XXX
El Peso del Perdón
Kyranvie había entrado en estado de caos. La
ley marcial activa desde que se corriera la noticia de la fuga de Limin.
Los soldados iban y venían transmitiéndose
información actualizada sobre posibles zonas donde se pudiese estar
escondiendo, algunas veces incluso hablaban a través unos pequeños aparatejos con
los que se comunicaban de alguna forma o viajaban a sus respectivas estaciones
de guardia en unas carrosas de anchas ruedas que no precisaban monturas para
moverse.
Limin simplemente caminaba entre las
multitudes, sintiéndose de lo más tranquilo, luego de su ataque de ansias,
vistiendo una túnica de Guía con bordados del santo Espejo, de mangas alargadas
y anchas. Había usado una navaja para afeitarse totalmente la cabeza, dejando
solo una fina barba en su rostro a modo de engaño.
Al paso que iba, pronto llegaría a los
aposentos de Alisian. Debía andarse con cuidado, boletines con su rostro se
habían repartido por todo Kyranvie en panfletos o imágenes proyectadas en unas
raras pantallas de lo más inmensas. Casi parecía una persona de renombre como
maese Krien o el Primer Discípulo.
Atravesando lo que antaño fuera un inmenso
atrio de reuniones, ahora convertido en un mercado ambulante con cientos de
hogares y comercios, llegó por fin al convento sede de Kyranvie.
La fortaleza estaba casi rodeada por el río
Kera y la ciudad creciente alrededor del inmenso convento… Reconocer la
arquitectura de aquel lugar era toda una proeza, ¿cómo podían distinguir la
sede del convento de la ciudad estado de Kyranvie? Los Karanavi eran demasiado
extraños.
El convento, a diferencia de otros como el de
Ciudad Dual, respondía más a un aspecto militar y poco menos del residencial.
Los muros estaban erigidos de piedra maciza y mármol tallado con ciertos toques
de granito.
La planta principal contaba con dos niveles,
uno situado sobre el macizo y otro aproximadamente a cinco metros por encima,
con alternancias en cada uno de los lados mediante inmensas torres de vigía. En
el ala oriente se situaba la capilla del convento, el lugar en donde
santificaban a Alisian por descubrir dos milagros más para la tercera orden de
estos, su sacristía y una bóveda en la que, supuestamente, se encontraba el almacén
de armas divinas, incluidas pinturas y otros cientos de representaciones de
Axies.
El estudio de maestres, luego de un prolongado
ascenso, tenía dos puertas que conformaban una sola. Una estaba tintada
completamente en blanco y la otra en negro puro, en el dintel una imagen dorada
del Espejo. El frente de la puerta estaba custodiado por guardias muy bien
armados; tres inquisidores y dos lanceros con férreas armaduras, a diferencia
del resto que solo vestían cotas de mallas.
No podría abrirse paso luchando, lo sabía muy
bien. Limin era un hábil luchador, cierto, pero seguía siendo un hombre.
Intentó algo más propio a la vestimenta que llevaba: se apuñaló el costado.
—¡Auxilio! –chilló, escondiendo la daga entre
sus mangas y apretando la herida del abdomen, mientras se acercaba trastabillando–.
Me ha atacado, huyó hacía los jardines con dirección al manantial de Axies.
Los guardias compartieron miradas
inquisitorias y luego ordenaron a los lanceros ir a investigar. Solo un
inquisidor se paseó por los pasillos adyacentes, custodiando.
—Necesito ayuda –suplicó–. Por favor, que la Santa
atienda mis heridas.
—Imposible –respondió sin más el soldado de
armadura pulida–. Nadie entrará hasta que el prófugo esté muerto o encerrado.
Lo que pase primero.
—¡Estoy herido! –chilló una vez más, mostrando
la herida que borbotaba de sangre.
—Nadie entra hasta que el prófugo esté muerto
o encerrado –repitió el guardia sin inmutarse por la herida de Limin–. Puedes
sanarte a ti mismo, eres ojos-gema.
