XXVII
La
fragilidad de los huesos
—Me
gustabas más cuando eras una niña, eras divertida y no insubordinada como ahora
–decía Adelí, chasqueando la lengua y moviendo los labios en un pobre intento
por controlar los espasmos–. Cambiaste. Ya no me tuteas.
La
discusión entre Ushi y Adelí tenía lugar en la carpa de mando, en el campamento
que había montado la Orden a orillas de la muralla sur de Gajlí.
Fuera,
el ruido era increíblemente molesto, los soldados disfrutaban de la carne y el
vino suave ofrecido por el rey Telca, acicalaban a sus monturas y afilaban las
armas. Algunos incluso enviaban mensajes a sus familias, utilizando los nuevos
comunicadores que enlazaban con unos y amplificaban con otros la transmisión
global.
Alegár
se mantenía fuera de la carpa, alejando a todo hombre que intentase obtener una
audiencia con Adelí, alejando a todo hombre curioso que interrumpiera la
discusión.
—Tengo un
deber que cumplir y una apariencia que debemos mantener –contrario Ushi–.
¿Acaso quiere que todos los soldados se dirijan a usted cómo si fuesen sus
hijitos o hermanitos?
—Soy tu
hermana –respondió Adelí–. Háblame de tú, con respeto, pero con confianza.
—¿Eso
quieres? Entonces lo haré, en condición de que degrades a esos muchachos. Envíalos
a Kyranvie o a Rashún, no hay necesidad de tenerlos en el frente.
—Te
quiero de regreso y quiero a esos chicos a mi lado –respondió Adelí, hablaba
cada vez más rápido, signo de su creciente enojo, como sucedía cuando alguien
la contrariaba.
Ushi no
temía de ese enojo, no como Alisian, ella sabía que podía detener a Adelí de
intentar asesinarla si se atrevía.
—¡Bah!
–exclamó Ushi, virando el cuerpo y disponiéndose a salir de aquel lugar. No
tenía sentido buscar dialogo con Adelí.
—¡Te
prohíbo irte! –espetó ella–. ¿¡Qué sientes al matar a un hombre!?, ¿¡qué
sientes al matar a un hombre!? ¡Eres mía, eres mi gris!
Adelí
estrellaba sus palmas contra la mesa que servía de escritorio. Su frente estaba
cubierta de venas resaltadas y sus ojos con venitas bien rojizas.
Ushi se
envaró, deteniéndose en la entrada de la carpa, se volvió hasta Adelí en
grandes zancadas. Al llegar a ella, le descargó un revés en todo el rostro.
Adelí se
llevó la mano a la mejilla rojiza y tomó asiento, inexpresiva. Ushi se dirigió
a ella con voz más seria.
—Cuando
empecé a matar en tu nombre, lo hice con la finalidad de preservar tu legado,
tu Orden. Me enorgullece formar parte de todo esto, créeme que lo hago y, por
tanto, matar no me suponía un problema. Pese a ello… ahora siento que matar me
mantiene cuerda.
Adelí
sonrió, mostrando los dientes amarillentos, pintados por las especias de sus
comidas, y alzando las cejas. Parpadeo muy, pero que muy, rápido y se puso
nuevamente en pie, olvidando su enojo de hacía unos momentos…
—Tienes
razón –dijo, con los ojos bien abiertos, como impresionada–. Las batallas me
hacen recordar que estoy demente; los gritos de los moribundos alejan a los
susurros y la sangre en mis ojos oculta a las sombras. Lo ves, ¿verdad? Tú
también lo ves.
Adelí
dirigió su mirada a un lado, cómo si escuchará el susurro de alguien a sus
espaldas. Luego hizo un mohín con los labios y frunció el ceño, sorpresivamente
se tranquilizó.
—Afirmaste
que estabas bien, me hiciste creer que estabas bien. Pero está claro que
empeoras, tus dones te hacen empeorar –siguió diciendo Ushi, se acercó lo
suficiente al rostro de Adelí para que solo ella pudiese escucharla. Adelí se
sobresaltó un poco, sus ojos desenfocados–. Soy tu Caballero de Lo Gris,
precisamente porque necesitas una mente externa a la tuya. Antes te di un
consejo, deja el mando de la Orden en mi nombre o en el de Alegár, y márchate a
Karanavi para ser atendida.
—Estoy
bien –respondió, sin más–. Puedo seguir, solo necesito meditar. La batalla
enaltece mi enfermedad, pero –siguió diciendo apurada–… matar me da placer, dar
órdenes me mantiene firme y gritar acalla los chillidos y… y…
—Basta
–murmuró Ushi, cuando Adelí empezó a levantar la voz, tomándola con fuerza por
los brazos en el momento en que se llevaba las manos a la cabeza, asustada–. Escúchame,
¿quieres seguir? Entonces mantente firme. Para esos hombres de ahí fuera no
somos más que unas niñas, te respetan porque saben que no dudarás en matar a
quien ose ponerte una mano encima, y porque algunos daríamos la vida por ti.
Sin embargo, seguiré presionándote, en Galinor buscaremos ayuda del convento
para tu enfermedad. Si no mejoras, te destituiré con la autoridad que ostento.
Adelí
no respondió. Inspiró y espiró hasta que por fin se miró más calmada. Ushi le
sirvió una copa de agua, de la jarra que se asentaba en la mesa, y ella se lo
bebió tan rápido que hubo necesario servirle más.
Al
siguiente momento, aun cuando Ushi sabía que un rey no debía abandonar al
grueso de su ejército, ni sus armas de asedio, Erilal Imya Karanavi, de tres
décadas, entró en la carpa. Detrás de ella su guardia personal.
—¿Majestad?
–saludó Ushi, hincando la rodilla y tendiendo su espada. ¿Qué hacía Imya
precisamente en ese lugar?, ¿había vuelto por Adelí?
Adelí
se puso en pie e hizo un saludo formal, menos mal parecía que su ataque se
había esfumado… Eso o estaba fingiendo.
—Levanta
la rodilla, Sōngshù
–dijo Imya con su voz rasposa y un marcado acento Zhengyin.
