La Divina Dualidad. XXIV

 

XXIV

La Penitencia de la Duda

 

Imposible –dijo la reina Tristan, envuelta en una toalla, desde los pechos hasta las piernas.

Luego de un largo baño, se encontraba desenmarañando los cabellos rizados de su hijo menor, Yían. A ojos de los desconocidos, era impresionante: de tonos oscurecidos, pero con mechones dorados y rojizos, incluso algunos de estos tendían a brillar azulados en ciertas ocasiones. Un niño de lo más maravilloso. Ciertamente Elenea y Kalá eran sus favoritos, pero Yían tenía algo que lo hacía diferente. Desde sus ojos citrinos que eran como perlas extraídas directamente del gigante rojo, hasta aquel cabello extravagante. Yían era…

—Mi señora –dijo Ili a su lado, interrumpiendo los sueños de Tristan. La mujer se hallaba sentada sobre un banquetal hecho de madera de ébano y rattan rojizo, como todos los colores de los benditos Zheng… Sea como fuera, la señora de casi siete décadas, mantenía una expresión de penuria y miraba cabizbaja al suelo de mosaicos intrincados, suspirante. Tristan deseaba demasiado poder curarle la visión. Se había pasado años enteros estudiando a los ojos-gema, con ayuda de Jesce, intentando hallar una cura para la ceguera. Pero nada habían conseguido. Tenía suerte de que Ili no fuera una loca como el resto de ojos-gema ciegos de antaño–. No será sano para el joven Yían ver a sus hermanos en las prisiones.

—Los hermanos de Yían son Kalá, Elenea y los ojos-gema bajo el mando de Jesce, Ili –respondió Tristan.

Ili se pasaba los últimos años convencida de que, con las reformas de La Divina Dualidad, era hora de perdonar el sufrimiento de los presos, que no eran muchos pues tantos habían muerto durante la condena y otros no eran más que exiliados.

—Todos los ojos-gema son hermanos, mi señora –contrarió Ili.

Yían la miró con el gesto confuso, hizo una gran sonrisa y la tomó por las manos, ignorando a su madre que dejó el cepillo enredado en sus cabellos. Tristan enarcó una ceja, mirándolo despectivo. Vaya mocoso de sangre Zheng.

—Tía Ili –dijo el muchachito, era tan alto como el padre, pronto cumpliría los seis años, y la voz era rasposa a pesar de su edad–. Eres una Yúan, ojos de mis gemas, mi sangre es la tuya.

Qué cosas podía decir ese mocoso elocuente, normal que sus damas de cría se embelesarán con él.

Ili jugueteó con sus pequeñas palmas, acarició los dedos con manos temblorosas y luego solicitó palpar el rostro del muchacho. Este aceptó.

—Está creciendo muy rápido, joven señor –dijo la mujer con una sonrisa en los labios. No tenía la dicha de ser madre así que disfrutaba de los momentos que compartía con Yían–. Con los años he aprendido a sentir tu Divinidad, serás el más grande de nosotros.

—¡Lo he visto! –respondió el muchacho con una sonrisa arrogante para su edad–. En un sueño –explicó, arrebatándose el cepillo del cabello y lanzándolo hacía la sobrecama. Tristan enarcó una ceja nuevamente–, blandía una espada y daba órdenes como padre.

—¿Oh sí? –preguntó Ili, siguiéndole el juego al chiquillo.

—¡Sí! –respondió este, ansioso de que lo correspondieran. Tristan no tenía esas atenciones con él, nadie había tenido los modos apropiados para criarla y menos enseñarle cómo criar. De ello se encargaban las damas de cría e Ili. Ella, pues, solo daba los genes y algunas veces besos en la frente–. También soñé con la Dama de Yíaxja.

—¿Quién es esa? –preguntó Ili, tomando al niño por los hombros y posándolo en sus piernas frágiles. No era madre, pero se comportaba cómo una. Quizá Tristan pudiera aprender de ella–. Conozco Yíaxja, pero en todos mis años no he escuchado de esa Dama.

—¡La Dama encenderá las llamas, tía Ili! –dijo el muchacho, quejoso, cómo si Ili pudiera entender sus disparates.

