La Divina Dualidad. XXVI

 

XXVI

El Gris entre lo Blanco y lo Negro

 

A pesar de lo que por fuera se miraba, Gajlí estaba relativamente bien. En efecto, atravesaron por barrios completamente incendiados y otros derrumbados hasta los cimientos, pero, en general, todo estaba en total orden.

El ambiente era tétrico, como los pensamientos que a veces asolaban a Adelí. Sobre ella se alzaban enormes construcciones de acero, con apariencia de puentes, pero sin acabar de serlo. Gajlí era una más de las tantas ciudades-estado que había empezado a dar el salto industrial y era de notarse por las enormes chimeneas que escupían humo negro y cenizas.

A costas de la ocupación por la Orden, las familias seguían con sus vidas y trabajos. Moviéndose en carrosas o, lo más ricos, en vehículos a motor. Las fraguas expulsando chispas y llamas, martilleos metálicos en la distancia y otras tantas características de un lugar industrializado. Qué bonito era el progreso. Adelí sonrió, sinceramente.

—Me prometiste vistas magnificas –dijo a Lewa, con una pequeña emoción en sus labios.

—¿No son de su agrado?

—Me encantan –respondió ella, soltando por fin una sonrisa de oreja a oreja.

Lewa convino con una finura en los labios.

Ushi llegó al poco tiempo, luego de que la comitiva de Adelí se dedicará a mirar los mejores barrios con los que contaba aquella ciudad que, en palabras de Lewa, era lo más cercano a cómo se vería Galinor, la capital. Su hermana, que ahora era capitana de una de las legiones más importantes dentro del ejército, iba escoltada por dos caballeros ataviados con armaduras divinas. El primero, Leonora, con degradados de jade, rubí y granates. El segundo, Feltder, con tonos menos similares: obsidiana, diamante y tanzanitas.

Era claro que Ushi no necesitaba a ni uno, era de las mejores espadachines en la Orden. Sin embargo, Adelí se mostraba reacia a dejarla vagar por ahí sin escolta.

—Maestre –saludó Ushi, llegando al trote de su montura. Dedicó un saludo matrimonial a Alegár, que consistió en llevarse la mano al corazón. Alegár hizo lo propio–. La ciudad es vuestra. Los ejércitos se han rendido.

—Nuestra –corrigió Adelí.

Ushi asintió, sin más. No dio una pulla, ni hizo algún chiste. Mucho de ella había cambiado, empezando por su aspecto físico que le daba aires de arte, como si un artista hubiese intentado representar a un dios de la muerte.

—¿Qué ha pasado en esta ciudad? –preguntó Adelí, mas porque debía dar una apariencia a sus hombres que la seguían en una impecable formación auspiciada por Ziyen, que por estar realmente interesada–. Pensaba que no te gustaba la lucha.

—Y no me ha empezado a gustar –recalcó Ushi, haciendo virar su montura e indicando que la siguieran–. Pensaba que conocía gran parte acerca de cómo lucha un ejército, maestre. Me equivocaba. La cuestión con el rey Telca definitivamente sucedió: sus ejércitos le abandonaron. Sin embargo, los grandes señores, líderes de gremios o de las tantas industrias, organizaron comitivas insurgentes.

La campaña, encabezada por Ushi y Ziyen, se movía a través de uno de los pocos barrios que habían sufrido de los ataques. En ellos se miraba a ciertos hombres con ropajes de obreros y armas a sus pies, algunos incluso llevaban mosquetes y armas divinas. ¿Quién suministraba las armas? Raro, raro, raro. A esos los subían a carromatos con dirección al palacio.

La gente, que no había participado en las revueltas, los miraban con ojos ralos, avergonzados de que su pueblo realizará tal acción a traición. Al parecer los Gajlí’s eran más honrados que otros Akxashanos.

—Noté que los ánimos se calentaban cuando las gentes se congregaban. Siempre animados por uno de esos –señaló a los presos–. Así que declaré la ley marcial, eso solo sirvió para que, por fin, tomarán las armas y empezarán a atacar a mis patrullas.

—¿Cuántos efectivos perdimos?

—Tres nuestros por cien de ellos. En estas calles es mejor contar con infantería para hacer cargas, ellos solo contaban con sus propios pies. Ahí tuvimos la ventaja.

—Una increíble muestra de inteligencia –recalcó Ziyen.

Adelí asintió satisfecha. Ushi era la mejor de sus capitanes. Claramente contaba con ayudantes: capitanes menores, jefes de comitiva y esas cosas. Pero Ushi, a diferencia del resto, parecía tener una visión aérea de cualquier campo de batalla y tomaba las decisiones que mejor convenían a la Orden.