Ushi
asintió y se puso en pie, envainando su espada de acero plateado. Al alzar la
mirada, se dio cuenta de lo tanto que había cambiado Imya. Tenía el rostro maduro,
no de vejez sino de sabiduría, la cicatriz de su mejilla bien ceñida como si
fuera parte del conjunto que vestía y el cabello, largo hasta las rodillas,
trenzado en una increíble muestra de arte puro y adornado con cientos y cientos
de anillos Karanavi: firmes y grisáceos con gemas azuladas.
—Emperatriz
–saludó Adelí, con una reverencia que no terminaba de postrarla del todo ante
la autoridad de la mujer. Pero, al fin y al cabo, una reverencia que no daba a
nadie más que Imya–. Siempre bella, cómo corresponde a la antigua sangre de su
tierra.
—Es un
gusto volver a verte, Dalian –saludó con una sonrisa de oreja a oreja, dando
zancadas y un gran abrazo a Adelí. Se miraba muy contenta, tal vez como símbolo
de su felicidad al expandir su imperio hasta más allá del sur, tal vez como el símbolo
del pecado–. La última vez que te vi eras una chiquilla asustada que murmuraba
tonterías, y ahora… –dijo, dando una larga mirada a la carpa de mando. Se
concentró explícitamente en los mapas, la distribución de tropas sobre la mesa
y las armaduras en sus debidos soportes– comandas un poderoso ejército. Tenía
razón, el apellido que te di es más que simple renombre, era un símbolo de tu
grandeza para el futuro.
—El
gusto es mío, por todo lo que usted me otorgó –Adelí volvió a inclinar el
rostro, ¿avergonzada?, ¿cohibida? Fugaces.
Ushi no
pudo evitar dejar salir una sonrisa a pesar de su disgusto, recordaba el día en
que la emperatriz le había dado la nacionalidad Karanavi a Adelí. Aquel día,
cuando Adelí aún era maestre de La Divina Dualidad, había sufrido uno de los
peores ataques de la demencia, recordando el asalto del rey Zheng al convento.
Aseguraba que escuchaba las voces de los ojos-gema muertos, chillidos y
aullidos de dolor, que le arañaban la piel y halaban los cabellos.
Imya,
en un intento por hacerle serenar y engrandecer su espíritu, organizó un ritual
de comunión en el que sumergieron a Adelí en las aguas que caían desde la
montaña Keía’Dora. Al salir, Imya la había hecho nacer una vez más, con otros
apellidos: Dalian Torha, caracteres que en Karanavi significaban Hábitat y Claridad.
Incluso había ofrecido otro nombre: Arel. Sin embargo, Adelí permaneció con el
propio, quiso mantener el que Hua le había dado.
—Galileo
y Gajlí han prometido incorporarse al imperio, majestad –informó Ushi, haciendo
una corta reverencia–. La frontera con Galileo está asegurada, no tenemos
amenazas desde la retaguardia. El rey Telca ha ofrecido sus condiciones para
unirse al imperio, mi señora.
—Una
ejecución magnifica –felicitó Imya–. De no ser por la Orden esta guerra se
habría prolongado muchos más años. Telca se ha unido, he hablado con él antes y
otorgado un documento legal que lo avala. ¿Quién puede confirmar nuestra
seguridad por la retaguardia? –preguntó, tomando un cómodo asiento que Alegár
le había llevado.
Su marido
le dedicó el saludo matrimonial y salió con una ligera sonrisa en los labios.
Ushi sonrió también, quizá más tarde le diera un premio por su desempeño en
combate.
—El
capitán Ziyen –respondió Ushi–, yo misma y el capitán Alegár. Los tres
mantenemos constante comunicación con las tropas en la retaguardia.
—¿Y las
costas? –tener a una emperatriz en plena carpa de mando cambiaba toda
situación. De un momento a otro el lugar se había llenado de criados, cuencos
de carne y fruta, y vinos de los más caros.
—Los
últimos informes afirman haber logrado encallar los mejores navíos de los
príncipes –respondió Ushi, releyendo la nota que había sacado de una bolsita
cocida al sujetador de sus pechos–, solamente permanecen en combate unas pocas
galeras que no tardarán en ceder terreno. Podemos decir que hemos conquistado
igualmente el mar.
—Nuevamente
mi agradecimiento es inmenso –dijo Imya. Hizo un gesto a su guardia y estos le
cedieron una espada de lo más pintoresca, la funda estaba labrada en cuero
endurecido, tintada con un añil bien oscuro, el Espejo tallado a mano y pintado
con colores de hueso y azabache. Tenía grabados en lengua Karanavi y Zheng,
donde se leía: “Sombra de Libertad”.
Al
desenfundarla, Imya hizo bailar un acero de lo más oscuro, casi negro. Mucho
menos negro que la espada ancha que Imya blandía. Grisáceo, específicamente.
Sus criados aplaudieron cuando ella envainó el arma y la cedió a Ushi.
—La he
hecho forjar específicamente para ti, Sōngshù –dijo, con una sonrisa en los labios.
Ushi abrió
los ojos como platos, miró a su hermana y esta asintió con una sonrisa
igualmente. Quizá ya lo supiera desde antes.
—Mi señora,
no puedo aceptar este acero –dijo Ushi.
—Tonterías,
Sōngshù –respondió Imya, desacorde–. Este acero, esta empuñadura y esta guarnición, todo fue
hecho para que tú lo blandieras. Eres la espadachín más capaz que conozco.
Ushi
miró el acero una vez más, se embelesó con los grabados que tenía el arma. Era
un sable, como el dao que ella blandía desde su adolescencia, más alargado y
con la punta curva en un ángulo bien agresivo. Estaba claro que era una dao
específicamente forjada para asesinar a hombres corpulentos.
Ushi
aceptó el arma entre sus manos, no estaba divinizada y lo supo porque sus ojos
rubí no reaccionaron al instante. Sin embargo, sí que sintió una presencia que
no supo identificar, era como si el arma estuviese consciente de alguna u otra
forma.
