XXVI
El Gris entre lo
Blanco y lo Negro
A pesar
de lo que por fuera se miraba, Gajlí estaba relativamente bien. En efecto, atravesaron
por barrios completamente incendiados y otros derrumbados hasta los cimientos,
pero, en general, todo estaba en total orden.
El
ambiente era tétrico, como los pensamientos que a veces asolaban a Adelí. Sobre
ella se alzaban enormes construcciones de acero, con apariencia de puentes,
pero sin acabar de serlo. Gajlí era una más de las tantas ciudades-estado que
había empezado a dar el salto industrial y era de notarse por las enormes chimeneas
que escupían humo negro y cenizas.
A
costas de la ocupación por la Orden, las familias seguían con sus vidas y
trabajos. Moviéndose en carrosas o, lo más ricos, en vehículos a motor. Las
fraguas expulsando chispas y llamas, martilleos metálicos en la distancia y
otras tantas características de un lugar industrializado. Qué bonito era el
progreso. Adelí sonrió, sinceramente.
—Me
prometiste vistas magnificas –dijo a Lewa, con una pequeña emoción en sus
labios.
—¿No
son de su agrado?
—Me
encantan –respondió ella, soltando por fin una sonrisa de oreja a oreja.
Lewa convino
con una finura en los labios.
Ushi
llegó al poco tiempo, luego de que la comitiva de Adelí se dedicará a mirar los
mejores barrios con los que contaba aquella ciudad que, en palabras de Lewa,
era lo más cercano a cómo se vería Galinor, la capital. Su hermana, que ahora
era capitana de una de las legiones más importantes dentro del ejército, iba
escoltada por dos caballeros ataviados con armaduras divinas. El primero,
Leonora, con degradados de jade, rubí y granates. El segundo, Feltder, con
tonos menos similares: obsidiana, diamante y tanzanitas.
Era
claro que Ushi no necesitaba a ni uno, era de las mejores espadachines en la
Orden. Sin embargo, Adelí se mostraba reacia a dejarla vagar por ahí sin
escolta.
—Maestre
–saludó Ushi, llegando al trote de su montura. Dedicó un saludo matrimonial a
Alegár, que consistió en llevarse la mano al corazón. Alegár hizo lo propio–.
La ciudad es vuestra. Los ejércitos se han rendido.
—Nuestra
–corrigió Adelí.
Ushi
asintió, sin más. No dio una pulla, ni hizo algún chiste. Mucho de ella había
cambiado, empezando por su aspecto físico que le daba aires de arte, como si un
artista hubiese intentado representar a un dios de la muerte.
—¿Qué
ha pasado en esta ciudad? –preguntó Adelí, mas porque debía dar una apariencia
a sus hombres que la seguían en una impecable formación auspiciada por Ziyen,
que por estar realmente interesada–. Pensaba que no te gustaba la lucha.
—Y no
me ha empezado a gustar –recalcó Ushi, haciendo virar su montura e indicando
que la siguieran–. Pensaba que conocía gran parte acerca de cómo lucha un
ejército, maestre. Me equivocaba. La cuestión con el rey Telca definitivamente
sucedió: sus ejércitos le abandonaron. Sin embargo, los grandes señores, líderes
de gremios o de las tantas industrias, organizaron comitivas insurgentes.
La
campaña, encabezada por Ushi y Ziyen, se movía a través de uno de los pocos
barrios que habían sufrido de los ataques. En ellos se miraba a ciertos hombres
con ropajes de obreros y armas a sus pies, algunos incluso llevaban mosquetes y
armas divinas. ¿Quién suministraba las armas? Raro, raro, raro. A esos los
subían a carromatos con dirección al palacio.
La
gente, que no había participado en las revueltas, los miraban con ojos ralos,
avergonzados de que su pueblo realizará tal acción a traición. Al parecer los Gajlí’s
eran más honrados que otros Akxashanos.
—Noté
que los ánimos se calentaban cuando las gentes se congregaban. Siempre animados
por uno de esos –señaló a los presos–. Así que declaré la ley marcial, eso solo
sirvió para que, por fin, tomarán las armas y empezarán a atacar a mis
patrullas.
—¿Cuántos
efectivos perdimos?
—Tres
nuestros por cien de ellos. En estas calles es mejor contar con infantería para
hacer cargas, ellos solo contaban con sus propios pies. Ahí tuvimos la ventaja.
—Una increíble
muestra de inteligencia –recalcó Ziyen.
Adelí
asintió satisfecha. Ushi era la mejor de sus capitanes. Claramente contaba con
ayudantes: capitanes menores, jefes de comitiva y esas cosas. Pero Ushi, a
diferencia del resto, parecía tener una visión aérea de cualquier campo de
batalla y tomaba las decisiones que mejor convenían a la Orden.
—¿El
rey Telca se haya en su palacio? –preguntó Adelí, haciendo trotar a Cuervo
justo por el lado de Jade, la yegua que montaba Ushi. Ambas monturas solaparon
sus hocicos unos segundos y luego continuaron con galante andar.
