XXVIII
Los
infortunios de la Virtud
Vafar
tenía que matar otra vez, debía matar otra vez.
Maestre Dalian se precipitaba al suelo con dos
terribles cortes amenazando su vida, uno le había cercenado el brazo por la
mitad y el otro le dejaba las entrañas expuestas. Cuando cayó, su cabeza
impregnó el aire con un crujido asqueroso.
Vafar
debía desenvainar su espada y postrarse para defender a su maestre, pero no
podía dejar de temblar. Detrás de ella los hombres estaban envueltos en fieras
llamas e incendiaban a todo hermano que tocaban. La formación se había roto
completamente y el caos imperaba en el lugar.
Fuera
de las murallas se desataba otra batalla entre los grupos libres y mercenarios
contra la Orden y las tropas de la emperatriz. Con mucha suerte la capitana
Ushi y el rey de Rashún estarían preparados para aquello, podían resistir.
Pero, ¿los de adentro de la capital podrían?
«Concéntrate»,
dijo una parte de sí misma. La misma parte de su ser que se había encargado de
asesinar al director Xeret.
«Puedes
hacerlo. Sabes blandir. Desenvaina y lucha.»
El
hombre que los había dejado entrar en la capital atravesó a la maestre con su
acero.
«¡Muévete,
Vafar!» se dijo a sí misma y espoleó a Coral con tanta presteza como pudo. La
yegua sintió sus preocupaciones y se encabritó tanto que recorrieron todo el
tramo en apenas unos segundos. Coral embistió al caballero Dorie y los tres
cayeron al suelo en una maraña de gritos y relinchos, Vafar con los huesos
destrozados por rodar a lomos de Coral.
Como
pudo se soltó las correas y cayó de la montura cuando ordenó a Coral que se
alejara de ahí a toda prisa, siguiendo a Cuervo. Sintió la dotación de la
restauración rápida en actuar. Su maestre la necesitaba.
—¡Cargad!
–se escuchó en la distancia, acompañado del sonido de botas arañando los
adoquines.
Una
avanzadilla de hombres iba directamente hacia la rota hilera de aliados, por la
calle trasversal a la que habían llegado, y al menos veinte de ellos iban
revestidos de armaduras divinas. Esta vez no completas como los primeros dos
caballeros, sino que era algo más ligero, de una sola pechera y falda de
batalla. Un diseño oriental.
Vafar
corrió calle abajo mientras desenvainaba su espada, en la distancia podía ver a
Halya intentando dirigir a los pocos hombres que aún resistían. La pronta carga
del enemigo les había desorientado aún más, pero su hermano sabía dar órdenes e
imponerse a los hombres. Isia y Dar se encaraban contra el compañero de Dorie,
el otro caballero de armadura completa, aquel caballero vestía una armadura del
mismo diseño que Dorie: acero en placas, un yelmo robusto y colores de mármol y
obsidiana. Luia espoleaba a Pesadilla alrededor de la maestre, con el fin de
alejar a los soldados que intentaban rodearla. Pesadilla hacía gran parte del
trabajo con sus relinchos encabritados y esas coces al aire.
Otros
chillidos llegaron en el resto de las direcciones. Había sido un ataque
coordinado y… justamente la emperatriz estaba dentro de la capital, comandando
a sus propias tropas.
«La
emperatriz…», pensó Vafar. Sus huesos crujieron bajo los efectos de la
restauración. Algo dentro de ella le instaba a correr y socorrer a la soberana
de Karanavi, pero, por otro lado, también sentía un apremió por su maestre. La
emperatriz era más importante, cierto, pero su interior, su corazón, su mente,
todo de ella estaba componiendo un ritmo que le impedía moverse en otra
dirección que no fuera la de maestre Dalian. Era como un canto pagano, tambores
resonando con un ritmo desconocido, una lira y un martillo.
El
caballero Dorie volvía para encararse contra la maestre. Su cuerpo crujía con
cada paso que daba, era claro que la restauración estaba haciendo efecto en él,
pues su armadura brillaba por cada degradado en ella y sus músculos ocupaban
mucho más lugar que el que les correspondía. La armadura de acero casi parecía
adaptarse a sus movimientos como si de agua se tratase.
Vafar
había escuchado alguna vez que las armaduras divinas eran como un ente con vida
propia, pero el espectáculo de ese día era abominable. La armadura de Dorie
parecía más una extensión de su propio ser.
Más
tambores, ritmos furiosos, voces en el idioma antiguo. Una sola palabra, la
misma que había escuchado el día en que estuvo a punto de morir: lucha.
Vafar
apuró el paso, forzando la dotación de la velocidad. Al hacerlo se sintió más
rauda, vigorosa, valiente. Llegó junto a Dorie en un abrir y cerrar de ojos y descargó
un tajo en toda la espalda. Obviamente, la armadura resistió al ataque, no se combó,
ni melló, estaba intacta.
—¡Halya,
herradura al frente y mosquetes al centro! –rugió a su hermano. Este lo
escuchó, gracias al Todo, y repitió las órdenes. Al momento los pocos Caballeros
de Lo Negro formaron con los escudos al frente, en media luna, y los aún más
pocos mosqueteros, a duras penas unos cuarenta, abrieron tres ráfagas de
disparos.
La estrategia
consiguió romper filas enemigas, pero aun así recibieron la carga. Al menos se
habían deshecho de algunas tropas con armaduras divinas y pudieron
reorganizarse para una contracarga que barrió al enemigo.
Dorie
descargó su espada en el mismo arco con el que había abatido a la maestre,
Vafar esquivó con la agilidad de la dotación aun actuando en ella, giró sobre
sí misma, y golpeó en las pierneras del hombre, empuñando su espada a dos
manos.
Dorie
cayó de rodillas más por el impacto que por una herida, viró su mirada y se
encontró con otra sucesión de golpes por parte de Vafar. No podía detenerse,
sabía lo peligroso que era un caballero con armadura divina. Los había visto
muchas veces entrenando en la Orden, eran bestias desatadas.
Vafar
dio un último tajo cerca de las correas que sostenían el yelmo de Dorie, sintió
la espada hundirse casi hasta atravesar el cuello y se alejó temblorosa. Los
brazos palpitando por la constante sucesión de golpes. Al instante sintió una
punzada de dolor subiendo por su pierna derecha. Un lancero más curtido la
había rodeado sin que se diera cuenta. No. No era uno solo. Era menos de la
mitad de esa avanzadilla que había cargado contra la formación de Halya.
Dorie sorprendentemente
se puso en pie. La cabeza le colgaba y la sangre corría por su yelmo, con sus
propias manos acomodó la extremidad donde debía ir y la restauración empezó con
su trabajo uniendo venas, vertebras y cartílagos.
Dorie
miró hacía Vafar y se dirigió a ella, ignorando a Luia y maestre Dalian,
caminando como la misma muerte vestida de una reluciente armadura negra con
degradados de cuarzo. Ese acero debía tener más de cuatro gemas oculares de cuarzo,
¿de dónde las habían conseguido? Que Vafar supiera, no había muchos en el
mundo.
De
nuevo los tambores. De nuevo la lira y el martillo, en un compás impropio de
ellos.
—Los
niños no deberían estar al frente –dijo Dorie. Miró a algunos de sus compañeros,
que ciertamente no eran mayores a Vafar, y gruñó–. Nada personal, niña. Es mi
trabajo. No podemos rendir la ciudad.
Tambores,
liras, cientos de ellos. Una sinfonía sin sentido.
Vafar
dio una última mirada a su maestre quien al parecer empezaba a curarse. El brazo
le crecía muy poco a poco y al parecer las heridas del pecho empezaban a
curarse, ¿seguiría viva? Ojalá lo estuviera, pronto Vafar no lo estaría… y sus
hermanos tampoco.
—Agradezco
tu silencio. Luchas con fiereza y habilidad, mejor que muchos soldados en su
segunda década –siguió diciendo Dorie, había levantado una palma para detener a
sus soldados rasos. Nadie más que él atacaría a Vafar–. Cuando vives lo
suficiente, añoras que nadie hable antes de morir.
«Lucha.»
—El
silencio no hace mella en tu mente. La voz de ella, sí.
«Lucha.»
—El
silencio no la atrae a ella. Las voces antes de morir, sí. Muere en silencio,
niña. No grites, para darnos paz a ambos.
«¡Lucha,
Vafar!»
Vafar dio
rugido y cargó contra el hombre. La dotación de la fuerza actuó sin una orden,
sin una postura, sin ser forzada, simplemente actuó ante el deseo de Vafar. Aun
así, no sintió a sus músculos ensancharse, solo al don dotándola de poder.
