La Divina Dualidad. XXXII

 

XXXII

 “Y cuando la Muerte llegue, ellos se alzarán para defender lo que les corresponde por derecho”

 

El descenso fue incluso más tortuoso que la búsqueda en sí misma. No por la escalinata, sino por el aura desprendida de dicha área: inmensamente acosante, acechante.

El mal impensable había tomado forma a partir del aire y se había apoderado de las almas de Limin y Hesal, o al menos así lo sentía el primero. Sintiendo el peso del inframundo a sus espaldas, provocándolo a echarse a llorar como un niño de media década… a rajarse el cuello de par en par.

Ahí, al final de los cientos y cientos de escalones, se hallaba la depravación hecha ser. Sea lo que fuera que hubiese al final de aquel recorrido, escapaba completamente a la comprensión de Limin.

—¿Hace cuánto que se halla en este lugar? –preguntó Limin, con el miedo haciéndole castañear los dientes. Tan atemorizado que la muerte le parecía la solución más razonable a todo paradigma.

—Décadas, eras, épocas. Cuantificar su tiempo es una insensatez. Mi gente puede sentir su presencia desde el primer momento en que ponemos un pie en Akxesh. En mí caso, hará unos cuarenta años que comprendo su existir.

—¿Tu gente? ¿Por qué nadie hizo nada al respecto? ¡Esta cosa es un ser perverso! –chilló en voz bajísima para que no pudiese oírlo lo que se hallase más al fondo.

De vez en vez, Limin echaba miradas a sus espaldas pareciéndole escuchar pisadas tras ellos. Aunque la puerta se había cerrado con un sonoro crujido, custodiada por dos ancianos de túnicas blancas, sentía que alguien les mantenía el paso.

—Mi gente es la de los bosques, las piedras y los mares. Solo eso debes saber –murmuró Hesal, tan tranquilo como si la presión del sitio no hiciese mella en él–. ¿Quién decide la perversidad de un Dios? ¿Quién castiga la soberbia de un Dios, Limin?

No respondió más que un gemido solemne. Continuó la caminata con nauseas empezando a bullir en él. Cada nivel descendido fue peor que el anterior, mientras más se internaba en tales catacumbas, sentía miles de ojos centrados en su persona.

Ojos que existían y a la vez no, respiraciones, traqueteos y tintineos. Escuchó pisadas sobre el techo de adoquines, en las paredes, espectros andando a su lado. Miles de presencias.

—Cada mes acompaño a la Santa en su descenso –añadió Hesal, cuando solamente faltaban un par de niveles para llegar al suelo llano.

—¿Alisian ha tenido que venir a este sitio? –preguntó Limin, sorprendido de que alguien tan temerosa como Alisian pudiese soportar la presión del lugar.

—Claro. ¿Cómo sino actualmente tendrían “Sangre de Axies” los ojos-gema? –sonrió Hesal, con altanería en la voz–. Las gentes que vimos antes, mi gente, acompañan durante el descenso, de lo contrario cualquier otro moriría antes de concluir el primer nivel. En tu caso, me tienes a mí.

—¿Dices qué…?

«No lo digas.»

—De este lugar viene el líquido con el que se hidratan las vistas. De aquí viene vuestra Divinidad. Vuestra Divinidad forma parte del Todo.

Nuevamente, Limin se quedó estupefacto, sin poder dar una sola respuesta. Fue Hesal quien volvió a hablar.

—Fue aquí donde Zhao fue santificada, fue aquí donde aprendió a manipular su Conexión con Akxesh. Fue aquí donde vio más allá.

Limin levantó la mirada gacha y se concentró en el rostro de Hesal que empezaba a componer unos pronunciados canales. Parecía la corteza de un árbol, los causes de un rio, Hesal parecía la naturaleza misma andante pues hasta su tono de piel había adoptado un color amarillento y verdoso.

»Fue aquí donde descubrió el camino a Zezsezal.

En el último de los escalones, las lágrimas emergieron del rostro de Limin. Desgarros en el corazón, la culpa de asesinar a tantos hombres durante su vida, el intento de asesinato contra Adelí y el abandono de su madre.

El lamento en su corazón revelado por un Dios contrario a la fe.