—En sus
habitaciones, he apostado Caballeros de Lo Negro para protegerle.
—¿De
los grandes señores?
—En
efecto, aunque están sometidos, debemos ser precavidos. Sus familias como
rehenes.
Adelí
le dedicó una sonrisa que su hermana no compartió. Ni siquiera se retiró el
yelmo para mirarla al rostro. Fugaz Ushi, se estaba volviendo tan seria que era
aburrido.
—¿Esos
son los nuevos caballeros? –preguntó Ushi luego de un rato, dirigiendo su
mirada a los cinco muchachos que cabalgaban justo detrás de Adelí.
Su
pequeño grupo lo encabezaba Vafar, aunque Halya era el mayor de todos ellos.
Parecían mostrar respeto por su hermana, bueno, después de todo ella los había
salvado de un director enloquecido por los recientes descubrimientos a las gemas
oculares. Inmensas fuentes de energía.
Adelí
sonrió nuevamente. Los zumbidos detrás de su nuca llegaban cuando se emocionaba
tantas veces, así que estaría incomoda por un buen tiempo. Era como tener
moscas rodeándola, susurrando.
—De
izquierda a derecha, Halya Nal, Dar Val Yelda, Vafar Selña, Isia Taí Galmar y
Xizin Luia Zhet –respondió Adelí.
—Tres
ojos-gema, un ojos-oro y un normal. Vaya grupo –suspiró Ushi, miró nuevamente a
los muchachos que agacharon las cabezas, protegidas por los robustos yelmos, en
señal de respeto.
—No los
apruebas –señaló Adelí, irritada. Al menos solo Ziyen y Alegár alcanzaban a ver
esa parte de flaqueza. El resto de capitanes marchaban muy detrás para notarla
indefensa ante la imponencia de su hermana.
—No
apruebo que niños empuñen armas, esos dos Dar y Xizin no llegan ni a la década
y media –gruñó Ushi, quizá recordando a los niños que antaño había educado–.
Además, dijiste que eran más de diez reclutas, aquí solo veo a cinco de ellos.
¿Dónde están el resto de esos muchachos?
Adelí
aferró las riendas entre sus puños, enarcando una ceja hacia Ushi. Cuervo, de
alguna manera notó su enojo y bufó a modo de burla. Adelí gruñó. Fugaz caballo
más arrogante.
—Es
mejor curtirlos ahora que son niños, así nadie se aprovechará de ellos en el
futuro. Y son suficientes, fueron los más valientes, escogidos por el mismo
destino. ¿El resto? Ellos siguen siendo aprendices, formarán parte de la
infantería en algún momento, pero, jamás serán caballeros. No bajo mi mando.
—Los
niños deberían formarse en la erudición –contrario Ushi, engrosando la voz–, no
hay necesidad de más soldados. Pronto todo terminará.
—Silencio
–ordenó Adelí con la voz gélida. ¿Qué pronto terminaría todo? Fugaz niña arrogante.
Ushi
asintió y no añadió más en todo el viaje. Alegár se separó del resto del grupo,
luego de dedicar a su mujer una palmada en los muslos, únicamente para
encabezar la marcha.
Pasadas
tres horas, luego de recorrer casi entera la ciudad, llegaron al palacio. El
lugar no estaba precisamente derruido, pero sí que presentaba signos de lucha.
Según Ushi, cuando Adelí le permitió hablar nuevamente, solamente la guardia
personal de Telca había permanecido firme a no someterse ante la Orden. Sin
embargo, la lucha no había durado más que unos minutos, el palacio había caído
con la misma facilidad con la que un soldado empuñaba su espada. Y los guardias
del rey se apostaban desequipados, vistiendo únicamente sus ropajes que
llevaban bajo las armaduras.
Al
frente de las puertas se posaban Caballeros de Lo Negro, no como el negro de
los reclutas que era aclarado y manso. El negro de esos caballeros era más
profundo y remarcado, con pocas franjas en hueso que ribeteaban las barbutas
cuadradas: la poca dualidad de esos hombres.
Los
Caballeros de Lo Negro eran precisamente infantería dispuesta a morir, hombres
con vidas que no valían nada, según ellos, y se habían unido a la orden con el
fin de ser recordados. Ellos encabezaban siempre la carga en batalla, iban al
frente casi desprotegidos, a excepción de una simple cota de malla y poco acero
protegiéndoles, con largas y anchas espadas, todo con el fin de ser valiosos
para alguien.
Hicieron
un saludo marcial de lo más encantador y sonrieron al ver a su Gran maestre. Le
cedieron paso cuando desmontó a Cuervo, miraron a la escolta de muchachos y
asintieron con respeto.
Adelí
se abrió paso por toda la estructura, no era para nada tan majestuoso como lo
sería el palacio capital, pero tampoco era tan austero para parecer mediocre.