La
herida en su pierna cerró lo suficiente para evitar provocarle un constante
desangrado. Sin embargo, otra herida surgió en ella cuando se empaló en el arma
del caballero. Dolió como los cien infernos, pero al menos así Vafar había
logrado entrar en rango de Dorie.
Cayó
sobre él, ambos rodaron por el suelo dándose puñetazos, Vafar los sentía muy
tenuemente gracias a la dotación. Tomó al hombre por el cuello y tiró con tanta
fuerza que arrancó la cabeza de este.
Se
quedó arrodillada sobre Dorie, el cuerpo del caballero inerte y ella temblando,
mirándose las manos empapadas de sangre. Recordó a Xeret. Recordó la sangre.
Gritos y tajos contra ella.
Reaccionó
cuando miró a Luia pasando al galope junto a ella, repartiendo tajos a cada
hombre que encontraba, ese chico era tan valiente, más valiente que Vafar.
¿Cuánto
tiempo había estado conmocionada? Sentía que las horas habían transcurrido muy
rápido en aquella refriega. Se sentía fatigada, con los brazos adoloridos y el
abdomen… No. No había ni una herida en su abdomen. No había ni una herida en
ella y, aun así, su visión estaba intacta. ¿Cómo era posible? Había usado
tantas dotaciones en poco tiempo, debía estar a las puertas de la ceguera.
—¡Repliegue
de herradura! –gritó Halya.
Los
soldados de la Orden abrieron filas, permitiendo la salida de los mosqueteros
que internaron a Vafar en el centro de la formación.
—La
maestre –susurró–. ¡La maestre! –exclamó, poniéndose en pie, alejando a cada
hombre que la tocaba–. ¡Debemos volver!
Al
momento un puño cayó sobre sus hombros. Halya señaló con la barbilla a una
compañía de veinte hombres que se separaban de la formación para unirse a Luia
en la defensa de maestre Dalian.
—¡Avanzad!
–gritó Halya–. ¡Mosqueteros, concéntrense en las murallas! ¡Nosotros cubrimos
el frente!
Halya
tendió su palma, dentro se hallaba un frasco de Sangre de Axies.
—Hidrátate
–dijo, desenvainando su arma–. Necesitaremos todo el don que podamos usar.
Vafar
lo rechazó, explicando que estaba en perfecto estado.
Examinó
alrededor, al parecer habían sobrevivido en gran medida al ataque. En efecto
habían perdido a demasiados efectivos, pero la comitiva que cargó contra ellos
no era ni por asomo tan peligrosa como aparentaba. De hecho, esos hombres con
el linotórax divinizado apenas habían significado una amenaza para la formación
de Halya.
Vafar
se escrutó las heridas sin poder creerse su situación, se había enfrentado sola
contra un caballero de armadura divina… y había sobrevivido. Dar e Isia estaban
mal heridos, curándose, sí, pero… dos contra uno solo y apenas habían
sobrevivido.
Vafar
ni siquiera había notado el empleo de la restauración. Menos notó cuando la
música sin ritmo abandonó su cuerpo.
Se puso
en pie y siguió atacando a los enemigos, las manos aún le temblaban demasiado,
pero tenía que defender a su maestre. Al futuro que había soñado.
Adelí
vistió una sombra.
La
sombra blanca, deformada, invisible a ojos de todo el mundo, gritó frenética,
negándose a la posesión. Acabó cediendo, con un terrible llanto de sufrimiento
y permaneció sollozante en el andar.
Adelí
no podía ver del todo cuando vestía las sombras, era como intentar mirar a
través de un paño humedecido. La guio, haciéndola reptar por debajo del rastrillo,
hasta los campamentos. Fuera, los aliados se defendían como podían de la
traición de las compañías libres y mercenarios. Todo era un caos, las filas
estaban rotas y el mando perdido. Ni siquiera estaban haciendo uso de los
mosquetes y ballestas, menos de las armas de asedio, las escaleras ni las
torres.
«—¿Qué
demonios está haciendo Ushi? –preguntó para sí misma–. Sham, ve con Cuervo y
guíalo hasta Alegár. Él entenderá.»
Sham no
hizo preguntas, no rompió la Conexión, pero sí que se separó una larga
distancia que se volvió insufrible. Alejarse de ella fue como perderse así
misma unos segundos, se aferró a la presencia de Minal, con angustia,
«—Pudiste
avisarme, Minal –recriminó Adelí.»
Hay algo mal en esta ciudad. Dijo el Oyente. Algo que bloquea mi proyección.
«—¿Seixa?
–se aventuró a preguntar con gran temor–. ¿Está cerca?»
No. Pero su presencia sí que permanece, como
un gran muro que no me permite percibir más allá de unos meros instantes. Estoy
ciego en este lugar, no lo noté hasta que hemos atravesado las murallas. No
podía dirigirme a ti, menos a Sham’Dala. Alguien me había “bloqueado”.
Adelí
no respondió, se atemorizó tanto que se tragó las palabras. No quería saber
más.
Cuando
por fin llegó a la carpa de mando, encontró a Ushi pegándose voces con Ziyen y
el capitán del ejército de Erilal.
—¡Nos
están haciendo pedazos! ¡Necesitamos esos morteros para abrirnos paso! Mientras
hablamos Dalian está cayendo –gritaba Ziyen. Se veía preocupado, muy
preocupado. Qué lindo.
—¡No!
–restalló Ushi–. ¡Nuestros hombres siguen cerca de las murallas y quedarán
envueltos en el ataque! ¡Formen avanzadillas y usen las torres de asedio que
tenemos, he pedido apoyo a nuestra flota, esperen a mi señal!
—¡Nuestras
tropas ya se movilizan! –añadió el capitán de Erilal, un hombre bajito, pero
bien robusto–. Asaltaremos por los costados de la muralla, intentando no ir
directamente contra el rastrillo. Deberían seguir ese buen juicio, o perderemos
demasiado en este día –añadió, antes de retirarse.
Ushi
gimió y contuvo un gruñido. Sudaba a chorros y temblaba demasiado.
—Dame
la orden, Sōngshù. Permíteme
el control de las tropas y te juro que la sacaré de ahí tan rápido como pueda
–siguió diciendo Ziyen, casi como una súplica. ¿De verdad estaba tan
preocupado? Sabía que Adelí podía vestir a las sombras para evitar una muerte
instantánea, ¿entonces por qué se preocupaba?
—¡Nos
despedazarán, Ziyen! –rugió Ushi–. ¡Incendiarán las torres de asedio usando el
mismo aceite con el que acabaron con nuestros hombres ahí dentro! ¡Seremos
presas del caos!
—¡Podemos
contra ellos! ¡Somos más, somos la Orden!
—¡Silencio!
–chilló Adelí, vistiendo por completo a la sombra para aparecerse frente a
ellos. Dentro de las murallas su cuerpo se había esfumado visualmente, pero
físicamente seguiría en el mismo lugar como un ligero borrón de bruma
blanquecina.
Ziyen hizo
aspavientos y cayó de bruces en un asiento no tan cómodo. Luego abrió los ojos
de par en par y rezó una plegaria en nombre de Axies, sonrió de felicidad. Ushi
no se inmutó.
—Es
imposible entrar por la puerta este –siguió diciendo Adelí–, por ni una de las
puertas, me atrevo a decir. Aunque hiciéramos levantar esos rastrillos, con los
puntales de presión, los hombres no conseguirían avanzar ni medio metro a causa
de las llamas.
—¿Hacemos caer
las murallas? –preguntó Ushi–. No es la mejor opción.
—Nos harán
pedazos durante la conmoción –respondió Adelí, haciendo gestos a Ziyen para que
se pusiera en pie, no podía ayudarlo pues su cuerpo físico no estaba realmente
en la carpa de mando–. Envié a Cuervo con Alegár, es probable que su legión
haya resistido mejor a la emboscada. Pero temo por la emperatriz, fue ella
quien entró con muchos más hombres, pero, aun así, me preocupa. Ziyen –dijo,
fijando sus ojos de cuarzo en el hombre. Este sonrió, sonrió mucho, sonrió
feliz. Raro, raro, raro–, envía al resto de la Legión de Dragones a la muralla que
rodea la puerta norte, destrocen lo que deseen, pero aseguren la vida de Imya.
Ushi, tú comandarás el resto de las tropas.
Ziyen
asintió, con una de sus típicas reverencias, y salió rugiendo órdenes. Para su
buena suerte, el resto de la legión de ojos-gema, bajo el mando de Alegár, ya montaba
y cabalgaron al instante sin perder más tiempo.
—Perfecto,
podemos defender la puerta norte y a la emperatriz. Alegár puede resistir en el
oeste, y por el Altísimo Padre esperemos que resista –dijo Ushi, aferrando bien
los parpados en una plegaria–. Pero están destrozando a tus hombres y a los de
la puerta sur –añadió, mirándola ansiosa con sus ojos rubí–. ¿Qué hacemos,
hermana?
