La Jaula de Oro
Hacía mucho tiempo, en un reino que no se labro en piedra,
ni mármol, sino en bronce, existió un rey de piel de ébano. Tan oscura como
oscuro era más allá de las estrellas. Una piel tan oscura como oscuros son los
temores que alberga el corazón de todos los hombres, pues no hay corazón que no
tenga profundas cicatrices sutilmente curadas.
Cada mañana el rey de ébano vestía la única indumentaria
de la cual sentía apego: un jubón de líneas azuladas e intrínsecos oleajes de
verde pastoso, unos pantalones, rojizo y amarillento de campana, tan espantosos
a la vista, pero tan queridos por él mismo. Y una máscara. Una pulcra y blanca
máscara, sin diseños extravagantes o peregrinos, sin adornos u ornamentos. Simplemente
una máscara blanca con dos pares de ojos redondos y una sonrisa de oreja a
oreja.
No había más que el rey precisará, no había más que
necesitará. Con solo usar sus típicos ropajes el mundo a su alrededor cambiaba.
Lo gris se volvía cielo, lo marrón en sangre y lo verdoso en vida. Los
sentimientos cobraban forma frente a él, a través de la máscara, miraba a la ensoñación
como una pelotita de paja repiqueteante contra el suelo. Al amor como mechones
del propio sol, refulgentes y angustiantes; a la furia como lava goteante, como
cera roja puesta al fuego para que derritiera. Y el miedo… El miedo se le
presentaba como una mancha a sus espaldas, oscura y formidable, sin formas,
pero con tal presencia. Siempre al acecho, siempre siguiendo su andar. Nunca mostrándose
al frente de su máscara.
Prefirió ignorarle, como siempre, y centrarse en lo
apasionante que eran el resto de sentimientos y emociones. A su lado pasaron
volando cintas de luz blanca, como balas que dejaran una estela como manto de
luna llena, era la esperanza de las damas y hombres. Aquel día de primavera se
celebraban las Festividades Sentimentales y todo el mundo ansiaba mostrar tanto
como pudiera; esperanza con el fin de encontrar el amor entre unos y otros,
esperanza para conocer a sus sentimientos. Esperanza de poder mirar más allá lo
que solo el rey de ébano podía ver con su máscara.
Pasó por delante de muchos que le instaron a mostrar su
verdadero rostro, nadie le conocía más que por su disfraz y la sencilla
indumentaria. Por tanto, muchos de sus criados, corte y familiares, le rogaban
mostrar lo que había debajo de esa sonriente presencia. Pero el rey de ébano se
negaba, respondía que, si nadie comprendía el “porque” de su máscara, entonces
nadie tenía el derecho de mirar mucho más allá de la presencia mármolica.
Siguiendo su andar, a través del palacio de oro, con sus
muros adoquinados y tallados, pero forjado todo en oro, llegó hasta una
intersección en dos paredes. Era muy a duras penas visible, se tenía que forzar
la vista para conseguir apreciar la fina línea que hacía de puerta corrediza. Al
encontrarla, mirar a los lados para evitarse ser descubierto, el rey encajó los
dedos y abrió de par en par la intersección. Rápidamente se abrió paso en la
habitación y cerró la puerta detrás de él.
Dentro encontró tanto de lo que poco se puede contar. Había
pinturas de tiempos antiquísimos, forjados de plata y bronce y, de alguna
manera, piedra. Armaduras de todo tipo, negras y añiles, como caparazones, como
caparazones con picos y como caparazones con filos. Tanto y tanto encontró en
su almacén de preciados recuerdos; muy al fondo, junto a su colección de
piedras preciosas y cuentos endiosados, encontró una pequeña jaula de oro, a su
lado otra máscara del mismo tipo al que vestía.
La jaula era como la que se usaban para atrapar aves
coloridas, aquellas que pocas veces podían volar, pero que eran tan
escurridizas que precisaban de una jaula. Brillante y dorada, con finos lustres
y ribetes, forjada y moldeada en puro oro. Era su posesión más preciada, no
había ni una más como aquella jaula, nadie en el mundo conseguía hacer forjar
el oro de esa forma. Solo el rey de ébano en su reino de bronce.
La tomó entre las manos para sentir su presencia ardiente,
las manos se le calentaron al instante, pero lo soportó. La alzó más allá de su
vista, hacía el cielo que en aquella habitación estaba obstruido por las
paredes de oro, y miró en su interior. Dentro, se agolpaban cientos y cientos
de hojas de escritura, tantas como la vista no era paz de comprobar, tantas
como estrellas había en las constelaciones. Cada una, un sentimiento del rey de
ébano. Muy por encima de todas, se hallaba escrita la más reciente, en tinta
negra y hoja añilada.