Estaba adornado por muchos murales del difunto Galinor, como otros tantos de
los palacios menores, al parecer lo veneraban como un tipo de símbolo sobre la
autoridad. Adelí hizo una mueca y continuó su andar hasta que llegó a las
puertas de las habitaciones reales. Ahí encontró a otros dos Caballeros de Lo
Negro que le abrieron paso nada más verle.
Entró
en la habitación acompañada de Ushi, Alegár, Ziyen, su escolta de muchachos y
Lewa, el mensajero. Los dos primeros vistiendo esos ropajes grises, Ziyen el
blanco y negro de la Dualidad. Quizá ascendiera al capitán en algún momento, se
lo tenía que pensar bien. Quería mantenerlo cerca, pero no tanto, tenía que
pensarse que rango le iba a otorgar.
El rey
Telca estaba terminando de devorar un banquete. Se miraba tranquilo, pero
resignado. Dio una bocanada de aire y los miró detenidamente, se enfocó en los
colores que vestía Lewa y asintió.
—Rey
Telca –saludó Adelí con respeto, colocando el agarre en la empuñadura de su
arma, al cinto, e inclinándose levemente, lo suficiente para no degradarse a sí
misma–. Es un gusto conocerle en persona, escuché que, a diferencia de otros,
usted ansió luchar frente con frente. Una valerosa muestra de respeto para mis
hombres.
—Bah
–dijo el rey, limpiándose las manos y labios con una toalla caliente. Se paseó
por la habitación hasta llegar a un amplio espejo en el que empezó a lavarse el
rostro envejecido. Telca era delgaducho, de largos brazos y fuertes piernas,
casi era gracioso de no ser por ese cabello que apenas parecía crecer–. Los
hombres empiezan a ser débiles –siguió diciendo–, ahora solo pretenden luchar
en pequeños grupos.
—Algunos
lo consideran sabio –dijo Ushi. Siendo siempre, la tercera voz.
—Como
salteadores –contradijo el rey– para robar y violar. Pero esos imbéciles eran
caballeros e infantería, su deber precisaba combatir un frente. No rebajarse a
ataques por la espalda.
—Hubiese
preferido una carga –añadió Adelí, Ziyen asintió orgulloso–. No hay más honor
para un caballero que morir por la gloria de su nación.
—Los
tiempos están cambiando –dijeron Alegár y Telca, casi al mismo tiempo. El rey
lo miró, convino con asentimiento y siguió hablando él solo–. Con esas armas
tuyas todo cambiará. Las lanzas y espadas dejarán de ser útiles, ¿quién
cabalgaría contra el enemigo sabiendo que te pueden incrustar acero en tu
cabeza sin siquiera descubrirse? –rio despectivo.
Ziyen,
Alegár y Ushi guardaron silencio.
—Considero
que su ánimo no está engrandeciendo a su visión, rey Telca –dijo Adelí,
parándose a pensar que quizá el anciano tuviera razón. Se sintió más irritada,
pero no podía arremeter contra él. Le había prometido a Sham’Dala que no
volvería a matar a nadie solo porque estuviese molesta. No repetiría lo mismo
que hizo a Gerogeta.
Sham y
Minal armonizaron en su interior, señal de que estaban satisfechos con su
pensamiento.
—Escucha,
Dalian, y tómalo como un consejo para toda tu vida –replicó el rey, virándose y
sosteniendo la mirada–. Jamás dejes que el optimismo se sobreponga a tu visión.
Necesitamos de la Dualidad, siempre, de los ánimos malos y los buenos. Te lo
dice un viejo que ha vivido mucho tiempo.
Adelí consintió
y reparó en que el anciano se había afeitado el área del cuello. Quizá pensará
que lo harían ahorcar.
—¿Estará
dispuesto a jurar lealtad a su emperatriz Imya? –preguntó.
—¡Ja!
–rio el hombre–. Preferiría que me cortaran pedacito por pedacito antes de
hincar rodilla a Imya.
Adelí
enarcó una ceja.
»Sin
embargo –siguió diciendo–, bien dije que los tiempos están cambiando. Tengo una
nieta, esplendorosa como su madre, pero altanera como el jodido Galinor, aunque
la sangre de ese gordo no corre por sus venas. Le amo, así que la he nombrado
mi sucesora. Su padre se hizo una furia, pero un rey sigue siendo un rey.
—Entonces
acepta formar parte del imperio. Su nieta agradecerá un futuro de paz.
—Siempre
y cuando mantengan la autoridad que ostentamos sobre Gajlí –dijo el hombre–. A
diferencia de ti, Dalian, yo no deseo hablar en nombre de Imya. Gajlí acepta
unirse al imperio, pero mantendremos nuestra autonomía y levantaremos las armas
únicamente cuando toda la nación se vea amenazada, no antes. Los problemas de
Imya son solo de Imya.
