La Divina Dualidad. XXV

 

XXV

La Orden de Blanco y Negro

 

Adelí Zhas Lin había muerto.

No estás muerta. Siseó Minal con su voz profunda y rítmica.

Adelí Zhas Lin había muerto hacía años.

Hmm. Gruño el Oyente, el ritmo se detuvo. Quizá no tuviera más intención de contrariar a Adelí. Menos mal, así se podría concentrar.

Adelí Zhas Lin murió hacía años y en su lugar había nacido una nueva mujer: Adelí Dalian Torha. Imya había sido de lo más generosa otorgándole la nacionalidad Karanavi. Adelí era una persona importante después de todo, no se podía permitir que su hermano la encontrara.

Se hallaba de rodillas en una habitación iluminada únicamente por la luz del sol que se filtraba a través del tragaluz, justamente sobre ella, un gran bloque de cristal tallado con marcas como los grabados que le recorrían desde el antebrazo hasta el pecho. Marcas que se había hecho con el objetivo de alterar su cuerpo. Las voces afirmaban que le daban presencia.

Dos mechones de su oscuro cabello le caían por delante de las orejas, el resto descendía detrás hasta la altura de los muslos. La espalda recta, cada mano posada en su respectiva pierna y los parpados bien firmes y cerrados.

Vestía únicamente una amplia camisola blanca que le descubría enteramente los brazos, cubriendo únicamente el torso. Los pantalones negros eran menos enormes que la camisola, y sostenía todo el conjunto con una gruesa y ennegrecida faja que se amarraba por la cintura.

El único sonido que se filtraba era el de unos animalitos correteando fuera, los tintineos de las armaduras, el pulir de las armas y los relinchos de las monturas.

¿Dónde se hallaba? Ah sí, Galileo. La ciudad al sureste de la capital de Galinor. El rey menor se había rendido sin entablar batalla, como otros tantos que habían preferido evitar una carnicería. Desde que llegarán a las tierras de Galinor, pocos osaban enfrascarse en combate directo con la Orden, así que dominaban gran parte del este. Sin embargo, el oeste y norte del reino resistían a pesar de las constantes cargas del rey Açebe y los múltiples asaltos marítimos de Imya.

Adelí tenía que reconocer que esos príncipes tenían madera para dirigir ejércitos, seis años en guerra y habían resistido como si fuera solo uno. ¿Cómo lo conseguían?, ¿quién les daba recursos y tropas? Zheng estaba muy lejos. Lanatar tal vez fuera quien soltará el oro y los suministros. Bien, tal vez la próxima carga fuera contra el rey del centro.

No te enfrasques en batallas que no han sucedido. Le aconsejó Minal en su interior, emergiendo luego de su periodo de asilamiento. Akxesh era, tú no eres.

Hacía tiempo que encontró la armonía en aquellas voces cedidas por Seixa, tenían su aire tétrico, pero, solo ellas habían conseguido mantenerla serena durante tantos años.

Sintió a Sham’Dala llegando desde la distancia.

Los aprendices están listos. Esperan tu presencia. Dijo con su voz enjovenecida. ¿Cuántos años tendría antes de ser convertida en Oyente? Sonaba como una señorita. La voz de Minal sonaba envejecida, viejo como las piedras debajo de Zheng, viejo como los mares Karanavi, viejo, viejo, viejo. Tan viejo como el propio Akxesh y las tierras de Galinor.

—Sham –le llamó Adelí, sin preocuparse por si alguien la escuchaba. Según Seixa, la demencia se había apoderado de Adelí, así que ella no se esforzaba por ocultar sus alteraciones en la memoria del tiempo, su conducta agresiva o incluso los trastornos auditivos que ya no correspondían a los Oyentes, sino a las propias injurias que creaba su destrozada mente. Las voces que le susurraban su desgracia, su pronta muerte.

Dala. Corrigió la mujer con aires de sabiduría.

—Sham –corrigió Adelí, le gustaba más eso, Dala no era estético–. Envía tres sombras a Ushi, ella sabrá que quiero decirle.

Ordenar a quienes reptan puede ser peligroso. No eres, aún pretendes. Le recordó Sham, con cierta razón. No se podía controlar del todo a esas cosas. Haces bien en imponer, pero hasta el rey más poderoso es capaz de hincar la rodilla ante lo que desconoce.