Limin rechinó los dientes, enfadado por
olvidar ese detalle, y se curó, luego intentó abrirse paso a través de los
hombres con gritos y empujones. Alisian no haría oídos sordos a la escena, sin embargo,
no salió. En cambio, de la habitación emergió un soldado de lo más extraño.
El hombre en cuestión, parecía tener tres
décadas y su piel azulada a la luz de las lámparas tenía cientos de arrugas
profundas, como grietas en las rocas. Los ojos tan negros y profundos que la
pupila invertida apenas era visible.
—¿Qué significa esto? –preguntó el hombre,
vestía una armadura muy ligera con finísimas líneas brillantes de tanzanitas y rubíes,
y un arma divina, una lanza de cuerpo azabache y punta de plata blanca.
—Necesito ver a la Sa….
—Posiblemente el prófugo –interrumpió el
inquisidor que lo había sometido y encadenado–, mi señor Hesal.
—Llévalo adentro, la Santa quiere verlo –dijo
sin más el tal Hesal.
«Perfecto», estaba dentro de la habitación, no
como planeaba, pero, había cumplido con su objetivo. Lo siguiente sería
adivinar que debía encontrar en Kyranvie.
Alisian mantuvo la mirada fija en el tal Hesal,
mientras movía sus hermosos dedos, agiles y vividos, como serpientes que
firmaran documentos por ella. Sus opacos ojos esmeraldas destacaban gracias a
los enormes lentes redondos que vestía a juego con su hábito de blanco y negro
con hilos de plata negra y blanca. Sin embargo, las gemas oculares brillaban
más de lo normal, casi parecían tener llamas en el interior que le daban un
aspecto divino.
Como siempre, el cabello de Alisian era
hermosamente enloquecedor y el sol se amoldaba a su figura comparable solo a la
de un dios; curvas aquí y allá, madura y bella como ella misma.
Alisian únicamente le dedicó un vistazo de
soslayo y habló.
—Te regodeas por mis tierras como si fueran
tuyas. ¿Quién te crees que eres? –preguntó, la voz galante como un suspiro de
medianoche, una regañina como las de antaño.
—¿Tus tierras? –preguntó Limin–. Retírame las
cadenas Alisian, tengo un deber que cumplir para con El Padre Longevo. Necesitamos
hablar, necesito respuestas.
—La antigua sangre de Karanavi corre por mis
venas, estas tierras son tan mías como los cielos de Axies –explicó Alisian con
brusquedad–. Con respecto a tus cadenas. Hesal, llévalo de vuelta a sus
aposentos. Hiérelo hasta que no quede más que un atisbo de la Sangre en su
cuerpo.
El soldado hizo ademan de cumplir la orden,
pero Limin se limitó a dar otro bufido e intentar dialogar.
—¿Es así cómo me tratarás ahora? –preguntó,
tentando a las emociones pasadas de quien siempre fuera su gran amor–. El Padre
me nombró campeón Alisian, tengo un deber que cumplir y tú me darás las
respuestas necesarias.
—Axies es un necio si se ha dirigido a un
hombre como tú –exclamó ella, poniéndose en pie y paseando hasta quedar a pocos
palmos de él–. Debería hacerte matar, ¿es qué acaso tu demencia te ha hecho
olvidar lo que hiciste a mi hermana?
Una presión mental se apoderó de Limin, mental
y espiritual. Sintió su Conexión con el padre sofocarse y estirarse casi hasta
romperse. De los labios de Alisian emergió una sonrisa perturbadora.
—Soy muy consciente de tu situación –siguió
diciendo Alisian, palpando el espacio entre ella y Limin–. Te sorprendería
saber hasta dónde puedo mirar. Y créeme, lo que pretendes hacer, yo lo
conseguiré con mi campeón –dedicó una mirada al soldado llamado Hesal.
—No. No. No –murmuró Limin–. Yo…
—Tú vas a permanecer callado en tu celda hasta
que me seas útil –siguió diciendo Alisian–. ¿Sabes que puedo hacer que te
ejecuten, Limin?