—Comunicaré
sus condiciones a la emperatriz Imya, estoy segura de que aceptará –asintió
Adelí, sintiéndose ofendida por el comentario del hombre. ¿Que ella deseaba
hablar en nombre de Imya? Fugaz anciano decrepito, no sabía nada.
»¿Qué
pasa con los clanes? –preguntó.
—Oh
esos, bueno, no me corresponden. Me han abandonado y quizá…
Fuera,
en la ciudad, empezaron a planear esferas de acero, luego de un horroroso
rugido. Destrozaron parte de la muralla sur que rodeaba ese sector de la ciudad
y al siguiente momento empezaron a llover gritos y gritos, de niños y ancianos,
mujeres y hombres.
»Sí,
quizá se planteaban atacar la ciudad en cuanto les vieran llegar –Telca
chasqueó la lengua.
—¿¡Cómo
es que los exploradores no les han visto acercarse!? –rugió a Ziyen, tomándolo
por la casaca. Este solo la miró con los ojos entornados y negó con la cabeza.
—No
asustes al capitán –añadió Lewa, que hasta ese momento había guardado
silencio–. Esos clanes se mueven en las hendiduras del terreno, Torha, conocen
los bosques mejor que nadie. No me extraña que tus exploradores no los hubiesen
notado.
Adelí
gruñó. Sham y Minal empezaron a darle ideas sobre que ordenes dar. Fugacidad,
Adelí podía comandar espléndidamente, pero solo si se encontraba frente con
frente, no contra un enemigo que atacaba por sorpresa y más si contaba con artillería.
Para su suerte, Ushi tomó las riendas de la situación y salió de la habitación
gritando órdenes a los Caballeros de Lo Negro.
—¡Reorganizad
a las tropas! ¡Que los aprendices guíen a las gentes a un sitio seguro, a las
alcantarillas de la ciudad! ¡El resto formad! ¡Caballeros de Lo Negro al
frente, ojos-gema en segunda línea e infantería en la tercera, mosqueteros en
la retaguardia juntos a la legión de arqueros!
Telca
miró impresionado la facilidad con la que Ushi había controlado la situación en
el palacio. Afuera, los caballeros de la Orden empezaban a formar filas, los
capitanes rugiendo las mismas órdenes. Los aprendices correteaban de un lado a
otro, dirigiendo a las familias hacía los túneles que conectaban a las cloacas,
con niños o ancianos en brazos.
Adelí
suspiró, quitándose un peso de encima. Ushi era su mejor capitana, ella daba
las órdenes cuando Adelí no podía. Alegár y Ziyen se mantuvieron junto a Adelí,
esperando órdenes.
—Ve con
ellos –dijo a Alegár–. Comanda a tu legión, llévalos al valle y espera mi señal.
Utiliza las hendiduras, tal como han hecho esos clanes.
—¿Caballería?
—En
todos los ojos-gema de tu legión que puedan montar –afirmó.
Alegár
asintió en silencio con un saludo marcial y salió al trote de la habitación. Al
poco empezó a rugir improperios contra todo el que encontró.
—Que
pronto se vuelcan mis propias palabras contra mí –dijo el anciano–.
“Empuñaremos las armas solo cuando la nación se vea amenazada”. ¡Ja! Y
justamente atacan mi ciudad.
—Parece
muy calmado pese a la situación, rey Telca –dijo Adelí, afanándose un yelmo
cedido por Halya.
Otros
rugidos llegaron por el norte de la ciudad. Los clanes estaban atacando dos
frentes, y muy seguramente, intentarían rodearlos para terminar el trabajo con esa
misma artillería. Fugacidad, el equipo de asedio de la Orden estaba en sus
barcos, tendrían que atacar entre oleada y oleada.
»Deberíamos
preocuparnos –decía, mientras empezaba a susurrar órdenes a Ziyen. Le pedía que
dedicará sus tres mil efectivos a defender el ala norte de la ciudad.
La
escolta de Adelí se miraba nerviosa tras las armaduras, Xizin incluso temblaba.
Vafar se mostraba firme y Halya impasible.
—¿Por
esto? –rio el rey, despectivo–. No son más que muchedumbre que se ha hecho con
artillería. Te darás cuenta cuando la lucha comience, tus hombres arrasarán con
ellos.
—Espero
que así sea –el ansia empezó a apoderarse de Adelí. Fugacidad, siempre llegaba
antes de la lucha y tenía que tomarse un tiempo. Sudores fríos, picores en las
palmas, zumbidos en su cabeza y un raro enojo emergiendo de ella.
SÉ. Le recriminó Minal. Aquello no se sobrepone a lo que serás. Mirada firme, cuerpo firme,
alma firme.
No dejes que te consuma. Añadió Sham. Firme. Sé.
—Y será
–afirmó Telca–. Aún hay hombres que mantiene sus votos a la corona, defenderé
la muralla norte con ellos. Tengo un poco de cañones y suministros, podemos
echarlos de ahí.