La
blandió tres veces en un kata pensado para la lanza, y dejó que la dao bailara
entre sus dedos. Era increíblemente ligera a pesar del aspecto que tenía con
esa gruesa guarnición y la punta le daba un equilibrio impropio, ciertamente
bien agresivo como pretendía ser. Incluso el aire silbaba con cada golpe.
—Es increíble,
mi señora de Karanavi –dijo Ushi, con una enorme sonrisa en los labios. Sin
poder contenerse, dio un prolongado abrazo a Erilal.
—Disfrútalo
–dijo ella en un susurro, luego de besarle la cabeza–. Es el pago por tu
silencio.
Se separaron
luego de unos instantes e Imya palmeó las manos con fuerza.
»¡Festejemos,
Galinor caerá al amanecer del segundo día! ¡El vino fuerte se niega a los
soldados, marcharemos a primera hora! –dijo con voz galante.
Cuando
sus criados se encaminaron a levantar una nueva carpa en la cual realizar los
festejos dichos por su emperatriz, Imya se dirigió a Adelí con la voz más
seria. Alejando toda muestra de cariño que alguna vez hubiesen tenido.
—Esta
noche tranquiliza tu alma, Torha. He notado los ligeros espasmos que intentas
ocultar –empezó a decir, sosteniéndole la quijada–. Disfruta este día, mañana
hablaremos por la noche.
Adelí
gruñó, Imya sonrió.
El
festejo se prolongó hasta bien entrada la noche. Todos bebieron vinos suaves, a
excepción de Ushi a quien habían hecho llegar una jarra entera de aguardiente
Him. Lo bebió entero sin inmutarse.
Al
amanecer marcharon durante lo que fueran siete horas Akxashanas. Encabezaba
Ziyen y Alegár. Imya, su sequito, Adelí y Ushi, iban al centro de la formación,
rodeados por el inmenso ejército de la Orden de Blanco y Negro. A ellos se había
unido una compañía de hombres libres, y reintegrado otra empresa de la Orden,
cuando estuvieron lo bastante cerca de la costa Galinés. Componían hasta ese
momento una fuerza de treinta y cinco mil hombres, y pronto sus números
ascenderían cuando se integrarán al frente de la emperatriz Erilal y el grueso
del ejército de Açebe Rashún.
Bien
les habían informado que Galinor estaba amurallada casi hasta los cielos, en
cada punto estratégico se apostaban tantos escorpiones y los rastrillos, de las
entradas a la capital, eran tan inmensos que para derribarlos harían falta unas
poderosas armas de asedio: puntales de presión. Enormes armas como cañones que
disparaban un prisma puntiagudo de acero, hechas precisamente para destruir los
rastrillos.
Ushi
comprobó que aquello no eran más que historias, la capital era tan descomunal
que las descripciones no le hacían honor. ¿Cómo podía ser así de grande si el
difunto Galinor III no había sido tan rico, ni de cerca, como el rey Lanatar?
Según Imya y sus historias, los antiguos Galinés habían sido gigantes de piedra
y con sus cuerpos habían erigido esas enormes murallas. A Ushi le pareció que
casi tenía sentido lo que decía. Imya afirmaba que un tal Galigar se había
echado a dormir en dónde, milenios más tarde, los Galinés modernos construirían
el palacio real… y parecía tan real. El palacio, que se alzaba calles arriba,
era inmenso, con pilares gruesos levantándose de la tierra, curvos y con las
arrugas típicas de los dedos.
La
capital contaba con cuatro entradas: una al sureste, por el camino en el que se
desplazaba el ejército de la Orden. Otra por el oeste, en dirección a las
fronteras con Rashún, una más por el noroeste colindante a las fronteras de
Lanatar. Y la última al sur, con cara a la costa. Todas las puertas protegidas
por un inmenso rastrillo, casi del tamaño de las puertas de marfil del convento
en Ciudad Dual.
En
Senshal, la aldea más próxima a las afueras de las murallas de Galinor,
encontraron al grueso del ejército de la emperatriz, una compañía de
veinticinco mil hombres, dos mil caballeros bien formados y cuatrocientos
hombres de compañías libres que habían jurado lealtad a la soberana.
Casi no
había hogares en Senshal, y los que había estaban tomados explícitamente para
preparar raciones que pudiesen alimentar a ese enorme ejército. El ejército del
rey Açebe empezaba a llegar por el camino suroeste, trayendo consigo a sus
quince mil hombres, tres mil marinos bien entrenados para la lucha terrestre y
cerca de mil pescadores que habían decidido unirse a la lucha por la capital,
cargando con muchas más provisiones.
Pronto,
la plaza de Senshal se convirtió en un hervidero de júbilo, se alzaron tenderetes
en todas las direcciones para que los escribas pudieran enviar las cartas de
cada soldado a sus respectivas familias, aunque muchos llevaban sus propios
transmisores a la batalla.
Los
mercaderes ambulantes tenían sus tiendas montadas hacía semanas por si algún
despistado hubiese olvidado engrasar sus armaduras o alimentar las monturas. Y
los prostíbulos menos tardaron en erigirse en casas de campaña, de lo más
rustico todo.
En las
afueras de todo aquel caos, se alzaban las torres de asedio con los escudos de
Imya y Rashún, los amantes. Listas para tomar la ciudad en cuanto fuera el
momento.
—Esto
es una locura, mi señora –dijo Ushi, impresionada–. Somos demasiados.
—Por
eso esperamos a que la capital caiga sin entablar batalla –respondió Imya con
el gesto endurecido, le dedicó una mirada de conspiración. La mirada que ambas
compartían. Ushi asintió y permitió que el ansia no la delatara–. He ordenado
que no se saquee ni un solo hogar, pero no puedo corretear detrás de cada
soldado para asegurarme.
—Esos
exploradores, ¿cómo han logrado llegar hasta Gajlí? –susurró Ushi,
impresionada. Era imposible que gente de Galinor pudiese atravesar Senshal sin
ser descubiertos–. ¿Y al mensajero? Destacaba con sus ropajes.
Imya
asintió.
