XXIX
Aciaga verdad
Las cadenas tintinearon como cada mañana en el
cuerpo de Limin, el acero dejaba las marcas correspondientes para un hombre que
había cometido el pecado de intentar arrebatar la vida de un ojos-gema. Uno de
los pecados más horrendos.
Sin embargo, muy al duro pesar de su perversión,
ya no se preguntaba si gozaba de haber llevado a cabo el verbo de Dios en toda
claridad mental, no se lamentaba de haber intentado asesinar a Adelí.
Aquel día, hacía años, Limin esperaba que
tomar la vida de una sola persona fuera tan fácil como en el campo de batalla.
Pero al llegar, se encontró con miles de hombres dispuestos a morir por ella.
Hombres poseídos, ella poseída, todas las mentes de la Santa Iglesia corrompidas
por una sola mujer.
Limin tomó asiento en su camastro de piedra,
dispuesto a estirar su cuerpo para evitar los achaques del confinamiento. No
pudo hacerlo del todo, las cadenas eran el mayor de sus incordios.
Estiró las piernas y se puso en pie para beber
un trago del cuenco de agua que le llevaban cada mañana las Santas Damas del
convento, titulo dado a las vírgenes por la Santa Alisian, el resto lo uso para
lavarse el rostro. Frente al espejo que no era más que un trozo de aluminio
pulido, con la vista emborronada, pudo verse la barba creciendo en desbandada
por las hormonas intensificadas a causa de los milagros y a la maraña de
cabello que no hacía más que darle el aspecto de un vagabundo Him. Repudió el
reflejo, ese no era él. Él era el campeón de Dios.
Dedicó una mirada a los guardias fuera de su
celda, los hombres, como estatuas de piedra cincelada, custodiaban que se
cumpliera la condena que Alisian le había impuesto a Limin.
—Hey –les habló Limin. No obtuvo respuestas,
ni un solo gruñido–. ¿Pueden liberarme? Esta vez intentaré no asesinar a quien
sea el avatar del inframundo –bromeó. Nada de respuesta.
¿En dónde estaba a todo esto? Que el supiera,
Kyranvie no contaba con catacumbas, el convento se erigía en una montaña y se
elevaba hasta las nubes en un intento por alcanzar al Dios Padre Celeste. Lo
único que recordaba era ser noqueado por su hermano Alegár y puesto en celda
luego de que leyeran su condena frente a cientos de ojos-gema de alto rango.
—Hmm –añadió Limin, escrutando el porte de los
inquisidores que le daban la espalda–. ¡Bah! Que se los lleve la fugacidad a
todos –espetó, regresando a la dura cama de piedra y dejándose caer de
espaldas.
Se concentró en el techo de su calabozo, para
pasar las horas. Solo había un grueso cristal a modo de tragaluz, y, sobre el
oeste de los muros, una ventana con barrotes que daba justo a los mares
Karanavi. Más allá de su visión se encontraban las islas Him de occidente,
otras tierras consumidas por el mismísimo demonio.
—Padre –susurró al único padre que había
recordado importarle: Axies Chánshóu.
Lo único que Limin recordaba de su padre de
sangre, era que había vendido a dos de sus tres hijos, recordaba a un padre repartiendo
golpes cada noche. Lo único que Limin podía recordar de los días más duros de
su infancia, era la sangre en sus propias manos, la sangre de su propio padre.
Luego no recordaba nada, más que estar de pie
frente al santo hogar de Axies. Sí, solo Axies debía ser su padre, de lo
contrario, ¿qué padre vendía y golpeaba a su familia?
¿Qué clase de padre era capaz de odiar a su
propia sangre?
Control…
–agonizó Axies, en su mente. Muchas veces era
inmensamente difícil comprender su hablar, era como un aullido adolorido de
palabras entremezcladas. La voz del mártir.
La sorpresa provocó un vuelco en el corazón de
Limin. No reveló la presencia de Dios frente a sus carceleros, simplemente se
encorvó en la cama de piedra y miró directamente a la pared con sus gemas
oculares de circón repletas de cataratas.
—Mi señor –susurró, haciendo un corazón con
ambas manos–. Mi señor, estás aquí. Mi señor, necesito una señal para mis
hermanos, una señal de tu presencia –suplicó–. Están corrompidos, sus corazones
amotinados por el Fugaz, necesitan tu guía.
No… Volvió a agonizar Dios. No. La
Conexión se hace débil, la Fugacidad emerge… Necesito un campeón, aunque sea un
necio como tú.
—No he podido cumplir tu santo verbo, mi señor
–los guardias miraron a Limin que empezaba a hablar con más suplica en la voz,
pero, como siempre, ignoraron los lamentos de un asesino. Necios corruptos, no
comprendía que el Padre se hacía presente en los hijos más fieles–. Guíame,
guía mis manos y mi ser. No tengo más de tu santa sangre, no puedo hacer más
que lamentarme.
El Padre Longevo se demoró un largo tiempo en
responder, tiempo en que Limin esperó por su respuesta. Un largo tiempo de
rezos y esperanzas.
La
Conexión… es tangible. Extirpable con la Divinidad de otro. La voz del Padre parecía estar sufriendo, más lejana que otras veces.
De alguna forma, algo le impedía llegar del todo a Limin como hacía años.
—Ilumina mi mente, Padre –imploró en busca de
consejo–. Mi necedad nubla mi juicio, guíame.