—Aprecio el consejo, Sham. Cumple tu cometido, yo me encargaré de las consecuencias –dijo Adelí. Al momento Sham siseó una orden en el idioma antiguo y tres sombras, de las tantas que se escabullían en Galileo, partieron a cumplir su cometido.

Un ojos-gema puro no conseguiría ver jamás a aquellos seres, sin embargo, Ushi no era pura. Había algo en ella que hacía temblar las Conexiones y permitirle atisbar más de lo que debería poder mirar. La señal que Adelí le había enviado se presentaría como pequeñísimos abultamientos en la tierra, señal que indicaba empezar a formar hileras con los hombres. Pronto se reuniría con ella y proseguirían la marcha hasta la capital, dónde encontrarían a Imya.

Adelí Dalian Torha se palpó el pecho, como cada mañana, para comprobar que seguía con vida, consciente, y no muerta o en algún tipo de sueño. Se arañó los brazos, tintineó el suelo de madera blanca con los dedos y entrecerró tres veces los puños. Cuando se comprobó consciente, entonces se puso en pie, dejó caer su camisola al suelo y la sustituyó por algo más ajustado sobre lo que vistió una cota de malla. Luego, una manta blanca que pretendía hacer de túnica, con el Espejo a modo de símbolo en el pecho, y unos pantalones anchos en los que aferró grebas de acero ribeteadas con diseños Karanavi.

Al cinto asió su espada ancha y, con una cinta de cuero alrededor de los hombros, el mosquete.

A travesó zonas que procuraban hacer de puertas, los jardines de la mansión del rey menor Lars eran preciosos. Había lámparas de piedra, con agujeros sobre los cuales colocar velas u otro tipo de iluminación, arcos mucho más altos que el propio Frederick y tanto verde que hacía estornudar a Adelí. Cerca de las habitaciones principales encontró a una comitiva de sus hombres. A diferencia de Adelí, vestían indumentarias mucho más labradas y atractivas: armas enjoyadas, armaduras con adornos en hueso y azabache, yelmos de lo más toscos y tantas monturas como flores había en el jardín. Muchos de ellos eran grandes señores, mercenarios que tuvieron buenas vidas, normal que fueran tan engalanados. Aun con todo, mantenían los colores de la orden: blanco y negro.

—Gran maestre –le saludó Ziyen, capitán de uno de los mayores grupos militares que conformaban la orden.

Como cada día, iba impecable. Afeitado hasta el punto en que se apreciaba una ligera recubierta grisácea entorno a la quijada, el cabello bien aceitado en dirección a la nuca para evitar que le distrajera en batalla. Los ojos marrones, inexpresivos, ligeramente delineados y los labios muy tenuemente abrillantados. Debajo del brazo sujetaba su sallet, un tipo de yelmo que solo dejaba visible la vista en una fina línea, normal que a duras penas tuviese cicatrices rondando su rostro cuadrado.

La infantería de aquel Lanatano contaba con cerca de tres mil de los efectivos más regios que se podían encontrar en todo Akxesh. Y hacía honor a su tierra natal, según decían los aprendices, eran tan rico que quizá pudiera comprar uno de los diez pabellones del rey Lanatar.

—¿Hay algo que merezca mi atención? –preguntó Adelí, irguiéndose tanto como pudo para imponerse ante aquel hombretón de anchos hombros y fornidos brazos, y aun así le sacaba tres cabezas de altura. La armadura no hacía más que resaltar su inmensa presencia.

—Gajlí ha caído, maestre –informó Ziyen con una prolongada reverencia. Fue tan formal que casi parecía un mal chiste. Su voz era impresionantemente profunda y rasposa, era casi el hombre perfecto de no ser por su altanería–. Nuestras tropas marchan ahora mismo por el interior de la ciudad, cuando tengan el palacio en sus manos, enjuiciarán al rey menor de esa tierra.

—La justicia la imparte el que dirige los ejércitos, Ziyen –recalcó Adelí, mirándolo por encima del hombro, parpadeó tres veces–. Ordénales en mi nombre asegurar la ciudad, sin espadas, Ushi odia las carnicerías. Y que protejan al rey Telca, yo lo ajusticiaré en nombre de la emperatriz.

—Sus deseos son ordenes por las que ardo en deseos de cumplir –respondió el hombre, nuevamente con esa larga reverencia. Parecía lindo algunas veces, otras, era despreciable.