—Llegaron
a mí como hombres libres, luego revelaron sus intenciones. Sabían que, si
atravesaban la plaza de Senshal, mis hombres los harían pedazos –suspiró–. Usaron
por un camino cercano a la costa, una de las tantas grietas en el terreno, en
la noche, para evita ser vistos. Esa grieta sigue por delante varios kilómetros
más, de esa forma llegaron a Gajlí.
Adelí
llegó al poco tiempo, acompaña por Ziexan, su escriba personal. Una anciana
erudita y ojos-gema natal de Zheng. Ushi evitó seguir haciendo preguntas que pudieran
delatar a la emperatriz.
—¿Quién
controló a tu ejército cuando partiste? Se ven ansiosos, más de lo que cabría
esperar en un soldado –añadió Adelí, asiendo a Cuervo por las riendas. El pura
sangre empezaba a encabritarse, no le gustaban las multitudes.
—Dandeíla
y Çanhdaíla, mis hijas mayores mantuvieron este hervidero al mínimo
–Imya miró a las compañías libres y mercenarias–. Esos son mi principal
preocupación, a un ejército propio lo puedes intentar controlar, pero, ¿qué
pasa con los hombres libres?
—No enarbole sus preocupaciones –respondió Adelí,
con aires de grandeza, sonriendo de manera picara a Imya–. La Orden se
encargará de quien ose sublevarse.
La noche coronó por fin en Senshal. A las afueras de
la plaza mercantil, lugar en dónde se elevaban las mayores emociones, Adelí se
hallaba en una impropia carpa de mando, garabateando en su bitácora.
La enorme carpa no era para nada cómoda, demasiado
ancha para el gusto personal de Adelí, demasiado achaparrada. Colocaban
lámparas de gas en ciertas zonas, aun cuando había luz eléctrica en Senshal. El
ambiente era como volver diez años en el tiempo: los ejércitos afuera,
correteando con las armas y los vinos. Llamas a modo de luces y el embriagante
aroma de los caballos. ¿Así habían sido los días en el ejército para Frederick?
No se distrajo, siguió escribiendo, aunque lo que
ponía en las hojas no tenía nada de sentido. Escribía porque eso la hacía
mantener distraída, así no veía las sombras y ni escuchaba a los zumbidos.
Sobre todo, si se concentraba lo suficiente, no vería a Seixa.
Hacía años que no la miraba…y menos mal.
“Fueron días grises, días en que fingía mi
felicidad. La influencia es fuerte, dada la Conexión. Fuerte, fuerte. Muy
fuerte. Tan fuerte que es capaz de entreverse si entre ambas se colocará un
prisma de cristal. No hay a dónde ir, pero sí cómo esconderse. He aprendido, no
la veo”. Escribía, intentando plasmar correctamente sus atormentados
pensamientos. Al menos el bullicio fuera de su carpa alejaba ciertos síntomas
que traía consigo la psicosis.
“Algún día deberé fingir nuevamente, algún día…”.
La luz del ambiente se esfumó, el olor o podredumbre
llegó. Los sentimientos de angustia se hicieron presentes. No debería haberla
recordado, se delató.
Un sonido.
Una voz.
Un graznido.
—He vivido eras enteras. Eones que no comprenderías
–la voz de Seixa era como el cristal chirriante. Como arañar paredes de
aluminio o apuñalar con el acero a un gran espejo.
La nívea mujer vestía el aspecto de la anciana, el
más peligroso de los cuatro que portaba. La niña era susceptible a las
peticiones, la adolescente taimada y serena. La Seixa adulta dudaba de sus
acciones, aunque no se retenía en hacerlas, estaba demente. Sin embargo, la
Seixa anciana tenía una piel de lo más escalofriante: blanca, blanca, tan
blanca cómo el mármol, tal vez incluso más, arrugada por todos sitios, dándole
un aspecto asqueroso. Los ojos invertidos miraban directamente al alma de
Adelí, estudiándola, amenazándola. Esa Seixa no dudaba en hacer lo que hiciera
falta con tal de conseguir sus objetivos.
La anciana aferró, con las manos, la conexión entre
ambas y tiró de ella para ponerla en pie. El dolor fue desgarrador, como
arrancarse un trozo de piel con las puras uñas.
—El ego destruye nuestras mentes, pero no con la
suficiente velocidad para darnos cuenta de ello. Este don no está en tu sangre,
la demencia es un asunto de Dioses. Yo decido y tú obedeces.
Seixa estaba furiosa, aunque su rostro se mostraba
inexpresivo. Aun sostenía a Adelí por la Conexión cuando esta habló y regó por
el suelo las hojas que había estado escribiendo. No le convenía que Seixa las
viera.
—Mi señora, pensaba informarle cuando tuviera
avances significativos –hablar fue un dolor punzante en los huesos, un
martilleó justo en el cerebro. Esa Seixa conocía muy a fondo los métodos de
tortura, sabía bien como destruir la mente de una persona.
—Te ocultas de mí. Yo conozco, Adelí, todo. El
corazón y la mente de los Akxashanos. Te conozco más de lo que podrías pensar,
yo soy responsable de tu nacimiento, yo elegí a las personas específicas para
que tú nacieras.
—Mi señora –se descubrió diciendo con voz
suplicante–. Me hace daño.
—Ese es mi propósito. Las palabras dejaron de
funcionar en ti, el dolor parece tener mejores resultados.
La tenaza de Seixa se relajó y dejó caer a Adelí al
suelo. Adelí jadeó y rodó hasta quedar con el rostro hacia el techo de la carpa.
Se acarició el pecho con solemnidad e intentó incorporarse, cuando lo hizo,
miró a Seixa sentada en su escritorio, observándola.
—No has susurrado a Krien –dijo la anciana.
—No hace falta, su divinidad –respondió Adelí, con
la cabeza gacha–. Está acabado, hundido en la miseria.
—Eso no lo decides tú, Adelí. Te sorprendería
comprobar la resistencia de ese hombre. Te sorprendería saber los dolores que
ha vivido.
—Hice lo que debía hacer –apretujó los labios con
fuerza para controlar el castañeo de su mandíbula. Algunos gestos de la
demencia empapaban su rostro y la saliva recorría sus labios–. Mi… el rey Irin
lo mantiene en las mazmorras, morirá de viejo.