—Ziyen
te apoyará –añadió, mirando a su capitán que asintió y se marchó con ímpetu a
dirigir a sus tropas.
—¿Y
usted, maestre? –preguntó con una risotada el rey. Mientras empezaba a vestir su
armadura, tuvo que dar un rugido para que unos criados le ayudaran con las
correas–. Tus chicos deben aprender a blandir esas espadas en combate real.
—Nosotros
iremos al frente –dijo–. Atacaron primero el sur, así que es de suponer que
quien encabeza las filas se encuentra ahí.
—Te
tomaba por una demente, como hacen el resto de reyes –dijo Telca, despidiéndola
mientras Adelí salía por la puerta–. Solo veo una niña que creció demasiado
rápido.
—Aún no
me conoce lo suficiente, rey Telca –respondió Adelí, saliendo al trote con sus
caballeros.
Lewa se
mantuvo firme en la habitación y empezó a dar informes al rey. Después de ello,
no supo más de él.
Como
Adelí bien había supuesto, el frente mayor era aquel del sur. Esos clanes casi
parecían, en su totalidad, Him, y no dudaba de que algunos estuvieran entre
esos ejércitos, enarbolaban tantos estandartes hechos a partir de pieles
endurecidas y vestían armaduras rudimentarias hechas a partir de cuero endurecido
y pocas placas de acero. Blandían más hachas y machetes que lanzas y espadas, no
había ni un escudo a la vista, ni monturas de algún tipo más que ciertos
gorrinos muy, muy, grandes.
Adelí
miraba el campo desde una colina contigua a la depresión donde se enfrentarían
los ejércitos. Pronto, hombres y mujeres se matarían entre ellos. Sangre,
sangre, sangre…
—¿Adelí?
–llamó Ushi a su lado, sacándola de su ensimismamiento. Era su hermana… lo era,
¿cierto?
Es. Dijo Sham.
Adelí
sacudió la cabeza con un ligero tic que no se le presentaba desde hacía meses.
Le hizo saltar los parpados y bailar los dedos entorno a la empuñadura.
—¿Qué
sucede? –preguntó, intentando relajarse.
—Ale…
El capitán Xue espera ordenes –dijo la chica en tono regio. Se veía imponente
con su armadura. El conjunto que había impuesto a su legión consistía en un
tabardo gris de serraje que se unía a un faldón sobre el que se montaban placas
de acero grueso del mismo color, la capa compartiendo tonos. Esa mujer se veía
muy, pero muy, atractiva.
Es alma de tu alma, tu hermana, aunque no
sangre de tu sangre.
Le recordó Minal. Fugacidad, estaba perdiendo el sino otra vez.
En
efecto, la legión de Alegár esperaba con impaciencia desde el valle, más al sur
desde dónde se alzaba el batallón de Adelí, a unas horas de la costa.
—¿Seremos
derrotados si no entran en combate? –se encontró preguntando. Se sintió
contenta de que las lecciones de Sham estuviesen funcionando, empezaba a
tranquilizar sus ansias, pero aún sentía los zumbidos y susurros.
—Posiblemente
no. He enviado una transmisión a la emperatriz, avisando del frente al que nos
enfrentamos –respondió Ushi, igualmente se veía impaciente por luchar–. Ha
dicho que una avanzadilla marcha hacia nosotros para tomar a los clanes por la
retaguardia, sin embargo, dudo que lleguen a tiempo. Es claro que este ejército
muy a duras penas está reunido bajo una autoridad, muy probablemente los Him. Fíjese
bien en ellos, no mantienen una formación específica y esos hombres con ropajes
de pieles no dejan de correr entre las tropas y gritar órdenes.
—Lo
preocupante será la artillería –señaló Adelí con el mentón.
—Parecen
de la vieja usanza –respondió Ushi–. Hacen más ruido que daño, son de los
antiguos cañones que se llenaban de pólvora. Tardarán demasiado tiempo en
recargar cada oleada y para eso ya les habremos barrido.
Adelí
asintió, siguió estudiando el frente. Ni un ejército se movía un solo
centímetro. Pero empuñaban como si les fuera la vida en ello. El enemigo se
miraba frenético, pero no se lanzaba al ataque. Entre todas las figuras destacó
un Him, era uno pura sangre, se percibía por su piel marrón, casi amarillenta,
y ese rostro achaparrado con marcas, como líneas profundas, circundantes. Se
adelantó a la infantería y enarboló un estandarte en específico: dos pares de
alas alrededor de una espada de acero blanco. Señaló hacia Adelí, y otro Him llegó
con un estandarte diferente, en él se leía en idioma antiguo: “Sangre de
Akxesh. Traición”.
—¿Qué sientes
al matar a un hombre? –preguntó a Ushi. Mirando directamente a los ojos de ese
último Him.
—¿A
cuento de qué viene su pregunta, maestre?
—Háblame
de tú, soy tu hermana. ¿Qué sientes al matar a un hombre? –volvió a preguntar,
furiosa, rabiosa.