—¿Algo más?

—Los príncipes han enviado exploradores hasta las alquerías más cercanas a Galileo. Escoltaban a un mensajero.

—¿Los han matado?

—Viven, mi señora. No cometieron delito alguno por lo cual fuera necesaria una espada en sus cuellos; de cualquier forma, los exploradores se marcharon hace un tres horas y el mensajero espera en una de las habitaciones principales.

Ziyen hablaba tan formal, tan regio, ¿cuánto de toda esa lealtad era menos que una mentira? ¿En qué momento se revelaría para tomar posición en la orden?, ¿de verdad le era tan leal?

Adelí no se podía estar tranquila con esos pensamientos, y como ese hombre había otros tantos más: hienas esperando a hincar los dientes.

Shjandä Rhaklar –le acusó.

—El idioma antiguo no es mi senda, maestre. Lo interpretaré como una orden para cumplir lo antes dicho –reverencia.

—Escucha lo que tenga que decir el mensajero he infórmame luego de la ceremonia.

Reverencia, reverencia, reverencia, reverencia. El hombre hizo solo una, pero fueron como miles. Cientos y cientos de reverencias sin sentido.

Sé, no pretendas. Le tranquilizó Minal. Vaya voz más pretenciosa.

Adelí hizo acopio de fuerzas para tranquilizar sus enojos y siguió andando entre los hombres. Cada vez que se aproximaba a uno, estos hincaban las rodillas con viveza y apuñalaban al suelo con sus anchas espadas. Todas llevaban el Espejo labrado en la guarnición.

—Gran maestre –dijo cada uno de ellos. Como un canto de ángeles, profundo, galante y majestuoso.

Alegár estaba frente a las puertas. ¿Por qué?

—No has marchado –le recordó Adelí.

El joven asintió sin hacer reverencia. Vestía ese tosco yelmo y una enorme capa, grisácea con el Espejo en negro, a las espaldas, sobre una túnica del mismo tono.

—No hallaré mejor campo de batalla que este –dijo, con solemnidad–. Los aprendices necesitan un buen maestro de armas después de todo –rio, como cuando era un niño. Como cuando todo era diferente.

—Si ese es tu deseo, entonces que así sea –respondió Adelí–. ¿Están listos? Mentalmente, quiero decir.

—Los hemos preparado con eficacia, aunque es posible que algunos se sorprendan. De cualquier forma, los que logren acreditar la iniciación, tendrán que abandonar la cordura por seguirte –bromeó.

—El temor inspira –le recordó, enarcando una ceja a modo de broma–. Así te casaste.

Alegár asintió con una risotada y encabezó el andar hacía la cripta en donde se llevaría a cabo la ceremonia.

Al entrar, Adelí se encontró a quince muchachos de todas las edades, el más pequeño quizá rondara los doce años y el mayor de todos las dos décadas y media. Todos vestían túnicas negras y fajines blancos: eran aprendices así que los deseos se sobreponían a la devoción. Eso cambiaría aquel día. Las voces encabritadas empezaron a susurrarle quienes serían aquellos que levantarían sus espadas en nombre de Adelí.

—¿Cuántos son ojos-gema? –preguntó Adelí, andando frente a ellos, haciendo tintinear su cota de malla y espada, y raspando el suelo con las botas. La voz profunda de una joven acercándose a la adultez.

—Los primeros tres, el otro es un ojos de mineral. Desertores del convento de Galileo –explicó Alegár, señalando a una muchacha de cabellos andrajosos, un joven de barba cuadrada, un niño de apenas una década y una muchacha de lo más atractiva que tenía ojos redondeados y cejas pobladas.

—¿Cuántos han empuñado un arma? –habló al resto de los aprendices, solamente la joven de cabellos andrajosos, el hombre de la barba cuadrada y un normal al fondo, levantaron las manos, pero, mantuvieron las rodillas en el suelo.

—Nombres –pidió saber.

Alegár formó detrás de ella como el guardia que debía ser. La Gran maestre siempre debía estar protegida de todo lo que sus ojos no podían ver, por tanto, su espalda siempre la protegería Alegár o Ushi.

—Halya –habló el muchacho de la barba cuadrada y ojos de oro–. Halya Nal. Sin padre.

—Isia Taí Galmar –dijo la muchacha de cabellos andrajosos e iris de diamante.