—¿Es así? –preguntó Seixa, entornando los ojos.
Estaba molesta y eso era peligroso. Los castigos que infringía la anciana eran
aterradores–. Hay algo influyendo en Akxesh y en Krien. Una presencia Akxashanas
y otra… una que desconozco. Márchate a Zheng, infórmame.
—Es difícil… –murmuró Adelí, avergonzada y
aterrorizada–. Comprenderá, por mi entorno actual, que no puedo dirigirme a
Zheng en este momento. Y las sombras… es difícil vestirlas cuando la demencia
te consume.
—La demencia, como la llamas, no es más que una
forma más del espíritu. Recuerda que es tu castigo por faltarme al respeto en
más de una ocasión. Cumple con tus obligaciones y cesa los antagonismos; no te
vuelvas a ocultar de mí –lo último dejó un claro enojo en el rostro de la
mujer.
Seixa desapareció en el siguiente momento en que
Adelí parpadeó. El asiento del escritorio estaba vacío y la carpa había dejado de
tener ese aire tétrico.
Podría haber sido
peor. Dijo Sham. ¿Cómo ha conseguido
violar nuestra barrera?
No comprendes el
alcance de un dios. Uno fragmentado, sí, pero un dios, al fin y al cabo. Añadió
Minal. Este suceso complica nuestros
objetivos. Deberé planificar una vez más, pensar.
Nos marchamos,
Adel. Murmuró Sham. Esto
implica grietas en la Proyección, grietas que se deben arreglar.
Adelí quiso pedirle que se quedará a su lado como en
otras ocasiones, sin embargo, aunque encontró a Sham en su interior, esta no le
dedicó ni una sola muestra de afecto. Se dejó caer al suelo hecha un ovillo,
recordando los días que paso envuelta en la locura de las sombras. Gritó,
furiosa. Se puso en pie, con el rostro en vuelto en lágrimas, y volcó el
escritorio junto con la silla, destrozando todo lo que encontró dentro de la
carpa de mando.
Al momento entró Ushi, acompañada por Alegár quien
se mantuvo en la débil lona que hacía de puerta. Su hermana la tomó de los
hombros con mucha fuerza, quizá estuviera usando la dotación de la fuerza, y se
acurrucó a su lado en suelo de tierra blanda.
—Todo está bien, Ade. Tranquila, todo está bien
–susurraba.
Adelí se retorcía en alaridos, los parpados
apretados con toda la fuerza que tenía. Forzó la dotación de la fuerza en su
cuerpo y apretujó la mandíbula con tanto esfuerzo que sus dientes se quebraron y
las encías reventaron.
—Ya está, ya está –siguió diciendo Ushi, usando
igualmente la dotación para poder contenerla.
Fugacidad, jamás debió explicarle a Ushi como forzar
el don en sus cuerpos para evitar usar las posturas.
—La emperatriz desea verte, Adelí. Necesitas
calmarte –dijo Ushi–. Erilal viene. Una vez más ha vuelto por ti.
—Erilal puede irse al demonio junto contigo, ambas
me rechazaron, ambas me abandonaron –respondió Adelí, escupiendo al suelo–.
Suéltame y te juro que seré indulgente con la paliza que te voy a dar,
estúpida.
Ushi suspiró y la soltó.
—Alegár, haz guardia, que nadie entre en la carpa. Y
retrasa a Imya –señaló Ushi. Su marido asintió, abandonando la carpa para
cumplir la orden. Ushi, en cambio, se puso de pie y al instante encajó sus grebas
en el rostro de Adelí–. Dame una paliza entonces. Si quieres desahogarte,
hazlo.
Adelí escupió sangre, la quijada destrozada por el
ataque de Ushi. Los huesos le crujieron y los dientes volvieron a crecer cuando
la dotación de restauración empezó a trabajar. Ciertamente se podía curar, pero
el golpe dolía como el infierno.
—Híncate, soy tu superior –respondió Adelí, gruñendo
y lanzando un puñetazo inútil que Ushi esquivó con facilidad. Luego, Ushi,
quien antes fuera su dulce hermanita, dio un rodillazo al estómago de Adelí y
le regreso de rodillas al suelo cuando descargó un puñetazo en toda la sien.
La mirada de Adelí se desentornó y miró las
estrellas en el firmamento, por unos segundos. Fugacidad, ¿cómo podía tener
tanta fuerza esa niña desproporcionada?
Otra patada en el estómago, aquella provocó que
Adelí escupiera bilis pura.
—Maldición, Ushi –se quejó Adelí, curándose el corte
del puñetazo y el hígado reventado por la anterior patada de su hermana–. Nadie
creería que eres la chica que una vez la llevaron a lomos porque se quedó
dormida antes de ir a clases –rio, girando hasta quedar mirando al techo de la
carpa.
Ushi se sentó sobre ella y dejó caer dos golpes, aún
vestía los guanteletes así que el rostro de Adelí se deformó con cada corte que
le hacían las placas de metal. El último golpe de Ushi consistió en un codazo
en reversa.
—Esa niña murió hace años. ¿Te has calmado?
–preguntó Ushi, el rostro inexpresivo.
—Estúpida –respondió Adelí, escupiendo dientes que
volvieron a crecerle y escuchando el crujir de su cráneo al soldarse nuevamente
para dar forma a su rostro.
Su vista empezó a oscurecerse por el constante uso
de milagros sanativos.
—Alisian era más amable con mi demencia. Ella no me
golpeaba –sollozó.
—Hay cosas que Alisian no podría hacer. Que mi
fuerza sirva para ello.
Ushi se dejó caer sobre Adelí y le dio un abrazo de
lo más sincero. Luego le beso el cuello y acarició las mejillas en un pobre
intento por hacerla sentir mejor, por hacerla olvidarse de sus ataques.
—Estás empeorando, hermana –dijo.
—No se va, Ushi –dijo Adelí, las lágrimas
derritiendo su bello rostro–. Intenté ocultarme, pero los zumbidos y murmullos
me decían que estaba cerca. Los chirridos me avisaron. Y ella me recordó que no
puedo escapar.