—¿El rey Telca se haya en su palacio? –preguntó Adelí, haciendo trotar a Cuervo justo por el lado de Jade, la yegua que montaba Ushi. Ambas monturas solaparon sus hocicos unos segundos y luego continuaron con galante andar.

—En sus habitaciones, he apostado Caballeros de Lo Negro para protegerle.

—¿De los grandes señores?

—En efecto, aunque están sometidos, debemos ser precavidos. Sus familias como rehenes.

Adelí le dedicó una sonrisa que su hermana no compartió. Ni siquiera se retiró el yelmo para mirarla al rostro. Fugaz Ushi, se estaba volviendo tan seria que era aburrido.

—¿Esos son los nuevos caballeros? –preguntó Ushi luego de un rato, dirigiendo su mirada a los cinco muchachos que cabalgaban justo detrás de Adelí.

Su pequeño grupo lo encabezaba Vafar, aunque Halya era el mayor de todos ellos. Parecían mostrar respeto por su hermana, bueno, después de todo ella los había salvado de un director enloquecido por los recientes descubrimientos a las gemas oculares. Inmensas fuentes de energía.

Adelí sonrió nuevamente. Los zumbidos detrás de su nuca llegaban cuando se emocionaba tantas veces, así que estaría incomoda por un buen tiempo. Era como tener moscas rodeándola, susurrando.

—De izquierda a derecha, Halya Nal, Dar Val Yelda, Vafar Selña, Isia Taí Galmar y Xizin Luia Zhet –respondió Adelí.

—Tres ojos-gema, un ojos-oro y un normal. Vaya grupo –suspiró Ushi, miró nuevamente a los muchachos que agacharon las cabezas, protegidas por los robustos yelmos, en señal de respeto.

—No los apruebas –señaló Adelí, irritada. Al menos solo Ziyen y Alegár alcanzaban a ver esa parte de flaqueza. El resto de capitanes marchaban muy detrás para notarla indefensa ante la imponencia de su hermana.

—No apruebo que niños empuñen armas, esos dos Dar y Xizin no llegan ni a la década y media –gruñó Ushi, quizá recordando a los niños que antaño había educado–. Además, dijiste que eran más de diez reclutas, aquí solo veo a cinco de ellos. ¿Dónde están el resto de esos muchachos?

Adelí aferró las riendas entre sus puños, enarcando una ceja hacia Ushi. Cuervo, de alguna manera notó su enojo y bufó a modo de burla. Adelí gruñó. Fugaz caballo más arrogante.

—Es mejor curtirlos ahora que son niños, así nadie se aprovechará de ellos en el futuro. Y son suficientes, fueron los más valientes, escogidos por el mismo destino. ¿El resto? Ellos siguen siendo aprendices, formarán parte de la infantería en algún momento, pero, jamás serán caballeros. No bajo mi mando.

—Los niños deberían formarse en la erudición –contrario Ushi, engrosando la voz–, no hay necesidad de más soldados. Pronto todo terminará.

—Silencio –ordenó Adelí con la voz gélida. ¿Qué pronto terminaría todo? Fugaz niña arrogante.

Ushi asintió y no añadió más en todo el viaje. Alegár se separó del resto del grupo, luego de dedicar a su mujer una palmada en los muslos, únicamente para encabezar la marcha.

Pasadas tres horas, luego de recorrer casi entera la ciudad, llegaron al palacio. El lugar no estaba precisamente derruido, pero sí que presentaba signos de lucha. Según Ushi, cuando Adelí le permitió hablar nuevamente, solamente la guardia personal de Telca había permanecido firme a no someterse ante la Orden. Sin embargo, la lucha no había durado más que unos minutos, el palacio había caído con la misma facilidad con la que un soldado empuñaba su espada. Y los guardias del rey se apostaban desequipados, vistiendo únicamente sus ropajes que llevaban bajo las armaduras.

Al frente de las puertas se posaban Caballeros de Lo Negro, no como el negro de los reclutas que era aclarado y manso. El negro de esos caballeros era más profundo y remarcado, con pocas franjas en hueso que ribeteaban las barbutas cuadradas: la poca dualidad de esos hombres.

Los Caballeros de Lo Negro eran precisamente infantería dispuesta a morir, hombres con vidas que no valían nada, según ellos, y se habían unido a la orden con el fin de ser recordados. Ellos encabezaban siempre la carga en batalla, iban al frente casi desprotegidos, a excepción de una simple cota de malla y poco acero protegiéndoles, con largas y anchas espadas, todo con el fin de ser valiosos para alguien.

Hicieron un saludo marcial de lo más encantador y sonrieron al ver a su Gran maestre. Le cedieron paso cuando desmontó a Cuervo, miraron a la escolta de muchachos y asintieron con respeto.

