombre completo de Irel era como un cantico rasposo, una melodía de afilados cuchillos.

Los criados le reverenciaban con cada saludo que les daba, al verlo pasar entre las cocinas y pasillos, lo reputaban incluso más que antes. Respeto puro, nada de miedo. La adultez le era conveniente, la casaca se le amoldaba con un carácter poderoso y las joyas divinas resaltaban su sangre pura Akxashana.

A las puertas del salón de bailes encontró a los hermanos Yúan, desiguales y a la vez tan afines con el furor de las llamas emergiendo en sus cabellos.

—Mi señor –saludó Kalá, a sus casi veinte años el muchacho era un gran instructor para una gruesa escuadra del ejército Him y segundo al mando del Juicio de Tristan.

—¿Vuestra reina ha llegado ya? –preguntó Irin luego de devolver el saludo.

—Se encuentra recibiendo a los invitados, acompañada de maese Rirail y lady Han –contestó Elenea, era solo tres años menor a Kalá, pero Tristan aún tendía a vestirla con ropas ligeramente infantiles–. Yían se halla con ellas.

La mirada de ambos refulgió cuando las luces de las lámparas les bañó el rostro, Kalá con iris de granate carmesí y Elenea de oro cristalino. Extrañamente, los iris de Elenea se seguían opacando cada vez más con el pasar de los años, a diferencia de Kalá que permanecía puro.

—¿Desea que lo anunciemos? –preguntó el muchacho, serio hasta la medula como siempre había sido. Irin asintió.

Ambos hermanos abrieron de par en par las puertas y como si fueran sus guardias personales, anunciaron:

—¡El rey Irin Lang Zheng, rey de Oriente y protector de Yúan!

Algunos aplausos restallaron, alaridos por parte de los Him que mostraban no tener una etiqueta formal y uno que otro vítor por parte de su corte. ¿Se merecía tales alabanzas después de todo lo que había hecho a los ojos-gema durante la cruzada hacía años? ¿Se merecía las alabanzas aún cuando postró en una pira a quien ahora era Dios? Inesperadamente comenzó a sentirse agobiado, hasta que miró a su hijo acercarse con el paso vivo.

Los cabellos de Yían le caían por debajo de las orejas, fulgurante como el atardecer oriental, un orgullo para Zheng y Yúan. Un ojos-gema pura sangre, nacido en la familia real, como debió haber sido su difunto hermano.

—Padre –saludó, casi soltando una sonrisa de oreja a oreja hasta que recordó las etiquetas. Han iba a su lado, Yían la guiaba tomándola de la mano–. Han venido muchas más personas de las que tía Jesce esperaba.

Han asintió como saludo, esperando a que Irin pudiera verla. Este la saludo tomándola por las manos.

Al alzar la mirada se encontró con Lanatar, el hombre se regocijaba en exceso, había llevado regalos de oro macizo; mosquetes alargados y revólveres ribeteados de plata y ónice. De vez en vez se le miraba haciendo bailar una daga de filo rojo entre sus dedos.

—Diosa Seixa se encuentra entre los invitados, padre –siguió diciendo el muchacho. Han profirió un leve gemido de discordia.

—¿Le han dado el trato que merece? –preguntó.

—Eso y más, mi señor –respondió Han, uniéndose a la conversación.

—Llevadme ante ella, pues –pidió.

La Diosa tomaba asiento en la silla de honor que siempre debían prepararle en caso de que hiciera acto de presencia. Era un trono modesto, lo suficiente para recalcar su divinidad, pero tan austero para no mirarse por encima de ni un solo rey.

—No esperaba contar con vuestra presencia, Divinidad –saludó Irin, haciendo ademan de mostrar una ligera reverencia. La Diosa bebía un vino especiado y picaba fruta de una bandeja que le habían hecho llegar.

—No te postres, Irin –respondió al saludo–. No hace falta una reverencia.

Irin asintió, tomando asiento a su lado, haciendo caso a los gestos que la Diosa hacía con sus manos. Según el dogma, Krien había sobrevivido en esencia, pero no en cuerpo; Seixa era el aspecto que su Concepto había adoptado como un castigo para quienes osaron quemarlo en la pira.

—Es un buen día, Irin –dijo, con una sonrisa sincera en los labios. El rostro era anguloso y la mirada tan profunda que casi sentía que podía mirar directamente a su corazón–. No dejes que tu mente perturbe la felicidad de la que pretendes gozar.

—¿Puede saber lo que siento?

—Sigo siendo mortal, Irin. Eterna, pero tan frágil como un Akxashano –explicó la mujer con su cantico habitual–. Ahora siento más emociones de las que nunca me empapé. Confía en ti mismo, ve y disfruta de las celebraciones –añadió, despidiéndolo.