Tristan palmeó ambas manos.

—Es hora de tus lecciones, Yían –dijo–. Serás heredero, así que debes aprender tanto del mundo como puedas. Sabes que tu padre espera mucho de ti.

El chico asintió con felicidad, amaba sus clases por alguna razón que Tristan no comprendía. Sabía que Irin las había odiado al igual que ella, ambos en sus naciones respectivamente, pero su hijo las amaba. Estudiaba con tanta vehemencia que casi parecía estar bromeando de alguna forma.

—Cuando sea rey, la Dama y yo encenderemos las llamas de la esperanza.

—Claro que lo harán –respondió Ili y dio una palmada en su espalda. Tristan le profirió un beso en la frente, como Xia había hecho, y le indicó que fuera hacía sus damas para que los vistieran con el uniforme militar de acuerdo a su edad.

—¿Alguna vez le he contado cuando nació el rey Irin, mi señora? –añadió Xia, volviendo a agachar la mirada.

—Nunca lo hiciste, y pensé que entre nosotras no había secretos –bromeó Tristan, poniéndose en pie se dirigió hasta el armario, medio desnuda, y decidió vestir una camisa de cortes rectos.

Ili soltó una risita que hacía tiempo no daba.

—La difunta reina Idilin me lanzó un caso de agua, exigiendo que me largara del lugar.

—Mi difunta suegra era una mujer roñosa, lo sé –respondió Tristan, vistiendo unos calzones lisos con adornos de hilo de oro, sobre estos, unos pantalones de pana grisácea–. ¿A dónde quieres llegar, Ili?

—El rey Irin nació con ojos de fuego –añadió, mirando hacía Tristan, esta lo notó por el espejo frente a ella–. Era precioso, ámbar con llamaradas rojas, casi como el oro al fundirse. Pensé que era un ojos-gema de alguna gema desconocida para la época, como los ojos de mineral, pero al instante su pupila emergió: negra, oscura y profunda. Luego el iris cambió. Entonces lo devolví a los brazos de su madre.

Ili se volvió hacía ella, sosteniendo su gabán militar en una de las manos. La mujer hizo las manos en corazón, luego las separó y flexionó los dedos encallecidos.

—Irin es un hombre sabio, lo supe desde el momento en que lo sostuve entre mis manos. Sé que él me entenderá. Sé que él cumplirá mi petición.

—Xia, querida –respondió la reina, acuclillándose frente a ella para estar a la misma altura–. ¿Con qué palabras piensas llegar a Irin?

—Yo… –no pudo responder, intentó agachar la mirada, pero Tristan la sostuvo por la quijada.

—Si no tienes argumentos preparados, créeme que Irin te exiliará. Recuerda que sigues en estas tierras gracias al apellido que te di.

Ili quiso responder, pero al momento Tristan la interrumpió con voz más afable y acariciando sus mejillas.

—Puedes pedirme la vida del Titán, y posiblemente te la consiga, sin embargo, el resto es otra historia. Solo un capricho puedo concederte, no más.

Ili hizo un gesto de dolor que descorazonó a Tristan. A su edad las canas le cubrían completamente el cabello y las arrugas eran una parte más de su indumentaria. Los ojos opacos, sin color alguno, se le encristalaron a punto de llorar.

Tristan suspiró y siguió hablando.

—Mi marido sigue en duelo, lo sabes. Nunca se recuperará.

—Intente advertirle, majestad –se quejó la mujer con las cejas mostrando sus sentimientos.

—Pero –interrumpió Tristan, no tenía deseos de hablar acerca de un difunto que no conocería jamás, posando un dedo en los labios agrietados– y aunque me duele reconocerlo, Irin es susceptible a Jesce. Como dije, yo solo puedo conseguirte al Titán, a nadie más. Pero Jesce, ella podría conseguirte a todos.

—Jesce me odia.

—Y con toda razón –respondió con una risa, ayudando a Xia a ponerse en pie. Sus heridas habían sanado completamente, dejando gruesas cicatrices y una ineptitud en el andar–, pero tienen un lazo que las une: la traición.

Xia agachó la mirada, una fugaz vez más. Tristan la tomó de la mano y echó a andar hacia afueras de la habitación.