El
lamento de mis hijos es la fragilidad de la Conexión… Sollozó.
Reclama la Conexión en mi nombre, con el pecado
de la muerte. La presencia de Dios empezó a desaparecer, siguió hablando,
confundido y melancólico, hasta volverse un mero eco de su inmensa presencia–. Ella está aquí. El cuerpo vive. Necesito un
campeón, aunque sea un necio como tú. Oh Zezsezal, ¿en qué he fallado?
«Ella está aquí», repitió para sus adentros.
Había información incompleta en las palabras
del Padre, ¿Adelí seguía en Kyranvie?, probablemente no, los guardias hablaban
de una batalla en la capital de Galinor. Entonces, ¿a qué cuerpo se refería?
¿De qué hablaba Dios?
Miró en toda la habitación, escrutando cada
rincón, salir cuando antes de aquel sitio. Pero su hogar no era más que piedra
firme y barrotes de acero.
—“Reclama la Conexión en mi nombre, con el pecado
de la muerte”. –repitió–. “La Conexión… es tangible. Extirpable con la Divinidad
de otro” –no tenía un arma, pero tal vez si…
Entendía medianamente su don como campeón del
Padre Longevo. Limin podía hacer fluctuar la Sangre de Axies a través del
cuerpo si se concentraba adecuadamente e incluso podía extraerlo de armas o
herramientas que hubiesen tomado la vida de otros hombres. Así se había
mantenido vivo en cada tortura a Hierro y fuego. Así había sobrevivido el día
en que arrancaron los ojos de Ushi, robando el don y la habilidad de algún
lancero de la antigüedad.
«La Conexión es tangible…»
Nuevamente debía matar en nombre del Padre. Se
irguió en el camastro y rezó una plegaria para que su alma fuese perdonada.
Dedicó una mirada a los inquisidores que le daban la espalda y se encaminó con
paso firme hasta ellos. Ni uno tenía una daga al cinto, así que no contaba con
un arma para llevar a cabo el verbo del padre, pero quizá… tal vez funcionara.
«“Tangible…”»
Cuando estuvo lo bastante cerca de los
guardias, con un rápido movimiento, encajó sus dedos en la abertura de la
celada de uno de estos. Tomó la gema ocular entre los dedos, aunado a los
gritos del inquisidor en turno, y la arrancó sin perder más tiempo.
—¡Hey! –rugió el compañero del tuerto
inquisidor y descargó un golpe al brazo de Limin. Pero Limin no sintió dolor
alguno.
Cayó de bruces contra el musgoso suelo de
piedra y se embelesó con el sanguinolento jade que tenía entre los dedos. De la
gema ocular desprendían hilillos como el telar de una araña y se conectaban al
rostro del inquisidor, al instante, se desprendieron y envolvieron la gema
ocular poco a poco. A medida que lo hacían, esta se iba endureciendo
ligeramente.
Sintió a la Divinidad protegerse contra la
presencia de alguien que no era su poseedor natural. Luego, Limin sintió una
bota golpeándole todo el rostro. Antes de ser apaleado nuevamente, extrajo todo
el don que pudo de la gema ocular, era como sostener un arma divina entre los
dedos.
Al momento se sintió renovado, la vista
aclarada y limpia de cataratas. La fuerza perdida hacía dos años volvió a él. Rodó
por el suelo hasta quedar frente al inquisidor que había desenvainado su arma.
Limin entendía que aquel gesto era más para advertirlo que para realmente
asesinarlo, Alisian tenía órdenes estrictas de que no le hicieran ni una sola
muesca de daño.
Aprovechando que el compañero de ese hombre
seguía en el suelo, dando gritos, Limin se lanzó a la carga un momento después
de adoptar la postura del dragón.
Para su mala suerte, no pudo llevar al hombre
al suelo. Aquel inquisidor de alguna manera estaba empleando dotaciones sin
adoptar posturas, no era tan fuerte como Limin que tomaba el don directamente
de Axies, pero sí que podía defenderse de la presa. No pudo hacer movimientos
fluidos a causa de las cadenas, así que se limitó a seguir empujando en un
pobre intentó por sofocarle el aire.
Olvidarse por completo del compañero fue un
error. El filo de este mordió el brazo de Limin y lo cercenó a la altura del
antebrazo. Limin chilló y se lanzó rodando fuera de la celda, rezando para que
la restauración empezara a hacer su trabajo. Durante unos instantes agradeció
el ataque, pues al sanarse, creando un pequeño muñón que crecía poco a poco, su
brazo mutilado se volvió meras cenizas blancas y quedó medianamente libre de
las cadenas.
Se puso en pie con dificultad, preparándose
para un combate a corta distancia. La pérdida de sangre de su brazo le hizo
marear y la creciente ceguera, por el uso de dos poderosos milagros, le impedía
estar en su cien por cien. Sin embargo, era Limin, y Limin era el Guerrero Longevo
de Axies Chánshóu. Un hombre santificado.
El tuerto inquisidor volvió a descargar su
mandoble en un arco diagonal que golpeó contra el dintel de la puerta de
barrotes. El compañero de este, emergió por su espalda y soltó un tajo recto al
vientre de Limin.
Limin esquivó y envolvió el filo con las
cadenas que le colgaban del brazo derecho, sostuvo el arma y luego, con el
resto de la dotación de la fuerza, descargó un codazo contra el yelmo del
soldado.