Podía no aparentarlo algunas veces, pero la sabiduría de aquel ser era sabida por muchos. Asustaba un poco con sus ojos dispares y los pómulos sonrosados; sea como fuere, Irin se limitó a obedecerle y hacer como había dicho: disfrutar el festejo y las firmas de paz.

Cuando la noche comenzó a bañar los muros del palacio, Yían fue llevado por Tristan al centro de la habitación. Irin tomó su lugar al lado derecho del muchacho y frente a ellos se posó la familia real de Karanavi.

Imya relucía un esplendoroso vestido de colores invernales que aparentaba ser un uniforme militar si no fuera por la extensa cola que caía detrás de ella. En sus pálidos brazos acunaba a Irel, tan risueña como lo había sido Yían en sus primeros meses, de cabellos grisáceos y cantos, ojos musgosos como la madre. Açebe, a su lado, prefirió vestir una típica indumentaria de Rashún: un faldón que caía por debajo de las rodillas y un ancho tabardo moderno en colores amarillentos que resaltaban su piel acalorada. Ambos adornaban sus cabellos con las coronas de cada región, Imya galardonaba con los usuales anillos que tintineaban sus mechones.

—Es un honor, emperatriz Imya –dijo, seguido de una inclinación formal–. Irel ha heredado la belleza de los Karanavi y la viveza de los Rashún.

—El honor es nuestro, rey Zheng –contestó Imya, una sonrisa casi forzada–. El príncipe Yían es, igualmente, toda la presencia de usted. Desde el rostro hasta las uñas de sus manos. El cabello, un orgullo para los Yúanes.

Irin sonrió, mirando al muchacho, y luego dirigió toda su atención a Imya.

—Una disculpa no arreglará los errores del pasado –empezó a decir, provocando una sorpresa en ella y todos los presentes–. Sin embargo…

—No hace falta.

—No. Permítame continuar –interrumpió Irin. Imya asintió con el gesto endurecido, ciertamente quería escucharlo todo–. Mis disculpas no son solo para usted, sino para todos en presencia, más para quienes vivieron el asalto al convento capital de mi reino.

Irguió la espalda, tomando el porte que antaño le había representado y soltó una reverencia corta.

—El reino de Zheng se cimentó con hierro y fuego, a partir de este día, todo cambiará. Este día traerá consigo el nacimiento de dos naciones que por generaciones serán hermanas.

Unos pocos aplausos llegaron de poco en poco hasta que el salón se convirtió en un hervidero de alabanzas. Incluso la Diosa Seixa aplaudía con asentimiento y una sonrisa en los labios rojizos.

—Mi gente aprecia vuestras disculpas, majestad –convino Karanavi, mas por formalidad que por verdadero sentir–. Y estoy segura de que los caídos devotos alcanzarán la paz con vuestra redención.

—En el sur tenemos un dicho, rey Zheng: “Hágase la familia, con sangre y sonrisas” –añadió Açebe, citando los duelos en los que su gente postulaba para integrarse a la familia real del sur–. Este compromiso marca el inicio de una nueva era para Akxesh.

Irin asintió a ambos monarcas y compartió una sonrisa para Tristan.

—Sosténgala, príncipe Yían –dijo Imya, tendiendo a su hija–. Acúnela en brazos, protéjala siempre, aun en la discordia. Cuando la edad se les llegue, acúnela en brazos en pos de la paz.

Yían hizo lo que le correspondía. La chiquilla se le ajustó eficientemente a los brazos, se removió y estuvo a punto de caer en llanto hasta que se concentró en las vistas citrinas del muchacho. Irel dejó escapar una sonrisa y risita aniñada.

Nuevamente los aplausos llegaron, el compromiso estaba sellado y la paz, latente. El júbilo de los invitados fue excelso, el vino corrió toda la noche y el festín extendido por largas mesas en las que todos pudieron picar gustosos para saciar los paladares. Irin se sintió satisfecho después de mucho, mucho, tiempo.

Se encaminó hacía los jardines reales que había mandado a construir para la satisfacción de Tristan, cumpliendo el sueño que su padre alguna vez había tenido con la antigua reina. Mientras más andaba, más cansado se sentía, solo ansiaba tomar asiento y disfrutar del rocío y el olor a flores en el aire. Mirando al cielo, esbozó una disculpa más, esta vez en nombre de Letifan Krien y todos los hombres que habían muerto en las celdas.

El jardín relucía hermosura como los bocetos presentados al inicio de la construcción. Incluso más bello. Orquídeas, rosas, tulipes y níveas de Karanavi. Las flores emergían ahí donde uno mirara, largas enredaderas aceptando con felicidad el nuevo hogar.