—Majestad, ¿puedo hacerle una pregunta? –dijo Ili, luego de un periodo en que únicamente caminaron en silencio.

—Claro, querida –contestó Tristan, risueña. Embelesó cuando miró a los lejos los jardines que Irin había mandado a construir para ella como regalo de bodas. Dedicó miradas lindísimas a cada criado que encontró y actos de decoro para cada soldado–. Estamos yendo a los jardines, por cierto.

—¿Cómo es su hijo, majestad? –preguntó, tímida.

—¿No lo identificas con las manos?

—Identifico su Divinidad –dijo Ili en un pobre intentó por explicarse con el idioma corporal–. Arde, como un arma divina, pero con la esencia de otra tierra. Un lugar que desconozco.

Tristan no respondió, no entendió nada de lo que decía Xia. A pesar de vestir joyas divinas no se sentía para nada como una ojos-gema. Siguió andando hasta llegar a los patios reales, dónde estaría el jardín. Los hombres tallaban el mármol de los arriates donde plantarían esos arbustos floreados traídos de Lanatar, trabajaban los arcones para los rosales y empezaban a apuntalar el suelo para rellenar con tierra y hierbajos esponjosos.

—Ili, ¿puedes ver la grandeza del sol? –preguntó, haciéndose visera con una mano.

—No, mi señora –respondió–. No puedo ver ni la mañana más refulgente, ni la noche más profunda. Pero recuerdo las puestas de sol, los días y despertares.

—Mi hijo es mucho más maravilloso que esos recuerdos –respondió Tristan con una sonrisa. Ambas se encaminaron hacia una de las bancas que estaban listas para usarse. Durante el camino ordenó a una de sus damas que fuera a buscar a Jesce–. Toca mi rostro, Ili –dijo, posándose las manos envejecidas de la mujer.

—Tengo bien recordado su rostro majestad –dijo Ili, acariciando con sus dedos moteados los labios carnosos de la reina, sus parpados y mejillas.

—Cállate anda. Usarás mi rostro a modo de guía –añadió con una risa–. Yían, a diferencia de mí, tiene una cara de lo más oriental, con una amplia frente y hermosos ojos rasgados. Sus mejillas son redondas y la quijada fina y partida. Odio su nariz aguileña, no tiene la perfilada de los Yúanes, pero amo sus ojeras de oso.

Ili calló un momento y siguió palpando el rostro de Tristan, luego sonrió.

—Debe ser muy lindo –respondió al cabo de unos minutos.

—Lo es, y raro también –añadió Tristan haciendo un gesto desdeñoso, volvió a tomar la mano de Ili para no hacerla sentir abandonada y se concentró en mirar el paisaje–. No le gustan los ciegos, desde, bueno ya sabes, ese incidente del prófugo. Eres la única a la que tolera, le haces bien. Tonterías de niños.

—Es un ojos-gema –Ili sonrió–. Nosotros igualmente excluíamos a los ciegos. Recuérdelo –su gesto se apagó.

Tristan no respondió a Ili más que acurrucando su cabeza en el hombro de esta. Le acarició las palmas de las manos moteadas por la edad, las piernas flacuchas bajo ese hábito negro y las mejillas arrugadas. Era bella a pesar de la edad. Recordó cómo, cuando la confianza se había asentado en ambas, había llorado con sinceridad para que le devolvieran su arma divina. Irin accedió luego de que Tristan se pusiera hecha una furia por los tratos de él hacia Ili.

Según Ili, esa arma divina era el único recuerdo que tenía de su ojos-gema más amada y la guardaba en su alcoba, posada sobre un cojín. Cada mañana se hincaba frente a ella, le daba un beso y se despedía para cumplir las labores de ese día.

A los pocos minutos miró a Jesce en la distancia, la chiquilla hizo un gesto displicente al ver a Ili.

—Majestad, hemos hablado de esto antes –dijo, poniéndose en firmes. Últimamente le había dado por vestir igual que Tristan y desgraciadamente la indumentaria le sentaba mejor, tanto que la reina hacía una mueca cada vez que la miraba. Llevaba un uniforme completamente militarizado, recto, de colores Zheng y con la bandana que Jesce había asignado a los ojos-gema como emblema: dos pares de ojos con iris de cristales–. Tengo trabajo que hacer. Si me disculpa, me retiro.