—No lo harás. Jamás lo harás –repitió él,
ansioso. Algo iba muy mal con Alisian. Debía alejarse de ahí, buscar por todo
el convento hasta dar con lo que fuera que buscaba y marcharse tan rápido como
fuera posible.
—Mucho ha llovido desde tu intento de
asesinato. Gracias a ti el desprecio de muchos se alza sobre mis hombros,
gracias a ti he condenado a demasiados.
—Nuestras acciones están dictaminadas por el
Padre…
—Ni siquiera te atrevas a intentar convencerme
de que tus pecados han sido en pos del bien mayor –le interrumpió bruscamente–.
No entiendes el bien mayor tanto como yo.
—Debió… –repitió, aterrado, como tantas otras
veces–. El Dios Padre Longevo…
Alisian suspiró y recobró su lugar en el
mullido asiento que componía su escritorio. Se llevó las manos al rostro.
—Lo he intentado todo para tratar la locura
que te atosiga a ti y a mi hermana –el cabello le caía por las sienes, luego, se
elevó ligeramente–, y ambos me agradecieron con una puñalada al corazón. ¿Entonces
la muerte es el único camino que les queda?
—No lo comprendes, Alisian –empezó a decir
Limin, debía intentar convencerla, hacerle saber que el Padre estaba presente
en todo momento y había dado órdenes concretas que se debían cumplir–. Esto va
más allá de nosotros. ¡Esto va más allá de los Akxashanos!
—¡Silencio! ¡No comprendes el Akxesh! –espetó
Alisian, con los jades opacos tintados en cuarzo. Unas gemas oculares
completamente blancas–. ¡Solo cállate…! Hesal, enciérralo. Asegúrate de que su
don se agote.
El guardia hizo lo ordenado y levantó a Limin
por las cadenas, incapaz de tomar postura para llevar a cabo algún milagro,
Limin no se resistió. Mantuvo la mirada aterrorizada ante las gemas oculares de
Alisian que volvían a tomar un tono verdoso y opaco, sin una sola faceta.
La puerta se cerró tras Limin, separándolo una
vez más de Alisian.
—¿Cuántas décadas tienes, muchacho? –preguntó
el guardia que lo escoltaba. Su voz fue como el raspar de una madera frente a
la lija, firme y antigua como eran los pinos en Kyranvie.
—¿En qué fecha estamos? –preguntó Limin, el ánimo
destrozado. Nuevamente le fallaba a su señor y se cercioraba de que para
Alisian no significaba nada.
—Treceavo día del treceavo mes.
—Entonces he cumplido las dos décadas y media.
El hombre llamado Hesal asintió con un gruñido.
Cuando estuvieron lo bastante alejados de la zona en la que se erigía la
habitación de Alisian, Limin reconoció que ese caminó parecía no ser el
indicado para dirigirse a las mazmorras.
—¿A dónde…?
—Desde el momento en que te vi… No, desde
hacía años siento tu presencia en Akxesh –dijo Hesal, se veía mucho mayor que
hacía unos minutos, con más arrugas profundas surcándole el rostro–. Desconozco
tu situación como lo hace la Santa, los Zezsalos tenemos una comprensión
espiritual distinta de los Akxashanos. Sin embargo, tu Conexión no es la de tu
gente, es más parecida a la de Naía con la tierra que pisa. En otro mundo serías
un rey.
—No te sigo, ¿de qué fugacidad hablas? –¿qué
pasaba en Kyranvie? Todos parecían locos de alguna manera, no en el sentido
agresivo de la palabra, sino que, sus mentes parecían estar divagando en
situaciones incomprensibles para el resto de hombres.
—Lo que buscas es a Seixa, y ese ser dormita
en este lugar –afirmó Hesal.
»Sigue caminando. La Santa no aprobaría esto,
pues va en contra de sus visiones, pero Zezsezal una vez dijo que todos nacemos
con un fin. Considero que no es el momento para que pierdas tu espíritu en una
celda.
El camino que siguieron estuvo tan libre de
guardias como de lámparas, que alumbraban sin fuego, Guías o residentes del
convento. El andar fue lóbrego, impacientoso y, sobre todo, desanimoso. Por
alguna razón, mientras Limin más se adentraba en lo que Hesal había reconocido
como un ala médica alejada del resto, cada paso era más agotador que el
anterior.