Más que una carta, era un diario. Un recordatorio del
dolor que provocaba el sin saber. Un recuerdo desechado con el fin de hacerle
olvidar el dolor. Aunque “olvidar” era una palabra que el rey de ébano jamás
podría comprender, porque él no olvidaba, siempre recordaba, siempre sentía,
siempre… La máscara vibró, adherida a su rostro, y se forzó a alejar esos
pensamientos que pudieran hacerle revivir el dolor.
Dejó la jaula de oro en su sitio y se limitó a tomar
asiento en un largo escritorio en el cual escribir una nueva nota, un nuevo
recuerdo, en ella retrató poco de lo que quería concebir, poco de lo que se
atrevía a decir, pues no era un hombre capaz de afrontar firmemente, para ello
tenía la máscara.
“Que sea tenue y no prolongado, que sea firme, pero
olvidado. Por favor, permite que no duela más que un día y al siguiente se desvanezca.
No permitas que se infunde, sino que mengue. No me permitas comprender el porqué
de lo que ya reconozco y menos me concedas la dicha del conocimiento; no deseo
saber, sino ser ignorante por siempre y por los siglos de los siglos. Permite por
favor, que a mi corazón no llegue un momento de lucidez”.
Al acabar de escribir la carta, el rey se puso en pie y
levantó la tapadera que protegía el interior de la jaula. Allí, justo al pico
de todas, dejó caer su nuevo recuerdo firmado con un nombre que no le
correspondía y con los sentimientos que no quería vivir. Al hacerlo, la jaula
soltó un reluz de luces menguantes y altaneras, de colores apagados y febriles.
Sobre todo aquel juego de formas, la jaula dijo una frase con la voz tétrica y
la presencia del miedo: “Recuerda que nadie te entenderá si no llevas la
máscara”.
El susto del rey atrajo de nuevo al miedo con su presencia
asoladora. Se cernió sobre él como una inmensa nube de humo, no se viró para
comprobar, pero sí que la sintió a sus espaldas: enorme, febril, angustiante y
destructiva.
Agitado, tomó asiento nuevamente y aferró las manos a los ropajes que llevaba. Respiró hondo tantas veces como veces le fue posible hasta que sus pulmones cedieron y le reconfortaron. Debajo de la máscara el rostro del rey era de lo más lastimoso, pero por fuera nunca dejó de sonreír.
Salió de la habitación y se encaminó, con paso tranquilo y
ocultando su reciente ataque, hacia los jardines donde se estuviese festejando
las Festividades Sentimentales. Fuera del palacio de oro, encontró a una
numerosa cantidad de personas, tantas que le era difícil contar. Los sentimientos
se agolpaban en el cielo, danzaban unos con otros y se encontraban para
enlazarse y crear aún más emociones.
El rey se embelesó con el espectáculo y caminó entre la
multitud, mientras el pueblo se engalanaba con su presencia. Le festejaron,
aunque no había hecho nada, le sonrieron, aunque nada había dicho y rieron,
aunque chiste no hubiese contado. Todos reaccionaban de esa manera ante el rey,
todos decían y hacían, aun cuando de él nada provenía. En ese momento solo
convenía con la sonrisa de su máscara, sin embargo, solo una de las dos era
sincera.
Tomó asiento entre un recoveco que le dejaron, una banca
de mármol azulado con finas marcas de dorado y un reposal de hierro forjado. Cientos
de personas se acercaron para mostrarle sus buenas nuevas, lealtades e incluso
amistades. Muchos fueron los que le hablaron y pocos fueron escuchados, sin
embargo, el rey lo agradeció. No era que les ignorara porque así lo quisiera,
sino que simplemente muchas de esas palabras no llegaban a él.
Entre todos esos hombres destacó una figura masculina,
alta, pero sin llegar a ser un gigante. Ancho, pero sin llegar a ser como el
tronco de un árbol. Elegante, pero sin ser hermoso. Era, y nada más. El hombre
se acercó saludando, vestía una gabardina que casi le acariciaba los tobillos y
un achaparrado sobrero alado y caminaba apoyándose en un bastón de hierro
forjado. No era viejo, pero caminaba como uno.
—Que las estrellas me bendigan si a quien tengo delante es
un rey, y nada más –dijo, su voz como un cantico. Su piel oscura como la del
rey de ébano y su sonrisa resplandeciente.