Siguió adelante a pesar del pesar que le apuntalaba todo el ser, a pesar de los recuerdos más horrorosos de toda su vida. A pesar del dolor de estar con vida.

Cuando emergieron por el arco cincelado que hacía de entrada a una cámara iluminada por el filtro de una luz desconocida, se encontraron con lo que Limin había ido a buscar en aquel sitio: en el centro de la habitación se hallaba una mujer, tendida en un reclinado lecho de piedra, de piel blanquecina como la leche y de extremidades tan alargadas que daba pavor mirarla durante unos instantes.

Una hoja de acero negro con franjas de un vibrante color esmeralda asomaba de entre sus pechos y las manos extendidas con las muñecas abiertas de par en par.

—Padre en las alturas –rezó.

Aquella mujer iba más allá de su raciocinio, era enloquecedora, hacía que el miedo en su interior se volviera frenético y arremetiera con pensamientos de autodestrucción. Aun así, se encaminó con paso firme.

—El mismo error que ella –escuchó decir a Hesal a sus espaldas–. Los Akxashanos siguen el mismo sendero que sus predecesores.

 —Soy… la espada de Axies –siguió diciendo, esquivando la diatriba de Hesal–. Tengo un deber…

En su mente, en su corazón, la oscuridad era cada vez mayor, severa e implacable, le impedía pensar con claridad y susurraba mentiras profanas.

Detrás de la mujer se encontraba el estanque del que, según Hesal, extraían la Sangre de Axies. Lleno, repleto de un líquido incoloro que refulgía con dotes azulados a causa de la luz filtrada.

Frente a la mujer, se quedó sin aliento. La piel era tan blanca que casi se miraba traslucida, sin color de sangre en las venas. De la herida en su pecho no emergía el color, sin embargo, Limin sintió la especidad en sus dedos cuanto posó la mano sobre la zona húmeda al tacto.

La mujer yacía muerta hacía tantos años, sus pocos músculos rígidos como la piedra.

Un susurro lejano llegó a su ser, sobreponiéndose al resto de lamentos que le aterrorizaban, la voz de una mujer adulta.

Empuña el arma.

Tan fácil de tentar era la firmeza de un hombre, que Limin cedió. Aferró la empuñadora de la daga que tenía una guarnición con el emblema del Espejo e inesperadamente no le invadió una sensación de poder como sucedía con el resto de armas divinas. No. Fueron recuerdos, memorias de eras que no había vivido.

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Lo dicho provocó un instante de eterno silencio, una burbuja de completa incertidumbre. Una esperanza de resolución, hasta que esa burbuja estalló.

El pueblo de Ciudad Dual se agitó, la furia en sus corazones al escuchar la respuesta del antiguo maestre Krien. Todos quedaron boquiabiertos. Y de entre toda esa furia, se enaltecía la de Irin Lang Zheng.

Adelí fue incapaz de controlar su sonrisa al notarlo, tuvo incluso que llevar una mano a los labios para no delatarse. Aun cuando había mirado tan determinado al viejo Krien, jamás pensó en que fuera a adelantar su muerte de forma tan conveniente.

Había ideado otros planes para él, claro, cómo asesinarlo una vez fuera exiliado, cercenando su cuello o asfixiándolo durante la noche. En fin, el hombre parecía tener tantas ganas por morir que no le importaba desafiar a Irin.

A pesar de que Irin se había puesto en pie, con el objetivo de condenarlo de una vez por todas, fue la exdirectora Han quien habló. Provocando aún más furia en el rey.

—¡Maestre! –chilló, su rostro en dirección a dónde creía que se encontraba el maestre–. ¡Esto es un indulto, no una especie de juicio! ¡Usted no es un criminal, mucho menos un traidor, pero este, entenderá qué es el único camino posible a la paz!

Krien dedicó una mirada de brusquedad, el rostro enfurruñado por las cuencas rojizas en sus ojos y el ceño tan fruncido que le daba un aspecto horripilante. No parecía que antaño fuera el hombre que tanta paz predicó.