Una dulce melodía surgió hacia el centro del jardín, tranquila y apasionada a la vez. Caminó, tentado por la flauta que resonaba en la distancia. Dalian se hallaba sentada, con las piernas cruzadas sobre una suave cubierta de hierbajos, rodeada de matorrales y con un manzano para el apoyo de su espalda erguida.

Irin no le interrumpió, espero hasta que la mujer terminara. En cambio, la estudió como antes no había hecho: vestía un uniforme militar muy simple; casaca y pantalones negros con moños en los hombros.

—¿Qué nombre lleva esa pieza? –preguntó al cabo de un rato.

—La Sinfonía del Espejo –respondió Dalian, mirando con amor a su flauta–. Se dice que es el sonido que hicieron los ángeles cuando Axies alcanzó los cielos. La Iglesia nos enseña como tocarla, pero un amigo me ha dicho cuáles son las notas que hacían falta.

Irin asintió y tomó asiento a su lado. Dalian no mostró incomodidad, aceptó el gesto con amabilidad y concentró su mirada invertida en la pronta medianoche que estaba presentándose con innumerables hados en el cielo estrellado.

—No se ha presentado al festejo –señaló Irin.

—Cuando era más pequeña, siempre ansié conocer los bailes en la corte y los festejos de los altos reyes. Pero ahora me he dado cuenta de que las fiestas no son lo mío; mi mente no está del todo bien y las luces podrían suponer un problema.

Irin gruñó, quizá tuviera que organizar alguna reunión menos extravagante para que otros, como Dalian, pudieran disfrutar.

—Has tardado en venir –añadió ella, luego de un largo silencio–. No te esperaba hacía nueve años, hoy sí.

—¿Disculpa?

—No recuerdo a mi madre –siguió diciendo–. Ili me contó que la reina era bella, incluso más que yo misma, decía que me recordaba con los pómulos de mi madre.

Irin suspiró, permitiendo que su cuerpo dejara salir el dolor de haber creído muerto a un hermano. El dolor de haberla perdido hacía veinticinco años.

—Yo… –quiso hablar, pero las palabras no emergieron de él. Había imaginado tantas veces cómo habría sido la reunión con su hermano, pero, en ese momento, nada de sus imaginaciones le dio las palabras que necesitaba.

—¿Estás decepcionado de que sea yo? –preguntó Dalian, riendo y picándolo con la culata de la flauta.

—Eras… no tenías ni horas de nacida cuando te apartaron de la familia –respondió Irin, las mejillas emborronadas por los nervios, la quijada firme del miedo.

—Quizá así siempre debió ser –murmuró–. Hace tiempo, alguien me dijo que las buenas acciones se pueden corromper, con un fin y un propósito, quizás por el bien mayor. Quizás no debíamos conocernos.

—Puedo proclamarte una Zheng, tienes la sangre y las facciones –dijo Irin, apremiante.

—Eso sí que sería una sorpresa –rio–. Como sea, dime cómo está mi sobrino.

—Sano y comprometido –respondió Irin, una ceja enarcada y las manos temblantes–. Será recordado como el rey que unificó a las dos naciones más grandes de todo Akxesh.

—Tú e Imya comparten los infortunios de la virtud –dijo Dalian, soltando una carcajada–. Los recordados serán ustedes, por los siglos de los siglos.

Los ojos blancos de Dalian volvieron a posarse a la luz de la luna, como si de dos perlas manchadas se tratase.

—¿Cuál era mi nombre? –preguntó, mirando a un lejano estanque de agua cristalina, en él nadaban carpas doradas, negras y anaranjadas como luces de luciérnagas.

—Ilian –respondió Irin–. Fue el nombre que desgarró la garganta de madre esa noche –una sonrisa escapó de sus labios, sincera y fraternal.

—Ilian Lang Zheng –repitió ella con una sonrisita–. Es como un sueño.

—Uno del que no quisiera despertar. Un sueño que no debería terminar.

—El fin es solo un medio para el cambio, hermano –sonrió ella.

Al instante, Dalian se acercó a él para darle el abrazo más fraternal que Irin jamás había sentido, un abrazo de cariño puro. Duró unos largos minutos y concluyó una hoja encajada debajo del pectoral, directamente en el corazón.

Las manos de Irin sostuvieron la fina espalda de Dalian, profirió un par de rasguños, pero no emitió más sonido que un leve gemido. Un par de segundos más tarde, la vida le abandonó, permitiendo mirar por última vez a Ilian.


—Yo aún no –dijo Adelí, desencajando su puñal del cuerpo de Irin–, pero tú sí que alcanzarás la paz, hermano.

Los labios de Irin se llenaron de sangre, sin embargo, su cuerpo no se movió más. Hasta el ultimo momento había mantenido las formas: un rey no gritaba, aceptaba su muerte con honor hasta el final.

