Epílogo
Los Últimos Caballeros
¿Quién recordaría alguna vez las hazañas de un
caballero? ¿Sería tal vez el honorable rey en turno o las familias a las que
tanto habían protegido?
La noche, como otras tantas, había consistido
en asesinar a un rey menor que intentase aliarse a las revueltas Him sucedidas
en gran parte de Akxesh. Gajlí había sido testigo de la fiereza con la que
cargaba Dar Val Yelda.
Esa era su vida, luego de diez años al
servicio de la Orden, los Caballeros de Lo Blanco, antaño guerreros natos y
formidables, no eran más que asesinos a sueldo bajo las ordenes de un maestre
caído en la demencia.
Cargado de horribles recuerdos, Dar descabalgó
a Lealtad hacia las puertas del palacio. Al igual que sus hermanos, sentía
cierta comodidad por seguir cabalgando aun cuando todo Akxesh se desplazaba en automóviles.
—Dar Val Yelda, Caballero de Lo Blanco –se
presentó a los guardias que custodiaban la entrada.
Los soldados, armados únicamente con rifles,
un cañón de mano y una fina espada de cinto, dudaron al fijarse en su rostro y
vestimenta: una fajilla gruesa y ajustada, pantalones y casaca inmaculadamente
blanca, y los tirantes de cuero, por dentro de la casaca, donde guardaba sus
armas.
—¿Un normal? –preguntó uno de los hombres.
Dar puso los ojos en blanco, era típico que
algunos no le reconocieran pues pasaba demasiado tiempo fuera de Galinor. Las
historias solo relataban a los caballeros de lo blanco como ojos-gema asesinos
que vestían túnicas níveas.
—Puede confirmarlo con la maestre –dijo.
Los guardias compartieron miradas y uno de
ellos habló a través de su comunicador. Después de intercambiar unos cuando
comentarios, le permitieron la entrada. No hubo más interrupciones en su andar
hasta el comedor en donde encontró a Isia, la única ojos-gema que había logrado
despertar en él una chispa de ya fuera amor o pasión. Había aprendido a
aceptarla luego de tres años de matrimonio.
—¿Cuántos muertos? –preguntó, una ancha
sonrisa escapó de sus labios amoratados y los iris transparentes dejaron a la
vista la viscosidad de su ser.
—¿Sinceramente? –preguntó Dar, hacienda acto
de galanura.
—Sinceramente.
—Diez guardias y al propio rey. ¿Qué tal te
fue a ti?
—¡Bah! Delvía tenía menos guardias que un
mendigo de Lerra –refunfuñó, abriendo las puertas y tomando asiento junto a una
Madura Vafar de tres décadas–. Te lo digo, cariño, esos reyes menores no valen
nuestro acero.
—Hermanos –les saludó Vafar, bebiendo un largo
sorbo de vino dulce. Los iris de jade y su porte soberbio le recordaron a Dar
lo mucho que detestaba a ciertos ojos-gema–, ¿saben algo de Halya?
A punto de responder, Halya atravesó las
puertas acompañado de Xizin. Enorme e imponente como siempre había sido, su
hermano dedicó asentimientos a modo de saludo.
—Bien –añadió Vafar–, tomad asiento.
Todos hicieron caso, aun cuando Halya era el
mayor de ellos, seguían viendo a Vafar como la capitana.
A los pocos minutos una puerta, al frente del
comedor, se abrió. De ella emergió una mujer sin escolta, mucho más alta que
Vafar, de cuerpo firme y desproporcionado. Los brazos le caían casi hasta la
altura de las rodillas y sus dedos eran tan largos como serpientes.
Muchos decían que la extrañeza en el cuerpo de
maese Sōngshù se debía a
su prematuro uso de las dotaciones, pero Dar no estaba tan seguro de ello.
Después de todo, Vafar e Isia habían comenzado su entrenamiento con las
dotaciones aun siendo niñas y ambas estructuras óseas no presentaban las mismas
malformaciones.
Los ojos
carmesíes refulgieron como dos firmes estrellas, aunque no empuñaba la daga
divinizada que llevaba al cinto. Su Sombra de Libertad le acompañaba por la
izquierda en resplandores opacados por su acero negro.
—Comamos
–dijo con una sonrisa, mientras tomaba asiento y empezaba a cortar la carne
sobre el plato–. Puedes empezar con tu informe, Halya.
—Darieíla ha
caído sin dejar progenie, me preocupa la desestabilidad que tendrán las tierras
de su padre –dijo Halya con la voz de un hombre de su talla: fornida y
formidable. Los iris de oro tan planos como el mineral.
—¿Hubo
testigos?
—Un par de
huérfanos, la reina no se hallaba en palacio, sino en el convento de Rakíshiki.
Me he encargado de ellos –lo último lo dijo como si no le importase, provocando
un escalofrió que recorrió toda la espalda de Dar.
La maestre
dirigió la mirada a Vafar y esta continuó con su informe.
—Alsea ha
muerto, sin más bajas que sus mellizos. Es posible que Zhao sospeché de la
Orden, he visto a su sabueso sobrevolando la ruta que he tomado para llegar a
Irik’.