El yelmo se embotó, dejando escapar un crujido
horripilante. El inquisidor cayó al suelo, era probable que se pusiera en pie
si sabía emplear la dotación de la restauración, así que Limin destrozo el
resto de su cráneo dándole una fuerte pisada.
El guardia restante se abalanzó con un último
tajo que conectó en la mesa donde los hombres dedicarán su última cena. Era
claro que su visión estaba emborronada por la sangre. Haciendo acopio de
fuerzas, Limin le embistió y esta vez sí que consiguió llevar a un inquisidor
al suelo. Con el brazo completamente sanado, tomó el acero del compañero muerto
y, con él, degolló al tuerto inquisidor.
El hombre gimió, gruñó e hizo ademan de
separar a Limin de encima, pero no lo consiguió. No aflojó la tenaza. Limin era
el verdugo de Dios y llevaba la muerte contra aquellos a los que el Padre
sentenciara.
—Fugacidad –escupió, dejándose caer al suelo y
soltando un suspiró de dolor, sentía aún el desgarro de su brazo y la nariz rota,
a pesar de estar curado.
Dio un vistazo al pasillo, que conectaba a una
escalera ascendente, y se alivió de no escuchar pisadas yendo en su dirección.
Se encaminó hasta los guardias asesinados, y
más calmado, empuñó el arma con el que había degollado al inquisidor de un solo
ojo. No sintió nada, ni un atisbo del don. Se acuclilló a un lado y encajó los
dedos en la visera, en ese momento sí que sintió la Divinidad del fallecido
hombre. El don, como antes con la gema que había sostenido Limin en sus dedos,
se encapsuló y comenzó a endurecerse muy lentamente. Sin perder más tiempo,
Limin vació de Sangre la gema ocular y esta se volvió una mera piedra gris sin
facetas. Uso sus dotaciones y se reincorporó para tomar la Divinidad del otro
hombre.
Concentrado al máximo y sintiéndose un dios
por la Divinidad corriendo en sus venas, Limin apuñaló el cuerpo del soldado y,
muy al fondo de su espíritu, sintió una brizna del don. Transfirió parte del
don a la hoja, como había hecho con su lanza durante la batalla en las
fronteras, y desencajo el arma ahora divinizada. Lo siguiente consistió en
hacer viajar la Sangre de Axies a su propio cuerpo.
Sonrió y se hincó para rezar a Axies por la
bondad que había tenido al nombrarlo campeón. Otros hombres habrían dudado de
asesinar ojos-gema, los hijos directos de Dios, pero Limin no. Limin era un
normal y sabía cuál era su cometido: mataría a todo el que fuera necesario para
hacer cumplir el verbo de su señor.
Limin tenía una lengua de lo más afilada. ¿Qué
debía buscar y cómo diablos pretendía conseguirlo en un bastión de magnitudes legendarias
como lo era Kyranvie?
Las mazmorras bajo Kyranvie eran un conjunto
laberintico de constantes subidas y bajas, vueltas en círculos y conexiones artísticas
de lo más arquitectónicamente imposibles de realizar. Aquello solo conseguía
desorientarlo aún más.
Aun con todo ello, debía apurar el paso. En lo
más profundo de su ser notaba que algo iba mal en Akxesh. Las piedras de
Kyranvie vibraban ligeramente con un compás que no les correspondía, no seguían
la melodía pacifica que Limin había aprendido en las tierras de Zheng durante
su reclusión. El aire incluso no ondulaba, se limitaba a viajar con rectitud,
esperanzado a que alguien comprendiera las urgencias de detener todo suceso impío.
Bueno, pues Limin era esa persona.
—El día de la caída, Akxesh a todos habló
–canturreó en voz baja, mientras atravesaba una bifurcación ascendente, volvió
a orientarse siguiendo algunas marcas de botas en el suelo de piedra y encaminó
sin detenerse. Debía encontrar a Alisian, primero que nada–. De las rocas, los
nombres pronunció. De los mares, la tierra quebró. Del viento, un solo llanto
permaneció.
Agradeció a sus difuntos compañeros de celda
por enseñarle las crónicas de Ik’Minal, hacía años que el canto le
tranquilizaba el alma.
Durante su tiempo en Zheng, Viría y Tekizha le
habían enseñado el Karanavi, o como ellos lo llamaban: el idioma de Los
Testigos. Un idioma de lo más rasposo, como si golpearan el cristal contra las
piedras. Le habían afinado las bases de la cultura occidental, el arte, la
literatura e historia. Lo último, lo que ahora él canturreaba, era de lo más melancólico,
claro, pero de igual forma era sereno y apacible.
Las notas no ascendían de un momento a otro
como en la Sinfonía del Espejo, sino que se mantenían firmes y en sosiego, como
el roció que hacía de lluvia en las tierras yermas de Zheng.
Se detuvo cuando una patrulla cruzó a toda
velocidad por el pasillo adyacente a donde Limin se encontraba, debían estar
volviendo del lugar dónde se hallasen los cadáveres de sus compañeros.
—¡Regresa e informa a la Santa! –rugió uno de
los guardias, permitiendo que otro se separara del grupo y empezara a dar
largas zancadas para alejarse–. ¡Cierra las entradas, que nadie salga hasta que
capturen al recluso vivo o muerto!
Al igual que las bestias esperan a sus presas,
Limin aguardó el tiempo necesario hasta que no escuchó más pisada que las del
soldado separado de su comitiva. Saltó sobre el pobre hombre cuando lo tuvo en
su rango de visión, luego… no pudo asesinarlo.