—Te buscaremos ayuda, hermana, te lo prometo
–consoló Ushi–. La ciudad está frente a nosotros, el convento tendrá floresfera
o quizá polvoamargo. Eso puede ayudarte.
—Drogas –escupió Adelí.
—Drogas que te ayudan –exclamó Ushi, ayudándola a
ponerse en pie–. Nos haremos con algunas hasta que podamos regresar a Kyranvie,
Alisian puede curarte.
—Me encerrará –sollozó Adelí–. Me encerrará por mi
propio bien.
—Si es necesario, entonces que así sea –añadió Ushi,
desabrochando las correas de las pierneras y grebas, los guanteletes y la capa.
Adelí quedó vestida únicamente con una cota de malla y una ajustada camiseta–.
Vas demasiado apretada, apenas puedes respirar, eso te hace enojar, aunque no
lo creas. ¡Alé, haz llamar a la emperatriz! Estamos listas –sonrió–. “Pronto
todo acabará”, entenderás mis palabras hermana.
—¿Ha funcionado la sesión de calmantes? Considero
que mis puños funcionan mejor –rio Alegár, luego hizo llamar a un mensajero de
la Orden para informar a la emperatriz de que requerían su presencia.
Al poco tiempo, Imya entró con el andar y porte de
una verdadera soberana. Vestía ligeros ropajes con los colores de la casta
Karanavi, dado el clima tropical de Galinor, los costados del cabello rapado y
el resto en una larga coleta trenzada.
—Maestre –saludó con una ligera inclinación.
Adelí le indicó que tomará asiento con una mueca que
a duras penas pudo esconder. A pesar de estar curada, le seguían doliendo los
golpes de Ushi.
Adelí quiso iniciar la conversación, pero Imya
levantó una de sus palmas. La emperatriz tenía el rostro endurecido y llevaba
ligeras cicatrices, ni una tan grande como la que iba desde la ceja hasta su
mejilla.
—¿Cuándo decides el momento en que tus capitanes son
incapaces de comandar? –preguntó, aún sentada en el austero asiento de madera y
rattan.
—Cuando sus heridas son tales que un ojos-gema no
puede sanarlo –respondió Adelí. Ya sabía hacía dónde se dirigía esa
conversación, la habían tenido antes de separarse–. ¿Pretende decirme que no
puedo comandar?
—Pretendo decirte que irás a peor –¿cómo había
conseguido Imya ese rostro tan maduro? Hace unos años habían compartido
risotadas y besos hasta caer al suelo… y ahora la estaba juzgando– y darte mi
consejo. Sin embargo, los asuntos de la Orden son de la Orden. Necesitaba
hablarte de otro asunto. Sōngshù, por
favor.
Ushi asintió y desplegó sobre el escritorio un
extenso mapa de la capital Galinés.
—He
mantenido silencio por propia voluntad, porque era lo más óptimo, dada tu
situación, maestre –empezó a decir Ushi, asentando unas piezas de estrategia
sobre el mapa–. La emperatriz y yo misma mantenemos comunicación constante con
el príncipe tercero, Ferelgad de Galinor.
Adelí
la miró, frunciendo el ceño y sintiéndose decepcionada, muy decepcionada. No
era una traición, porque no la afectaba directamente a ella, pero sí que se
sentía como tal por haber sido excluida de aquellos planes.
—Continua
–dijo, sin más.
Ushi
agachó la mirada, avergonzada.
—Abrirá
las murallas luego de tres horas pasada la media noche –añadió Ushi, tomando
asiento justo al lado de la emperatriz.
—Suena
a engaño –Adelí fulminaba a Ushi con la mirada cada vez que podía.
—Pensaba
lo mismo, Torha –convino Imya–. Sin embargo, Ferelgad reafirmó su lealtad al
confiarnos las rutas y estrategias de su hermano. En parte gracias a él es que
ahora nos alzamos frente a las murallas de la ciudad.
—¿Tendremos
apoyó del convento? –preguntó.
—No lo
tenemos –afirmó Ushi–, lo único que pueden hacer por nosotros es dar cobijo a
quienes estén fuera de sus hogares justo cuando entremos en la ciudad.
»No
habrá necesidad de una carnicería, ni de un asalto. Entraremos por todas las
puertas al mismo tiempo, rodearemos el palacio y someteremos al príncipe
primero. El príncipe tercero detendrá a las tropas.
Adelí
suspiró y levantó los brazos para estirarse, haciendo reclinar la silla hacia
atrás. Estaba más calmada, los golpes habían funcionado para calmar su
demencia, pero el dolor de su corazón, por ese silencio de Ushi, era mucho
mayor.
—El
príncipe primero Garaga no sabe comandar, a diferencia de nosotros –Imya
escrutó a Adelí con el rostro, se embelesó con ella, aunque intentaba ocultarlo.
Luego, se dirigió a Ushi–. Sōngshù
ha dado órdenes al ejército de la Orden, y yo al mío, estamos empezando a
rodear la ciudad con apariencia de prolongar un sitio.
—¿Sōngshù ha
dado las ordenes? –repitió Adelí–. Es mi ejército.
Ushi dio un
gemido avergonzado y agachó más la mirada, Imya se mantuvo firme.
—“Cuando
sus heridas son tales que un ojos-gema no puede sanarlo” –le citó Imya en todo
el rostro, con su voz gélida y los labios rosáceos–. Mi consejo es que te
mantengas fuera del frente. Sōngshù entrará en la capital por la puerta este, acompañada de una
compañía de tres mil hombres, Lushen tomará la puerta oeste. Dandeíla y yo
tomaremos el norte y sur.
—Me niego.
Iré al frente mientras Ushi se mantiene dando las ordenes.
Imya
respondió por Ushi, cuando la notó indecisa. Ushi era fiera, pero, en la Orden,
Adelí era la Gran maestre.
—Una condición –dijo Imya.
—“La Orden compete a la Orden” –contrarió Adelí.
Como si no le hubiese hecho caso, Imya
continuó.