—¿Sabemos
algo de Dandeíla en la puerta sur? –preguntó Adelí, paseándose por la
habitación para controlar el ansia de batalla.
—Nada,
menos que de tus hombres.
—Fugacidad
–maldijo Adelí–. Resistiremos en la puerta este. Juro que así será. Lleva al
resto de la Orden y asalta por los costados de la puerta sur, usando todo
nuestro arsenal. Nada de apoyo naval. Quiero a esa princesa viva, Ushi. No
podemos permitir que muera.
»Ushi
–añadió Adelí, sintiendo su ceño endurecerse y la quijada entumiéndose–, te
traicionaron. Quiero caos en la capital, que conozcan mi furia.
Ushi
asintió, reacia, pero asintió. Empezó a aferrar las correas de su armadura,
pero al momento se llevó una mano a los labios al percatarse que del pecho de
Adelí se pintaba una enorme mancha de sangre.
Adelí
desapareció al instante siguiente.
Una
carga llegó por la derecha y embistió a la formación, otra avanzadilla Galinés por
el flanco derecho. No bastaba para romper la herradura que formaban los
miembros de la Orden, pero sí que resultaban engorrosos. Menos mal esos hombres
con linotórax divino no convenían una amenaza seria, no sabían emplear los
milagros a fondo y Halya los destrozaba haciendo un impecable uso de la espada.
Tenían suerte de contar con un ojos de mineral, ni un solo enemigo se esperaba
la destrucción que podía causar.
La
carga enemiga detuvo su prolongada agresión, se volvieron sobre los pasos y
compusieron una formación circular, rodeando algo. Al poco tiempo Vafar
comprendió el qué: por alguna razón, la maestre Dalian estaba en el centro de
la avanzadilla enemiga.
—Hum
–gruñó Adelí, mirando a los ojos de los sorprendidos soldados enemigos.
«No
saldré tan fácil de esta», pensó.
Naturalmente
nadie podría haber notado a Adelí mientras vestía a una sombra, a menos que
chocarán con ella en el lugar donde su cuerpo físico fuera dejado. Tal cosa, al
parecer, había sucedido. Sentía las piernas adoloridas y el centro del pecho
ardiente, la curación estaba empezando a trabajar, menguando el dolor, pero era
probable que la hubieran arrollado de alguna forma porque tenía algunos huesos
rotos y salidos y tendones desgarrados.
Dio una
rápida mirada a sus espaldas y se encontró orgullosa de ver a sus pequeños
caballeros comandando al resto de la compañía, quedaban menos de mil y
resistían como millones. Que rápido crecían.
Halya
bramó órdenes para romper la herradura y preparar una carga de los Caballeros
de Lo Gris. Habían formado dos medias lunas, defendiendo los flancos, con los
mosqueteros al centro cargando sus armas.
El
chico, confiando en el juicio de su maestre, rugió.
—¡Mosqueteros,
fuego!
Los
soldados enemigos respondieron levantando sus pequeños escudos, otros
apuntalaron a Adelí con las espadas y lanzas, pero ella, hecha un ovillo y
potenciada con la dotación de tenacidad, desvió cada ataque que le lanzaban. Al
instante llegó el barrido de las balas por parte de sus tropas. Aquellos
proyectiles sí que le hicieron muescas de daño, pero la restauración se anticipó
a ellos. En cambio, el enemigo fue severamente dañado.
Se puso
de pie como pudo y, forzando la dotación de la fuerza, empezó a abrirse paso
matando a tantos hombres como podía antes de empezar a ver borroso y dejar
escapar la dotación de su cuerpo. Por fin, los Caballeros de Lo Gris cargaron y
destrozaron por completo al resto de las tropas Galinés.
Adelí
se permitió entrar en la formación y cayó de espaldas al suelo, entre suspiros
y jadeos. Vafar le habló.
—Mi
señora –dijo con angustia, la voz dulce y rasposa–, hemos sufrido demasiadas
bajas. El recuento rápido arrojo ocho centenas de hombres, ¿cómo debemos
proceder?
—Nuestras
tropas asaltarán la ciudad desde la puerta sur, confía, Vafar –respondió Adelí,
dando una bocanada de aire que le supo a hierro. Se dejó caer Sangre de “Axies”
en las gemas oculares. Era, en esencia, otra Seixa, pero seguía atada a las
reglas de Axies–. No tendremos más apoyo que el tumulto del momento.
—No
resistiremos otra carga, maestre –siguió diciendo Vafar. Halya rugía órdenes a
los mosqueteros, preparaban otra ronda de disparos–. No hemos visto más
caballeros de armaduras completas, pero sí que hay quienes visten un equipo más
ligero y divinizado. Si nos toman por sorpresa, destruirán a la compañía.
—Lo sé,
hombre. Lo sé… –murmuró Adelí, intentando sobreponerse a los indicios de su
ansiedad aumentada por la demencia. Intentaba pensar una estrategia para
sobrevivir, algo que les permitiera resistir… y al mismo tiempo se sentía tan
extasiada que ansiaba tomar a Vafar ahí mismo.
Control, Adel. Sentenció Minal. Ese éxtasis no procede de ti misma.
Adelí
asintió, controlando el impulso del momento.
«—Sham
–dijo, hablándoles para sus adentros–. ¿Qué paso con Alegár, cómo están sus
hombres?»
Destrozaron la emboscada, pero los príncipes
han dedicado al grueso de sus tropas en ese lugar. Muchos más, miles.
Adelí
sonrió de victoria. Era una maravilla que Alegár hubiese llevado consigo a casi
un batallón entero de ojos-gema.
—¿Cuántos
cargadores nos quedan? –preguntó a Vafar, señalando a los mosqueteros.
—Posiblemente
una docena para cada hombre, maestre.
—Será
suficiente –respondió vivaz, regalándole una sonrisa a la pobre chica que se
miraba aterrada–. ¡Doble franco protegido, mosqueteros al centro! ¡Lanceros en
línea única dentro de cada flanco! ¡Marchamos a la puerta oeste!
Los
hombres respondieron al unísono con un grito animoso, los Caballeros de Lo
Blanco formaron alrededor de Adelí justo cuando esta terminó de rabiar órdenes.
Sin perder tiempo marcharon, mientras luchaban, a la plaza principal de la
capital, con dirección a la puerta Oeste.
Tendrían
que atravesar los suburbios y el mercado principal de Galinor, pero el riesgo
era necesario. Estar con Alegár era la mejor opción y con suerte los enemigos
quedarían rodeados.
El
palacio estaba al noroeste, si lo tomaban podrían resistir con muchas menos bajas
hasta que llegará el apoyo de Ushi.
El
barrio oeste era un caos. El infierno había ascendido a las tierras de Akxesh.
Cuervo
y Coral habían llegado, encabritados, a Alegár. El corcel, como una orden para
utilizar las dotaciones sin contenerse, y, la yegua, buscando una figura
autoritaria en el desconcierto de la situación, estaba de muy aterrada.
Alegár
había destinado ambas monturas a sus mejores jinetes, un normal. Los ojos-gema
debían mantenerse con los pies en Akxesh para ser más efectivos.
En
cierta medida habían resistido a la emboscada cometida por los supuestos
aliados Galinés, sí, habían sufrido un estrepitoso ataque, pero, de no ser por ser ojos-gema, estarían totalmente
aniquilados. La dotación de la restauración era la mayor de las bendiciones
dadas jamás por Axies.
La
contracarga de Alegár era fatal para el príncipe primero, quien, en respuesta,
y para evitarse un motín de parte de sus aliados por desafiar a la Orden y a la
emperatriz Imya, había destinado al grueso de sus tropas a la puerta norte y
oeste, enviando muchos más efectivos justamente a dónde Alegár intentaba
mantener con vida sus ojos-gema.
La
situación era infernal, la sangre corría y salpicaba en todas direcciones. Los
ojos-gema de Alegár lograban detener el ataque desde las murallas,
enfrascándose en una lucha sin cuartel directamente en las almenas, escalando
con ayuda de las dotaciones mientras el resto, en las calles, resistían a las
constantes cargas del enemigo.
Los
pocos mosqueteros con los que Alegár contaba estaban replegados entre las
calles colindantes, aprovechando la oscuridad de la noche y la constante
lluvia, para ocultarse y acabar con tantos enemigos como pudieran.
Él, en
cambio, luchaba en el frente, dirigiendo al resto de su legión, pues, tener a
tantos ojos-gema en un solo lugar era tan glorioso como peligroso.
«Soy
fuerte –pensaba Alegár, sintiendo aún el fogonazo de poder que refulgía en sus
ojos con cada postura que adoptaba al batallar–. Soy el gris de una vida.»