Adelí se abrió paso por toda la estructura, no era para nada tan majestuoso como lo sería el palacio capital, pero tampoco era tan austero para parecer mediocre. Estaba adornado por muchos murales del difunto Galinor, como otros tantos de los palacios menores, al parecer lo veneraban como un tipo de símbolo sobre la autoridad. Adelí hizo una mueca y continuó su andar hasta que llegó a las puertas de las habitaciones reales. Ahí encontró a otros dos Caballeros de Lo Negro que le abrieron paso nada más verle.

Entró en la habitación acompañada de Ushi, Alegár, Ziyen, su escolta de muchachos y Lewa, el mensajero. Los dos primeros vistiendo esos ropajes grises, Ziyen el blanco y negro de la Dualidad. Quizá ascendiera al capitán en algún momento, se lo tenía que pensar bien. Quería mantenerlo cerca, pero no tanto, tenía que pensarse que rango le iba a otorgar.

El rey Telca estaba terminando de devorar un banquete. Se miraba tranquilo, pero resignado. Dio una bocanada de aire y los miró detenidamente, se enfocó en los colores que vestía Lewa y asintió.

—Rey Telca –saludó Adelí con respeto, colocando el agarre en la empuñadura de su arma, al cinto, e inclinándose levemente, lo suficiente para no degradarse a sí misma–. Es un gusto conocerle en persona, escuché que, a diferencia de otros, usted ansió luchar frente con frente. Una valerosa muestra de respeto para mis hombres.

—Bah –dijo el rey, limpiándose las manos y labios con una toalla caliente. Se paseó por la habitación hasta llegar a un amplio espejo en el que empezó a lavarse el rostro envejecido. Telca era delgaducho, de largos brazos y fuertes piernas, casi era gracioso de no ser por ese cabello que apenas parecía crecer–. Los hombres empiezan a ser débiles –siguió diciendo–, ahora solo pretenden luchar en pequeños grupos.

—Algunos lo consideran sabio –dijo Ushi. Siendo siempre, la tercera voz.

—Como salteadores –contradijo el rey– para robar y violar. Pero esos imbéciles eran caballeros e infantería, su deber precisaba combatir un frente. No rebajarse a ataques por la espalda.

—Hubiese preferido una carga –añadió Adelí, Ziyen asintió orgulloso–. No hay más honor para un caballero que morir por la gloria de su nación.

—Los tiempos están cambiando –dijeron Alegár y Telca, casi al mismo tiempo. El rey lo miró, convino con asentimiento y siguió hablando él solo–. Con esas armas tuyas todo cambiará. Las lanzas y espadas dejarán de ser útiles, ¿quién cabalgaría contra el enemigo sabiendo que te pueden incrustar acero en tu cabeza sin siquiera descubrirse? –rio despectivo.

Ziyen, Alegár y Ushi guardaron silencio.

—Considero que su ánimo no está engrandeciendo a su visión, rey Telca –dijo Adelí, parándose a pensar que quizá el anciano tuviera razón. Se sintió más irritada, pero no podía arremeter contra él. Le había prometido a Sham’Dala que no volvería a matar a nadie solo porque estuviese molesta. No repetiría lo mismo que hizo a Gerogeta.

Sham y Minal armonizaron en su interior, señal de que estaban satisfechos con su pensamiento.

—Escucha, Dalian, y tómalo como un consejo para toda tu vida –replicó el rey, virándose y sosteniendo la mirada–. Jamás dejes que el optimismo se sobreponga a tu visión. Necesitamos de la Dualidad, siempre, de los ánimos malos y los buenos. Te lo dice un viejo que ha vivido mucho tiempo.

Adelí consintió y reparó en que el anciano se había afeitado el área del cuello. Quizá pensará que lo harían ahorcar.

—¿Estará dispuesto a jurar lealtad a su emperatriz Imya? –preguntó.

—¡Ja! –rio el hombre–. Preferiría que me cortaran pedacito por pedacito antes de hincar rodilla a Imya.

Adelí enarcó una ceja.

»Sin embargo –siguió diciendo–, bien dije que los tiempos están cambiando. Tengo una nieta, esplendorosa como su madre, pero altanera como el jodido Galinor, aunque la sangre de ese gordo no corre por sus venas. Le amo, así que la he nombrado mi sucesora. Su padre se hizo una furia, pero un rey sigue siendo un rey.

—Entonces acepta formar parte del imperio. Su nieta agradecerá un futuro de paz.

—Siempre y cuando mantengan la autoridad que ostentamos sobre Gajlí –dijo el hombre–. A diferencia de ti, Dalian, yo no deseo hablar en nombre de Imya. Gajlí acepta unirse al imperio, pero mantendremos nuestra autonomía y levantaremos las armas únicamente cuando toda la nación se vea amenazada, no antes. Los problemas de Imya son solo de Imya.