El guardia, un muchacho de apenas quince años,
lo miró con los ojos desentornados. Tenía ligeras facciones orientales y unas
pocas occidentales, quizá fuera natal de Rashún o Galinor. ¿Qué hacía un
muchacho tan joven en el ejército?
«Tú blandiste cuando tenías dieciséis años»,
se recordó.
—Yo… –quiso hablar, pero las palabras no emergieron
de los labios de Limin, y el muchacho menos podría responderle por la daga que
le tenía encajada en la boca–. Lo siento. Mi señor, por favor perdóname –rogó,
antes de dar una muerte rápida al joven guardia.
El chico no forcejeó, ni ruido alguno emitió.
La sangre brotó de su garganta degollada y Limin acalló sus gemidos posándole
una tenaza en los labios. Los últimos atisbos de vida en los ojos marrones del
muchacho le mostraron el horror de la muerte: un joven normal enlistado para
sentirse honrado de servir a La Divina Dualidad o quizá para simplemente llevar
alimento a su familia que vivía en el convento.
«Madre…», pensó con pesar. Hacía años que no
sabía de ella, hacía años que no pensaba en ella. No recordaba justo el día en
que la había alejado de sus pensamientos. Escasamente la visualizaba en sus
memorias el día en que asaltaron el convento de Ciudad Dual.
«—Debes entregarte, rendirte –le había dicho
Limin a su madre… ¿cuál era su nombre? ¿Mei? ¿Yei Mi? Fugaz mente quebrada–.
Vienen por los ojos-gema, no harán daño a los normales.»
Pero, claro, como siempre, su madre no había
respondido a sus suplicas. La pérdida de memoria había consumido a su madre
hasta el punto en que ni siquiera comprendía las palabras de su propio hijo.
Lo último que Limin recordaba era abandonar el
hogar donde vivían en el convento y dejarla sola en la estreches del comedor.
Sola, sin más compañía que una mesa de madera y una crepitante chimenea.
Limin dejó que su espalda buscara refugió en
las paredes de la mazmorra, se abrazó a las rodillas y miró con pavor al chico
que había asesinado. Se miró las manos ensangrentadas y casi estuvo a punto de
soltar un aullido de pánico. Se limitó a gatear hasta el cuerpo inerte para,
con el asco más grande que jamás había sentido, posar sus dedos en las vistas
del guardia y extraer la única gota de Divinidad que Axies había otorgado a los
normales.
El rostro del muchacho se volvió inexpresivo y
sus ojos, inesperadamente, grises.
Necesitaba apurar el paso con urgencia, debía
llegar donde Alisian y buscar respuestas. Sin embargo, no pudo hacer más que
quedarse ahí sentado y lamentarse por todos los lúgubres sucesos de su vida.
La grandeza se apoderó de Adelí cuando el tren
a combustión hizo un rugido de lo más escalofriante. El chirrido de los raíles
a causa de la fricción del primer arranque, le provocó mariposas en el estómago
y el aullido de la bocina, un estremecimiento en la entrepierna.
Esos vehículos eran su mejor invención y
aunque no fuera ella quien los había construido directamente, sino los tecnoprogresistas
e industrias Zhengyin, se sentía tan orgullosa como una madre que sostuviera a
su primer hijo en brazos, o quizá más.
El largo cabello negro le ondeaba al viento
gracias a las increíbles velocidades que alcanzaban tales bestias de acero.
¿Por qué a nadie se le había ocurrido fabricarlos de esa forma? ¿Tanta era la
influencia de la iglesia que ni siquiera habían permitido un rediseño a los
antiquísimos trenes de vapor? ¡Si tan fácil era conseguir combustible en
grandes cantidades o incluso impulsarlos con mero gas!
Bueno, era razonable hasta cierto punto,
después de todo en los lugares más devotos como Kyranvie seguían empleando esos
raros tranvías de eras antiquísimas. ¿Cómo se movían a todo eso? Adelí no
entendía del todo como funcionaba la electricidad antigua, de hecho, le
asustaba, quizá sus hermanos ojos de cuarzo supieran más de aquella endemoniada
energía. Para ella sería más fácil conectar gemas oculares a los motores de
combustión y generar grandes ráfagas de poder que pudieran agilizar los
movimientos o incluso impulsarse con presteza, si lograban volver tangibles a
las dotaciones. O quizá… o quizá…
Se quedó embelesada al recordar años atrás lo
impensable que habría sido viajar de un reino a otro de manera eficiente, cómoda
y rápida. Pero en esa era de oro, no era más que el pan de cada día para
algunas gentes.
Pronto estarían en Zheng, luego de tres horas
de viaje, pronto regresaría a su tierra natal. Pero antes de eso, permitiría
quedarse boquiabierta al vislumbrar las ciudades en la distancia. La industria
se había apoderado de Oriente, a tal grado que se veían inmensas fabricas
dedicadas exhaustivamente a intentar recrear las gemas oculares, textilerias,
minería, etc. Aquella vista tenía su belleza y encanto, mirar al cielo
oscurecido por las nubes de humo era desanimoso, cierto, pero seguía siendo tan
hermoso que resultaba difícil describirlo en palabras Akxashanas.