Esquivó
el mandoble de un caballero con armadura divina, de pies a cabeza, compuesta
por gemas de cuarzo y uno que otro diamante, pasando por encima de su
coronilla. Aquellos hombres tenían una sola debilidad y Alegár la comprendía
perfectamente: la mayoría usaba armas pesadas para aprovechar el impulso dado
por la postura del dragón, teniendo en cuenta que ellos no conocían el secreto
para forzar las dotaciones. A diferencia de Alegár y sus hermanos más cercanos.
Después de todo, su mujer había sido la primera en descubrir aquel método.
Se
agachó, empuñando la espada con ambas manos, y forzó la apertura de sus ojos a
la dotación de la fuerza. Sintió arder sus gemas oculares y fue necesario que
guiara el don, él mismo, a través de sus músculos. Al momento sintió ensancharse
y a la cota de malla ajustarle el cuerpo, seguía atado a aquella cualidad, no
era como esos ojos de mineral que podían mantener su aspecto natural aun cuando
emplearan dotaciones.
Con un
tajo ascendente, cercenó el brazo del caballero que dejó caer su mandoble.
Alegár lo empuñó con uno solo de sus brazos y barrió a otro par de valientes
que intentaban hacerle frente. En unos minutos, él solo había acabado con casi
seis hombres. Natural que el príncipe primero destinara la mayor parte de su
frente a la puerta oeste, los ojos-gema componían un peligro descomunal.
—¿Tenemos
noticias de la maestre? –preguntó a voces, esperanzado de que alguno de sus
mensajeros hubiera tenido la sensatez de ir a buscar información–. ¿Qué pasa
con la emperatriz?
—¡Al
parecer la maestre empieza a marchar a nuestra posición, capitán Xue! –chilló
uno de los mensajeros–. Sus tropas han hecho descargas de aviso. Desconocemos
la situación de la emperatriz.
—¡Seguid
empujando! –ordenó, mientras se retiraba junto a otros ojos-gema para
rehidratarse las gemas oculares. Las dotaciones eran devastadoras, pero no
ilimitadas y mientras más las usaban corrían el riesgo de romper su Conexión
con Axies y entrar en terrenos de la psicosis–. Quiero que rodeen las calles,
es improbable que el príncipe primero tenga más tropas que en este lugar. Vayan
a dónde la maestre –ordenó a la avanzadilla de hombres que se había retirado
con él.
Los
ojos-gema, que componían unos veinte hombres, asintieron y marcharon dispersos
por las callejuelas de la ciudad.
«Ojalá
Limin estuviera aquí», pensó, escrutando el campo de batalla. Todo estaba tan
oscuro, salvo por el fuego de las antorchas en las murallas y esa enorme pira de
aceite que tenían tras ellos. Alegár nunca tuvo muchas oportunidades de luchar
junto a su hermano, a excepción de ese desastre en Río Arcoíris. Lo extrañaba
demasiado e incluso estaría dispuesto a perdonarlo por intentar asesinar a
Adelí, después de todo, él mismo lo había detenido sin hacerle daño.
Se
reintegró a la formación, cuando se hubo calmado, al frente, pues no le gustaba
ser protegido.
Los
lanceros empujaban con excelsa habilidad al enemigo, pero fugacidad… eran
demasiados. Del batallón de Alegár, de casi dos mil ojos-gema y el resto
normales, apenas quedaban justamente los ojos-gema, pero una gran parte de
ellos luchaban en las murallas y el resto se mantenían sobreviviendo contra un
frente de cuatro mil soldados Galinés.
«Somos
fuertes», pensó y dio otro barrido con el mandoble del caballero antes
asesinado.
—¡No
desfallezcan, mis hermanos! ¡Por Dalian alzad las armas! –rugió, asiendo de la
pechera a un escudero que enarbolaba el estandarte de la Orden: un Espejo de
hueso sobre campos de carbón–. ¡Seguid avanzando con esta imagen…!
Por la
puerta norte se escuchó el crujir de la madera contra la piedra de las
murallas. Las torres de asedio, con los estandartes de la emperatriz y el rey
de Rashún, habían llegado, incluso los de la Orden estaban ahí.
Cientos
de figuras se alzaron en la oscuridad de la noche, en la cima de las murallas,
un muy pequeño batallón de la Legión de Dragones por fin había llegado para
apoyar en la lucha, acompañados por un contingente con los estandartes de
Ziyen. El galante capitán no se contaba en esas tropas, debía estar asegurando
otro frente.
Alegár
sonrió de oreja a oreja a todos los que se habían detenido a mirar el
espectáculo, enemigos incluidos.
—¡Avanzad!
–rugió–. ¡Hoy es nuestro…!
Nuevamente
fue interrumpido. Esta vez por el rugido de casi doscientos cañones disparando
al unísono.
En la
puerta sur se había desatado el infierno.
Trozos
de granito, que alguna vez compusieron una inmensa y poderosa muralla, surcaban
toda la ciudad acompañados por unas enormes esferas de acero, precipitándose en
los altos hogares de muchas familias. De los huecos abiertos en las murallas,
se alzaron el resto de las torres de asedio de la Orden: pintadas de blanco
hueso con el Espejo coronando los estandartes.
Era
como ver a los mismísimos Demonios de la Fugacidad, sedientos de furia y
sangre.
En una
de las tantas plataformas de descarga destacaba una mujer demasiado alta,
impropio para alguien de su edad, con el cuerpo desproporcionado por muchos
sitios y el cabello ondeándole a la altura de las orejas. Vestía un tabardo gris
con intrínsecos serrajes y un faldón de placas de acero.
Ushi
estaba al frente de su Legión de Serpientes, dirigiendo al grueso de la Orden.
—Su
mujer a veces da miedo, mi señor –dijo uno de los ojos-gema más cercanos a
Alegár.
Alegár
sonrió, la sangre surcándole el rostro, incapaz de contener el ansia de
batalla.
—¡Galinor recordará con sangre este día! –rugió–. ¡Marchad! ¡Hacedles saber el terrible error que cometieron sus príncipes!
Los
primeros recuerdos de Erilal blandiendo una espada, databan de cuando empezaba
a comprender a Akxesh en su inmensidad.
Recordaba
los grandes jardines gélidos de Karanavi, el gran palacio flotante de los
héroes gélidos, los animales pedruscos y lanudos de las tierras heladas Him al
norte de Kyranvie… y a ella sosteniendo el acero.
Erilal
Imya Karanavi, emperatriz del Occidente, soberana de sangre Karanavi y regente
de todas las tierras por donde corriera la antigua sangre Karanavi, luchaba con
el fervor que Frederick Long el Titán le había enseñado a controlar cuando
apenas tenía catorce años. Durante su juventud, Erilal distaba de hacer énfasis
en aquella cualidad: el control. Sin embargo, en tiempos más recientes, había
comprendido que, su gélido rostro al asesinar a un hombre, era el recordatorio
de ser la única emperatriz pisando Akxesh.
Erilal no
permitía que el gozo la embargara, ella misma guiaba cada postura de combate
con absoluto autocontrol. En la lucha, quien sabía danzar tenía la ventaja y,
curiosamente, Erilal bailaba mejor que nadie. Conocía las posturas de los
ojos-gema, intimaba con sus katas y los pasos de su agresivo vals. No sonreía, ni
se dejaba extasiar por el frenesí que se hacía con sus tropas; quizá en otros
tiempos lo hiciera, pero ya no podía permitirlo más, no desde que soñaba con el
futuro.
«Recuerda
los sueños –se dijo–. Recuerda a la sangre de tu sangre, recuerda los sueños.»
Se posó
como el lince y descargó un tajo a los pies de un muchacho que intentaba
tomarla por sorpresa.
Ella, a
diferencia de otros, no había sido tan tonta cómo para confiar plenamente en
alguien que semanas antes diera un discurso desacreditándola, menos si Erilal
podía mirar el futuro próximo. Al ver caer la trampa de aceite sobre ellos,
optó por forzar una avanzada en el interior de las viviendas Galinés, tomar las
calles mejores posicionadas y marchar directamente al palacio, alternando
constantemente entre distintas avenidas y hogares con sorprendidas y asustadas
familias. Tenía suerte de que los Galinés reparan en no hacer daño a su propia
gente.
La
estrategia funcionó lo suficientemente bien como para permitirles replegarse y
esperar algún tipo de apoyo, el cual llegó como una gran legión de ojos-gema de
la Orden y el frente de su ejército imperial. Muchos aún luchaban en las
murallas de la capital, pero pronto descendían para integrarse a la campaña que
marchaba en dirección al palacio de los príncipes de Galinor. Incluso los
propios Galinés empezaban a entregar las armas, sin más deseos de luchar,
tenían la victoria asegurada al inicio de la traición, pero Erilal podía mirar más
allá de los ojos Akxashanos y comprendía el miedo de esas gentes al ver su
capital prontamente reducida a cenizas.