Hesal abrió una puerta al fondo del pasillo
arqueado con múltiples ventanales que daban una vista muy cercana de los mares
Karanavi. ¿En qué momento habían empezado a descender por los pisos del
bastión? Dios Altísimo…
Al entrar, Limin se encontró con un gran número
de personas vistiendo un hábito completamente blanco, sin un solo ornamento, ni
decoración. Blanco puro. Los rostros descubiertos, rostros de niños, jóvenes,
adultos y ancianos. Todos eran Normales. Apenas componían una veintena, pero
las edades distaban de ser iguales entre ellos.
—¿A qué debemos la presencia del verdugo de
Santa Alisian de Sirisia? –preguntó el anciano más mayor de la comuna, quizá
tuviera unas ocho décadas, se veía andrajoso al muy pesar de su hermosa vestimenta.
—Pueden marcharse –dijo Hesal con la voz tan
gélida como si acabara de asesinar a un hombre.
—Mi señor de la Muerte, entenderá de que
nuestro lugar es aquí con la Diosa –añadió el anciano, las manos nerviosas y
temblorosas–. Marcharnos significaría…
—Confíe en mí, los aires hablaron de este día.
El Akxesh ha dado su voto de confianza.
Cuando Adelí abrió con sorpresa sus pequeños
parpados, podía ver. Había sentido sus gemas oculares carbonizarse al contacto
de un fuego tan enardecido que resultaba helado, pero ahí estaba, mirando a
diez personas vestidas con batas médicas. Otros hombres se encontraban en las
puertas de aquella habitación que parecía ser un hospital, por los colores
blancos que abundaban y ese olor embriagante a medicamentos, sin embargo, estos
últimos vestían ropajes de colores pedruscos y rojizos. De vez en cuando se
podía ver uno que otro verdoso, señal de que pertenecía a los mares del norte.
En efecto, se hallaba en Zheng.
—Me preocupe por nada –dijo Alegár de pronto,
sorprendiendo a todas luces a una soñolienta Adelí.
Seguía vistiendo su armadura de acero y
claramente no encajaba en aquel sitio, pues los guardias de Zheng vestían una
indumentaria mucho menos protegida: pantalones bombachos, gruesas casacas y
sombreros de lo más achaparrados, una que otra espada al cinto, mosquetes a las
espaldas y otra arma más pequeña en los bolsillos, ¿cómo actuaria ese
instrumento mortífero? Se miraba compacto, con un grueso mango, pero de
boquilla alargada.
—¿Dónde estamos? –preguntó, fingiendo su
curiosidad, mientras los médicos le examinaban el pulso cardiaco, con un
aparatejo que no precisaba de bombeo manual, y las pupilas blancas de las gemas
oculares.
Le habían retirado por completo la armadura,
dejándola únicamente con una camisola suelta y los pantalones estrechos que
vestía por debajo. Ojalá que la hubiese desvestido Vafar o Isia, sino estaría tremendamente
avergonzada. No es que le importase, pero desde hacía años Adelí no usaba
sostenes y en esa habitación había demasiados hombres.
—En el Hospital General de Cheí Fuha, mi
señora –respondió la enfermera más joven, de al parecer unos dieciocho años.
—¿Y eso está en…?
—A orillas de Camino Real, maestre –explicó
Alegár–. Cerca de Zhisha y Hong Taí.
—Camino Real… –murmuró Adelí, el gesto
añorante y una sonrisa en los labios–. Jamás había estado en este lugar,
¿recuerdas que no nos permitían la entrada, Alé?
Por unos instantes volvió a su niñez y adolescencia,
siempre añorando acercarse al palacio de los Zheng o al menos tan cerca como
pudiera de los grandes suburbios donde vivían los ricos y poderosos.