—¡Mentiras! –rugió–. ¿¡Desean que acepte mi culpabilidad!? ¡Pues lo soy, soy culpable! –cada palabra fue un alarido de imperio para sus compañeros de celda quienes erguían con orgullo sus cuerpos indecorosos.

Irin, por fin, dejó escapar sus expresiones. Las venas resaltaban en su frente y los globos oculares casi parecían estar a punto de explotarle. Sin embargo, nuevamente fue interrumpido por el propio Krien.

—¡Soy culpable, más no por lo que decís, maldito rey de Oriente! ¡Soy culpable de traicionar a mis hermanos, culpable de aceptar cada cosa que de vuestras sucias bocas escapó! ¡Akxesh conoce mi verdad, y a él encomiendo mi alma y la de mis hermanos!

Nadie olvidaría jamás las palabras dichas por Krien, era inocente de lo que se le inculpaba, en efecto, pero nada de eso importó. Ciudad Dual escupió a los pies de los encadenados, lanzaron maldiciones, verduras pútridas e incluso asquerosidades más allá de lo indescriptible; los rugidos eran un canto de galimatías y, entre tanto bullicio, se atisbaron dos palabras del rey.

—Que ardan.

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Antes de Axies, solo hubo uno. Antes de Seixa, solo hubo uno. Fuerte, débil, divino y mortal. Un Dios de todo lo que existía.

En aquellos días el mundo se miraba muerto a causa de una nevada interminable, sin más vida que simples flores azuladas que intentaban a toda prisa procrear tanta vida como les fuera posible. En la distancia, cerca de un enorme castillo alzado en un peñasco con dirección a un sol blanco, se erguía un hombre de aspecto diligente y poca musculatura. Más tarde, Limin lo vio volverse Dios sin autoproclamarse, lo miró dividirse en dos mitades.

Sintió su muerte, cómo una fragmentación de su propio ser.

En otra visión, se encontró presente durante el nacimiento de un niño al que los esbirros de Axies marcaron a hierro y fuego. Sintió en su propia carne la emoción de Seixa cuando le entregaron al chiquillo por primera vez, lo acunó con presteza y ansia. Besó su frente, lloró, y amó.

El primer niño, de millares que también fue, llevaba por nombre Letalfrian Ykvernat Kryen. Vivió tantas vidas, cómo eras había tenido el Akxesh que Limin vivía. Durante una de tantas, Seixa intentó unirse al pequeño Concepto de Divinidad que el cuerpo de Letalfrian concebía, para así, volver a forjar a un dios completo o al menos uno funcional.

Aquello fue visto como una traición y el Dios Axies, ordenó al hombre sellar a la Diosa, usando un arma que trascendería vidas y tiempos; el primer acero divinizado, forjado con las gemas oculares del primer hombre que fue Letifan Vernatk Krien. Con la acción, retrasaron el fin de toda vida. Se alargó el tiempo en que deberían vivir los Akxashanos, hasta edades impensables para otros pueblos del cosmos, sin embargo, con ello llegó el lento control de la mente que buscaba conocimiento.

Con el “asesinato” de Seixa, el Akxesh retrasó su curso natural, y con ello, llegaron los Cráteres. Eras especificas dónde la naturaleza de Seixa explotaba y traía consigo la destrucción parcial del Akxesh, en forma de nevadas longevas, erupciones prolongadas y las enfermedades desmandadas.

Limin se dejó embelesar por tales maravillas, el conocimiento del mundo al alcance de su mano. Miró como el Akxesh se destruía así mismo, a los pueblos luchando por la supervivencia y a las grandes casas cayendo contra meras inclemencias del tiempo. Más allá, el terror lo albergó.

Visiones del porvenir, visiones de Seixa encumbrando Kyranvie y en las calles un ejército de ojos-gemas con gemas oculares de cuarzo. Portaban armas similares a los mosquetes, aunque más robustas y al parecer, más pesadas.

Alisian cabalgaba al frente del ejército, acompañada por una mujer de al menos tres décadas. A la segunda no le reconoció, la frente era ancha como la de los Karanavi y los ojos musgosos, pero a la vez almendrados.

A un lado de Seixa, levitaba un ángel. No tenía más vello en el cuerpo que su cabellera dorada, el rostro anguloso y los parpados enmimbrados, seis pares de alas le permitían elevarse hasta dónde otros solo soñaban.