—No irás a ni un lado, Jesce –respondió Tristan con una sonrisita, la característica sonrisita para que todos cumplieran sus órdenes… o sufrieran su ira–. No lo parece, pero eres una rea también. En una jaula más grande, pero rea, al fin y al cabo.

Jesce respondió con un gruñido. Se cruzó de brazos.

—Siéntate anda –dijo Tristan.

Jesce aceptó reacia tomando asiento en el mismo banco. Tristan al medio y las dos mujeres, odiándose, a los lados. La reina sonreía sin importarle la situación.

—¿Por qué la odias? –preguntó al cabo de un rato de silencio incomodo–. Las dos pusieron clavos en la tumba de Krien, comparten la culpa.

—Yo no declaré falacias, me limité a decir la verdad –respondió Jesce, la voz se le había engrosado con la edad y sus ojos tanzanitas habían adquirido un reluz cada que el sol le acariciaba el rostro. A Tristan le daba la impresión de que incluso sus facetas cambiaban de formas, tenía casi tantas como Yían.

—Rompiste el voto de silencio –añadió Ili al otro lado.

—¡A cambio de salvar a mis hermanos sobrevivientes a la carnicería que tú provocaste! –exclamó Jesce. Tristan no entorpecía en la conversación, se limitó a sacar su paquetito de hojas amargas y empezó a mascar mientras canturreaba–. ¿Tú, en cambio, qué hiciste? ¡Mentir! Los condenaste –siseó.

«Eso lo hicimos nosotros, querida. Pero, bueno, quien soy yo para incluirme en esta disputa», pensó.

—Hice lo que hice para asegurar la supervivencia de los prisioneros de guerra –dijo Ili, con pesar en la voz.

—Aseguraste el Hierro y fuego, anciana.

Eso le caló incluso a Tristan.

Ambas mujeres continuaron discutiendo durante unos minutos hasta que Tristan se acabó fastidiando y las interrumpió, por fin, antes de que se arrancaran los cabellos.

—Los íbamos a matar, Jesce –dijo, mirando al frente con el gesto endurecido.

—¿Eh?

—Durante ese tiempo, Irin era diferente y Lanatar demasiado influyente –siguió explicando–. Habían acordado darles muerte, para evitar un ataque interno en la capital, y marchar a Karanavi para dar fin a la iglesia.

Jesce no respondió, pero su enfurecimiento era obvio. Su ceño se endureció, apretó los puños con fuerza y su tono de piel “vibró”, se tornó marrón y luego volvió a ser moreno aclarado.

Tristan la miró con los ojos bien abiertos. El sol nuevamente se cubrió con las nubes y la piel de la muchacha volvió a oscurecerse, lo que tranquilizó a la reina. Ojalá aquello hubiese sido solo un juego de luces, Tristan lo deseaba de todo corazón porque había sido de lo más sombrío.

—Hice… un pacto de sangre con Ili –siguió diciendo, mirando a Jesce con las cejas enarcadas, esperando a que nuevamente su piel “vibrara”, pero no pasó en ni un momento más–. Una tradición en mis tierras. A cambio de su declaración, dejaríamos a los prisioneros con vida –explicó.

—Iri… El rey Zheng no me habló de ello –añadió Jesce con la quijada encuadrada y el ceño encogido.

—Eres una rea más –le recordó Tristan con una sonrisa hipócrita–. No te digo nada más que la verdad. Esos hombres hubieran muerto de no ser por Xia y su declaración. Era veraz, aunque falsa, eso necesitábamos.

Jesce gruñó a modo de respuesta.

—Cómo sea. Jesce, Xia –siguió diciendo la reina, recuperando el porte sereno–. La realidad es que ambas dieron fin a una era –una sonrisa en sus labios destintados.

—¿Qué quiere de mí? –preguntó Jesce.

Ili ansió responder, removiéndose en su asiento, pero fue interrumpida por Tristan, al instante.