«Recuerda
los sueños. Recuerda tu fragilidad. Recuerda lo único que puedes hacer.»
Maldijo
a los príncipes de Galinor cuando atravesó el pecho de otro joven soldado, el
grueso de ese ejército consistía, casi en su entereza, en miles y miles de
jóvenes forzados a empuñar un arma.
«Demasiados
muchachos asesinados para una sola noche», pensó. Las tres décadas que llevaba
viva le pesaban como miles, se sentía tan vieja, aunque aún tuviera años de
existencia.
—¡Retaguardia
protegida! ¡Flancos en hilera y mosqueteros al centro! ¡No quiero sorpresas!
–ordenó a sus capitanes.
En
aquel lugar se desataba una de las mayores concentraciones de lucha, con
excepción de la puerta oeste, así que debía mantenerse alerta de todas las
direcciones posibles.
Alguna
vez, cuando tenía dos décadas y siete años, había soñado con aquella noche de
traición. Había soñado con hombres de fuego, dragones escalando muros de piedra
sólida y…
«Ahí»,
pensó, mirando como unas poderosas bestias destrozaban las murallas de la
puerta sur. «Los Demonios Blancos.»
El caos
surgió para desestabilizar filas enemigas. Con el infierno desatado en el sur era
más probable que las tropas de Galinor rindieran los esfuerzos. Y así fue, muchos
de esos jóvenes arrojaron las armas y formaron detrás del frente de Erilal.
«Cachorros
siguiendo una manada de lobos», recordó, otro fragmento de su sueño.
Luego
de reclutar a tantos jóvenes como encontró, con una recuperada compañía de
menos de cuatro mil hombres, se halló frente al palacio de Galinor. De colores
verdosos y azulados. Era una construcción para nada Dual, cuadrada en su
totalidad, sin más adornos que cientos y cientos de ventanales de casi dos
metros de altura, con unas extrañas torres curvas que se alzaban por debajo de
la tierra y se coronaban con incontables puntas hacía el cielo.
«“El
sueño de Galigar” –que bonito era el cuento del gigante soñoliento, otro más
que vislumbró la ascensión de Axies.»
En las
puertas del palacio, formaba un poderoso número de tropas dispuestas a entablar
batalla. Muchos eran grandes señores de la guerra, titubearon ligeramente al
mirar toda la destrucción proveniente de las puertas de la capital. El plan de
traición no les había salido del todo bien.
—¡Informen
al príncipe primero de que la ciudad ha caído! –gritó a todo pulmón.
Los
altos capitanes la miraron, uno de ellos levantó un puño al aire y habló.
—¡Has
traído la muerte a nuestros hogares, Karanavi! ¡En esta ciudad encontrarás tu fin!
Erilal
escrutó el resto del palacio, intentando encontrar algún tipo de grupo que
quisiera emboscarles. Al no encontrarlo, volvió a dirigirse a los capitanes con
su voz gélida.
—Seré
loable, no habrá más muerte en este día. El príncipe primero y su hermano menor
podrán seguir gobernando Galinor bajo mi tutela…
Una
advertencia llegó a ella de pronto.
«Recuerda:
seis relámpagos en el cielo, sangre escurriendo de tu piel.»
Un
disparo, seguido de otros cinco. Había mosqueteros en las almenas, vestidos de
negro, ni una pequeña luz que los delatara. Fugaces fueran los avances de
Dalian, la guerra cambiaría a tal punto que podrían matar a un rey sin siquiera
exponerse y Erilal ya lo había vislumbrado en sus sueños.
Ciertamente
vestía una armadura vistosa, de dorados y negros, con degradados añiles, como acostumbraba,
pero resistente, incluso más que esas armaduras divinas. Del mismo acero con el
que había forjado su espada negra y a Sombra de Libertad. Sin embargo, esas
endemoniadas armas de Dalian eran devastadoras. Los proyectiles perforaron a la
altura del hombro derecho, en su abdomen y piernas.
Sintió
cada impacto como la coz de un caballo: la piel le hirvió mientras el acero del
proyectil forzaba su avance a través de los tejidos de la carne, quemándola,
mancillándola. Dolía como los dos infiernos del Espejo.
Cayó al
suelo, palpándose sobre la armadura, al verse las palmas empapadas de su propia
sangre, recordó otro más de sus sueños: El imperio Karanavi desmoronándose en
cenizas, Kyranvie sucumbiendo a las llamas blancas de los ángeles, mientras
cincelaban un inmenso bloque de hierro que surcaba los aires. La sangre de su
sangre, su hija, humillada y asesinada para dar un mensaje. Una niña asesinada
por las manos de su propia madre.
—¡Formen
alrededor de su majestad imperial! –rugió su segundo al mando. Erilal pudo
entrever, con la vista temblorosa, a sus hombres alzar los escudos y abrir
fuego con los propios mosquetes que tenían, respondiendo a la agresión enemiga.
—¡Muro
tenaz! –dijo el tal Ziyen, el hombre al mando de la Legión de Dragones
ojos-gema, al menos por ese día ya que el capitán Alegár batallaba en la puerta
oeste–. ¡Carga! –rugió el hombre que parecía tener unas cinco décadas a la
espalda. Era probable que conociera muy bien las capacidades de los ojos-gema,
pues les comandaba como si él mismo fuera uno.
Los
ojos-gema rugieron y se lanzaron a la carga mientras más y más proyectiles
impactaban en sus pieles sin hacerles más que simples moratones.
El aire
empezó a abandonar a Erilal, el calor escapando de su cuerpo. El dolor ya era
lo de menos, sí que sentía a las balas, calcinando su carne viva, pero no dolía
para nada. Ya nada dolía. De pronto, su antigua luz.
—Dios
Padre en las alturas –maldijo Dalian, cuando llegó a su lado. La joven maestre
tenía heridas por todas partes que empezaban a curarse rápidamente, ¿se habían
abierto paso a la desesperada?–. ¡Alejaos, necesito espacio!
—¿Puedes…
hacer algo? –preguntó Erilal, acariciando el rostro de la mujer que alguna vez
había amado.
—Silencio,
majestad –respondió Dalian–. Estás heridas son fáciles de curar para un
ojos-gema, pero se sentirá anímica por la pérdida de sangre. ¡Sáquenle esas
balas a la emperatriz! –rugió a los soldados que miró mejor preparados para
fungir como cirujanos de campo. Al momento, Dalian se retiró la túnica, la capa
y la cota de malla, dejándose la ajustada camiseta al descubierto. Tan bella–.
¡Prepárense para sujetarme con fuerza y tengan listas gotas de Sangre!
Erilal
muy a duras penas sintió el acero de un puñal entrando en su piel – deshonrando
su blanca carne por cada herida que tenía–. Jamás había sentido tanta vergüenza
de que la desvistieran como el día en que entregó su castidad a Açebe.
—Axies
Chánshóu, el Dual –empezó a decir Dalian, mientras posaba sus manos en el
cuerpo de Erilal, a la altura de los dos impactos más preocupantes: uno en el
hombro derecho, cerca del seno, y el otro por a la altura del estómago–, te
exijo el don que me corresponde por derecho para sanar a este ser. A cambio, te
ofrezco –titubeó– una gota de mi divinidad.
Un
fogonazo de luz blanca destelló de sus gemas oculares de cuarzo. Erilal no
sintió más dolor que el de la carne suturándose a sí misma. Dalian, en cambio,
profirió un aullido de dolor y cayó al suelo entre profundos espamos, dando
amplias bocanadas de aire hasta que sus heridas cerraron, por sí mismas,
gracias a la dotación de la restauración. De ellas no quedó más que una mancha
de sangre en su ropa.
Que
convenientes eran los médicos de campo ojos-gema, ojalá Erilal pudiera hacerse
con uno.
—¿Lo
ve? Fácil –añadió Dalian, poniéndose en pie y rehidratando sus gemas–. Ahora la
pierna, mi señora –dijo, ayudando a Erilal a ponerse en pie.
—Nunca
habían usado un milagro conmigo –dijo Erilal, mientras se tocaba ahí donde la
piel había hervido hacía unos segundos, se hallaba embotada, demasiado mareada–.
Es fascinante. ¿Me afecta en algo? –preguntó, al sentirse más ¿sabia? Sentía
que podía mirar más allá de lo que ya podía ver en sus sueños, sentía poder
palpar el aire.
—Un
dolor en el culo, eso es lo que son los milagros –contrario Dalian–. Respecto a
su pregunta, se sentirá como si hubiese bebido licor Him –sonrió.