—Es tu última batalla directa. Es necesario
comprender el momento justo para retirarse. Empeorarás, te lo digo una vez más,
y prefiero verte morir en una cómoda habitación que empalada y violada por los
hombres.
Adelí soltó un gruñido y se llevó las manos a
la cabeza. Aquella vez no gritó, aunque quería hacerlo. Acabó aceptando,
siempre aceptaba todo de esa mujer.
—Espero verte al frente, porque de ser así,
entenderé que has tomado la mejor decisión para tu futuro, Adelí –Imya dio un
saludo marcial, propio de una regente, y se alejó sin hacer el menor ruido
posible.
La carpa quedó en silencio, Ushi rehuyendo en
el asiento. Estaba muy avergonzada, quizá creía que Adelí se sentiría feliz por
sus acciones, se equivocaba.
—¿Cómo puedo volver a confiar en ti? –se
encontró preguntando a su hermana.
—El príncipe tercero ha pagado por nuestros
servicios –dijo Alegár, entrando en la habitación–. Desea que dejemos el
gobierno en sus manos, solo así se unirá al imperio.
—¿Pretendes hacerme feliz con oro, Alegár?
–exclamó Adelí–. No soy una ramera que se sentirá feliz por un par de monedas.
—Hermana –dijo Ushi, poniéndose en pie.
Fugacidad, que alta era, Adelí se sintió demasiado pequeña al frente de ellos
dos–, es como Alegár dice. La guerra civil ha coartado los lazos familiares,
eso nos permitió convencerlo.
—¿Desde cuándo? –preguntó Adelí aireada–.
¡Fugacidad, yo soy quien da las ordenes! ¡Yo soy la Gran maestre de la Orden!
—Lo hicimos en tus peores episodios
–respondió Alegár, el rostro firme y sereno. Ushi estaba cohibida, pero él… él
se mantenía recto. Se mantenía Gris, como debía ser–. Lo hicimos cuando las drogas
eran lo único que te mantenían en calma. No podías comandar en esos momentos,
ni dirigir, fue nuestra mejor decisión. Lo creas o no.
—Las Legiones están listas, Ade –añadió Ushi.
“Ade”, hacía tiempo que no la llamaban así. Se sintió extrañando a Alisian,
diablos, la extrañaba demasiado–. Quédate, por favor. Quédate aquí con un
batallón y permíteme ir a luchar en tu nombre, no necesitas exponerte.
—Marcharé –dijo, dando una última bocanada de
aire. Ushi asintió, agachando la mirada, Alegár le posó una mano al hombro–.
Terminen los preparativos para la ocupación. Yo estudiaré las murallas desde
adentro.
Ushi dio un respingo, el rostro asqueado.
—Abstente de vestirlas –dijo Alegár con la
voz gélida, la voz para tener cuidado con Adelí–. Empeorarás.
—Es necesario.
—No lo es –respondió Alegár, tomándola por el
brazo con una fuerza tremenda. Quizá le hubiese marcado los dedos por el
agarre–. Confía en nosotros, Adelí. Esas murallas no esperan un asalto, lo ha
confirmado el príncipe tercero. No nos atacarán.
Adelí lo miró, reacia, enarcando una ceja.
Pero si Ushi tenía los ojos de un gato y el rostro de una niña, Alegár era más
bien como una bestia encadenada, no se pudo negar.
—Bien –acabó aceptando. Tenían razón, era
peligroso vestir a las sombras. Más aún porque aupaban su demencia.
—Algún día comprenderás por qué hacemos todo
esto por ti –añadió Alegár y se dispuso a salir de la habitación. Ushi lo seguía
con paso lento, marchándose a cumplir órdenes.
Cuando estuvo lo bastante lejos, Adelí habló.
—No vuelvas a mentirme –dijo.
Ushi asintió sin voltear a verla.
Tres horas después de la media noche, cómo se
había acordado, los ejércitos estaban listos para entrar en la capital. La
Orden hubo necesitado de un gran esfuerzo para contener a las compañías libres
que deseaban asaltar la capital usando aquella misma estrategia. Por tanto, los
números de esta, se habían dividido exponencialmente.
Adelí se abría paso, acompañada por una
pequeñísima porción de su gran ejército, apenas unos tres mil hombres, por un
terreno de lo más trabajado, no estaba adoquinado como muchos otros por los que
había transitado, sino que, era completamente rígido, endurecido para permitir
el avance de numerosas personas y evitar hundimientos en el fango. Los
Caballeros de Lo Blanco iban a lomos de sus monturas, Vafar muy muy nerviosa.
A escasos diez metros de la puerta este, el
rastrillo se elevó lo suficiente para permitir el paso de las tropas.
«Bueno… al menos eso ha salido de lo más
fácil», pensó Adelí. Luego sintió una punzada de terror y prevención cuando le
recibieron dos caballeros que vestían armaduras divinas con degradados en
cuarzo. Los hombres ni siquiera hacían esfuerzo al mover los timones que levantaban
el rastrillo, claramente usaban los restos de una dotación. ¿Cómo habían
conseguido gemas oculares de cuarzo? ¿Galinor había continuado con la caza a
ojos-gema, aun con el nuevo director de convento?
«Aun así, somos pocos ojos de cuarzo.»
Raro, raro, raro. Todo era demasiado raro. No
había demasiados ojos-gema de cuarzo, unos cientos a poder ser, los hermanos de
Adelí, gente que había conectado con Seixa.
Como Ushi había dicho, no encontraron
enemigos durante el andar por la ciudad. Y Lewa tenía razón, Galinor era
inmensamente increíble.
El suelo estaba completamente decorado con
adoquines de una gama demasiado oscurecida. Había vehículos a motor, con
grandes y delgadas llantas, carrosas y lámparas de electricidad por todo sitio.
El sistema de alcantarillado funcionaba de maravilla, evitando que la lluvia de
aquel día encharcara en los hogares de todas las familias.
Los edificios se elevaban muchos metros por
encima de los Zhengyin y Karanavi, y había algunas que otras mansiones con
aspecto de castillos: techos con un solo pico al cielo y grandes cercas de
acero circundantes con otros tantos picos más.