—Dar Val Yelda –dijo el normal del fondo. Su rostro era joven, quizá rondara la década y media, pero tenía finas arrugas que lo hacían parecer mucho más mayor.

Los otros dos ojos-gema no respondieron, no habían empuñado armas. Pero Adelí sabía sus nombres por la lista que Alegár le había hecho llegar: Xizin Luia Zhet, doce años, ojos de rubí, y Vafar Selña, veinte años y ojos de jade como los de Ushi.

Adelí asintió.

—Edades –pidió.

—Dos décadas y dos años –dijo Halya. Curioso, un año menor que Adelí. ¿Se sentiría sobrepasado por la autoridad que ella tenía a pesar de tener casi la misma edad?

—Una década y ocho años –dijo Isia.

—Una década y cuatro años –dijo Dar.

Adelí asintió nuevamente. Los hombres que conocieran la sangre eran los mejores para reformar, fueran ojos-gema o normales.

Dio señal a Alegár para dar inicio a la ceremonia. Este hizo sonar una campana que indicaba a los asistentes el deber de cerrar todas las persianas y cortinas para sumir la capilla en total oscuridad.

Luego de unos minutos no hubo más luz que unas pocas velas al frente de cada aprendiz. Las voces emergieron con más frenesí. Según Sham, ni ella ni Minal podían escucharlas.

—Al seguir a cada caballero de la Orden, fuera la razón que fuera, han pronunciado el primero de los juramentos, tal vez no en voz, pero sí en corazón –empezó a explicar a los aprendices, mientras daba zancadas a través de ellos.

Sus botas raspaban el suelo de piedra con una paz increíble y el tintineo de sus metales acompañaba como una cacofonía envidiable. Ordenó a Minal y a Sham que se desplazaran entre los aprendices para susurrar sus palabras con la misma voz de Adelí.

—El primero de los juramentos: “Serviré y respaldaré al Todo en necesidad”. Servir a los caballeros de Akxesh, respaldar la fe de quienes empuñan las espadas.

—Lo juro por la sangre de Axies –dijeron al unísono.

Adelí ordenó a las sombras que hicieran una incursión en la capilla. Entraron en desbandada sin alterar el orden de las cosas, fueron como un río sin control, pero, dejando en paz todo a su paso. A ella le parecía que eran, pero Minal opinaba lo contrario.

Las sombras tentaron a los aprendices, les hicieron sudar al recordarles sus miedos, algunas incluso ocuparon el interior de los más débiles y pronto los abandonaron. Se posaron alrededor de todos ellos, mirándolos, curiosas.

—El segundo de los juramentos corresponde a la fe por la que tomaréis la vida de quien os amenace –siguió diciendo Adelí, acariciando los cabellos de cada aprendiz. Eran de todos los reinos, con cabellos ondulados, rizados y cortísimos, de colores negros, marrones y aclarados—: “Seré Dualidad”

—Lo juro por la sangre de Axies –volvieron a decir.

Tres aprendices cayeron al suelo, inconscientes, los primeros en fallar. Algunos les miraron curiosos, otros mantuvieron las miradas impasibles.

—El tercer juramento fue dicho por el propio Akxesh, transmitido en las piedras y los vientos, los ríos y los animales. El tercer juramento está impuesto en el todo: “Soportaré lo insoportable. Soportare la carga del Todo”.

—Lo juro por la sangre de Axies –dijeron una vez más.

Otros no soportaron la carga, cayeron siete más. Solamente cinco habían completado la iniciación: Halya, Isia, Xizin, Vafar, los ojos-gema, y Dar, el normal.

Serán. Dijeron sus Oyentes.

»De pie y pronunciad los juramentos al unísono, pues a partir de hoy comparten sangre y alma. Seguidme hoy y siempre y juren ser, antes que pretender: “Serviré y respaldaré al Todo en tiempos de necesidad. Seré Dualidad, la muerte. Y Soportaré para que otros no se vean en necesidad del sufrimiento.”

Los seis muchachos repitieron el juramento de la Orden e hincaron rodilla frente a Adelí y Alegár.

—Halya Nal, ¿juras ser, antes que pretender? –dijo con voz poderosa, potenciando su compostura con la dotación de la fuerza para no sentirse intimidada por la mirada muerta de aquel muchacho–. Antes asesinaste a tus hermanos, ojos-gema que te otorgaron la confianza. ¿Te crees con el honor de ser un Caballero de Lo Blanco?