Una
bella sonrisa, nuevamente una plegaria, un fogonazo de luz y los gritos agónicos
de Dalian. Erilal estaba completamente recuperada, pero Dalian parecía haber
descendido tres peldaños más hacia el inferno.
—Dalian…
–quiso llamarle, preocupada por quien antaño fuera su mujer.
Nadie
lo sabía, como debía ser, nadie debía enterarse de que habían compartido lecho
en la estreches del amor. Erilal había amado a Dalian como nadie, y quería
creer que Dalian la había amado a ella. Sin embargo, los sueños hicieron
presencia durante esa época, sueños que le revelaron un sacrificio de amor por
el bien mayor. Una hija que no amaría, un futuro que no viviría.
—¿Qué
ha pasado para que haya decidido hacerse matar, majestad? –interrumpió Dalian,
reincorporándose entre los soldados que las protegían componiendo un caparazón
con los escudos.
—La
insensatez –respondió Erilal, aceptando la ayuda de Dalian para ponerse en pie.
Al poco
tiempo llegó el capitán Lushen y tuvo lugar otra refriega en los enormes
jardines del palacio. Fue más bien una cacería contra los soldados rezagados
que aún intentaban oponer resistencia al asalto de la capital.
Por el
sur se alzó la capitana Sōngshù,
enarbolando el estandarte de la Orden como símbolo de haber conquistado la
capital. Iba ensangrentada por todos sitios, con cortes que aún seguían sanando
gracias a las dotaciones, Sombra de Libertad terminaba de componer una pintura
de lo más escalofriante: un demonio emergiendo de las llamas, bañado en la
sangre de sus enemigos. Sobre el hombro de la joven dama se apoyaba Dandeíla,
la hijastra de Erilal, muy mal herida, pero viva.
—Escuche que
casi muere, madre –dijo Dandeíla, soltándose del apoyo de Sōngshù e irguiéndose
lo suficiente para no parecer débil. Sōngshù hizo lo propio, y al hacerlo, se
alzó dos cabezas por encima de Dalian.
—Imaginé que
el príncipe primero cedería si le otorgaba un fin a esta batalla –Erilal se
miró los agujeros a través de la armadura multicolor–, me equivoqué.
—Capitana Sōngshù
–dijo Dalian–, pide a los médicos de campo que traten a la princesa Dalian. La
familia real debe estar en condiciones para presentar juicio contra los
príncipes de Galinor.
—No hace
falta, maestre –se disculpó Dalian, era una mujer madura, de casi cuatro
décadas, pero mostraba un respeto por Dalian –menor por casi quince años– que
pocos adultos se atrevían a dar.
Sōngshù
asintió y envainó su espada negra, luego adoptó el porte de una estatua y se situó
todo el tiempo detrás de Dalian, como correspondía a su título de Caballero de
Lo Gris.
—La ciudad
ha caído, majestad imperial –informó Dalian–. Esperamos sus órdenes, para dar
fin al contrato.
Erilal le
dedicó una mirada de soslayo, estudiándola y recordándola antes de dirigirse a
todos los soldados en el lugar.
—¡Hagan
traer ante mí al príncipe primero de Galinor!
Minutos más
tarde, los soldados imperiales de Erilal salieron del palacio escoltando a dos
hombres encadenados. Iban vestidos con jubones de lo más almidonados, sin
armaduras, como si nunca hubiesen pensado en salir a luchar por sí mismos.
—¡Usurpadora!
–gritó el príncipe primero, escupiendo al suelo en nombre de Erilal–. ¡Traes la
misma muerte que llevaste a mi padre!
—Galinor
está bajo mi mando desde hace años, vuestras madres me cedieron la autoridad
tras la muerte del antiguo rey Hans Vlakhos de Galinor –respondió Erilal,
mirando directamente a los ojos del maduro príncipe primero–. Sin embargo,
osaron levantarse en armas y atacar las tierras de mi prometido, luego,
lucharon por el poder… y luego, tu hermano menor nos traicionó a todos –añadió,
mirando al príncipe tercero que agachaba la cabeza y soltaba lágrimas de
vergüenza.
»La próxima
vez que pretendas traicionar a alguien, asegúrate de no estar en el mismo
lugar, príncipe tercero Ferelgad –dijo Erilal, mostrando con sus brazos el
destrozo de la capital–. O terminarás causando desastres de esta magnitud.
—Estupideces
–espetó el príncipe primero Garaga–. ¿Ahora pretendes mentir para destruir los
lazos familiares?, ¿es que derramar sangre no te funciona más, Karanavi?
—Hay
contratos firmados en nombre del príncipe tercero –interrumpió Dalian–.
Ferelgad, el tercer príncipe de Rashún, pagó por nuestros servicios. Mis
Caballeros de Lo Gris pueden confirmarlo.
Hizo
una inclinación leve a Sōngshù
y esta desenrolló un pergamino firmado con el nombre completo del príncipe
tercero: Ferelgad Khalzag de Galinor.
—En él se
estipula que gobernaría luego de verte sometido, Garaga –añadió Dalian.
Los llantos
de Ferelgad siguieron componiendo la llovizna de aquella amarga noche. Su
hermano, Garaga asintió en silencio con los ojos desentornados por la sorpresa.
Aferrando los parpados para negar la realidad.
—No soy una
tirana, Garaga, intenté hacértelo saber todo este tiempo –dijo Erilal,
retomando su autoridad en el lugar–. Hace años habría usado todo mi poder para
arrasar estas tierras, mataría a todo hombre, mujer y niño para asegurar mi
regencia. Te habría hecho matar a ti y a tu hermano, y luego habría mostrado
vuestros cadáveres durante un mes entero, por las calles de todo el reino de
Galinor, hasta que se hubieran descompuesto.
—¿Ahora la
edad te ha ablandado? –escupió el príncipe primero Garaga.
—La edad me
ha mostrado el peor castigo que puede recibir un hombre –a todas voces, Erilal
exclamó—: Yo, Erilal
Imya Karanavi, emperatriz de Occidente, soberana de sangre Karanavi y regente
de todas las tierras por donde corra la antigua sangre de los Karanavi,
prometida del rey de Rashún y protectora de Galinor por derecho de viudas:
sentencio a todos los hijos vivos, bastardos incluidos, del difunto rey Hans Vlakhos de Galinor a ser
despojados de todo título que les permita gobernar, de su herencia como
príncipes y el derecho a pisar las tierras del imperio Karanavi. Les condeno al
exilio.
El príncipe primero
Garaga, a pesar de su aspecto regio con ese cabello encerado y negruzco,
patillas bien estilizadas y la ropa bien almidonada, se echó a llorar como un
crío. El príncipe tercero le convino.
La luz del
alba por fin acarició las tierras calcinadas de la capital Galinés.
En sus
aposentos, en una de las habitaciones más grandes de todo el palacio de
Galinor, Adelí firmaba cartas funerarias para las familias de sus hombres
asesinados en batalla. Había enviado a Ushi y Alegár a pasar revista solo para
darse cuenta de la gran cantidad de efectivos perdidos. No podría recuperar el
cuerpo de muchos y menos sus pertenencias, a sus familias solo podía desearles
pronta resignación.
Siguen aquí. Dijo Sham, palpitando en el corazón de Adelí,
como si pretendiera ocupar su lugar. Perdidos
entre los perdidos, asustados entre los muertos.
—¿De verdad
no hay manera de hacerlos partir?, ¿en serio me lo has dicho todo, Sham?
–preguntó Adelí, con el corazón hecho un nudo por la vergüenza de no poder
salvar a sus tropas.
Hay tanto que no debes comprender, Adel. Respondió Minal, añadiéndose a la
conversación a la cual no lo habían invitado. Que molesto era con su rasposa y
profunda voz de anciano. Agradecerás la
ignorancia algún día.
Adelí
asintió, no preguntó más. No porque se sintiera con miedo, sino porque Minal
hablaba en analogías y era confuso seguirle el hilo a la conversación.
Ushi entró
en la habitación y cerrando la puerta con un estrepitoso portazo dio zancadas
hasta quedar frente al escritorio de Adelí, montado justo al frente de una
ventana para permitirle bañarse con la luz del sol. ¿Qué eran esos fajos que
llevaba en las manos?, ¿estaba molesta? A veces Adelí no comprendía sus
emociones. Ya no era más la Ushi que siempre sonreía, su rostro era simple y
llano, sin expresiones.
Ushi
dejó caer los papeles sobre la mesa y soltó un revés a Adelí, menos mal no
llevaba guantelete en aquella ocasión.
—Eh…
–empezó a decir Adelí, tallándose el golpe–. ¿He vuelto a tener un ataque que
no recuerdo? –preguntó, con la cabeza gacha. Triste de que su pregunta retórica
pudiera ser verdad.