Fuera de lo que podría parecer, la ciudad no
estaba muerta. Los hogares tenían luces encendidas y de vez en vez se miraba
algún que otro curioso asomando por las ventanas.
Mucho silencio. Dijo Sham, Adelí casi la sintió
temblando. ¿Cómo tuvieron acceso a tu
creación?
«—Es posible que alguien esté financiando la
resistencia de Galinor. Lo he estado sospechando desde el año pasado –dijo
Adelí para su interior, Sham y Minal podrían escucharla aun si no levantaba la
voz. Estaban en su interior después de todo.»
¿De quién
sospechas, Adel? Preguntó
Minal como juzgando sus pensamientos, su raciocinio.
«—Lanatar –dijo ella–. Vendí muchos conceptos
a Irin, es cierto, pero él no podría financiar todo el armamento que hemos
estado viendo. De hecho, no puede, su propio armamento es provisto por
Lanatar.»
Una idea muy
racional. Dijo
Sham con un suspiro. Estoy orgullosa de
ti.
Adelí
le gruñó a modo de respuesta. ¿Una idea muy racional? Bah, Adelí aún no estaba
del todo demente. Podía tener buenas ideas algunas veces.
—¿Qué
rango ocupas, soldado? –preguntó Adelí a uno de los caballeros que la
escoltaban, sin dejar entrever sus temores.
El
hombre, que se identificó como Dorie, era demasiado alto para la voz que
profirió. ¿Es qué la gente del centro y norte tenían que ser tan grandes? ¿Qué
fugacidad les daban de comer?
—Capitán,
comandante de un grueso del ejército del difunto rey Vlakhos –respondió Dorie,
el yelmo con tres plumas bajo el brazo–. Esto es una vergüenza –añadió,
escupiendo al suelo.
¿Por
qué escupía? Iba a manchar los adoquines el muy asqueroso.
—Una
vergüenza necesaria –se forzó a responder Adelí, no quería hablar con un hombre
tan repugnante. Ni siquiera ella escupía y eso que le gustaban cosas de lo más
amargas–. Evitaremos sangre derramada.
—¿Lo
haremos, maestre? –preguntó el hombre con un suspiro–. Espero que sí.
Adelí
no respondió, siguió manteniendo el andar de Cuervo, con la mirada al frente.
Cuervo intentaba no hacer tanto ruido al andar, aunque claramente era casi
imposible, que lindo que era.
—Veo
que la capital mantiene su economía, teniendo en cuenta la guerra civil de hace
unos años –tanteó Adelí–. Vuestra armadura lo demuestra.
—Tiene
buen ojo, teniendo en cuenta su edad –contrario Dorie–. Mi armadura divina es
un obsequio de bodas, contraje matrimonio con una dama de alta cuna.
—¿Han
nacido ojos de cuarzo entre los nobles? De lo contrario, ¿cómo ha conseguido
vuestra familia ese equipo, sir?
—Le
sorprendería saber que no solo los ojos-gema son capaces de otorgar gemas
oculares –sonrió el hombre al virarse hacía ella. Su rostro no era tan viejo,
pero quizá rondará las cinco décadas. Aquel gesto fue muy tétrico.
Raro,
raro, raro.
»Oh,
veo que el resto ha entrado –añadió. Haciéndose visera para comprobar al resto
de la avanzadilla que atravesaba el rastrillo. Siguió con su andar.
«—Sham,
quiero Videntes en esas almenas –dijo, el corazón martilleándole el pecho. Algo
iba muy mal–. Ahora.»
Sham
susurró una orden, casi inaudible para Adelí, y al momento emergieron unas
sombras de las alcantarillas que reptaron con apremiante velocidad hasta
posarse en la muralla este y sur.
«—Minal,
necesito que proyectes tu ser. Necesito saber que está pasando en este lugar –preguntó,
pero el ser no respondió.»
Hombres andando. Informó Sham, interpretando el
lenguaje antiquísimo de los Videntes, apenas podía escucharla. Agua oscura, arcoíris en ella. No entendemos.
Fuego.
¿Agua
oscura?, ¿Arcoíris? Fugacidad, a veces no entendía a esas cosas.
«¿Has
entendido algo de ell…? –quiso decir, pero Minal la interrumpió. Emergió dentro
de ella con tanta furia que sintió su corazón contraerse.»
¡MARCHATE AHORA MISMO! Rugió Minal, su voz estaba
agrietada.
Dorie silbó
mientras llevaba la mano al pomo de la espada. Al momento, giró en sí mismo y
descargó un tajo en todo el antebrazo de Adelí, y otro más entre los pechos,
por suerte no golpeó a Cuervo. El pura sangre no había recibido más que un ligero
corte el lomo y partió al galope para ponerse a cubierto. Que buen caballo era,
Adelí estaba orgullosa de él.
Adelí chilló de dolor, cayendo de la montura,
cuando Cuervo partió en la huida, sintiéndose desprotegida. A sus espaldas, el
rastrillo cayó, encajando sus colmillos en la superficie.
El
“agua negra con arcoíris” no era más que aceite, uno tan hirviente que cayó
sobre gran parte de sus hombres. Luego, una flecha en llamas.
Luego,
gritos y más gritos.
Los
hombres chillaron mientras sus pieles ardían al contacto con las armaduras
hirvientes por las llamas, cerca de la mitad de los soldados cayeron sin
entablar batalla. Para el resto, la resistencia fue aún peor. Desde la muralla
empezaron a llover saetas y grandes piedras, una que otra bala. ¿También tenían
mosquetes?
Adelí
se recuperó rápido de la conmoción, tenía la cabeza embotada y el dolor del
brazo perdido arañándole con angustia, Sham atronando en su pecho como una
tormenta, con la intensión de hacerla reaccionar.
¡ADEL! Chillo la Oyente, quien en vida fuera una Him.
Adelí centró
su mirada al frente y encontró al tal Dorie encajando el acero de la espada directamente
contra su pecho.
¿Tan
frágil eran los huesos que no pudo resistir el ataque?
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