—Bah, el oro de estas tierras apesta demasiado
a tranquilidad –dijo Alegár en una risotada, con el objetivo de enfurecer a los
guardias o al menos hacerlos soltar una carcajada pues se miraban demasiados
serios–. La alta cuna de Zheng tiene demasiadas cosas innecesarias, ¿sabías que
pueden leer la sangre?
La enfermera que antes había hablado, y se había
identificado como Lí Zua Ha, soltó una risita que sus superiores fulminaron con
una mirada endurecida. Estos últimos se retiraron luego de meterle entre los
dientes una especie de cuña metálica, según para identificar si viajaba con
alguna enfermedad. Que raros.
—Debería recostarse, mi señora Dalian –dijo la
enfermera, cediéndole una almohada de lo más cómoda.
Adelí asintió como agradecimiento.
—¿Has visitado el convento, Alé? –preguntó.
—He enviado a esos cinco muchachos a solicitar
un permiso de visita –dijo–, se miraban maravillados de encontrar un convento
de arquitectura oriental y con banderas del rey. Nada parecido a lo que han
conocido toda su vida.
—¿Crees que sus ojos-gema estén armoniosos?
–preguntó, recordando la fachada que ella había encontrado al momento de
moverse por las calles de la capital vistiendo a la sombra ahora inexistente.
Los recuerdos le llegaron de sopetón, un poco
de sudor frio y angustia. Justo en ese momento recordó que quizás Verhem
estuviera de alguna forma en Ciudad Dual. ¿Qué le había hecho? Adelí por poco
sintió morir, era como haber conocido a la misma creación por unas milésimas de
segundos.
Aun sentía leves dolores de cabeza por su
encontronazo con aquel ser y un poco de pánico al pensar en lo enfurecida que
estaría Seixa cuando se enterará de la situación de Krien.
—Lo hacen, mi señora Dalian –añadió Zua, al
momento que regresaba a la habitación cargando una gran cesta que contenía
empaques de todo tipo y un cubo de agua humeante–. Yo misma provengo de ahí, la
directora Jesce nos ha proporcionado una buena vida y oportunidades como nunca
antes tuvimos –sonrió, sincera.
Alegár le dedicó un ceño fruncido que Adelí
compartió.
—¿Vienes del convento? –preguntó Adelí,
escrutando directamente a sus ojos–. ¿Ojos-gema o Normal? ¿Cómo es que te
permiten trabajar en este lugar?
La muchacha, dejando el cubo de agua justo
sobre la mesita a un lado de Adelí, acercó su rostro al de ella y abrió los
parpados tanto como pudo.
—Carbón –dijo.
—¿Qué santísima barbaridad acabas de decir?
–preguntó Alegár, mientras Adelí se concentraba en mirar los ojos de la
muchacha.
Ciertamente parecía tener una textura que no
terminaba de formar facetas, era más como una piedra frágil. Oscura,
blanquecina, pero bien negra y lisa, casi como el carbón.
—Nada más que la verdad, capitán –respondió
Zua con una risita–. Quizá lo desconozcan por su campaña en las tierras
Galinés, pero la directora Jesce ha publicado una enciclopedia en donde
clasifica a los ojos-gema.
—¿Clasificar?, ¿hay más como tú? –preguntó
Adelí, acariciando su rostro, muy cerca de esas… ¿piedras oculares? ¿Cómo se llamarían
esos ojos-gema de carbón?, ¿serían como los ojos de mineral?
—Ya sabe el dicho, señorita Dalian: “Hay
tantos ojos-gema como piedras en el mundo, pero no hay tantas piedras como
ojos-gema.”
Adelí ladeó la cabeza, muy confundida. Alegár
igualmente se miraba desconcertado.
—Oh cierto… la campaña –dijo la chica, con una
risa nerviosa–. Le haré llegar una copia del libro, mi señora –añadió, mientras
comenzaba a lavar el rostro de Adelí.