—Solo un rey, y nada más –respondió el rey de ébano, el
gesto oculto a través de la máscara sonriente. Los sentimientos surgieron a su
alrededor como luces tintineantes de cientos colores, felicidad.
—Vaya desdicha entonces –suspiró el hombre, dejando fluir
al desacuerdo, que se mostró como una nubecilla oscurecida–. Esperaba encontrar
a quien llaman el rey de ébano.
—Y frente a ti se halla.
—Vaya desdicha entonces –repitió el hombre, soplando al
viento con su sombrero de ala ancha-. Sea esto entonces el fin de mi búsqueda,
pues frente a mí no hay más que una máscara fingiendo ser rey.
El rey de ébano se sobresaltó ante el comentario, no
porque fuera una ofensa, sino porque era casi cierto que el hombre tenía razón.
Se achaparró en el asiento, se removió, pero la máscara mantuvo lo que
realmente quería mostrar. Así que nadie dijo más, ni los hombres que llegaban a
saludarle, ni las mujeres que daban regalo, ni los niños que a todas luces
parecían maravillados con su mera presencia.
Luego de un tiempo el hombre del sombrero volvió a hablar,
esta vez con más presteza.
—¿Entiendes por qué te niegas a afirmar lo que ya conoces?
–preguntó, la voz afable, pero, insistente.
—¿Qué más puedo responderme que un suspiró y el andar?
—respondió el rey, sin dejar de hablar en el tono que correspondía a la sonrisa
de su máscara.
—Dos palabras que a todos efectos ya conoces: suelta y
olvida –dijo el hombre.
El rey se revolvió nuevamente, la melancolía se afanó a
sus pies como gotas de lluvia que caían en el sentido que no les correspondía. El
pesar como copos de nieve calurosos, y el tedio como aire en dirección opuesta.
—¿Entiendes por qué te niegas a afirmar? –volvió a
preguntar el hombre.
Y el rey respondió.
—Porque sería peor conocer lo que desconozco. Lo que
conozco es soportable y quedamente puedo sobreponerme –respondió el rey.
Y la vergüenza se arremolino como pequeños tornados de
colores rosáceos y paliduchos.
—¿Y por cuánto más? ¿Cuánto más piensas esperar hasta el
día en que despiertes y tu pensar haya cambiado?
—Yo…
—¿Hasta cuándo piensas lastimarte pensando que el egoísmo se
solapará sobre ti y te hará pensar en el “cómo” y no en el “qué”?
Más tornaditos se rehuyeron entre los pies del rey, el miedo
volvió a emerger como una nube de tormenta. Negro, oscuro y sinuoso, podrido y
destructivo. Autodestructivo.
—No hay palabra que pueda contener cuando sobre mí se
cierne.
—No hay palabra que un hombre pueda contener cien años, pero
menos hay pena que perdure. Y en efecto que hablarás, y en efecto que huirán. En
efecto que te abandonarán.
El hombre se puso en pie y, con un ligero movimiento del bastón,
arrojó la máscara del rey a un lado. Esta cayó al suelo en un alarido de
sorpresa, tintineó tres veces hasta que se partió por la mitad.
El rostro del rey se descubrió sollozando a pesar del tono con el que hablaba. Se descubrió sonriendo, aunque las lágrimas caían en torno a sus mejillas. Se descubrió temeroso.
Y los sentimientos emergieron a todas luces, oscuros y
pedruscos, remolinantes y zigzagueantes. Poderosos e inexpugnables. Sobre todos
se alzó el miedo, visible a todas miradas como una tela negra que cubría al
reino de oro. La luz se apagó del mundo, mientras el pueblo se alejaba a toda
prisa del rey de ébano.
El hombre permaneció solo, asustado en la oscuridad, en lo
que le pareció una eternidad. Se aferró a su jaula de oro, aquella que nunca lo
abandonaría y de pronto se sintió mucho más calmado.
A su lado, el hombre nuevamente habló.
—¿Hasta cuándo comprenderás que huyendo alimentas su
presencia? –preguntó.
El rey no respondió, siguió aferrado a su jaula de oro
releyendo para sus adentros tanto de lo que había escrito. Se revolvió hasta
que ocultó en rostro entre las finas cuerdas de oro que componían la estructura
de la jaula.
—¿Hasta cuándo te dirás que puedes sobreponerte?
No hubo respuesta.
—¿Hasta cuándo aceptarás que el mundo cambia y tú debes
cambiar con él? –la voz no era insistente, pero si constante y anhelante de
respuestas.
»Querido amigo, y que sea verdad lo que digo, que frente a
mí no se muestra un rey, sino un hombre asustado de su propia vida. Temeroso de
enfrentar lo que no existe, temeroso de mirar hacía el dolor.