—La muerte de mis hermanos pesa en mi consciencia – afirmó Halya–. Este sendero es mi penitencia y redención. Juro ser, antes que pretender.

—Isia Taí Galmar, asesina de ancianos y niños. Tú menos que nadie cualificas en gran ironía. ¿Juras ser, antes que pretender?

—Mis pecados dan el filo a mi acero, Gran maestre –respondió Isia, levantando el gesto y mirándola con sus bellos iris de diamante, transparentes, pronunciando sus venas y carne interna–. Juro ser, antes que pretender. Juro enmendar mi crimen y honrar las vidas que arrebaté.

Adelí asintió a cada uno y se dirigió al primero de los muchachos más pequeños.

—Xizin Luia Zhet, este camino destruirá tu corazón. Con eso en mente, ¿juras ser, antes que pretender?

El muchacho más pequeño de todos se demoró en responder, pero asintió.

—Lo juro, maestre –dijo, su voz tembló y sus ojos de rubí cambiaron de facetas. Qué lindo, estaba nervioso por ella. ¿Se sentiría atraído? Quizá Adelí pudiera enseñarle un par de cosas sobre la madurez.

—Vafar Selña, traidora del convento, asesina de quien te consideraba hija –Adelí se dirigió a la última ojos-gema antes de continuar con la iniciación.

La muchacha de rostro encuadrado agachó la mirada, avergonzada quizá, luego la levanto y miró directamente a los ojos de cuarzo de Adelí. El cabello casi liso le acariciaba las mejillas cinceladas.

—Mi delito fue proteger a mis hermanos –dijo. No estaba avergonzada, sino ¿ofuscada? Quizá estuviese aún conmocionada, Adelí conocía bien esa sensación. Ambas nunca olvidarían el momento en que dieron muerte a quienes fueran sus guías.

Aquellos cuatro ojos-gema eran los famosos que habían huido del convento. La caza a ojos-gema empeoraba en algunos sitios y los ejércitos de los reyes debían hacer guardia incluso dentro de los conventos. Ahí en Galinor, dónde no había un alto rey, la situación se había salido de control y el antiguo director del convento capital se hubo la necedad de intentar asesinar a los ojos-gema mejor cualificados, ya sea por ser pura sangre u otra situación, para hacerse con un par de armas o armaduras divinas, quizá joyas. Sin embargo, Vafar se adelantó a la situación, asesinando a l director, arrancándole el cuello con sus propias manos. Después de eso, el cuarteto huyó con Halya e Isai abriéndose paso con los filos, Vafar se encontraba aturdida –lo normal la primera vez que uno mataba–. Lo curioso era que un normal, trabajador del convento, les ayudó: Dar. El jovencito había tomado una lanza y empuñado contra quienes antes fueran sus guardias.

—Sea entonces esa tu carga y condena –dijo Adelí, parpadeando tres veces–. Vafar Selña, ¿juras ser, antes que pretender?

—Lo juro, hoy y siempre, Gran maestre de la Orden –la muchacha inclinó la coronilla como muestra de respeto. Sus hermanos sonrieron–. Seré la espada que usted empuñe.

Adelí los dejó tras su andar y se encaminó hasta donde se encontraba Dar, el normal.

—Dar Val Yelda, quien fuera traidor de quienes lo acogieron bajo un manto de bondad –le llamó–. Pecador, traidor y asesino, ¿aun así pronuncias los juramentos? ¿Con qué derecho?

—Mi delito fue la traición, en aras del corazón –respondió el niño de catorce años, miró en dirección a Isia–. Lo haría una vez más, si eso asegurara la vida de quienes merecen vivirla. Hoy y siempre seré traidor, siempre que sea lo justo.

Es. Dijeron Sham y Minal, las voces orgullecidas. Fugaces Oyentes, Adelí igual era.

—Sea entonces esa tu carga y condena. Dar Val Yelda, el pecado te asolará en cada sueño, cada mañana y cada pestañeo. ¿Juras ser, antes que pretender?

—Lo juro, Gran maestre de Blanco y Negro. Acepto mi condena.

Adelí asintió satisfecha con una sonrisa y se volvió hasta el frente de la cripta, al atril desde el que se había dirigido a los muchachos.