—Que los bardos canten tus hazañas –empezó a silabear–, y los niños lloren de añoranza. Eterno seas en el rostro de tus hijos, rey conquistador. Y nunca olvides a tú hermana –una leve sonrisa–. Implacable seas siempre, Irin Lang Zheng.

Adelí recostó a su hermano en el porte digno para un difunto rey. Cerró sus parpados y profirió de un beso en la frente; la hoja con la que lo había asesinado reposaba en sus puños, justo dónde la casaca se le empapaba de sangre.

Hacia la salida del jardín, encontró a su sobrino Yían.

—Maestre Dalian –saludó con el pobre intento de un saludo marcial.

—Rey Yían –dijo ella, el chico ensanchó más la sonrisa–. Lamento no haberme presentado al festejo, no se me dan bien las fiestas. Pero sí que te he enviado un regalo, lo recibirás por la mañana: un carruaje repleto de regalos traídos de Galinor.

Los ojos de Yían mostraron su satisfacción, dañando el corazón de Adelí.

—¿Sabe dónde puedo encontrar a padre? –preguntó el chiquillo, emocionado por haber escuchado de su regalo–. Los criados dicen haberlo visto venir en esta dirección, pero…

—Tu padre especula sobre el futuro de la soberanía Oriental –dijo Adelí con una sonrisa–. Regresa luego de unos minutos, necesita espacio.

El chico asintió, volviendo sobre sus pasos y Adelí por fin pudo abandonar el jardín con el corazón destrozándose en cada pisada.

¿Debía detenerte? Preguntó Sham, emergiendo con su habitual aspecto de muchacha baja.

Adelí no respondió, se limitó a seguir adelante sin mirar atrás. Sus Caballeros de Lo Blanco hicieron ademan de seguirla, cuando los encontró a las puertas del palacio, pero rápidamente los despidió con la excusa de necesitar tiempo para ella misma. Tomó uno de los tantos transportes privados y pidió que la llevarán al Barrio de las Lágrimas, lugar donde se celebraba el día de la Ascensión.

La plazuela era un mar de vestidos fúnebres. La comida abundaba al igual que la bebida y los comerciantes que vendían figuritas alusivas al nacimiento de Seixa. A la Diosa la encontró en el palco que le habían construido para conmemorar su presencia, adornado de colores blancos en plata y negros de oro.

Seixa se miraba cómoda en sociedad, se expresaba con mayor libertad a diferencia de sus primeros meses como Diosa. Sonrió cuando la vio acercarse en la distancia.

—¿Cómo has llegado antes que yo? –preguntó Adelí, tomando asiento a su lado y acurrucándose en el enorme trono acolchado.

—Soy… Dios –dijo sin más–, pongo en practica mis cualidades. Estaré donde desee estar.

—¿Tienes recuerdos de esos días? –preguntó Adelí.

—No soy la Seixa a la que te acostumbraste, querida. Conservo mis memorias y me arrepiento de lo que este cuerpo te hizo. No volverás a sufrir recuerdos de agonía, memorias de la sangre. No te pediré nada que te haga sollozar.

—¿Me odias por disparar a tu corazón? –preguntó Adelí, posando su palma ahí donde había asesinado a Krien, refiriéndose a las memorias del hombre. El pecho de Seixa era firme y suave a la vez, como el de una mujer que apenas estuviera madurando.

—Soy, Adelí –dijo ella–. Soy la Dualidad, amor y odio. Solo soy.

Adelí no respondió, se permitió el consuelo del rose de los dedos frescos de Seixa. A veces podía escuchar los pobres latidos de su corazón, o sentirla levemente cálida, otras veces, era tan fría como los témpanos Him.

—¿Te has preguntado por qué tu dedo corazón es el único que lleva dos colores? –preguntó Seixa, sentándose tras ella y rodeándola en un abrazo mientas le sostenía las palmas, la voz como un canto suave y tranquilo.

—Es el centro de mi ser, ahí donde todo lo es.

—Una trampa –sonrió Seixa.

Adelí hizo un gesto de confusión y prefirió no responder a la Diosa, ese día no quería hablar más con nadie, su corazón seguía en duelo, destrozado por el asesinato de Irin.

Miró con detenimiento a todos en la plazuela, casi le pareció ver a Ushi, sus ojos rubíes destellando a la luz de los faroles cuando Alegár la posaba sobre sus hombros para pasearla por todo el lugar. Deseó tener a Imya a su lado, permitirse ser feliz.

—¿Cuándo? –preguntó, mirando como la visión se desvanecía frente a ella.

Seixa se limitó a sonreír, rodeándola nuevamente en un abrazo de lo más sincero. Un cálido, pero a la vez helado abrazo.


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