—Dolor –respondió su hermana, sincera.
Los
espasmos llegaron con la respuesta. Adelí sonrió con la rabia oculta bajo el
yelmo. Ansiosa de dar muerte a ese arrogante Him.
—¿Y a
un Him?
—Nada.
—Protocolo
Negro –ordenó Adelí–. Informa a Alegár, tiene luz verde para usar milagros.
Ushi
asintió y, a pesar de su respuesta anterior, reacia trasmitió la orden. El
protocolo correspondía al empleo de la dotación de la fuerza para destrozar
filas en un abrir y cerrar de ojos. Ushi lo odiaba porque era demasiado cruel
para los soldados, aquella táctica destrozaba los cuerpos y la moral de un
ejército.
Los
zumbidos se encabritaron su mente haciendo temblar sus ojos. No quiso
cerrarlos, ansiaba ver la embestida de Alegár.
El
enemigo, falto en formación militar, notó la carga muy tarde. La legión de
Alegár llegó cabalgando y cayó sobre ellos como una tormenta sin control,
destrozando a un embobado frente de lanceros que buscaban defender, con enormes
escudos que llevaban el mismo emblema de las alas y espadas, los costados de su
pobre infantería.
No
pudieron detenerlos. La legión de Alegár embistió utilizando la dotación de la
fuerza, y se abrió paso hasta el centro del ejército enemigo. En un instante la
línea basculante había quedado completamente desecha, con los clanes aturdidos
y buscando a sus mal llamados capitanes para reorganizarse en bloques
defensivos.
Alegár
y sus hombres salieron por el otro flanco del ejército enemigo, de apenas unos
quince mil hombres. Quizá fueran treinta mil y estuvieran dividos en números igualitarios,
el resto estaría en el frente norte. De cualquier forma, la Orden, a pesar de
no contar con todos sus efectivos pues muchos navegaban por las costas para
enfrentarse a los navíos de los príncipes de Galinor, les dominaba.
—¿Qué
sientes al matar a un hombre? –repitió Adelí, con un hilillo de agresividad en
la voz.
Necia. Le recriminó Minal. Sham solo dio un leve
gemido de decepción. Ambos se retiraron a la profundidad de su corazón.
—Dolor
–repitió Ushi, mirándola por encima del hombro, a través de su barbuta.
Se
había vuelto demasiado alta, en comparación a los años en que Adelí la había
cuidado, ahora la superaba con creces y a lomos de Jade se veía enorme, casi
del tamaño de Alegár. No era una altura natural, se miraba alargada, con largos
dedos y piernas, fornida, pero sin estar musculosa.
—¿Y
ustedes? –preguntó a su escolta.
—Mataremos
si así lo pide, mi señora –respondió Vafar por todos ellos–. Somos la muerte de
los hombres, no sentimos.
Adelí
sonrió nuevamente, complacida por la respuesta de la muchacha. Sabía que Vafar
estaría asustada por su primer combate, pero su determinación la hizo
enorgullecer.
—Protocolo
Blanco –dijo.
Una vez
más los zumbidos amotinaron en su interior, esta vez acompañados de chirriantes
gritos que su mente creaba. Tuvo dificultades para reaccionar cuando Ushi gritó
la orden para atacar.
¿A qué
correspondía el Protocolo Blanco? Lo había olvidado. Era… Hmm… Fugacidad, ¿a qué
se refería esa orden?
No dejar a nadie con vida. Gimió Sham, revelándose como
una mujer bajita de piel encallecida y finas marcas pronunciadas que empezaban
en su cabeza y terminaban en la punta de sus dedos, de las manos y los pies. Hoy has fallado. No es decisivo, no te
dominará. No obstante, debes ser precavida. Se marchó nuevamente al
interior del corazón de Adelí.
Adelí espoleó
a Cuervo y cargó junto al resto. Cuervo, susceptible a los gritos en su mente,
relinchó al galope, engalanado por el ansia de batalla. Sus Caballeros de Lo
Blanco cargaban a sus lados para evitar que nadie la tomara por sorpresa. Halya
y Vafar encabezaban al reducido grupo.
El
frente de la Orden dio de llenó contra el ejército de los clanes, y la
avanzadilla de Adelí llegó desde la depresión en el terreno, junto a la Legión
de Serpientes que comandaba su hermana. Galopaba extasiada, húmeda en la
entrepierna, pero no de eses u otra cosa asquerosa, sino de placer y emoción.
Estaba aterrada, claramente, de encontrarse nuevamente en el centro de una gran
batalla, pero al menos eso le hacía sentirse viva.
Akxesh, estos no son tus hijos. Dijo Minal, antes de retirarse
al fondo de su ser y dejar a Sham al mando para proteger a Adelí.
En todo
el tiempo que había comandado a la Orden, Adelí hubo de labrarse una reputación
para que fuese respetada por los capitanes de los ejércitos que se unieran a
sus filas. La forma más fácil en que uno respetará a otro era matando, eso
habían dicho las otras voces que no correspondían a Sham ni a Minal.