—Santa Zhao
jamás actuará en contra de la Orden –tranquilizó la maestre–. No tiene
argumentos ni pruebas. ¿Qué pueden decirme ustedes, Isia y Xizin?
—Yashio cayó
junto a su consorte –respondió Xizin, tranquilo, como si hubiese perdido los
sentimientos hacía años.
—He
asesinado a Delvía –dijo Isia, aún se miraba frustrada–. Ese hombre no tenía
consortes, muchos menos hijos. Los guardias a los que vi ni siquiera
custodiaban el bastión común.
—Me alegra
vuestra efectividad, muchachos –sonrió maese Sōngshù–. ¿Y tú, Dar? ¿Has sido
limpio, como siempre?
Dar miró
directamente a los soles que representaban las vistas de la maestre. El cabello
de la mujer caía en ligeros rizos luego de permitirse hacerlo crecer lo
suficiente y el rostro se le miraba impasible con esa sonrisa escalofriante.
—Telca no
respira más –respondió–, diez de sus guardias personales le acompañan en el
sepulcro.
—¿Y sus
hijos?
—El palacio
se hallaba sumido en la noche estrellada, asumo que dormirían cuando se llevó a
cabo vuestro verbo, mi señora.
La maestre
asintió y continuó devorando el alimento. Todos convinieron su gesto, Isia con
más apremio.
—Es momento
de disolver la Orden –dijo luego de un rato, mientras se limpiaba los labios y
daba un trago al vino.
Los hermanos
se miraron el uno al otro, Isia frunciendo el ceño y los labios.
—Mi señora
–llamó Vafar, tomándola por la palma–, ¿ha sucedido algo de lo que no puede
hablar?
—Mis horas
están contadas, muchachos –afirmó la maestre–. Todo en lo que siempre creí se
burla hoy de mí; como bien saben, con este acero puedo ver lo que será –añadió,
empuñando la daga de acero negro y franjas de esmeralda–. Pero este día, nunca
lo pude cambiar. Jamás pude anteponerme al día de mi muerte.
—Jamás
permitiremos que vuestra sangre se derrame, mi señora –contrario Vafar,
desenfundando su cañón de mano–. ¿Quién es el que va tras vuestra vida?
La maestre
no respondió más que con una sonrisa.
—Me
aseguraré de que no os falte lujos. En cuanto al futuro de la Orden, nos ocultaremos
de los ojos del mundo, quizá habrá que mudar los cuarteles al noreste, donde
nadie pueda encontrarnos.
—No ha
respondido a nuestra pregunta, maestre –añadió Halya–. ¿Es Zhao nuevamente
quien osa amenazar vuestra vida?
—Vosotros
acabaréis conmigo –dijo con voz queda.
El silencio
invadió el comedor, Vafar aferró sus parpados y empuñó con fragor el arma entre
sus dedos.
—No seré yo, maestre –dijo, depositando el
arma sobre la larga mesa–. Mi vida está en la Orden, con usted.
—Ni yo, maestre –añadió Halya, dejando
igualmente su cañón de mano.
Al gesto le acompañaron Isia y Xizin. El último
en hablar fue Dar, quien dudó de sí mismo.
—No seré yo, maestre –dijo, posando el arma
junto a la de sus hermanos.
—No será uno solo –corrigió maestre Sōngshù–, seréis todos a la vez. He
enviado cartas en nombre de otros hombres, sentenciándonos por los asesinatos
cometidos a los reyes menores. Zheng apresará a cada miembro la Orden, ha
prometido darnos hogar y cobijo, así todos estaréis en buenas manos cuando el
fin se nos llegue en Akxesh.
—Zheng es
apenas un niño –dijo Halya–, no podemos confiar en su juicio.
—Su padre no
tenía más de dieciséis años cuando ascendió al trono –puntualizó la maestre–.
No hay más que hablar, todos en esta habitación saben lo que deben hacer. De una
u otra forma, moriré por vuestras manos.
Vafar asintió y se puso de pie a su lado, el
cañón de mano entre sus dedos y apuntando a las sienes de la maestre.
—Mi familia se ha marchado a un sitio de paz,
caballeros –comenzó a hablar, desamarrándose las correas de las armas y depositándolas
frente a Dar–. Haced lo que consideréis justo, sin embargo, desde ahora os lo
digo antes de que suceda: he visto cada mañana como moriría, he previsto mi
fin. Vafar, sé el guía de tus hermanos. Halya, sé la voz de la razón. Xizin, sé
el sentir de vuestros corazones. Isia, sé la crueldad para los pecadores. Dar,
sé la traición en pos del bien común. Caballeros de Lo Blanco, sed la muerte
que nos traiga vida.
Con cinco rugidos el silencio murió. No todos
los proyectiles impactaron en el cráneo de la maestre, solo el de Vafar y Dar,
el resto dieron a su corazón.
Dar Val Yelda, a lomos de Lealtad, dirigía su
andar a los bajos montes de Galinor; sus hermanos a cada lado, Vafar
encabezando la marcha. Con el puño desenguantado empuñaba el arma divina de
maestre Sōngshù y, con
cada pisada de su montura, se empapaba del conocimiento de tiempos eternos.
Fin
Libro primero
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