—El dolor, se sobrepone a todo, y nada más –respondió el
rey de ébano en un pobre intento de explicarse.
—El dolor, querido amigo, siempre existe. Quizá oculto a
toda vista de los hombres, pero permaneciente como sangre tenemos en las venas.
»Quizás ya lo hayas notado por mis acciones, pero no es
que mi mente forje lo mejor de las cosas –rio–. Sin embargo, que no te asuste
el pensar que el día de mañana…
—Me despierte y lo que recuerde no sea el “qué”, sino el “cómo”
–terminó el rey–. Y que mis sentimientos cambien.
—Comprendido se halla en tu interior. Te niegas, y
despiertas engañándote para evitar el sentimiento más doloroso. Y engañarte
para que duela menos, y engañarte en rodear los recovecos, y engañarte en
soportar el tedio.
El hombre le recriminaba tanto, pero su sonrisa sí que era
sincera a diferencia de la del rey, podía verlo en la oscuridad y, aunque nada
había más que ellos, se encontró añorando la presencia de alguien más. Alguien
que había marchado hacía años, alguien que se fue y al que el rey no recordaba
por “que se fue”, sino “cómo se fue”.
El rey añoraba a su corazón que se marchó: a él mismo la
primera vez que cayó al suelo.
—Y no es que me recriminara.
—Es que lo mínimo destruye lo tanto que reconstruyes para
mantener esa imagen tuya que llamas “máscara”.
—Y no es que fuera una mala persona.
—Sino que simplemente está, y es casi imposible de aceptar
que quizá es hora de marchar y soltar a lo que tanto te aferras. Aquello que te
ata, pero que tanto te daña.
El hombre hizo tintinear la jaula de oro con unos
golpecitos de su bastón, el rey levanto la mirada entre lágrimas y negó con los
ojos bien abiertos.
—Va más allá que esto –señaló el rey.
—Se cierne sobre ti, más prologado que cualquier otro que
conozcas, más difícil de superar. Sin embargo, dime, amigo mío, y solo dime,
amigo mío: ¿el dolor que no conoces es incluso mucho peor?
—Evitando no lo comprobaré, pues sé que dolerá más de lo
que la máscara pueda soportar.
—Evitando no comprobaras lo difícil que es quebrarse
cuando cientos te veces te has vuelto a forjar.
—Y lo difícil es qué lo que me hace caer es tan ligero.
—Es que esperanzar no siempre es conveniente al corazón,
pues nada permanece siempre como fue forjado. Ni la espada más afilada, ni las
piedras más preciosas, ni el corazón mejor lustrado.
»Ni esta jaula de oro –señaló con otro tintineo del
bastón.
Al mirar a la jaula, rey la encontró helada. No hirviente
como otras veces, sino fría y anhelante. Fácil de soltar. Difícil de soportar,
cierto, pero tan ligera de alejar.
—No volverá a ser, pero entre saber y hacer hay mucho
camino difícil de recorrer. Tus pies aún te sostienen ¿así que por qué no dar
un simple primer paso?
El rey abrió la tapadera de la jaula con el llanto aún
emergiendo de él. No hubo más que una palabra por parte de la jaula de oro:
Gracias. Dijo, y nada más.
Al siguiente momento el cielo se iluminó, los sentimientos
agobiantes atrapados en la jaula de oro, y el miedo libre, pero no prolongado.
—La jaula de oro no se sacia con lo que tú le escribes,
amigo mío –explicó el hombre, posando una mano sobre los hombros del rey de ébano–.
Sino con aquello que no le escribes, aquello que sientes, pero nunca dices.
El rey asintió, pocas lágrimas permanecían como rocío en
las flores, sin embargo, sonreía. Sincero, por segunda vez en su vida. No recordaba
cuando fuera la primera, pero comprendía.
—No vistas nunca más esa máscara, a menos que encuentres a
otro quien la porte. Entonces póntela y finge la sonrisa, hasta que ambos sean
capaces de romperlas una vez más.
El rey agradeció al hombre cuando este se despidió camino
al Este. Se miró las muñecas y encontró arañazos sanados, se miró las palmas y
las encontró del color al que pertenecían. Se palpó el pecho y los latidos
correspondían a las melodías que alguna vez le consolaban.
Y miró en dirección a su jaula de oro, a su lado. No la
encontró más, en su lugar permanecía una nota con una flecha que marcaba al
frente.
Al alzar la mirada, se reflejó en otros cientos de ojos
más. Nadie se había marchado por siempre.
Fin
Comentarios
Publicar un comentario