—Mi marido, el padre de mi hijo –enfatizó, para recalcarlo a la muchachilla que a veces no parecía recordarlo–, te tiene en alta estima. Ili quiere que abogues por los presos para conseguir su libertad.

Jesce suspiró e irritada se sacudió el castaño cabello quemado por los rayos del sol que hacían hervir las tierras orientales, lo llevaba muy a la altura de las orejas, como el corte de muchos militares, con patillas cuadradas y echado completamente hacia atrás. Era un aspecto masculino, pero fugacidad, se veía increíble. Fugaz muchachita.

—Es imposible –acabó diciendo–. El rey no lo consentirá.

—¿Lo ves, Ili? –dijo Tristan con una mueca. Ili agachó la mirada con un gemido prolongado, haciendo que Tristan se arrepintiera de la broma. Suspiró–. Jesce, mi marido te ha nombrado, por alguna razón, comandante de las filas ojos-gema.

—¿Pretende que lo miré cómo una forma de saldar mi deuda?

—Pretendo que lo mires con los ojos del título que ostentas. Tienes autoridad, aunque lo odio. Irás y conseguirás lo que Xia desea.

—Si así fuera… –intentó contrariar.

—Irás –recalcó Tristan.

En efecto, Jesce tenía autoridad, pero Tristan era una reina. Nadie podía contrariar a la reina de Yúan.

Jesce asintió, frunciendo los labios. La reina creyó que la conversación había llegado a su fin, pero se equivocaba, esa chiquilla era de lo más tozuda.

—¿Qué me dará a cambio? –preguntó.

—Un par de azotes como sigas intentando sonsacarme beneficios –sonrió e hizo un gesto desdeñoso con las manos–. ¿Qué te gustaría, Jesce? No puedo darte muerte, mi marido se pondría como una furia. ¿Propiedades?, ¿criados?, ¿A Kalá? Me gustaría un nieto ojos-gema.

Jesce meditó durante unos largos minutos en los que dedicó miradas a los florales y arbustos, a los árboles con esas ramas como grietas en el cristal y florecitas rojas en las puntas. Sonrió, tímida.

—No quiero tener cadenas –dijo, dirigiendo su mirada al sol. Esta vez su piel no vibró, pero, sus iris sí que compusieron una danza cambiante de formas, tal como sucedía con Yían. Las miles de figuras geométricas pasaron de ser regulares a volverse irregulares, cientos de veces; formas sin forma, líneas sin líneas. Quizá algunos ojos-gema tuvieran esa cualidad, definitivamente sabían muy poco de ellos a pesar de haber coexistido desde siempre.

Se miró las muñecas y siguió hablando.

»Siempre he tenido cadenas, primero en el convento, luego, en el palacio. Y ahora esta jaula, aunque es de oro, sigue siendo una prisión. Quiero ser libre, como esa muchacha en Galinor. Quiero un apellido que no esté reescrito por la iglesia. Quiero vivir.

Ili gimió al lado de Tristan, quien se descubría con el rostro perplejo. No consideraba a Jesce con tal filosofía, pero sus palabras tenían razón: el palacio era majestuoso, sin embargo, para ella, no dejaba de ser una prisión. Tristan se lo había recalcado durante siete años. Casi se sintió culpable.

—Te daré mi apellido: Yúan. Y la libertad.

—La libertad la acepto, el apellido no. Quiero ser una Zheng. Quizá de una casa vasalla, pero Zheng, al fin y al cabo.

Tristan soltó una risita.

—Suerte con eso, Jesce. Acepto. A partir de este momento dejas de ser una refugiada y recuperas tu nacionalidad como Zhengyin –declaró la reina en voz alta para que pudiera oír todo quien estuviera en las cercanías–. Si necesitas mi firma, consigue el documento pertinente. No puedo prometerte el apellido de Irin.

Jesce sonrió una vez más, olvidando por completo que hace unos minutos estuviese discutiendo con Ili.

—Jamás pensé que la señorita Lin pudiese lograr tanto –dijo Ili en un suspiro, sonrió y recordó en la distancia–. Alisian decía que Hua le había cedido su vida con un fin en concreto. Empiezo a pensar que…

«Un momento».