Sonrió
de oreja a oreja, antes de estamparse de lleno contra el imbécil Him que la
había insultado.
La
llegada de Adelí fue fatal, en pocos minutos el ejército de los clanes quedó
reducido a un campo de cadáveres y armas abandonadas. Los caballeros y soldados
de la Orden empezaban a limpiar sus propias armas, aunque algunos ni siquiera
hubieran tenido oportunidad de luchar, y a enviar exploradores para evitar ser
tomados por sorpresa. Fue una batalla demasiado fácil, a pesar de la artillería
del enemigo. Como Ushi había dicho, ni siquiera tuvieron oportunidad de hacer
una oleada contra ellos.
Ushi
cabalgaba entre los soldados, estudiando sus bajas. Dos docenas de soldados
propios habían caído. Dos docenas por quince mil enemigos. ¿Qué tal le había
ido al otro frente? Ziyen era un excelente comandante, mejor que ella, y quizá
no hubiera perdido a ni uno.
Ushi
encontró a su hermana sentada en el suelo, con el mosquete sobre las piernas,
apenas lo había necesitado para la batalla. Su carga consistió en blandir la
espada y que sus Caballeros de lo Blanco hicieran el resto. Los muchachos
sufrían de conmoción de batalla, y quizá Adelí igual, pues las manos les
temblaban y se mantenían cerca de sus monturas. Ushi entendía lo bien que hacía
mantenerse cerca de un buen amigo, palmeó el cuello de Jade y esta resopló a satisfacción.
Los
ojos cuarzosos de Adelí estaban desenfocados, como cuando le atacaba la
demencia. Rodeada de hierbajos y extremidades, alguna que otra mano aferrada a
la espada. La sangre le recorría el rostro como una obra de arte mal hecha.
—La
lucha ha terminado –informó Ushi, tenía que adoptar su papel de militar para
que su hermana se mantuviera en contexto con el entorno–, en principio. Es
probable que algunos hayan huido a través de las depresiones del terreno o de
las hendiduras que llevan al bosque. Sea como sea, si eran todos los clanes,
les hemos exterminado.
Adelí
levantó solamente uno de sus labios, otra secuela de la demencia, y respondió.
—Eres
una buena hermana.
Ushi
asintió y mantuvo a Jade cerca de Adelí. La yegua se lamió la mejilla, con su áspera
lengua, y luego bufó hacia Cuervo que se mantenía descansando en el suelo, con
las patas contraídas.
—Esos
muchachos, ¿qué piensas de ellos? –preguntó su hermana con voz queda–. Han
asesinado a muchos, quizá cada uno a diez enemigos.
—Creo
que no deberían de estar aquí –respondió Ushi con sinceridad–. A penas tienen
edad.
—Tú
empuñaste la espada cuando eras una niña –Adelí levanto el rostro para mirarla
directamente a los ojos.
Ushi se
retiró el yelmo para permitírselo. Descubrió su cabello corto hasta las orejas,
estas alargadas y los ojos enrojecidos por no poder cerrarlos durante la
batalla. Ni siquiera había hecho falta usar milagros.
—Para
protegerte.
—Ellos
me protegen ahora.
—Lo sé,
pero la situación es diferente. Las únicas batallas están aquí, en Galinor.
Akxesh goza de paz, así que esos chiquillos podrían estar haciendo otra cosa en
vez de asesinar a otros.
Adelí
asintió y se puso en pie cuando miró en la distancia a Ziyen quien llegaba
acompañado del rey Telca. Le pidió a Ushi hablar más tarde de sus opiniones.
—Como
siempre, sus órdenes fueron acertadas, mi señora –dijo el elegante hombretón.
Tenía ciertas heridas en el cuerpo, raspones más bien, y algunos cortes en la
cota de malla. Su rostro, ni una sola magulladura.
Ushi
respetaba a Ziyen, pero se andaba con cuidado con él. Era uno de los mejores
capitanes de la Orden, con uno de los mayores ejércitos bajo su mando. Era leal
a Adelí y solo para ella, en palabras propias del hombre: “La Orden existía por
mero procedimiento. Su deber estaba con la maestre, hoy y siempre”. ¿Quizá la
deseaba? Y si así fuera… Bueno, no. No tenía oportunidades con Adelí.
—Según
los números, muy a duras penas componían una fuerza de veinte mil hombres
–saludó el rey, desmontando para quedar a la altura de Adelí. Todos hicieron lo
propio, era un rey menor pero aún había protocolos de etiqueta que cumplir.
Nadie debía montar por encima de un rey, fuera Telca o fuera Zheng, un rey lo seguía
siendo a pesar del tamaño de sus tierras.
—¿Necesita
hombres para asegurar la ciudad? –preguntó Adelí al rey Telca–. Mis soldados
tal vez quieran descansar.