—Comunicaré sus condiciones a la emperatriz Imya, estoy segura de que aceptará –asintió Adelí, sintiéndose ofendida por el comentario del hombre. ¿Que ella deseaba hablar en nombre de Imya? Fugaz anciano decrepito, no sabía nada.

»¿Qué pasa con los clanes? –preguntó.

—Oh esos, bueno, no me corresponden. Me han abandonado y quizá…

Fuera, en la ciudad, empezaron a planear esferas de acero, luego de un horroroso rugido. Destrozaron parte de la muralla sur que rodeaba ese sector de la ciudad y al siguiente momento empezaron a llover gritos y gritos, de niños y ancianos, mujeres y hombres.

»Sí, quizá se planteaban atacar la ciudad en cuanto les vieran llegar –Telca chasqueó la lengua.

—¿¡Cómo es que los exploradores no les han visto acercarse!? –rugió a Ziyen, tomándolo por la casaca. Este solo la miró con los ojos entornados y negó con la cabeza.

—No asustes al capitán –añadió Lewa, que hasta ese momento había guardado silencio–. Esos clanes se mueven en las hendiduras del terreno, Torha, conocen los bosques mejor que nadie. No me extraña que tus exploradores no los hubiesen notado.

Adelí gruñó. Sham y Minal empezaron a darle ideas sobre que ordenes dar. Fugacidad, Adelí podía comandar espléndidamente, pero solo si se encontraba frente con frente, no contra un enemigo que atacaba por sorpresa y más si contaba con artillería. Para su suerte, Ushi tomó las riendas de la situación y salió de la habitación gritando órdenes a los Caballeros de Lo Negro.

—¡Reorganizad a las tropas! ¡Que los aprendices guíen a las gentes a un sitio seguro, a las alcantarillas de la ciudad! ¡El resto formad! ¡Caballeros de Lo Negro al frente, ojos-gema en segunda línea e infantería en la tercera, mosqueteros en la retaguardia juntos a la legión de arqueros!

Telca miró impresionado la facilidad con la que Ushi había controlado la situación en el palacio. Afuera, los caballeros de la Orden empezaban a formar filas, los capitanes rugiendo las mismas órdenes. Los aprendices correteaban de un lado a otro, dirigiendo a las familias hacía los túneles que conectaban a las cloacas, con niños o ancianos en brazos.

Adelí suspiró, quitándose un peso de encima. Ushi era su mejor capitana, ella daba las órdenes cuando Adelí no podía. Alegár y Ziyen se mantuvieron junto a Adelí, esperando órdenes.

—Ve con ellos –dijo a Alegár–. Comanda a tu legión, llévalos al valle y espera mi señal. Utiliza las hendiduras, tal como han hecho esos clanes.

—¿Caballería?

—En todos los ojos-gema de tu legión que puedan montar –afirmó.

Alegár asintió en silencio con un saludo marcial y salió al trote de la habitación. Al poco empezó a rugir improperios contra todo el que encontró.

—Que pronto se vuelcan mis propias palabras contra mí –dijo el anciano–. “Empuñaremos las armas solo cuando la nación se vea amenazada”. ¡Ja! Y justamente atacan mi ciudad.

—Parece muy calmado pese a la situación, rey Telca –dijo Adelí, afanándose un yelmo cedido por Halya.

Otros rugidos llegaron por el norte de la ciudad. Los clanes estaban atacando dos frentes, y muy seguramente, intentarían rodearlos para terminar el trabajo con esa misma artillería. Fugacidad, el equipo de asedio de la Orden estaba en sus barcos, tendrían que atacar entre oleada y oleada.

»Deberíamos preocuparnos –decía, mientras empezaba a susurrar órdenes a Ziyen. Le pedía que dedicará sus tres mil efectivos a defender el ala norte de la ciudad.

La escolta de Adelí se miraba nerviosa tras las armaduras, Xizin incluso temblaba. Vafar se mostraba firme y Halya impasible.

—¿Por esto? –rio el rey, despectivo–. No son más que muchedumbre que se ha hecho con artillería. Te darás cuenta cuando la lucha comience, tus hombres arrasarán con ellos.

—Espero que así sea –el ansia empezó a apoderarse de Adelí. Fugacidad, siempre llegaba antes de la lucha y tenía que tomarse un tiempo. Sudores fríos, picores en las palmas, zumbidos en su cabeza y un raro enojo emergiendo de ella.

SÉ. Le recriminó Minal. Aquello no se sobrepone a lo que serás. Mirada firme, cuerpo firme, alma firme.

No dejes que te consuma. Añadió Sham. Firme. Sé.

—Y será –afirmó Telca–. Aún hay hombres que mantiene sus votos a la corona, defenderé la muralla norte con ellos. Tengo un poco de cañones y suministros, podemos echarlos de ahí.