Alegár irrumpió en la recamara de Adelí al
poco tiempo, sus gemas oculares brillaban ligeramente al llevar una de las
armaduras divinas. La suya era de plata centelleante con líneas de granate en
las uniones de cada placa y gruesas hombreras en rojizo bermellón. Bajo el
brazo sujetaba su tosco yelmo, que era de lo más extravagantemente labrado, con
seis amplios orificios extendidos hasta las orejas y las uniones en oro. Los
costados de su torso recubiertos de acero y en el abdomen, gruesas correas que
se alargaban por detrás de los hombros para sostener la armadura en su
portador. En efecto, era un diseño Lanatano, de lo contrario, nadie habría
podido pagar tal extraordinaria muestra de egolatría.
Y que Alegár la vistiera era un mensaje para
hacerle saber a Irin que los habían descubierto.
—Adelí –saludó, en la confianza de estar solos
y separados del resto de soldados de la Orden–. Los hombres viajan cómodos, los
caballeros equipados y armados en Divinidad.
—Me alegra oírlo –respondió con una sonrisa y
un suspiro de placer. Ciertamente le molestaba que los reinos hubiesen
deformado su concepto de armaduras divinas, pero, por otro lado, le encantaba
que le dieran la importancia que ella merecía. Aunque para labrar esa armadura
hubiesen muerto algunos ojos-gema–. Te sienta bien la armadura, ¿qué tal la
espada?
—El arma divina es un incordio –respondió
Alegár, palpándose el cinto donde llevaba una espada corta, una rompemallas,
con finas líneas de ámbar–. Demasiado pequeña para mi gusto. Te hemos preparado
tu conjunto –añadió, señalando la puerta del vagón.
—Hazlos pasar –dijo Adelí, poniéndose en pie
para recibir a los caballeros.
A la estancia, que componía el vagón entero,
entraron sus cinco Caballeros de lo Blanco cargando, cada uno, un ataúd de
madera con sellos Lanatanos. Todos vestían sus propias armaduras divinas y
aunque en ese momento eran de un blanco puro, cuando las habían encontrado
componían colores de todo tipo. Al menos habían tenido tiempo de teñirlas
eficientemente, no como Alegár que, a pesar de ser un Caballero de Lo Gris,
vestía una armadura multicolor.
—Mi señora de Galinor –saludó Isia, haciendo
una reverencia muy encantadora, no como las de Ziyen que daban miedo. ¿Cómo
estaría el hombre, por cierto? Lo había dejado en Galinor para asentar la Orden
en la capital, ¿tal vez se sentiría solo?
Como fuera, Isia se veía de lo más magnifica
con ese equipo ligero, todos ellos veían magníficos, mejor dicho.
Adelí asintió y permitió que los muchachos
posaran los ataúdes en el suelo alfombrado. Dentro de las cajas encontró partes
de una armadura que, al igual que la que vestían los Caballeros de Lo Blanco,
daba la impresión de ser ligera al estar compuesta de únicamente placas. A
muchas luces se notaba estar compuesta del más fino acero y tachonada por la cara
interna con cuero endurecido, pero, por otro lado, se miraba un constante de
correas sueltas.
—Vestir esto será… ¿Cómo lo han hecho ustedes?
–se encontró preguntando, mientras examinaba cada parte de la vestimenta. El
peto era de lo más extraño y diferente del de cualquier armadura que hubiese
visto antes, eran dos placas en sí que, apenas alcanzaban a proteger los
costados, a esas se sumaban otras dos (en cada par de costillas) y se unían por
el cuello, dejando un espacio libre para el movimiento de la cabeza.
—Hemos necesitado ayuda –sonrió Vafar–. Le sorprendería
saber la cantidad de correas que lleva, Gran maestre.
—Bien, entonces necesitaré de ustedes. Halya,
Dar, Xizin, fuera. Usted también, capitán Lushen –añadió, haciendo gestos de
despido.
Una vez vestida, gracias a la eficiente ayuda
de Isia con las correas, que efectivamente era unas cuantas, se sintió de lo
más cómoda. Sorprendentemente. Eran placas de acero, sí, pero no se convertían
en un armatoste al estar unidas, sino que, gracias a los amarres, daban una
buena sensación de movilidad y… Oh. Ahí estaba la sensación que Adelí ansiaba
conocer.
Apretó los puños y sintió como la armadura
“vibraba” para moldearse a sus movimientos. No era exactamente que la
vestimenta cambiara su forma, sino que está se movía como una extremidad más,
dando una libertad extrema.
Lo que más le encantó a Adelí, a parte de la
extrañeza del diseño, fue el faldón. Por detrás se alargaba hasta las pantorrillas
y por el frente hasta los muslos, con una pañoleta de dos puntas que se
extendía hasta los tobillos.
—Preferiría un color más vivo –dijo a Isia–,
el cenizo no me va.
—No… hemos encontrado un color acorde, mi
señora –respondió Isia con un gesto preocupado–. ¿Debería ser blanco y negro en
franjas?, ¿o quizá justo por la mitad? El Todo es complicado.
—El Todo es tan simple como pensar en la
muerte –respondió Adelí, tomando asiento y dando una bocanada de aire–. Para la
próxima, negra y con franjas blancas –sonrió.
Vafar e Isia se quedaron de pie frente a ella,
ambas con una expresión indescriptible.
—¿Mi señora? –preguntó Vafar.
—¿No lo han entendido?