—¿Acabas de decir “Lin”? –le interrumpió Tristan de sopetón. Jesce igualmente se había puesto en alerta, con los parpados abiertos como cuencos de agua aclarada.

No podía ser posible, ¿no? Había pasado siete años junto a Ili y jamás había mencionado algo como aquello. Fugaces ojos-gema y su incapacidad social, guardaban mucha información desconocida porque no sabían expresarse al resto de normales.

—¿Mi señora?

—Te hice una pregunta. Quiero todos los detalles, Ili.

Ili suspiró, confusa por el tono en que Tristan había hablado. Empezó a explicar.

—¿Recuerda a Hua? La única ojos-gema de la que no supimos nada hasta que nació su hermana menor: Jesce.

—Lo recuerdo, siempre le cuentas esa historia a Yían. Sigue.

Jesce quiso interrumpir, apremiante a la información que tenía Xia. Tristan la detuvo, fulminándola con la mirada, anaranjada como los soles que llegaban a Yúan.

—Solo una vez ha llovido tan triste como el día en que nació la hija mejor de Idilin Lang, ¿sabe? –empezó a contar Xia, removiéndose en el duro asiento de mármol, mirando al sol que no podía vislumbrar–. Recibimos reporte del pronto parto de la reina, así que envié a un grupo partero, como manda el dogma. Hua insistió en que Axies le había hablado en sueños, afirmaba ser ella quien debía recibir al crío. Le permití ir, me arrepiento.

»El resto de la información es del dominio público: el grupo fue asaltado por los Hijos de la Fugaz cuando volvían al convento. Todos murieron a excepción de Hua, quien aún cargaba con la niña en brazos. Alisian, la actual maestre, las encontró a ambas a las faldas de la escalinata y fue ella quien me informó del nombre de la niña. Hua había susurrado “Adelí”.

Las sospechas de Tristan eran obvias y, aun así, Jesce preguntó, con el ceño fruncido.

—¿Cuál es su otro apellido? –dijo, disminuyendo el tono en su voz al notar la atención que les estaban prestando.

—Zhahs –Ili tenía un gesto de confusión en el rostro, luego cayó en la cuenta de que no se hallaba más en el convento, sino con la esposa del rey Zheng. Benditos ojos-gema y su incapacidad social–. Oh… –dijo, llevándose las manos a los labios. Los ojos bien abiertos, asustados.

—El rey Irin debe saber esto –exclamó Jesce, poniéndose rápidamente en pie y empezando a andar por el camino más corto hasta la sala del trono.

Tristan la tomó del brazo, con la presa más fuerte, aquella que les daba a sus sables, provocando un gritito proveniente de los labios de Jesce.

—No iras a ni un maldito lugar, Jesce –bufó la reina, irguiéndose en toda su altura para imponerse a la muchacha–. Irin no se enterará, ni hoy, ni nunca.

—Usted me dio la libertad hace unos momentos –recalcó la fugaz muchacha, la fugaz voz arrogante–. El rey merece saber que su hermano… hermana sigue con vida. Ya ha sufrido demasiado –dijo, sosteniendo la mirada a Tristan.

—Puedo matarte, Jesce. Me enfrentaré al enojo de Irin, cierto, pero puedo matarte. ¿Ahora eres ciudadana de Zheng? Perfecto, pues yo soy la reina de ambas naciones y estás bajo mis leyes.

—Soy una ojos-gema –susurró Jesce, apretando los puños y ensanchando sus músculos bajo el uniforme, con un ligero quejido en los labios. Los iris empezaron a bailar, cambiantes.

—Suelta una sola palabra más, Jesce, y te juro que voy a pasar la espada a toda esa maldita comunidad de ojos-gema –de la boca de Tristan bullía la bilis, al mismo tiempo que se le resecaban los labios por el temor a la complexión que Jesce había adquirido en unos segundos. Tristan se había enfrentado a hombres de mayor grueso en su juventud, pero nunca a un ojos-gema–. Siéntate y hablemos –ordenó, intentando no mostrar su flaqueza–. Tranquilízate.

—Lo tiene que saber –dijo Jesce, mas en una súplica que en reto. Los músculos de la chica volvieron a la normalidad, regresándola a su flacucho estado, y tomó asiento mientras se llevaba las manos a los cabellos–. Tiene que saber que vive –murmuró.