—Ziyen te apoyará –añadió, mirando a su capitán que asintió y se marchó con ímpetu a dirigir a sus tropas.

—¿Y usted, maestre? –preguntó con una risotada el rey. Mientras empezaba a vestir su armadura, tuvo que dar un rugido para que unos criados le ayudaran con las correas–. Tus chicos deben aprender a blandir esas espadas en combate real.

—Nosotros iremos al frente –dijo–. Atacaron primero el sur, así que es de suponer que quien encabeza las filas se encuentra ahí.

—Te tomaba por una demente, como hacen el resto de reyes –dijo Telca, despidiéndola mientras Adelí salía por la puerta–. Solo veo una niña que creció demasiado rápido.

—Aún no me conoce lo suficiente, rey Telca –respondió Adelí, saliendo al trote con sus caballeros.

Lewa se mantuvo firme en la habitación y empezó a dar informes al rey. Después de ello, no supo más de él.

 

Como Adelí bien había supuesto, el frente mayor era aquel del sur. Esos clanes casi parecían, en su totalidad, Him, y no dudaba de que algunos estuvieran entre esos ejércitos, enarbolaban tantos estandartes hechos a partir de pieles endurecidas y vestían armaduras rudimentarias hechas a partir de cuero endurecido y pocas placas de acero. Blandían más hachas y machetes que lanzas y espadas, no había ni un escudo a la vista, ni monturas de algún tipo más que ciertos gorrinos muy, muy, grandes.

Adelí miraba el campo desde una colina contigua a la depresión donde se enfrentarían los ejércitos. Pronto, hombres y mujeres se matarían entre ellos. Sangre, sangre, sangre…

—¿Adelí? –llamó Ushi a su lado, sacándola de su ensimismamiento. Era su hermana… lo era, ¿cierto?

Es. Dijo Sham.

Adelí sacudió la cabeza con un ligero tic que no se le presentaba desde hacía meses. Le hizo saltar los parpados y bailar los dedos entorno a la empuñadura.

—¿Qué sucede? –preguntó, intentando relajarse.

—Ale… El capitán Xue espera ordenes –dijo la chica en tono regio. Se veía imponente con su armadura. El conjunto que había impuesto a su legión consistía en un tabardo gris de serraje que se unía a un faldón sobre el que se montaban placas de acero grueso del mismo color, la capa compartiendo tonos. Esa mujer se veía muy, pero muy, atractiva.

Es alma de tu alma, tu hermana, aunque no sangre de tu sangre. Le recordó Minal. Fugacidad, estaba perdiendo el sino otra vez.

En efecto, la legión de Alegár esperaba con impaciencia desde el valle, más al sur desde dónde se alzaba el batallón de Adelí, a unas horas de la costa.

—¿Seremos derrotados si no entran en combate? –se encontró preguntando. Se sintió contenta de que las lecciones de Sham estuviesen funcionando, empezaba a tranquilizar sus ansias, pero aún sentía los zumbidos y susurros.

—Posiblemente no. He enviado una transmisión a la emperatriz, avisando del frente al que nos enfrentamos –respondió Ushi, igualmente se veía impaciente por luchar–. Ha dicho que una avanzadilla marcha hacia nosotros para tomar a los clanes por la retaguardia, sin embargo, dudo que lleguen a tiempo. Es claro que este ejército muy a duras penas está reunido bajo una autoridad, muy probablemente los Him. Fíjese bien en ellos, no mantienen una formación específica y esos hombres con ropajes de pieles no dejan de correr entre las tropas y gritar órdenes.

—Lo preocupante será la artillería –señaló Adelí con el mentón.

—Parecen de la vieja usanza –respondió Ushi–. Hacen más ruido que daño, son de los antiguos cañones que se llenaban de pólvora. Tardarán demasiado tiempo en recargar cada oleada y para eso ya les habremos barrido.

Adelí asintió, siguió estudiando el frente. Ni un ejército se movía un solo centímetro. Pero empuñaban como si les fuera la vida en ello. El enemigo se miraba frenético, pero no se lanzaba al ataque. Entre todas las figuras destacó un Him, era uno pura sangre, se percibía por su piel marrón, casi amarillenta, y ese rostro achaparrado con marcas, como líneas profundas, circundantes. Se adelantó a la infantería y enarboló un estandarte en específico: dos pares de alas alrededor de una espada de acero blanco. Señaló hacia Adelí, y otro Him llegó con un estandarte diferente, en él se leía en idioma antiguo: “Sangre de Akxesh. Traición”.

—¿Qué sientes al matar a un hombre? –preguntó a Ushi. Mirando directamente a los ojos de ese último Him.

—¿A cuento de qué viene su pregunta, maestre?

—Háblame de tú, soy tu hermana. ¿Qué sientes al matar a un hombre? –volvió a preguntar, furiosa, rabiosa.