—Zheng
nos ha traicionado –espetó Ushi, señalando los documentos. Eran contratos de
compra y envió de mercancía, armas y armaduras–. Hemos decomisado centenares de
mosquetes, Adelí. Estos otros –dijo, removiendo las hojas y alzando otras–
llevan la firma de Lanatar.
—Empaca
todo y ocúltalo. Los que hayan visto esto, que guarden silencio, que juren
silencio, Ushi –respondió Adelí, guardándose unos pocos documentos para sí
misma. Sus sospechas no habían caído en saco roto, pero, ¿por qué pretendían,
Irin y Lanatar, dar apoyo a los príncipes de Galinor? ¿Querían acabar con Imya
y la Orden al mismo tiempo?–. Habrá problemas si Imya se entera. Respecto al
rey Zheng, no esperaba esto –añadió, cabizbaja.
Otra
vez su hermano había querido matarla. Ella igual lo quería matar, pero se
sentía traicionada.
—En
estas cartas, el príncipe Garaga agradece a Zheng por su apoyo. En esta otra,
Garaga agradece a Lanatar por préstamos de más de cien millones para pagarle a
Zheng. ¡Incluso hay hombres de Yúan y Zheng entre los prisioneros, Adelí!
Adelí maldijo
y se contrajo en el asiento, llevándose las manos a la cabeza. Asustada,
asustada, asustada.
Silencio en la mente, Adel. Le consoló Sham con la voz de
una madre preocupada. Paz en el corazón.
—Ni
siquiera Imya tiene tus planos, Adelí –siseó Ushi, increpándole su pecado–.
Aquí hay más que yo desconocía, ¿¡En qué fugacidades pensabas!?
—En
hacer las paces –murmuró Adelí, un nudo en la garganta–. No sé… algo…
—Pues
está claro que lo que menos quieren esos reyes es tener a alguien que
represente una amenaza, ¿qué haremos?
—No me
golpees, no más, por favor –sollozó Adelí, abrazándose a las rodillas–. No sé qué
hacer.
Ushi
gruñó y rodeó el escritorio hasta quedar a su lado. Se acuclilló y la miró a
los ojos, escondidos entre el abrazo.
—Ofreceré
a los prisioneros unirse a la Orden o ser exiliados, necesitamos recuperar
números –empezó a decir Ushi, la voz más serena. Que miedo había pasado Adelí,
no quería ser castigada de nuevo.
No
quería que le hicieran daño otra vez.
—Enviaré
a Alegár todas las armas y armaduras para que equipe a su legión y la mía. ¿Eso
te parece bien? –siguió diciendo, posando las manos entre los brazos de Adelí.
Adelí
asintió. Ushi correspondió y se dispuso a salir de la habitación. Justo en ese
momento entró Imya, acompañada de una escriba personal de Adelí. Iba increíble
como siempre, bella como siempre, pálida como siempre.
Adelí
se reincorporó, fingiendo un dolor estomacal y limpiándose las lágrimas para
que no le notarán en su ataque. Imya era de lo más molesta cuando se fijaba en
ello, siempre lo había sido.
—Maestre
–saludó la emperatriz–. Su escriba viene con un mensaje, aproveché para hacerle
de compañía, también tengo algo que le hará sonreír.
—Siempre
es un gusto tenerla presente, majestad –respondió Adelí–. Mi escriba puede
esperar, ¿qué desea usted?
—Un título,
con mi bendición –respondió Imya, cediendo un pergamino a Ushi, sellado con el
nombre de Erilal por todo lo largo.
—Duquesa
de Galinor… Regente del reino en nombre de… –Ushi abrió los ojos rubí de par en
par, el gesto desbocado.
Adelí
se lo arrebató de las manos y empezó a leer por sí misma.
—“Por
la presente, Yo, Erilal Imya Karanavi, emperatriz
de Occidente, soberana de sangre Karanavi y regente de todas las tierras por
donde corra la antigua sangre de los Karanavi, prometida del rey Rashún y
protectora de Galinor por derecho de conquista, nombro a Adelí Dalian Torha:
Duquesa de Galinor, protectora del sur y de los mares meridionales, regente del
reino de Galinor y voz de la emperatriz Erilal Imya Karanavi”.
—“Firman…”
bla, bla, bla –terminó de decir Imya.
Adelí
le dedicó una mirada de completa confusión e incredulidad.
—Majestad
no puedo aceptar esto –dijo Adelí, mirando el documento en sus manos y
sintiendo la humedad de las lágrimas recorrer su rostro una vez más.
—Lo
harás, aunque no quieras –respondió Imya, imponiéndose como siempre había
hecho, con una gran sonrisa–. Has sido más que una gran amiga y aliada todos
estos años, sin ti no habría conseguido expandirme. Y está claro que necesitaré
a alguien confiable para hablar en mi nombre, en las tierras que domine, te
necesito a ti –sonrió.
»Eres
la tercera mujer más peligrosa de Akxesh, después de mí y Yúan, claro –rio.
Adelí
se dejó caer en el asiento, mirando a su hermana que tenía una expresión de emoción
en el rostro. Feliz, como pocas veces lo estaba desde hacía años.
«Duquesa..
si recuerdo bien, solo es un escalón por debajo de cualquier rey… “voz de la
emperatriz”», pensó para sí misma, sin ser capaz de creerse nada de lo que
había pasado ese día.
—Estuve
presente durante el pase de revista, Dalian –siguió diciendo Imya–. Informé a
todos los desertores y prisioneros de Galinor que debían jurar lealtad a tu
nombre. No puedo hablar con respecto a los detenidos de las compañías libres y
mercenarias, pero… bueno, has recuperado gran parte de los efectivos.
—¿O sea
qué…? –preguntó Ushi, acercándose a la emperatriz con las manos en corazón.
—Tú
marido los ha desarmado y aceptado en la Orden, por la noche comenzarán su
senda como iniciados, según he entendido –asintió Imya, posándole una mano al
hombro–. Dispondrán de aproximadamente unos treinta mil hombres.
—¿Treinta
mil? –preguntó Adelí, estupefacta–. Eso haría un total de… –recapituló, incapaz
de poder contar.
—Casi
setenta mil hombres, Adelí –asintió Imya–. Es cierto que de la gran mayoría de
la Orden menos de la mitad saben luchar, y muchos menos son caballeros. Pero,
perdiste a demasiados durante este asalto –sonrió, una maldita vez más sonrió.
Anduvo hasta su lado, ahí donde Ushi se había acuclillado, y se mantuvo erguida
frente a Adelí. Siendo tan alta como de costumbre. Con dos dedos le alzó la
quijada para mirarla a los ojos. Ojos de musgo frente a ojos de cuarzo, unos
labios ligeramente rosados que alguna vez había besado–. Acepta mi regalo.
—Igualmente
perdiste efectivos –le recordó Adelí, evadiendo su mirada de lobo hambriento.
—Los he
recuperado, y seguiré recuperando números mientras mi influencia se siga expandiendo.
Adelí
se descubrió aún más sorprendida de la madurez de Imya. Ushi se mostraba
inquieta, al parecer olvidando el hecho de que Zheng y Lanatar iban a suponer
un problema en el futuro. Pero fugacidad, no podía rechazar a Imya. Nunca había
podido rechazarla.
—Acepto
–respondió Adelí, volviendo a mirar a los ojos de su primer amor–. Acepto la
autoridad que hoy me confiere, majestad.
—Promete
que descansarás, por lo menos tres años.
—Majestad…
–quiso contrariar. Así que por eso la había nombrado voz de la emperatriz.
Aquello era un regalo y una advertencia.
—Promételo
o tendré que ordenártelo por autoridad imperial. Recuerda que ahora formas
parte de mi familia, por el título que te he otorgado –insistió Imya.
Adelí se
descubrió asintiendo aunado a todo. Estaba cansada. No tenía tantos años
luchando, cierto, mucho menos comandando, pero fugacidad, estaba cansada de
todo. Feliz y agobiada en aquel momento, asintió.
—Maestre
–dijo la escriba, una oriental ojos-gema adulta, de casi sesenta años.
—¡Oh
cierto! –respondió Adelí, reincorporándose e intentando ocultar su sonrisa
nerviosa al ver a Imya sonriéndole una vez más–. Habla, Ziexan.
—Cito,
mi señora: “Jesce Ririal, Guía y protectora del convento de La Divina Dualidad
con sede en el reino de Zheng y Santa Avatar de Alisian Zhao Fu, informa: El
rey Irin Lang Zheng ha aceptado otorgar el perdón real a los presos de la
batalla por las fronteras, de hacía seis años. Los enjuiciados tendrán derecho
a declararse en favor del rey y pedir el perdón de la santa Iglesia y su
majestad el rey Irin Lang Zheng. Aceptando estos términos, serán hombres libres
fuera de las tierras orientales y norteñas de Yúan”.