—Mi señora –murmuró Ili, quien no se había entrometido en la refriega de ambas, pero su expresión era de absoluto terror–. Me matará, el rey me matará. Le mentí y me matará. Hablé de lo que no debía y me matará –voceaba, adoptando la misma postura de Jesce.

Fantástico, ahora las dos estaban hechas un caos. Jesce afanada por la gloria de encontrar a la hermana de Irin e Ili recordando los traumas ocasionados por la tortura de hacía años, incluso había empezado a arañarse las enormes cicatrices en las muñecas.

—Coincidencias –exclamó Tristan–. Simples coincidencias, eso diremos si algún día mi marido se entera.

—Adelí Zhahs Lin –empezó a murmurar Ili, repetía “Seixa” en voz mucho más queda, casi inaudible–. Bebé de rasgos muy orientales, como Irilin Lin –casi parecía estar dando un reporte, como si repitiera palabras de hacía mucho, mucho, tiempo.

Tristan la acunó contra el pecho, como hacía para lograr tranquilizarla. Funcionó, en parte, Ili estaba muy angustiada

—Coincidencias –repitió Tristan–. Grábate eso en la mente, Ili.

La mujer aferro el rostro al cuerpo de la reina.

—¿Le negará la paz al rey Irin?, esa paz que él tanto ansía –preguntó Jesce, dando una mirada de disgusto a ambas mujeres.

—Él nos negó la paz –chilló Ili, apretujándose a la casaca de Tristan.

—¡Juramos lealtad a la corona! –espetó Jesce y Tristan dejó de contenerse. Soltó a Ili y sujetó por el cuello a Jesce, mientras se posaba sobre sus piernas, frente a ella.

—Escúchame bien, mocosa –empezó a hablar en voz bajísima mientras la tenía frente a frente–. Ese hombre es como una gran nube a punto de estallar en tormenta, como una chispa a punto de crear un gran incendio. Ese hombre empezó una cruzada y destruyó, como ustedes dicen, su paz, con el único fin de encontrar a su hermano.

Los ojos de Jesce estaban abiertos de par en par, ahora sí que tenía miedo de Tristan y eso era bueno. Tenía que empezar a respetarla.

»Ahora recuerda, y piensa detenidamente por una fugaz vez en tu maldita vida, esa mocosa cuenta con un poderoso ejército, la puta de Karanavi le ha dado un apellido, tiene alianzas con esos amantes y a la jodida Divina Dualidad cubriéndole las espaldas. ¿Crees que sería una reunión familiar con comidita y vinitos, Jesce? ¡No! Esa mocosa marcharía aquí con todo el poder con el que cuenta. No vendría por una reunión familiar, sino a cobrar venganza. Recuerda: ella vivió el asalto al convento.

»Guardaremos silencio, las tres –señaló Tristan, regresando a su asiento, dejando a una Jesce totalmente abrumada por lo dicho–. Mi marido no sabrá jamás de esto. Ahora, Jesce, lárgate a pedir ese indulto para los fugaces devotos –la despidió con un gesto. Añadió—: Y si me enteró de que abriste la boca, te juro, en nombre de mis hijos y de la sangre que corre por mis venas, que te haré pasar el peor de los infiernos.

 

Horas más tarde, luego de tranquilizar sus miedos y ansias con un baño, Jesce se encaminaba en dirección a los altos aposentos del rey Irin, en la cima de la enorme estructura paralela a la sala del trono. La torre, o mal llamada “torre”, no era precisamente una construcción dictada en los dogmas de Axies. Desafiaba toda Dualidad. Estaba erecta hacía el cielo, los techos curvos con cuatro puntas en la misma dirección, por cada piso, y en cada piso se podía apreciar un jardín circundante con flores de todo tipo. En la cima, luego de seis pisos de dos metros y medio de altura cada uno, después de subir por las enormes escaleras que rodeaban la inmensa torre, por fin llegó, exhausta.