 —Dolor –respondió su hermana, sincera.

Los espasmos llegaron con la respuesta. Adelí sonrió con la rabia oculta bajo el yelmo. Ansiosa de dar muerte a ese arrogante Him.

—¿Y a un Him?

—Nada.

—Protocolo Negro –ordenó Adelí–. Informa a Alegár, tiene luz verde para usar milagros.

Ushi asintió y, a pesar de su respuesta anterior, reacia trasmitió la orden. El protocolo correspondía al empleo de la dotación de la fuerza para destrozar filas en un abrir y cerrar de ojos. Ushi lo odiaba porque era demasiado cruel para los soldados, aquella táctica destrozaba los cuerpos y la moral de un ejército.

Los zumbidos se encabritaron su mente haciendo temblar sus ojos. No quiso cerrarlos, ansiaba ver la embestida de Alegár.

El enemigo, falto en formación militar, notó la carga muy tarde. La legión de Alegár llegó cabalgando y cayó sobre ellos como una tormenta sin control, destrozando a un embobado frente de lanceros que buscaban defender, con enormes escudos que llevaban el mismo emblema de las alas y espadas, los costados de su pobre infantería.

No pudieron detenerlos. La legión de Alegár embistió utilizando la dotación de la fuerza, y se abrió paso hasta el centro del ejército enemigo. En un instante la línea basculante había quedado completamente desecha, con los clanes aturdidos y buscando a sus mal llamados capitanes para reorganizarse en bloques defensivos.

Alegár y sus hombres salieron por el otro flanco del ejército enemigo, de apenas unos quince mil hombres. Quizá fueran treinta mil y estuvieran dividos en números igualitarios, el resto estaría en el frente norte. De cualquier forma, la Orden, a pesar de no contar con todos sus efectivos pues muchos navegaban por las costas para enfrentarse a los navíos de los príncipes de Galinor, les dominaba.

—¿Qué sientes al matar a un hombre? –repitió Adelí, con un hilillo de agresividad en la voz.

Necia. Le recriminó Minal. Sham solo dio un leve gemido de decepción. Ambos se retiraron a la profundidad de su corazón.

—Dolor –repitió Ushi, mirándola por encima del hombro, a través de su barbuta.

Se había vuelto demasiado alta, en comparación a los años en que Adelí la había cuidado, ahora la superaba con creces y a lomos de Jade se veía enorme, casi del tamaño de Alegár. No era una altura natural, se miraba alargada, con largos dedos y piernas, fornida, pero sin estar musculosa.

—¿Y ustedes? –preguntó a su escolta.

—Mataremos si así lo pide, mi señora –respondió Vafar por todos ellos–. Somos la muerte de los hombres, no sentimos.

Adelí sonrió nuevamente, complacida por la respuesta de la muchacha. Sabía que Vafar estaría asustada por su primer combate, pero su determinación la hizo enorgullecer.

—Protocolo Blanco –dijo.

Una vez más los zumbidos amotinaron en su interior, esta vez acompañados de chirriantes gritos que su mente creaba. Tuvo dificultades para reaccionar cuando Ushi gritó la orden para atacar.

¿A qué correspondía el Protocolo Blanco? Lo había olvidado. Era… Hmm… Fugacidad, ¿a qué se refería esa orden?

No dejar a nadie con vida. Gimió Sham, revelándose como una mujer bajita de piel encallecida y finas marcas pronunciadas que empezaban en su cabeza y terminaban en la punta de sus dedos, de las manos y los pies. Hoy has fallado. No es decisivo, no te dominará. No obstante, debes ser precavida. Se marchó nuevamente al interior del corazón de Adelí.

Adelí espoleó a Cuervo y cargó junto al resto. Cuervo, susceptible a los gritos en su mente, relinchó al galope, engalanado por el ansia de batalla. Sus Caballeros de Lo Blanco cargaban a sus lados para evitar que nadie la tomara por sorpresa. Halya y Vafar encabezaban al reducido grupo.

El frente de la Orden dio de llenó contra el ejército de los clanes, y la avanzadilla de Adelí llegó desde la depresión en el terreno, junto a la Legión de Serpientes que comandaba su hermana. Galopaba extasiada, húmeda en la entrepierna, pero no de eses u otra cosa asquerosa, sino de placer y emoción. Estaba aterrada, claramente, de encontrarse nuevamente en el centro de una gran batalla, pero al menos eso le hacía sentirse viva.

Akxesh, estos no son tus hijos. Dijo Minal, antes de retirarse al fondo de su ser y dejar a Sham al mando para proteger a Adelí.

En todo el tiempo que había comandado a la Orden, Adelí hubo de labrarse una reputación para que fuese respetada por los capitanes de los ejércitos que se unieran a sus filas. La forma más fácil en que uno respetará a otro era matando, eso habían dicho las otras voces que no correspondían a Sham ni a Minal.