—Iniciados –dijo, con firmeza en la voz–, ¿servirán y respaldarán a todo hombre en necesidad?

—Lo juramos –dijeron.

—¿Serán Dualidad, la muerte de todo hombre?

—Lo juramos.

—¿Soportarán para que otros no vean la necesidad del sufrimiento?

—Lo juramos.

—Entonces formad frente a mí y empuñad sus armas al aire.

Así lo hicieron los cinco muchachos, desenvainaron y empuñaron las armas justo al frente de Adelí. Esta rodeó el atril y aferro sus palmas a cada una de ellas, empapando de sangre todo el acero y la carne de quienes empuñaban.

Al siguiente momento sus manos sanaron.

—A partir de este momento les asciendo a Caballeros de Lo Blanco. Vestid vuestras indumentarias con honor. Pues serán la muerte de los hombres y quizá algún día ocuparán el lugar que corresponde a Xue y Him, los Caballeros de Lo Gris –dijo, dirigiendo una mirada a Alegár quien se acercaba acompañado de otros ayudantes quienes cargaban las túnicas y capas blancas que vestirían los muchachos. Todas adornadas con el Espejo.

—Juramos ser fieles a lo pronunciado. Juramos ser la muerte de los hombres, el cargo de consciencia del Todo.

—Recuerden –Añadió Adelí, antes de concluir–. Durante toda su vida, recuerden: hoy son lo Blanco, desde este momento observen todo lo Blanco que compone vuestros entornos, pero sean conscientes de todo lo Negro que también existe.

Al terminar la ceremonia sus indumentarias les fueron cedidas. Las vestirían hasta que Adelí, o los hijos de sus hijos, considerarán que debían ascender a Caballero de Lo Gris. El peldaño menor al Gran maestre, su mano derecha. La finalidad del Caballero de Lo Gris era ser la tercera opción del Todo, no lo blanco ni lo negro, sino lo gris entre ambos. Era la voz de la razón cuerda del Gran maestre de la Orden.

—Envíalos a las caballerizas, que elijan y nombren una montura –dijo a Alegár mientras ambos se encaminaban a la salida–. Marcharemos en un par de horas, tengo asuntos pendientes.

Alegár asintió y se limitó a cumplir lo ordenado. Se alejó dando zancadas con los chicos correteando a sus espaldas. Tenía su encanto, hacía lo que le decían y quizá por eso Ushi se había emparejado con él.

Muy pocos. De quince, solo cinco. Dijo Minal, mientras Adelí se internaba en múltiples pasillos que le dirigían a dónde se encontraba Ziyen. Le había dicho explícitamente que le informará una vez terminará la ceremonia, en vez de eso, el capitán se tardaba la vida en llegar.

—Creí que los habían elegido bien –le recriminó.

Muchos de los caballeros que la miraban hablando sola se limitaban a dar acortadas reverencias. Le respetaban, pero también temían de su locura. Temían de un ojos-gema iluminado.

Y lo hicimos. Respondió Sham. Cinco son los necesarios para la tarea. Cinco forjarán. Cuatro permanecerán.

Adelí se detuvo con los parpados bien abiertos. Así que uno de ellos moriría…

—Preferiría tener a más. Ustedes afirman que necesitaré de una escolta especifica –siguió con su andar.

Cinco son pocos. Pero suficientes. Siguió diciendo Minal. Mantenerlos cerca de ti es sabio. Alejarlos significará tu caída.

Afirmas lo que no podemos ver, Minal. Le acusó Sham con voz queda, luego adquirió un ritmo titilante. La caída les hizo nacer. Sin embargo, alejados no precisan a destrucción.

Fugacidad no entendía una mierda de lo que hablaban aquellos dos. Había descubierto que eran tan viejos, tan antiguos que su forma de hablar era de lo más extraña.

Durante su primer contacto los había odiado por acercarla cada vez más a las garras de Seixa, sin embargo, mientras más grande era su Conexión con ellos, mejor congeniaba con ambos. Le revelaban parte de sus intenciones: acercarla a Seixa de manera que no pudiera tener un control total sobre ella, mantenerla cuerda durante los castigos de la diosa y sobre todo: darle pistas para evitar su pronta muerte.

—Necesito respuestas –se aventuró. Dio vuelta en una intersección y caminó otros diez metros más en la profundidad del pasillo, iluminado únicamente por lámparas eléctricas, de las nuevas, aquellas que no requerían tanta energía para funcionar.