Ambos Dioses miraron al este, en dirección hacia el sitio donde el sol emergía, ahí dónde el cielo lo coronaban bestias de acero sin una forma en concreta.

«Esto…»

El ángel que acompañaba a Seixa dedicó una mirada a al ejército que marchaban con firmeza, en ellos se desdibujó el espacio, como si alguien hubiese incendiado una tela desde la cara no visible, haciendo aparecer a otros miles de ángeles más. Criaturas de alas blancas o pedruscas, de quijadas firmes y cicatrices que surcaban sus rostros, ocuparon los cuerpos de los ojos-gema componiendo un ser con dos espíritus.

Alisian miró ahí dónde Limin observaba la escena, en su rostro se encontró la despreocupación cuando uno de esos ángeles la ocupó.

¡Es suficiente! –rugió Seixa, expulsándolo de las visiones.

Limin soltó la hoja sin saber cuánto tiempo había estado de pie. Cayó al suelo entre temblores y sintiendo un agudo dolor en las vistas, las piernas le fallaban y el sudor frio le cosquilleaba las manos y caía a borbotones de su frente. Unas pocas lágrimas surcaron sus gemas oculares.

—Su presencia es asoladora, lo sé –dijo Hesal–. Lo que has visto, no es lo mismo que Zhao presenció. Ella se adentró en lo que ya ha sucedido, no fue insensata como para mirar el provenir.

Algo crujió cerca de él. Al mirar, encontró al cuerpo de Seixa moviendo los dedos e intentando incorporarse inútilmente. Cayó al suelo en un mar de lágrimas y sonrisas, el espíritu de esa cosa estaba resquebrajado, no era firme como el de Axies. Esa cosa no debía de existir.

Haciendo acopio de fuerzas, Limin se puso en pie y extrajo el arma con viveza.

Seixa chilló, desesperada. Su alarido fue cómo un desgarro del sonido, cómo el cristal resquebrajándose. Hesal lo miró enarcando la ceja.

—Tú… Tu mera existencia es una cicatriz para la realidad –murmuró, las palabras temblando en sus labios–. ¡En nombre de Axies! –rugió Limin, extrayendo la Divinidad almacenada en el arma divina.

Se sintió pleno, fuerte, poderoso como nunca nadie jamás podría comprender en su mísera existencia. En ese mundo de supremacía solo existía Limin y solo él se regocijaría con el poder de un Dios. Las gemas oculares ardían indoloras, profiriéndole una sensación de magnificencia.

Luego sintió como si un muro de acero lo mandará a volar.

—Fuera de lo que cabrías pensar –empezó a decir Hesal, recuperando la postura después de lanzar una estampa a Limin. La armadura que vestía vibró levemente y sus músculos se volvieron más firmes bajo ella–, no te traje aquí para que pudieras cumplir tu misión con Axies. Sino para que fueras un recipiente. Nadie más que Krien ha tenido una Conexión con Axies, por tanto, en ti está emergiendo un concepto que puede resultar útil a la Diosa.

—Lo has visto también, ¿no es así? ¡Haz visto lo que será de nosotros! –la restauración actuó en su cuerpo, esta vez de forma más eficiente y premeditada que en antañas ocasiones, aunque el arma había resbalado de sus dedos, se sentía basto de don. Aquel poder era incomparable, sus gemas oculares vibraban y componían miles de facetas con cada parpadeo que daba.

Hesal miró nuevamente con una ceja enarcada y empezó a dirigirse hacia él. Sus botas raspaban el suelo de baldosas, la armadura tintineaba muy ligeramente a diferencia de otras compuestas igualmente por placas y su rostro era tan sereno como la noche.

—¿Nosotros? –preguntó con una sonrisa sarcástica, Seixa lo miró con los ojos entornados, parecía que ni ella comprendía lo que sucedía–. La bendición de los Zezsalos es la del cambio –añadió, su cuerpo vibró y la piel se le volvió rugosa como el tronco de un pino–, y curiosamente Vavă’ilao nos complementa, igual que Seixa. El fin justifica los medios, muchacho.