Sonrió de oreja a oreja, antes de estamparse de lleno contra el imbécil Him que la había insultado.

 

La llegada de Adelí fue fatal, en pocos minutos el ejército de los clanes quedó reducido a un campo de cadáveres y armas abandonadas. Los caballeros y soldados de la Orden empezaban a limpiar sus propias armas, aunque algunos ni siquiera hubieran tenido oportunidad de luchar, y a enviar exploradores para evitar ser tomados por sorpresa. Fue una batalla demasiado fácil, a pesar de la artillería del enemigo. Como Ushi había dicho, ni siquiera tuvieron oportunidad de hacer una oleada contra ellos.

Ushi cabalgaba entre los soldados, estudiando sus bajas. Dos docenas de soldados propios habían caído. Dos docenas por quince mil enemigos. ¿Qué tal le había ido al otro frente? Ziyen era un excelente comandante, mejor que ella, y quizá no hubiera perdido a ni uno.

Ushi encontró a su hermana sentada en el suelo, con el mosquete sobre las piernas, apenas lo había necesitado para la batalla. Su carga consistió en blandir la espada y que sus Caballeros de lo Blanco hicieran el resto. Los muchachos sufrían de conmoción de batalla, y quizá Adelí igual, pues las manos les temblaban y se mantenían cerca de sus monturas. Ushi entendía lo bien que hacía mantenerse cerca de un buen amigo, palmeó el cuello de Jade y esta resopló a satisfacción.

Los ojos cuarzosos de Adelí estaban desenfocados, como cuando le atacaba la demencia. Rodeada de hierbajos y extremidades, alguna que otra mano aferrada a la espada. La sangre le recorría el rostro como una obra de arte mal hecha.

—La lucha ha terminado –informó Ushi, tenía que adoptar su papel de militar para que su hermana se mantuviera en contexto con el entorno–, en principio. Es probable que algunos hayan huido a través de las depresiones del terreno o de las hendiduras que llevan al bosque. Sea como sea, si eran todos los clanes, les hemos exterminado.

Adelí levantó solamente uno de sus labios, otra secuela de la demencia, y respondió.

—Eres una buena hermana.

Ushi asintió y mantuvo a Jade cerca de Adelí. La yegua se lamió la mejilla, con su áspera lengua, y luego bufó hacia Cuervo que se mantenía descansando en el suelo, con las patas contraídas.

—Esos muchachos, ¿qué piensas de ellos? –preguntó su hermana con voz queda–. Han asesinado a muchos, quizá cada uno a diez enemigos.

—Creo que no deberían de estar aquí –respondió Ushi con sinceridad–. A penas tienen edad.

—Tú empuñaste la espada cuando eras una niña –Adelí levanto el rostro para mirarla directamente a los ojos.

Ushi se retiró el yelmo para permitírselo. Descubrió su cabello corto hasta las orejas, estas alargadas y los ojos enrojecidos por no poder cerrarlos durante la batalla. Ni siquiera había hecho falta usar milagros.

—Para protegerte.

—Ellos me protegen ahora.

—Lo sé, pero la situación es diferente. Las únicas batallas están aquí, en Galinor. Akxesh goza de paz, así que esos chiquillos podrían estar haciendo otra cosa en vez de asesinar a otros.

Adelí asintió y se puso en pie cuando miró en la distancia a Ziyen quien llegaba acompañado del rey Telca. Le pidió a Ushi hablar más tarde de sus opiniones.

—Como siempre, sus órdenes fueron acertadas, mi señora –dijo el elegante hombretón. Tenía ciertas heridas en el cuerpo, raspones más bien, y algunos cortes en la cota de malla. Su rostro, ni una sola magulladura.

Ushi respetaba a Ziyen, pero se andaba con cuidado con él. Era uno de los mejores capitanes de la Orden, con uno de los mayores ejércitos bajo su mando. Era leal a Adelí y solo para ella, en palabras propias del hombre: “La Orden existía por mero procedimiento. Su deber estaba con la maestre, hoy y siempre”. ¿Quizá la deseaba? Y si así fuera… Bueno, no. No tenía oportunidades con Adelí.

—Según los números, muy a duras penas componían una fuerza de veinte mil hombres –saludó el rey, desmontando para quedar a la altura de Adelí. Todos hicieron lo propio, era un rey menor pero aún había protocolos de etiqueta que cumplir. Nadie debía montar por encima de un rey, fuera Telca o fuera Zheng, un rey lo seguía siendo a pesar del tamaño de sus tierras.

—¿Necesita hombres para asegurar la ciudad? –preguntó Adelí al rey Telca–. Mis soldados tal vez quieran descansar.