—Conozco a los ojos de mineral, uno de mis
caballeros lo es –siguió diciendo Adelí, Alegár había vuelto a recostarse en el
asiento quizá para procesar lo que había dicho Zua–, pero jamás pensé…
—Como he dicho, mi señora, ustedes han estado
en campaña demasiado tiempo. En Zheng nos hemos dedicado a otra cosa –explicó
Zua con la voz risueña–. La Santa Jesce ha revolucionado mucho en tierras
orientales. Yo misma era una mendiga del Barrio de las Lágrimas, hasta que los
ojos-gema del convento descendieron como ángeles para elevarnos hacia los
cielos.
Quizás fuera la emoción del progreso impresa
en su mente por la conexión con Seixa, o quizá el entusiasmo por saber que
posiblemente había miles y miles de ojos-gema diferentes en el mundo, pero algo
era claro: en aquel momento Adelí suspiró y sonrió de verdadera felicidad.
Adelí despidió a Zua cuando hubo terminado su
labor de ponerla presentable. La muchacha le había lavado incluso los lugares
más recónditos del rostro y luego se había encargado de embellecerla con
maquillaje de todo tipo. Al mirarse en un espejo dejado por Zua, Adelí se
impresionó por lo que encontró frente a ella.
Volvía a ser una chiquilla fascinada por los tintes.
Los pómulos del color de las mandarinas, las mejillas rosáceas y los labios
bien rojizos. Los ojos rasgados elevados de por el maquillaje y la nariz
aguileña de alguna forma perfilada.
Embelesada, volvió a estudiar la habitación
mientras Alegár daba ronquidos. Aquel hospital tenía artilugios que ni siquiera
ella comprendía, ¿había ojos de cuarzo en Zheng? Sería increíble poder
compartir ideas con sus hermanos, pues las pantallas delgadas que usaban esas máquinas
capaces de leer la presión arterial, eran algo que sobrepasaba su Conexión con Seixa.
«—¿Puedo hacer algo como esto, Sham?
–preguntó, examinando un pequeño aparatejo con una punta afilada. Al punzarse
la palma de la mano –por descuido–, la pantalla del aparato centelleó repetidas
veces hasta que mostró unos números al azar.»
Tú mente
se abrió para otro tipo de progreso. Respondió Sham, a
pesar de la presencia de Verhem en Zheng, su voz se escuchaba con mucha más
claridad y vehemencia. De alguna forma había despertado de ese raro sueño que
algunas veces les acongojaba. Siempre he
pensado que Ella decide lo conveniente a su causa, pero no parece ser así.
Seixa pretendía que encontrarás el futuro de surcar los aires, pero en cambio,
te adentraste en lo bélico.
«—Es decir…»
Que es
imposible, Adel. Añadió Minal.
«—¿Y si…? –insistió, no quería que la
conversación terminara de esa forma, quería tener alguna esperanza ya fuera
para descubrir más cosas que otros no. Quería servir al progreso del mundo, no
solo a la guerra.»
Imposible.
Repitió Minal con un suspiro. Seixa no controla el destino, ni siquiera Akxesh podía hacerlo. Naciste
con un fin claro, Adel: el de dar fin a lo que se te interponga.
«—¿Por qué?, ¿por qué yo? –preguntó, el ánimo
decayendo. Un poco esperanzada de que Minal pudiese darle más respuestas que
preguntas–. ¿Por qué sigo este camino tan maltrecho?»
Porque
otros no estarían dispuestos a recorrerlo, Adel. Porque el bien se puede
corromper, con un fin y un propósito, por el bien mayor. Porque incluso Akxesh
no comprendió la Dualidad del existir. La voz de Minal
fue tan paternal como lo había sido alguna vez la de Frederick. Por un momento
el Oyente quiso hacer acto de presencia, Adelí lo sintió por su Conexión, en
cambio, fue Sham la que emergió.
La pequeña mujer de piel encallecida y de tonos
amarillentos como los Zheng del noroeste, le dedicó una sonrisa.
Adel,
nacida ahí dónde emerge el sol. Nacida en tres tierras distintas, pero con una
Conexión inimaginable. Dividida en tres partes por el Akxesh.
—¿Sham…? –preguntó, murmurando
inconscientemente y despertando a Alegár que gimió sorprendido, aunque no podía
ver a la Oyente. Su sorpresa solo era por despertar de manera tan abrupta.