El siguiente golpe de Hesal llegó como un relámpago nocturno. Fugaz en la distancia que los separaba, conectó directamente en su abdomen al tiempo en que Limin corría a empuñar el arma divina del maestre Krien.

Nuevamente salió despedido, con los músculos y huesos destrozados, pero sanando al instante por el uso constante de la restauración. Una de las tantas presencias en la sala, ocupaba un lugar en su espíritu para mantenerlo vivo y sano, era como si supiera lo que debía hacer.

—Estas armaduras que ha creado la niña servirían bien a mis hermanos en Zezsezal –dijo Hesal–. Muchos hemos sido enviados con el fin de buscar una esperanza para nuestro pueblo, con Seixa, al fin la hemos conseguido. Tu muerte será rápida e indolora, en eso destacamos algunos Him.

«¿Zezsezal? ¿Him?», pensaba Limin, aferrándose al arma que le permitía curarse con una rapidez sobrehumana. Hesal le hacía demasiado daño con golpes que normalmente no supondrían ni un tipo de problema, ¿cómo era posible? ¿Era una especie de ojos-gema que Limin desconocía? Pero, de ser así, ¿por qué no tenía gemas oculares?

Limin volvió a extraer parte del inagotable don del puñal en busca de respuestas, alguna señal que le ayudara a sobreponerse a ese angustiante momento. Era fuerte y hábil en la batalla y con las dotaciones, imparable. Pero en esa habitación su cuerpo se sentía inmensamente pesado y los golpes de Hesal parecían arrebatarle los ánimos con cada impacto. Y además aún debía encargarse de ese dios falso.

Muy al fondo de las visiones, que pasaron como un trueno frente a sus ojos, encontró algo que podría servirle: la forma más rápida de ascender.

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—¡Que ardan! –rugió una vez más el rey al notar la estupefacción en el rostro de sus soldados.

Rirail miraba sin ver, sorprendida de las ordenes de Irin. La serenidad e inanimada característica del rey, se había esfumado y en ese momento solo permanecía una pintura de absoluta demencia. La guardia de la ciudad se presentó a lo ordenado y rápidamente comenzaron a preparar una inmensa pira a las orillas del rio que discurría a lo largo de la ciudad, cerca de las murallas. Un funeral de llamas.

La exdirectora Han volvió a gritar descorazonada, pidiendo que alguien le acercará a donde se encontraba Krien para intentar hacerle entrar en razón. A su gritó de ayuda llegó la reina Tristan, escoltada por cuatro Him’s de Oriente, y Rirail. Ambas guiaron el descenso de la tarima, pero pronto fueron detenidas por simpatizantes de los enjuiciados.

—¡Apresad a todo quien muestre apoyo a los reincidentes! –vociferó el rey, la cólera emergiendo de sus labios.

El caos se apoderó del lugar. Decenas de personas dirigieron su ataque a la guardia del rey y mostraron su interés por tomar el estrado donde se encontraba Irin, al grito de: “Dios así lo quiere”.

Alegár fue el primero en desenvainar y lo siguieron el resto de caballeros de la Orden que les acompañaban. Los Caballeros de lo Blanco se mantuvieron firmes junto a Adelí y esperaban con ansia sus órdenes.

—¡Deteneos! –espetó ella, la fiereza en su voz en un pobre intento por contener una sonrisa de felicidad al escuchar la condena que su hermano había dictado.

—¡Imposible! –respondió Alegár, dando un paso al frente con ademan de enfrentar a la guardia de la ciudad–. ¡Somos caballeros!

—¡Piensa en qué situación estamos! –siguió diciendo Adelí.

—¡Ya no somos niños que huirán! –le rugió Alegár en el rostro, su voz decía una cosa, pero, sus ojos mostraban un inmenso control que intentaba mantener–. ¡Somos fuertes, podemos luchar!

—Esa es precisamente la razón –le respondió Adelí, mirando como los hombres del rey bajaban las armas al darse de sopetón contra los caballeros de la Orden. La escolta de Adelí, los Caballeros de Lo Blanco, intentaban mantener una formación de cuerda alrededor de ellos para evitar que alguien les atacara por sorpresa–. Piensa en los ojos-gema que viste en el convento. Envaina o destruiremos su paz como el rey hizo hace siete años con nosotros.