—Bah –rezongó este–. Preferiría que se marcharán de aquí lo más rápido posible. Pero cierto, después de una lucha los hombres desean vino, carne y mujeres. Pueden acampar a orillas de la muralla sur.

—Corresponderemos a su amabilidad, rey Telca –respondió Ushi, era claro que su hermana no tenía ánimos para hablar. La conocía bien, antes de cada batalla se sentía extasiada, frenética y excitada. Pero luego de ella… no quedaba nada–. Gran maestre, puede marchar con el rey, me haré cargo del reto.

Adelí asintió y se despidió cuando el rey cabalgó devuelta a la ciudad, acompañado por los pocos hombres que lo habían seguido a la batalla. Leales hasta el fin. Poco después montó sobre su corcel, Cuervo, y cabalgó junto Ziyen quien le contaba cómo había caído sobre el otro frente enemigo.

Ushi dirigió a Jade hasta los muchachos que empezaban a ir detrás de Adelí.

—¿Quién de ustedes está al mando? –preguntó a los muchachos, todos se retiraron el yelmo y la miraron con una expresión que no pudo describir. La más afectada era esa chiquilla Isia. Fugacidad, ella era joven, pero había dos chiquillos entre ellos. Quizá de apenas una década.

—Vafar Selña, dos décadas, ojos de jade –se presentó una dama con la que compartía edad por dos años de diferencia. No era tan alta como ciertos ojos-gema, como Ushi, pero sí que tenía una complexión madura para su edad. Debía ser Lanatana o quizá Galinés por esos ojos redondeados y el cabello cobrizo amarillento, el rostro encuadrado y firmes pechos. Quizá si fuera de Lanatar, en esas tierras tenían un aspecto endiosado.

—Cabalgarán a mi lado, la Gran maestre debe descansar –les informó. Los chicos asintieron y subieron a sus monturas, los más pequeños con dificultad.

Cabalgaron más lento que los demás, Ushi se tomaría su tiempo para tratar esa conmoción que tenían.

—Mi señora –llamó Vafar, con la voz temblorosa–. ¿Dónde se encuentran sus caballeros, esos de las armaduras divinas?

—Los he mandado a escoltar a los hombres de la emperatriz. Aquí hemos terminado, pero temo por la seguridad de quienes cabalgan a nuestro encuentro.

Vafar asintió y viró su rostro, dedicó una mirada a sus hermanos y siguió cabalgando. Se aseguraba de que todos estuviesen con vida, aunque era claro que hacía unos momentos los había visto bien.

—¿Qué sientes al matar a un hombre, caballera Vafar? –preguntó Ushi, estudiando la respuesta de la muchacha. Era dos años más joven que ella, pero se veía mucho menor, sobre todo teniendo en cuenta que Ushi había desproporcionado su cuerpo hacía años.

Vafar cabalgaba con el yelmo entre las gruesas piernas. Los iris de jade le brillaban con la luz de las antorchas en la distancia y su cabello, casi amarillento y cenizo, le revoloteaba por detrás del rostro.

—¿Debo responder, mi señora? –preguntó, tímida. Tímida… aun cuando vestía esa armadura de lo más intimidatoria.

—Reconozco lo que sienten, esa conmoción de matar a un hombre –se explicó Ushi, haciendo que Jade cabalgará a un paso rítmico para tranquilizar a los caballeros–. No la has olvidado desde el día en que asesinaste a tu director de convento.

Vafar asintió con la cabeza gacha. Ushi suspiró.

—Eres una Caballera de Lo Blanco, a sugerencia mía de fundar esa clasificación entre los caballeros de la Orden, todos ustedes lo son –siguió diciendo, intentando no parecer engorrosa–. Son la muerte encarnada, caballeros que cargan con esa demencia de su maestre, pero siguen siendo Akxashanos. No es fácil dejar de lado la humanidad que habita en vuestros corazones, no debéis hacerlo, de ahí el significado del juramento: “Reconoce el Blanco que te rodea, pero también se consciente de lo Negro”:

—¿Cómo lo hace? –preguntó Isia. Los cabellos le volaban encabritados a pesar de esa coleta que llevaba–. ¿Cómo se sobrepone ante la muerte de tantos?, ¿cómo se mantiene serena?

Ushi se tomó un par de minutos. Luego, cuando tuvo la respuesta adecuada, habló. Cuando reflexionó sobre su actual vida.

—Nunca estoy en paz completamente y menos entro en el estremecimiento. Soy la tercera opción, una armonía entre ambos sentimientos –respondió, mientras dedicaba una sonrisa a Isia. Esta asintió, tal vez no convencida del todo, pero al menos tenía una opinión a la cual anclarse.

Los Caballeros de Lo Blanco debían formular su propia filosofía y quizá la de Ushi les sirviera.


Comentarios