No reniegues ni insistas más allá de nuestros
consejos. Hemos visto lo que será, tenuemente, pero lo hemos visto. Vive sin
buscar más respuestas de las necesarias.
Y de la
misma forma en que llegó, desapareció. Ambos oyentes se recluyeron en lo más
profundo de su corazón.
Se
quedó mirando a donde estuviera antes Sham’Dala, agachó la mirada, frustrada, y
siguió examinando el aparato para no dar más fuelle a los rumores sobre su
locura. Pidió su puñal de mano a Alegár y lo encajó para separar las pestañas
que unían la pequeña máquina.
Los
guardias la miraron sorprendidos, pero no añadieron más.
Adelí
no les tomó importancia, continuó separando pieza tras pieza, intentando
identificar qué era qué, cómo y por qué funcionaba, y, sobre todo: por qué era
tan pequeño. ¿Se podría reducir incluso más? Ese tipo de lector de sangre era
casi del tamaño de la palma de Alegár, así que era incomodo sostenerlo por
mucho tiempo. Si fuera más pequeño sería exacto para su uso.
En la
puerta, luego de unos largos minutos, los guardias golpearon el suelo con unos
curiosos bastones que Adelí no les había notado hasta ese momento. Anunciaban
la presencia de una figura importante que llegaba para visitarla.
¿Quién
podría ser? No era tan famosa como para que alguien en Camino Real dedicara
parte de su valioso día con el fin de ir a conocerla.
Por la
puerta surgió un hombre que cruzaba las tres décadas de
edad, el cabello en un corte bien militarizado de un negro profundo con ligeras
mechas de vino que centelleaban a la luz de las lámparas eléctricas. No vestía
corona, sino el típico sombrero militar, solo que este con los distintivos de
un rey: el emblema de los Zheng y tres franjas a cada lado como las alas de un
halcón. Todo el resto de la indumentaria lo componía una casaca negra que se
ajustaba con tres botones al pecho y nuevamente los pantalones bombachos. A
diferencia de sus guardias, Irin Lang Zheng añadía un cinturón ancho que
pronunciaba aún más su enorme torso.
El hermano de Adelí era grueso de hombros,
tanto más que Alegár, pero menos que Frederick, alto y claramente en buena
forma apesar de no ser ojos-gema de nacimiento. Al cinto tintineaba una espada
ancha de acero con degradados de obsidiana verde. Aunque no quería admitirlo,
Irin se miraba asombroso con esos iris rubíes.
«¿Te galanteas llevando esos pecados?», pensó,
observando que llevaba un par de anillos divinizados en cada mano, además de su
arma divina.
—Gran maestre –saludó Irin, dedicando una
mirada de confusión al notarla destrozando el artefacto. Se concentró en sus
ojos de cuarzo y sin hacer visible su impresión, habló–… Podemos hacerle llegar
los detalles técnicos, si le parece bien.
—¿Es caro? –preguntó Adelí, mirando de reojo a
Alegár que se llevaba la mano al pomo de la espada.
—Para estos suburbios, no. El precio ronda las
diez unidades de plata. Ties, has llegar a la comitiva de la maestre los planos
del lector –dijo a uno de sus guardias.
—Que hagan llegar el precio igualmente –dijo
Adelí, y mirando el aparato que había destrozado, añadió–. De este también.
Irin asintió y ordenó a uno de sus escribas
empezar a hacer una cuenta para que la Orden pagará por los servicios. Alegár,
frente a ella, tenía el rostro endurecido y los músculos inflamados por el uso
de la dotación de la fuerza. Casi parecía estar a punto de romper la guarnición
de su arma.
«Tran-qui-lo», le dijo entre dientes. Alegár
asintió, aún molesto, pero más relajado. Ella igualmente quería asesinar a su
hermano ahí mismo, pero no podía cometer regicidio de manera tan repentina.
—La corte recibió noticias sobre su
nombramiento en el sur –siguió diciendo Irin, paseándose por la habitación.