Las gemas oculares de Alegár se llenaron de rabia, de los labios le escurrió la sangre por aferrar con tanta fuerza su mandíbula. Asintió y Adelí le correspondió, no pretendía salvar a Krien, pero sí ganarse el favor de su hermano.

—¡Uniros a la guardia de la ciudad, pero no asesinéis a nadie! ¡Caballeros de Lo Blanco, conmigo, defended al trino de reyes! –ordenó, mientras asentía hacia la guardia de Zheng.

Abandonaron su lugar en la plazuela, abriéndose paso a espadazos y tomando formación con cada paso que daban. La guardia de la ciudad luchaba con espadas de cinto y esos compactos cañones de mano que eran de lo más conveniente. Apenas se exponían, pero, si los rodeaban estaban perdidos como sucedió con un pobre hombre en su quinta década, miembro de la corte Yúan.

Los Caballeros de lo Blanco intentaron socorrerle, sofocando a ciertos hombres que vestían gruesos ropajes grisáceos que tenían bordados un símbolo de dos espadas: una blanca y otra negra, sobre fondo de pino. Sin embargo, no pudieron hacer nada. Cuando lograron llegar al hombre, este había muerto y los ojos arrancados de sus cuentas.

—¡Al suelo! –rugió Adelí, dando disparos al aire con su mosquete.

Su hermano blandía la espada junto a la reina Tristan, ambos en su intento por salvaguardar la vida de su estirpe. Yían fue el primero en ser rodeado, uno de los tantos hombres que llevaba bordada la estampa de las espadas intentó acabar con él, pero los disparos de Adelí fueron mucho más rápidos.

—¡Deteneos ahora mismo! –volvió a rugir, internándose entre los espacios que lograban despejar sus caballeros. Nadie detuvo la carnicería.

Cuando pudo llegar junto a Yían, tomó al chiquillo en brazos y nuevamente se internó entre sus Caballeros de Lo Blanco para mantenerse segura, mientras blandía su espada a una mano.

—Estos…. Esos hombres –empezó a murmurar Yían, temblaba demasiado y de sus lagrimales escapaba un mar de estrés, incluso sus pantalones parecían estar húmedos.

—Nadie te hará daño –le respondió Adelí–. Te llevaré con tu padre.

—Esos hombres ya habían muerto –volvió a murmurar el niño–. Lo vi en un sueño, dama.

Adelí sonrió al chiquillo, respondiendo a sus vahídos, no convenía hacerle sentir peor de lo que ya se encontraba. A veces era bueno seguirles la corriente a los niños.

—De muerte a más hombres y esto será una carnicería –dijo Adelí, tomando a su hermano por el puño de la casaca. Dios Akxashano, Irin era inmenso, imponente y robusto–. Protege a tu hijo, yo escoltaré a Han, este caos puede sosegar si Krien se retracta.

—Libéralos y conocerás mi furia –le advirtió su hermano, secándose un corte de sangre que le caía por la mejilla. Casi parecía estarse curando, quizá Rirail por fin les hubiese enseñado a usar las dotaciones y milagros.

El rey volvió su mirada a un Yían desconcertado, lo tomó en brazos y se dejó rodear por la guardia de la ciudad.

Adelí pronto se encontró calle abajo, escoltando a la antigua directora con la mirada perdida. Ciega. Los Caballeros de Lo Blanco mantenían su defensa en la tarima de los reyes y Alegár su escolta junto a Adelí y otros diez hombres más.

—Adelí –susurró Han.

—Es un gusto verla de nuevo, directora –respondió Adelí con una sonrisa familiar–. Aunque usted no pueda verme, he crecido.

A los costados, Alegár y sus hombres alejaban a empujones a las personas que, a pesar de los supuestos crímenes de los devotos, gritaban palabras de aliento y fuerza. Algunos incluso mostraban intensiones de querer enfrentarse a la Orden.

—Jesce dice que eres su… –empezó a decir Han.

—Lo soy, directora –le interrumpió. No convenía que le escuchara algún oído indiscreto.