—Bah –rezongó
este–. Preferiría que se marcharán de aquí lo más rápido posible. Pero cierto,
después de una lucha los hombres desean vino, carne y mujeres. Pueden acampar a
orillas de la muralla sur.
—Corresponderemos
a su amabilidad, rey Telca –respondió Ushi, era claro que su hermana no tenía ánimos
para hablar. La conocía bien, antes de cada batalla se sentía extasiada,
frenética y excitada. Pero luego de ella… no quedaba nada–. Gran maestre, puede
marchar con el rey, me haré cargo del reto.
Adelí
asintió y se despidió cuando el rey cabalgó devuelta a la ciudad, acompañado
por los pocos hombres que lo habían seguido a la batalla. Leales hasta el fin.
Poco después montó sobre su corcel, Cuervo, y cabalgó junto Ziyen quien le
contaba cómo había caído sobre el otro frente enemigo.
Ushi
dirigió a Jade hasta los muchachos que empezaban a ir detrás de Adelí.
—¿Quién
de ustedes está al mando? –preguntó a los muchachos, todos se retiraron el
yelmo y la miraron con una expresión que no pudo describir. La más afectada era
esa chiquilla Isia. Fugacidad, ella era joven, pero había dos chiquillos entre
ellos. Quizá de apenas una década.
—Vafar
Selña, dos décadas, ojos de jade –se presentó una dama con la que compartía
edad por dos años de diferencia. No era tan alta como ciertos ojos-gema, como
Ushi, pero sí que tenía una complexión madura para su edad. Debía ser Lanatana
o quizá Galinés por esos ojos redondeados y el cabello cobrizo amarillento, el
rostro encuadrado y firmes pechos. Quizá si fuera de Lanatar, en esas tierras
tenían un aspecto endiosado.
—Cabalgarán
a mi lado, la Gran maestre debe descansar –les informó. Los chicos asintieron y
subieron a sus monturas, los más pequeños con dificultad.
Cabalgaron
más lento que los demás, Ushi se tomaría su tiempo para tratar esa conmoción
que tenían.
—Mi
señora –llamó Vafar, con la voz temblorosa–. ¿Dónde se encuentran sus
caballeros, esos de las armaduras divinas?
—Los he
mandado a escoltar a los hombres de la emperatriz. Aquí hemos terminado, pero
temo por la seguridad de quienes cabalgan a nuestro encuentro.
Vafar
asintió y viró su rostro, dedicó una mirada a sus hermanos y siguió cabalgando.
Se aseguraba de que todos estuviesen con vida, aunque era claro que hacía unos
momentos los había visto bien.
—¿Qué
sientes al matar a un hombre, caballera Vafar? –preguntó Ushi, estudiando la
respuesta de la muchacha. Era dos años más joven que ella, pero se veía mucho
menor, sobre todo teniendo en cuenta que Ushi había desproporcionado su cuerpo
hacía años.
Vafar
cabalgaba con el yelmo entre las gruesas piernas. Los iris de jade le brillaban
con la luz de las antorchas en la distancia y su cabello, casi amarillento y
cenizo, le revoloteaba por detrás del rostro.
—¿Debo
responder, mi señora? –preguntó, tímida. Tímida… aun cuando vestía esa armadura
de lo más intimidatoria.
—Reconozco
lo que sienten, esa conmoción de matar a un hombre –se explicó Ushi, haciendo
que Jade cabalgará a un paso rítmico para tranquilizar a los caballeros–. No la
has olvidado desde el día en que asesinaste a tu director de convento.
Vafar
asintió con la cabeza gacha. Ushi suspiró.
—Eres
una Caballera de Lo Blanco, a sugerencia mía de fundar esa clasificación entre
los caballeros de la Orden, todos ustedes lo son –siguió diciendo, intentando
no parecer engorrosa–. Son la muerte encarnada, caballeros que cargan con esa
demencia de su maestre, pero siguen siendo Akxashanos. No es fácil dejar de
lado la humanidad que habita en vuestros corazones, no debéis hacerlo, de ahí
el significado del juramento: “Reconoce el Blanco que te rodea, pero también se
consciente de lo Negro”:
—¿Cómo
lo hace? –preguntó Isia. Los cabellos le volaban encabritados a pesar de esa
coleta que llevaba–. ¿Cómo se sobrepone ante la muerte de tantos?, ¿cómo se
mantiene serena?
Ushi se
tomó un par de minutos. Luego, cuando tuvo la respuesta adecuada, habló. Cuando
reflexionó sobre su actual vida.
—Nunca
estoy en paz completamente y menos entro en el estremecimiento. Soy la tercera
opción, una armonía entre ambos sentimientos –respondió, mientras dedicaba una
sonrisa a Isia. Esta asintió, tal vez no convencida del todo, pero al menos
tenía una opinión a la cual anclarse.
Los
Caballeros de Lo Blanco debían formular su propia filosofía y quizá la de Ushi
les sirviera.
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