Adelí lo miraba fijamente, conteniendo sus emociones, una mezcla de felicidad y
odio. Conocer a su hermano, el rey de Zheng, era fantástico, una experiencia de
conocer a alguno de sus verdaderos familiares que siempre había anhelado en su adolescencia.
Sin embargo, no dejaba de ser el hombre que le había arrebatado su paz y
asesinado a tantos ojos-gema–. Permíteme felicitarte, Adelí Dalian Torha,
duquesa de Galinor. Es un honor que recorras las calles de Ciudad Dual… aunque
sea en estas condiciones.
—El honor es mío, majestad. No todos reciben
la visita del rey, preferiría estar mejor vestida –añadió, señalándose el
atuendo simplón.
—¿Preferirías la armadura con la que has
venido o un atuendo más moderno? –preguntó el rey, mirando las placas de la
armadura que anteriormente Adelí vistiera.
—He estado en campaña un par de años,
majestad. Me siento más cómoda con el peso del metal en mi cuerpo.
Su hermano asintió e hizo salir a todos los
presentes de la habitación, solo permanecieron Alegár y Adelí.
—Necesito que estés calmado, Alé, todos lo
necesitamos –reprimió al hombretón, fulminándolo con la mirada mientras le
ayudaba a colocar las correas de la armadura.
—Hago lo que puedo, Ade –bufó, como si fuese otra
vez un muchacho de catorce años, abriendo y cerrando los puños a sus costados.
—Bien, eso me encanta, Alé. Ushi estaría
orgullosa de ti –respondió Adelí con una sonrisa de lo más encantadora–. Ahora
ve con el rey, dile que estoy lista y por favor no lo mates. Por favor, Alegár,
no lo mates.
Alegár asintió, reacio y abandonó la
habitación. Al poco tiempo regresó acompañado del rey y algunos miembros de la
corte, primos y algunos hermanos de su difunto padre.
—Como parte de las felicitaciones –continuó
diciendo Irin, que al parecer era un hombre que no le gustaba dejar las cosas
inconclusas–, he enviado a sus hombres los diseños de las armas y armaduras que
hemos fabricado en estas tierras, a partir de sus propios conceptos. ¿Le
gustaría que añadiéramos algo más?
—Claro, majestad. Me gustaría una explicación
del por qué financió la campaña del príncipe primero Garaga, pensé que teníamos
un tratado de no agresión –le acusó, quizá no era el mejor momento por las
expresiones que hicieron sus tíos y tías, pero quería hacerle saber su molestia.
—Un trato de caballeros –dijo Irin, imponiéndose
a la acusación–, debimos firmarlo a ojos de los escribas. Sin embargo, fue un
plan a largo plazo, Lanatar y Zheng han salido beneficiados con la campaña y no
hablemos de usted, “duquesa de Galinor” –señaló.
Adelí bufó, quería soltarle un revés. Se
esforzó por tragarse el orgullo, era claro que su hermano era igual de
arrogante que ella.
—Lo pasaré por alto, al fin y al cabo, nadie
importante murió en combate –dijo–. Por cierto, ¿ha comenzado el juicio?
–preguntó, recordando por qué habían ido a Ciudad Dual en primer lugar.
—Ha sido aplazado por vuestra condición
–respondió Irin, asintiendo con el porte magnifico de un rey–, se hará por la
noche, a la luz de la luna.
—Perfecto pues –sonrió Adelí y se acercó para
dar un golpecito al pecho de su hermano–. Como hay tiempo, me gustaría conocer
a esa comunidad de ojos-gema de la que tanto se enorgullece Zheng.
—Les escoltaré –afirmó Irin–. Respecto al
resto de vuestros soldados, les he reservado un edificio en el cual instalarse
hasta el juicio. Cuenta con caballerizas y un gran patio para no enfriar el
cuerpo.
—Veo que prepara cada paso que da, majestad
–dijo–. Capitán Alegár, diríjase a donde los hombres, que mis Caballeros de Lo
Blanco refuercen el entrenamiento para dispersar multitudes.
Alegár asintió y se marchó dando zancadas
furiosas. Irin la miró con el ceño fruncido, confuso.
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