Sé. No pretendas. Regañó Minal. Akxesh era, tú pretendes ser.

Tendrás respuestas justo cuando las necesites, no antes. Añadió Sham.

Fugacidad, la mujer muchas veces cedía a las peticiones de Adelí. Pero cuando se trataba de mirar al futuro, bueno, se ponía de un carácter endurecido.

—Temo que esas respuestas no lleguen en el momento adecuado –dijo, llegando por fin a la habitación donde encontraría a Ziyen.

Temerás más el día en que comprendas nuestras intenciones. Te quebrarás tan fácil, aun cuando los muros sean inmutables. Restalló Sham, no levantó la voz pues no era propio de ella, pero sí que sonó a una regañina. Limítate a cumplir con tus obligaciones pertinentes. De lo que será nos encargaremos nosotros.

Adelí asintió, no podría sonsacarles más así que se refunfuñó solapando su rostro contra la puerta de papel. Ziyen la abrió de par en par.

—Maestre –dijo, con gesto de sorpresa–. Me…

—Has tardado, te di una orden –respondió Adelí, alejándose del pecho de Ziyen. Su cabeza había caído justo ahí.

—Me… encuentro resolviendo una cuestión, mi señora –se explicó el hombre y señaló a la habitación–. Venga conmigo, si desea.

—Lo deseo –dijo Adelí y se internó en la habitación.

El lugar era de lo más maravilloso, tal vez incluso más que sus propias habitaciones, aunque sus habitaciones eran en sí una morada propia. Había arbustos pequeños, de pocas hojas y muchos tronquitos, lámparas de papel colgando de ciertos puntos específicos y una gran ventana circular que se adornaba con líneas en formas irregulares, dejando filtrar en la habitación las luces en todas direcciones.

El mensajero, enviado por príncipes de Galinor, se encontraba escribiendo una carta. Usaba una plumilla de gorrión y un tintero rojizo. La indumentaria, compuesta por un jubón de los modernos y unos pantalones de los viejos, le asentaba de maravilla con ese gorrito inclinado.

—Es un gusto saludarle, señor…

—Lewa –respondió el joven mensajero–. Solo Lewa, mi señora.

—¿Cuál es tu edad, Lewa? Pareces demasiado joven para tu cargo. Aunque más jóvenes que tú ya empuñan una espada.

—Dos décadas, mi señora. Recién cumplidas.

—Joven, ciertamente. En fin, ¿qué envían tus príncipes? ¿Han aceptado una salida pacífica?

—A luces del alba, no, maestre. Sin embargos, hay palabras de las cuales debo prolongar mi silencio. Citaré a mis señores: “Traed los ejércitos que hagan falta, Galinor no caerá. Aun así, la paz llegará a las vidas de quienes nos enfrenten”.

—Suena a una amenaza –dijo Adelí.

—Esa era la cuestión en que me encontraba –añadió Ziyen–. ¿Nos invitan a enfrentarlos a las puertas de la capital aun cuando nuestras fuerzas son mayores?

—¿Tú qué piensas, chico? –preguntó Adelí, dirigiéndose al joven normal que terminaba de escribir su carta, luego, la arrojó al fuego.

Raro, raro, raro, raro, raro, raro…

Serena. Dijo Sham. Temes a lo que no existe.

Cierto, no podía dejarse llevar por lo mínimo que pasara ante sus ojos, de lo contrario se perdería en sus pensamientos y las horas pasarían y pasarían y pasarían…

Serena. Volvió a decir la mujer.

—… No considero que deseen una lucha encarnizada –terminó de decir el muchacho. Fugacidad, se había perdido durante unos largos minutos. Ojalá no hubiese puesto una cara embobada.

—Es momento de que tus príncipes rindan la capital –dijo Adelí, se acercó al joven y estudió el resto de cartas que había estado escribiendo. No eran más que prácticas de caligrafía–. ¿Crees poder convencerlos?

—Soy un simple mensajero. Sin embargo, es posible, si usted es quien les convence.

—La ciudad está amurallada. Sitiada por dos ejércitos, uno al noroeste, otro por el sur y nosotros que llegaremos por el este. No hay palabras que cumplan mejor el cometido que nuestras acciones –le apremió Adelí, pidiéndole ponerse en pie y ordenando que la siguiera.