—Así
que por fin los liberará –susurró Imya.
—En
teoría, majestad imperial –siguió diciendo la escriba, carraspeando–. También
solicita la presencia de ambas, maestre, emperatriz, como un acto de buena fe.
La empresa se celebrará el quinto día de esta semana. El treceavo día del mes.
—No
respondemos ante la iglesia –dijo Adelí, escrutando con sus ojos invertidos.
—Ciertamente
mi señora –añadió la escriba Ziexan–. Sin embargo, se le solicita su presencia,
Jesce la solicita. Al parecer también han pedido que se presente la Santa
Maestre Alisian.
—¿Qué
ha respondido mi hermana? –preguntó Adelí, tomando asiento para estudiar la
carta de Jesce.
—Espera
vuestra respuesta, mi señora. Las escribas informan que mestre Alisian desea
entablar dialogo con usted.
Adelí
asintió.
—¿Desea
estar presente, majestad? –preguntó Adelí a Imya–. ¿Usted estará en Zheng?
—Tengo
asuntos en mi capital –respondió Imya, negándose–. He estado fuera demasiado
tiempo y necesito reafirmar mi autoridad en mis propias tierras. Nuestro
contrato termina hoy, envía a tus contadores a Karanavi para que se efectué el
resto del pago. Respecto a ese “perdón” de Zheng, te solicito un informe, como
voz mía que eres. Me interesa darles hogar a esos hombres, si son liberados.
—Así se
hará, majestad –dijo Adelí, despidiendo a Imya con un último y largo abrazo–.
Longevidad al imperio.
—Longevidad
al corazón, Dalian.
Tras un
par de largos minutos, lograron contactar con el convento de Kyranvie. Ziexan
transmitía la imagen en movimiento, a través de una enorme pantalla y un
proyector de lente ancha que interconectaba a los transmisores más modernos.
Por unos instantes Adelí se sintió orgullosa al ver que sus invenciones estaban
adaptándose incluso a la vida diaria de los conventos más reacios al progreso.
No solo diseñaba armas, sino que también formas de mejorar la vida de las
gentes. Construir, inventar y diseñar, eran las únicas bendiciones que Seixa le
había otorgado.
Alisian
se apareció poco después, los años habían acentuado aún más su atractiva
figura, cincelando los rasgos de una belleza Karanavi, las facciones maduras y
la belleza prominente. Era como un vino Lanatano: entre más viejo, mejor. Adelí
no podía sentir más envidia que en aquel momento.
—He
oído que Galinor ha sufrido un asalto –empezó diciendo Alisian, con gesto
serio. Parecía seguir resentida después de tantos años–. Espero que el convento
de la capital no haya recibido daño alguno, menos los ojos-gema.
—Se
limitaron a proteger a los refugiados –respondió Adelí–. El convento y los
devotos se encuentran a salvo.
Alisian
asintió, llevándose las manos a la espalda, el ceño fruncido. Se veía de lo más
increíble con ese atuendo blanco puro con ribetes de oro y ónice, un alto
sombrero a modo de santa corona: el símbolo de haberse vuelto un santo.
—Has
dejado de enviar reportes –añadió Alisian, paseando la mirada por la habitación
y dedicando una sonrisa de alivio a Ushi.
—En
estos años de guerra he encontrado difícil el momento para dar informe
–respondió Adelí, sin sentirse empequeñecida por la autoridad de su hermana.
Ciertamente la Orden era fuerte, pero la Iglesia seguía teniendo efectivos por
todo el mundo, asesinos por todo el mundo, mejor dicho y… Alisian ya no dudaba
en hacerle daño. Lo había comprobado hacía meses cuando había enviado a un
ojos-gema a matarla–. Te haré llegar un avance de nuestro último año, con eso
será suficiente.
Alisian
asintió, apenas inclinándose.
—¿Ha
pensado en la petición de Ririal? –preguntó a Alisian.
—Es la
primera vez que pediré su consejo, maestre. ¿Cómo debería responder al llamado?
No
quiso tutearla más, quizá hubiera escribas en esa habitación, de hecho, en la
distancia se podía observar a Hesal, el guardián de la santa. Alisian debía
mantener una imagen.
—Mi
presencia solo servirá para enarbolar el resentimiento de los devotos por mi
nombramiento –empezó a explicar Alisian, tomando unos documentos que le cedían
sus escribas–. Recuerda que retiré los títulos de Krien, aún tiene partidarios
en Ciudad Dual. No puedo exponerme.
—¿Entonces?
—Marcha
a Zheng, tienes mi permiso para fungir como representante de la Iglesia. Sin
embargo, cualquier acción que ponga en riesgo la integridad de la fe será
únicamente responsabilidad tuya.
Adelí
medió miradas con Ushi. Su hermana asintió en un intento por arreglar las cosas
entre ellas, tonta, ¿no sabía que justamente Alisian la había mandado a
asesinar?
—Lo hoy
pactado fungirá como un contrato de bienes, ¿lo acepta, maestre?
—Cualquier
precio será pagado, envía a Sōngshù a Kyranvie para cumplir mi santo verbo –respondió Alisian.
—Aceptamos
este contrato –afirmó Adelí–. ¿Esto significa que dejo de estar excomulgada?
—No has
pedido el santo perdón. Hasta entonces seguirás excomulgada y exiliada de
Kyranvie, solo por esta vez me representarás en Zheng. Falla y te condenaré.
Adelí
asintió y despidió la transmisión. Los ojos de Ushi se abrieron aún más,
sorprendida.
—Maestre,
creo que…
—No, Ushi.
Hoy no –le interrumpió Adelí.
—Ten
cuidado en Zheng, hermana –dijo Ushi, en cambio a su intento por arreglar la
relación entre Adelí y Alisian.
—No me
iré sola, me llevo a tu marido y a cincuenta hombres, todos ojos-gema
–respondió Adelí, rellenando y firmando el documento pertinente, luego, se lo
entregó a Ushi–. ¿Las líneas de tren funcionan en Galinor? –preguntó.
—Lo
hacen, las rutas que usan los reyes al menos. El edificio fue dañado durante el
asalto, pero podemos despejarlo para tu partida.
—Hazlo.
Que Alegár vista a esa escolta que me llevaré con armaduras y armas divinas, los
quiero bien preparados. Tú ve a Kyranvie, sella ese contrato.
Ushi
asintió y entendiendo el despido se limitó a salir de la puerta con un gesto de
alegría. Esa niña añoraba demasiado volver a Kyranvie, se lo permitiría.
—Hey
–dijo a Ushi, antes de que saliera de la habitación–. ¿Crees que una carroza
pueda volar?
—Si tú
la diseñas, creo que es posible –sonrió y abandonó la habitación.
No eres yo. La repentina llegada de Seixa le provocó un
escalofrió tétrico e incluso sintió un hedor de lo más asqueroso en el aire. Aun así, te adoran.
No le
hablaba desde el aspecto de la anciana, sino desde el de una mujer madura.
Adelí conocía el aspecto de la madre adulta, pero no el de esa mujer. Tenía las
facciones de Seixa, pero estaba mucho más huesuda, los ojos eran saltones y lo pómulos
inflamados. Alta, como un esqueleto deformado, sin apenas músculo.
Adelí no pudo hacer acopios de valentía para
responderle. Se halló demasiado asustada de aquella diosa, sabía de lo que era
capaz cuando se irritaba, cierto, pero no sabía de lo que era capaz ese nuevo aspecto
demoniaco. Se hizo un ovillo, intentando esconderse.
No olvides que soy absoluta y mi presencia
llega a todos los seres. Sea cual sea el tiempo, yo llego. Siguió diciendo, la voz era como
el chirrido de metal contra metal. Como la escarcha del hielo quebrándose bajo
la fuerza de una navaja. Como la muerte susurrando. Es probable que muera esta semana…
Adelí
abrió los ojos de par en par.
—¿Es…
es eso posible? –preguntó, casi emocionada.
Los dioses no mueren como los humanos, niña.
Pero sí, es posible que me marche. No puedo llegar a Krien, por alguna razón,
“algo” lo protege. Sin embargo, las sombras sí que llegan a él, con tu don
puedes acercarte.
—Pronto
viajaré a Zheng –dijo, intentando contener sus ansias–. No puedo hacerlo si
estoy demasiado alejada de lo que pretendo observar, pero lo haré.
Susurra antes de que terminé la semana, de lo
contrario sufrirás el infierno en persona. Sufrirás el resto de tu vida, si yo
muero antes de que Krien lo haga.
Como
cada vez, la Diosa se marchó dejando a Adelí sola. Esta vez no con su demencia,
sino con su esperanza.
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