—Para nada –respondió Isia
—Me deberé replantear el por qué las nombre
Caballeras de Lo Blanco –suspiró Adelí, y explicó–. El Todo no se compone solo
por una cosa, sino por todas. La verdad y su contraria. La vida y la muerte.
—Como la Dualidad –añadió Isia, tomando asiento
sin respetar el estatus que correspondía a Adelí. Vafar lo notó y la fulminó
con la mirada. Vaya chiquilla, no eran como Ushi, pero era encantadora–. La
bondad y la maldad, la naturaleza y su contraria.
—Compartimos filosofía con la Iglesia, cierto
–siguió explicando Adelí, irguiéndose en el asiento e intentando mostrar con
las manos a que se refería–. Pero la Dualidad de Axies es tan diferente del
Todo de Akxesh, porque El Todo no separa. El Todo, une.
Ambas muchachas no respondieron, pero sí que
asintieron asombradas. Normal, Adelí igual se había maravillado con las
enseñanzas de Sham’Dala.
—Hagan llamar al capitán Lushen –les dijo,
despidiéndolas para estar un momento a solas con sus voces.
Cuando las muchachas se marcharon, intentó
conectar con Sham y Minal, pero como en Galinor durante el asalto, le fue
imposible. En efecto estaban ahí mismo acalorando su corazón, pero dormitaban
de alguna forma.
Alegár llegó al poco tiempo para sacarla de
sus temores, su alegría era tan afable que encariñarse con él era muy sencillo.
—Con la armadura pareces una mujer madura,
sabia –bromeó, estudiándola con la ceja enarcada.
—No parezco, lo soy.
Alegár soltó una risotada y tomó asiento a su
lado.
—¿Crees que sea una trampa? –preguntó.
—No negaré que he dudado, por eso vienes tú y
tus ojos-gema –le sonrió Adelí.
Alegár no respondió, se mantuvo con la mirada
fija al horizonte, al paisaje que se movía increíblemente rápido a las afueras
del tren.
—No podré detener mi acero. No debiste traerme
–dijo, luego de un rato sin hablar. Tenía el gesto endurecido y se veía mucho
más enorme que antes, apesar de ser un año menor que Adelí.
«Sir Frederick te entrenó bien…», pensó. La
culpa y la melancolía se hicieron presentes, como hacía días atrás en sus
múltiples discusiones con Ushi. Alegár le recordaba al hombre que los había
acompañado y protegido durante tanto tiempo, había sido un padre para todos,
más para Alegár y Ushi quienes habían aprendido de él mucho de lo que hoy
sabían hacer.
«¿Qué será de él?», se preguntó. Hacía tiempo
que no visitaba las mazmorras de Zheng. La última vez databa de hace unos
meses, cuando por fin había conseguido dejar abatido y sin esperanzas a Krien.
En ese entonces, Frederick y Ruli sufrían la tortura de su hermano Irin.
Sorprendentemente Henshi no estaba con ellos, ¿habría muerto? Ese hombre le
había interesado alguna vez.
—Te he traído porque una mujer te espera en
casa –respondió Adelí, posándole una mano sobre el hombro–. Sé que no detendrías
tu espada por mí, pero sí lo harías por ella. Ushi no querría que nos hagas
matar.
Alegár se encontró asintiendo, apretando los
puños enguantados en acero y granate.
—Sal, anda –dijo Adelí, dejándose extender las
piernas en el asiento y sacando su flauta–. Asegúrate de que nadie me moleste,
regresa cuando termine.
—No deberías…
—Cumple tu orden, Alé –insistió Adelí, con
autoridad, pero sin parecer dura con Alegár.
Alegár abandonó el vagón con un claro gesto de
furia, escuchó el tintineo de su armadura al detenerse frente a la puerta de
acero y cristal tintado.
Adelí dio una bocanada de aire y comenzó a
soplar la embocadura de la flauta. La Sinfonía del Espejo surgió cuando
acarició las notas específicas, tañó con viveza y a la vez con tanta paz como
fuera posible, pues no tenía la estabilidad mental para vestir a una sombra.
Sin embargo, la Sinfonía del Espejo conseguía apaciguar incluso a las sombras
más trastornadas.
La sombra en cuestión le aceptó con un
gruñido, no hubo llantos ni lamentos. En esa ocasión, Adelí no hizo desaparecer
su cuerpo, únicamente envió su raciocinio al ente que ahora vestía. Le invadió
la melancolía vivida por el ser, sus tristezas y penas, se apropió de ellas.
Claro que entendía el enojo de Alegár, Adelí sabía bien que corría el riesgo de
que alguna sombra tomará a su vez posesión de su cuerpo en trance y cayera en
lo profundo de la locura. Claro que Adelí tenía miedo, siempre tenía miedo.
La visión se le emborronó cuando abrió los
parpados inexistentes de la sombra, no fue capaz de encontrarle formas a
ciertas cosas pues el ser era tan ancianísimo que no comprendía las nuevas
invenciones y arquitectura moderna. Sin embargo, ella sí que reconoció las
calles de Ciudad Dual.
Jamás olvidaría la estación de Zhengyin, aun
cuando el progreso la había tocado y se miraba incluso más inmensa que hacía
siete años, nunca olvidaría nada de aquel lugar. La estación se había ampliado
hacía los lados, volviéndose de longitudes inmensas. Tenía muchas más plantas
integradas y los trenes recorrían casi por encima de las nubes.