—Hija, puedes detener esto. Debes detenerlo…

—No –respondió con firmeza, decepcionada de la mujer que intentaba usar su estirpe para manipularla–. No está en mis manos. No puedo hacer más que esto.

Han asintió con lágrimas en los ojos, demasiado envejecida para contrariar. Los músculos parecían no funcionarle con normalidad y en todo su cuerpo se palpaban enormes cicatrices bulbosas.

Luego de atravesar la calle descendente, se hallaron frente a los condenados. Krien parecía una estatua heroica: su mirada estaba fija al frente, orgullosa sin agachar la coronilla, inspirando temor y respeto sobre todo el que lo mirase. No se inclinaba, aun a sabiendas de que le esperaba una muerte lenta y dolorosa.

Los años le habían destruido físicamente, pero seguía siendo alto y fornido, medianamente bello con su cabello gris y la calva que le sobresalía. Las gemas oculares mostraban la diferencia entre sus conexiones; mientras que Adelí tenía cuarzos pulidos que no destellaban, las esmeraldas de Krien refulgían como dos frenéticos soles contenidos.

En efecto, era el enviado de un Dios.

—Maestre –imploró Han, sosteniéndolo por los harapos, casi parecía una pintura mártir–, retráctese, por favor. Lo he intentado todo, lo he pedido todo, solo esto conseguimos.

Krien no respondió, su mirada seguía regía al horizonte donde se encontraba Irin.

Luego de unos segundos, suspiró.

—Una niña maldita y una traidora –dijo–. Ambas tocadas por la muerte, enloquecidas por un fin equívoco.

—Entre los penados se encuentran hombres que viajaron conmigo durante la cruzada –dijo Adelí, intentando, por alguna razón, rescatar a Frederick y Ruli. Les había tomado aprecio, quizá no quería verlos morir después de todo–. Hombres con los que ha convivido siete años, piense en sus vidas. No haga cargar a otros el caos de su soberbia.

—Maestre –sollozó Han, aferrándose aún más a los ropajes–. No haga que el fuego sea lo último que vuestras santas gemas observen. No inunde sus pulmones con el humo de su carne.

Krien dedicó una mirada a los ojos de la mujer, una mirada de decepción, luego miro a Frederick a su lado quien dedicaba aliento a la antigua directora. Intentaba calmarla y Krien lo notaba.

—Con mi vida defenderé la verdad –gruñó. El resto de enjuiciados asintieron, los de mente más débil dudaron, pero estaba claro que aceptarían su destino con los brazos abiertos. Bien, que se pudrieran en las aguas del averno.

—Señorita Lin –escuchó entre el tumulto, cuando se disponía a abandonar el lugar. Las palabras fueron tan familiares como el abrazo de un padre al volver de un largo viaje, provocando un nudo en la garganta, un sentimiento de culpa–. Es un honor verla convertida en una figura de autoridad, aunque no le entrené. Muchacho, estoy orgulloso de ti –añadió, dirigiéndose a Alegár.

Esas palabras, a diferencias de las de Krien, sí que lograron resquebrajar el corazón culposo de Adelí quien por fin dejó escapar sus lágrimas contenidas por años. Alegár asintió militarmente y mantuvo su guardia ante los hombres que intentaban llegar a ellos.

—Es hora de marcharse, señorita –añadió Ruli en la distancia que los separaba–. Todos hemos aceptado este final.

Adelí le dedicó un asentimiento y con un gestó ordeno a sus hombres que se llevarán a Han que gritaba descorazonada, rogando el perdón de Axies y el maestre. Se maldecía así misma, gritando que era la culpable de todas sus prontas muertes.

—Si has elegido ese camino, termina el sendero, muchacha –dijo Krien en un bramido–. Solo así te darás cuenta que incluso un fin de nobleza trae tanta muerte como uno de ruindad.

Adelí detuvo sus pasos levemente, sintiendo una punzada de mal augurio.

—Que hable el fuego –dijo, despidiéndose.

En aquel momento deseo una regañina por parte de Minal, pero en su lugar encontró a una Sham’Dala mirando en la distancia hacia Karanavi. La mujer tenía el rostro aterrado.

Esto está mal, Adel.

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