El trio abandonó la habitación, con Ziyen encabezando la marcha. Se dirigieron hasta las caballerizas y ahí encontró a su escolta: los cinco nuevos caballeros.

—¿Qué nombres han elegido para sus monturas? Recuerden que estos animales les acompañarán hasta el fin de sus días, y que no es el caballero quien elige, sino la montura –dijo Adelí nada más llegar, adoptando su papel de Gran maestre.

Los chicos asintieron mostrando su respeto y posaron una rodilla al suelo, al siguiente momento desenvainaron y exhibieron sus espadas. Luego, se encaminaron hacia sus monturas, la primera en hablar fue Vafar.

—Coral –dijo, señalando a un corcel de colores aclarados, únicamente las crines y las patas resplandecían en negro con puntitas cafés.

—Orgullo –señaló Halya a su montura, era el único de colores blancos que había. Tenía unos inmensos cascos y casi parecía el más grande de todos.

—Aura –dijo Isia. Su yegua era de la más estética de sus hermanos. Tenía pelillos, negros y moteados, bien lisos, sin una sola mancha en ellos. Las crines bien cortas y la cola destacando por su longitud.

—Pesadilla –la yegua de Xizin parecía todo menos una pesadilla. Era muy hermosa, con los mofletes bien gordos, los colores grisáceos y moteados con negros y las crines bien alargadas.

—Lealtad –el último en hablar fue Dar. Su corcel era un macho, no tan grande como Orgullo, pero sí inmenso. Sus colores principales eran el de los vinos, rojizos y vibrantes, y enormes manchas blancas.

Adelí asintió orgullosa, habían elegido buenos nombres y al parecer las monturas les habían escogido específicamente a ellos. Iban de lo más engalanados con esas vestimentas completamente blancas, de no ser por el Espejo en negro, los yelmos rústicos y las largas capas, montados en sus bellos corceles.

Cuervo, el compañero de Adelí, bufó cuando la notó embelesada por sus primos. Esta lo fulminó con la mirada.

Saludó a todos con un asentimiento y montaron para dirigirse a dónde Ushi.

—¿Conoces Gajlí? –preguntó a Lewa, mientras montaba en Cuervo al que le dedicó una regañina y luego una caricia detrás de las grandes orejas.

—La familia de mi mujer viven en la ciudad –informó el muchacho–. He escuchado que la ciudad cayó sin necesidad de la fuerza.

—Según los informes, el rey menor Telca intentó llevar a las gentes a las armas, e incluso a los clanes del rededor. Sin embargo, luego de ver a mis tropas, todos le dieron la espalda –respondió Adelí con una sonrisa.

El joven soltó un suspiro de alivio al plantearse que quizá su familia no estuviera en peligro, o muertos.

—¿Cómo es? La ciudad –preguntó Adelí–. Solo conozco historias.

—Como cualquiera en Galinor, señorita Dalian. Los caminos son adoquinados y las carretas y vehículos traquetean de maneras increíbles. Las lámparas se alzan a más de tres metros de altura y en los edificios viven tantas familias en comodidad.

—Suena a un sitio esplendoroso, Galileo es diferente. Mucho más como Zheng –sonrió, recordando sus habitaciones en la ciudadela de Galileo. Había pasado menos de cuatro meses viviendo ahí, pero se sentía tan acostumbrada a ellas que le fue imposible dedicar un gruñido melancólico.

—La presencia de Oriente se extiende hasta Galileo, sin embargo, más allá de esas tierras los paisajes dan un vuelco a la razón –afirmó Lewa.

Adelí asintió en silencio y se limitó a continuar la marcha. La encabezaba Ziyen y Alegár, a sus lados montaban los Caballeros de Lo Blanco. Durante horas el único sonido fue el de los cascos de los caballos, raspando la piedra, y el acero del resto de hombres a sus espaldas.

Por fin llegaron a Gajlí luego de un andar de cuatro horas, en las que observaron a muchos de los nuevos vehículos y tantos de los mejorados caminos de piedra lisada. En ese siglo el desprecio hacia los caballos se mostraba con claridad, empezaban a ser sustituidos por grandes vehículos capaces de llevar a casi una comitiva de soldados.

Ciertos barrios de Gajlí estaban envueltos en llamas. Raro. Se suponía que Ushi no había batallado.


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