Por la derecha encontró el convento de la
capital. El convento se alzaba incluso más maravilloso que antes, tenía torres
izadas con pináculos puntiagudos, cientos de pilares y ventanales con los
colores de Zheng e imágenes representativas de Alisian en su faceta de santa.
Los contrafuertes y arbotantes eran lo más destacado de la construcción, dando
al convento el aspecto de un bastión militar. Existía tan hermoso y a la vez,
no quedaba nada de su antiguo hogar.
—Encuentra al rey –ordenó a la sombra,
forzándose a olvidar el lugar al que había pertenecido.
La sombra se desplazó como una serpiente de
agua, reptó los adoquines de la ciudad con tanta agilidad que el viaje fue tan
apacible como para dedicar una siesta. Escaló muros de piedra sólida, se
deslizó por escalinatas y atravesó puertas de acero con mera facilidad. En
cuestión de minutos, Adelí encontró el palacio de su hermano mayor.
Alto, majestuoso, con ribetes de oro macizo y
los techos curvados en dirección hacia el cielo. Todo denotado en rojo y negro,
sangre y acero. Siempre había ansiado conocer los jardines flotantes del rey,
la sala del trono e incluso el enorme patio de suelo blanco donde se entraban
sus mejores soldados. Adelí siempre había ansiado regresar a su legítimo hogar,
aunque jamás supiera que había nacido en ese palacio.
Ordenó a la sombra dejar de reptar y se limitó
a pasear usando los pies de esta. Al entrar en la sala del trono, encontró
guardias Him y Yúanes, pocos Zhengyin. ¿Dónde estaban los guardias orientales?
¿Acaso Irin no sabía que siempre debían estar cuidando a su sobrino Yían? Por
cierto, ¿dónde estaba…? Oh.
Encontró a Yían justamente en el trono. El
chiquillo estaba sentado, practicando el porte que algún día tomaría, vistiendo
la corona de su padre y una capa al hombro de colores verdosos y pedruscos.
—Casi te confundo con tu padre –dijo la reina
Tristan, llegando desde el pasillo paralelo a la sala del trono. Por esa
dirección, en la distancia, se podía vislumbrar un jardín en todo su esplendor.
Al menos eso sí que lo comprendía la sombra–. ¿Qué une a Yúan y Zheng, querido?
–preguntó su madre, quizá pretendiendo darle una lección.
—El Hierro de los Yúanes y el Fuego de los
Zheng –respondió Yían con una sonrisa maravillosa, una sonrisa que hizo emerger
dos lágrimas de la sombra–. El Fuego de Yíaxja.
La reina de Yúan asintió con solemnidad y
orgullo y se acercó lo suficiente para hacerse un hueco entre el muchacho. Lo
acunó entre sus brazos y ambos permanecieron en el trono como una pintura de
ensueño.
—Le he dado herramientas a tu padre, armas,
armaduras. Mi propia inteligencia. Fui en contra de quien más me ha amado en la
vida, mi santa hermana, todo para protegerte –murmuró Adelí–… Aunque jamás me
has de conocer.
Como esperaba, el chico no le escuchó. Así que
se escabulló de la sala del trono en dirección a los aposentos de su hermano,
al menos querría verlo antes de dirigirse donde Krien.
Encontró a Irin en su estudio, enfrascado en
las cartas que había enviado a todas las personas con autoridad para presenciar
el perdón real. Frente a él, a un costado de todas las cartas, se hallaban unos
pobres dibujos que representaban como hubiese sido su hermana, que él creía
muerta. Solo una de las representaciones se asemejaba lo suficiente a ella como
para volverse un problema, quizá debiera hacerse un par de heridas en el rostro
para evitar que Irin sospechara.
Dedicó otra mirada a su hermano, estudio su
cuerpo vestido únicamente con un pantalón militar de cuero y franjas rojizas,
con un cinturón que ribeteaba en la hebilla el símbolo del Espejo. El cuerpo de
Adelí en el vagón, se ruborizó.
—Ni Imya, ni Fu –susurró Irin, tallándose el
tabique–. Solo Açebe.
—Enjuiciar inocentes no es la mejor manera de
dar una muestra de paz –dijo Adelí. Se concentró en su mirada de águila, lo
estudió lo suficiente y alargó los brazos para posarle las manos alrededor del
cuello. La sombra se encabritó–. Quisiera poder apretar, que sintieras mi odio
y dolor. Quisiera poder asesinarte por todo lo que me quitaste. Fugaz imbécil
–lloró.
Irin levantó la mirada, como si hubiese podido
escucharla. Incluso extendió una palma para acariciar ahí donde estaban las
mejillas de Adelí, se detuvo antes de llegar y entonces apretó el puño antes de
echarse a llorar. Era imposible que la hubiese notado, solo una vez Adelí lo
había permitido y se arrepentía de ello.
—Donde Krien –ordenó a su vestimenta de bruma.
Las mazmorras bajo el palacio seguían siendo
tan repulsivas como Adelí las recordaba: oscuras, apestosas a sangre y hierro,
podredumbre y humedad. En aquel lugar ella misma había presenciado las torturas
de su hermano, su furia por creerse asesino de la sangre de su sangre.
Lo peor de la visita no fue la vista que tuvo
del lugar, sino las constantes miradas de algunos ojos-gema que al parecer
estaban entrando en ciertas etapas de la ceguera; esa etapa donde se difuminaba
la Conexión Axies y les permitía vislumbrar las influencias de Seixa, una de
esas influencias era la sombra que vestía Adelí. Algunos ojos-gema incluso se
dejaron caer al suelo con lágrimas en los ojos, mientras apretaban la frente contra
los adoquines mohosos.
En una celda al fondo, distante de todas las
demás, y con una tenue luz de lámpara, se hallaba Letifan Vernatk Krien, el
hombre de las mil vidas. El marcado por Axies. El campeón de Dios... Repleto de
fuerzas, sereno y determinado. Había endurecido el ceño y a pesar de que, por
su Conexión con Axies, podía observarla, no mostró el menor atisbo de flaqueza.
—¿Cómo…? –preguntó Adelí, castañeando los ausentes
dientes de la sombra. En el vagón, el cuerpo físico se encontraba con los parpados
abiertos, furiosos, mirando a la nada e intensificando las notas de la canción.
Molesta, muy molesta.
¿Cómo era posible que estuviera tan firme?
¡Ella misma lo había dejado abatido, sin esperanzas y sin motivaciones! ¡Lo
había dejado con el ánimo exacto para suicidarse!
Krien se limitó a mirarla fijamente, sin
responder a su pregunta. Estaba prácticamente ciego, pero su Conexión con Axies
era ahora tan firme que su “ondulación” se mostraba mucho más gruesa y
brillante que la de Adelí, que se miraba traslucida y ligera.
No fue Krien quien le respondió, sino un ser
que Adelí solo conocía como Verhem. Un ente al que una vez en su vida había
logrado vislumbrar como una bestia de inmensas fauces.
El aire se encrespó a su alrededor hasta
volverse una cúpula de cristal completamente negra y con el suelo blanco.
—Lo excluyo de la conversación, no necesita
escucharnos –dijo Verhem, la voz tan rasposa que daba miedo. Las palabras se
oyeron como si hablara a través del agua: vibrantes, profundas y con un tintineo
casi agudo.
¿Dónde estaba? Adelí no veía ni una sombra,
pero lo escuchaba tan claro y poderoso como si estuviera frente a ella. No pudo
hacer más que abrir los ojos en un gesto sorprendido, ansioso y temeroso.
—Comparto tu filosofía, aun así, detén tu
acoso, hija de la muerte –añadió Verhem, sin esperar respuesta–. Akxesh no está
tan muerto como lo imagina tu ama, no podrás arrodillar más a este hombre. No
es el mismo al que alguna vez postraste.
—Merece morir –siseó Adelí como respuesta–. Él
y Axies, cometieron un enorme pecado para generaciones enteras.
—No has vivido lo suficiente como entender la
magnitud de sus acciones –le increpó Verhem, la voz calmada sin una sola muesca
de hostilidad–. ¿Por qué te crees con el derecho para decidir sobre la vida de Leteralgalevan?
No has conocido su vida, no has vivido su sufrimiento. No te has enfrentado a
la muerte cara a cara y salido victoriosa, no tienes derecho a decidir quién
vive o muere.
—Yo soy la espada de los Akxashanos –contrarió
Adelí–. Yo les liberaré del yugo de Axies, yo…
—Tú no podrías ni siquiera soportar la
presencia de un dios, niña –le interrumpió Verhem, la voz con sabiduría–. Krien
se enfrentó a un matadioses, a mí, por su amor a los Akxashanos, asesinó a la
muerte y se alzó sobre ustedes para guiarlos, ignorando su propio dolor. Se
volvió un necio para ustedes.
Adelí no pudo responder. ¿Verhem… un
matadioses? Fugacidad, ¿cómo podría debatir eso?
De Krien, en cambio, creía posible todo lo que
se dijese. Seixa le temía, Axies lo adoraba, incluso había escuchado historias de
sus caballeros donde el antiguo maestre “golpeaba” al aire.
—Aun así, morirá por el bien de Akxesh –dijo,
con la voz trastornada.
Verhem suspiró, resignado, como si hubiese
esperado una respuesta más adecuada.
—Niña, está claro que no comprendes lo que es
el Akxesh –dijo–. Sin embargo, valoro la audacia que te compone. Te haré percibir
un atisbo del Akxesh, una sola hebra de su ser, si sobrevives puedes hacer lo
que gustes. Si sobrevives, te esperaré en Zezsezal, Nis necesita de una visión
paralela a su filosofía.
Al momento, los sentidos de Adelí se pusieron
en marcha, la sombra le instaba a huir de ahí tan rápido como fuese posible. Cada
pequeña parte de su existencia le aullaba que estaba en peligro.
—¿Qué…? –murmuró, asustada.
—Por cierto, no deberías confiar demasiado en
ese viejo de Minal. Algún día borraré su existencia del cosmos.
Adelí fue expulsada de la sombra. No, la
sombra por fin murió de alguna forma. Sintió cada célula de su espíritu
desprenderse de ella, empujándola hacia afuera con una fuerza completamente
desconocida. Regresó de sopetón a su cuerpo, temblando, con la mirada muerta y
el cráneo palpitándole. Los ojos se le oscurecieron hasta el punto de volverse
rocas macizas, carbonizadas.
Todo el cuerpo le dolía, desde los vellos
hasta las uñas y órganos internos. La bilis se precipitó desde su estómago y
rápidamente se transformó en espuma. Una vez más, su espíritu se trastornó.
En la distancia escuchó a Seixa soltar un
alarido de dolor, un tercero había palpado la Conexión entre ambas.
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