Las puertas de la habitación estaban custodiadas por cuatro guardias que vestían las nuevas armaduras Zhengyin, fabricadas por los mejores herreros y proyectistas de Zheng. Consistían de una sola pieza de linotórax, de colores áureos, fuliginosos y anaranjados, apenas se podía ver el carmesí Zheng en las franjas, forjada a partir de acero fundido con una sola gema ocular a modo de catalizador. A pesar de los años seguían necesitando de ese fugaz almacén, aún no conseguían fabricar gemas oculares, aunque los tecnoprogresistas alcanzaban enormes progresos en los últimos meses. Un poco más y dejarían de lado esa barbaridad. Un poco más y se encaminarían a un sendero abandonado por Axies.

El resto de la indumentaria militar a duras penas tenía protección, dejaba expuestos los brazos y piernas, pues, al emplear los milagros hasta el mejor acero reventaba. Y empleaban armas normales: espadas, lanzas y algún que otro mosquete a la espalda. Todo el conjunto era enormemente caro de forjar, sobre todo aquellas armas a distancia, por tanto, solo la guardia personal del rey y otro puñado de soldados, comandados por algún alto señor, podían permitírselo.

Tal apariencia era la propia de Zheng, su diseño propio. Los eruditos de la Orden explicaban que fundir una gema ocular con cada pieza de una armadura completa conseguía que estas se adaptarán al repentino uso de los milagros o incluso se volvieran ligerísimas para los soldados. Tomaban la misma característica de las armas divinas, era casi como si las armaduras estuviesen vivas. Pero en Zheng estaba estrictamente prohibida la caza a ojos-gema, hacerle daño a uno solo desataba la furia del rey. El Hierro y fuego de Zheng. Razón por la cual las armaduras divinas escaseaban, y solo eran propias de la Orden o de alguno que otro convento hereje dónde socavaban las tumbas de antiguos ojos-gema.

Jesce consideraba todo aquello una aberración, pero no estaba en posición de recriminar a nadie, ella misma incluso consideraba a la Gran maestre de la Orden como una Diosa del progreso, y ella misma portaba joyas divinas.

Forzó el milagro de los susurros con el fin de calmar las ansias crecientes en su cuerpo, mirar tal indumentaria le hacía sentirse extasiada, pero a la vez asqueada. Las joyas vibraron en sus largos dedos, sus iris centellearon levemente y al siguiente momento dos palabras sin sentido llegaron a ella, acompañadas por un aullido en el viento.

Zezsezal. Heinxél.

Los susurros de Axies eran precisamente eso, simples susurros que conseguían armonizar el corazón de los ojos-gema que empleaban el milagro. Las palabras, como un canto, estaban compuestas por el idioma antiguo y tonos específicos de los Him, aunque no podría haber sabido que significaban. Sin embargo, Jesce las interpretaba como un consuelo del Padre Longevo.

Los guardias la miraron con gestos curiosos.

—Solicito una audiencia con el rey –dijo ella, ignorando las miradas.

El hombre asintió, reconociéndola por sus iris y el corte de cabello, haciendo una señal para que esperara frente a la puerta. Entró en la estancia del rey y luego de unos minutos salió por el mismo sitio permitiéndole entrar. Detrás de ella se cerraron las puertas, haciendo chirrear los postigos.

Irin Lang Zheng se hallaba frente a la luz de una pantalla asegurada en el muro este de la habitación. Estaba distraído, mirando fijamente los planos de la señorita Lin, quizá hubiera estado bebiendo de nuevo por el olor del vino que emanaba de él.

—¿Rey Irin? –llamó Jesce, desde la considerable distancia que los separaba. Las habitaciones de la torre eran grandes, cierto, pero la del rey lo era aún más.

Al no obtener respuestas del rey, Jesce se acercó con paso firme, pero temeroso, mirando fijamente el perfil endurecido por el ceño del hombre. Que bello era, Jesce no podía evitar odiarlo, sin embargo, tampoco podía evitar la fascinación que había adquirido por él.

—Mi señor –llamó, nuevamente, posando una palma en el hombro de aquel siniestro rey.

—¿Necesitas algo, Jesce? –preguntó el rey, tomándose su tiempo en responder. Alejó su mano, tomó una toalla húmeda, dejada a su lado en cuenco de agua fría, y talló su rostro suavemente–. He escuchado que podrían faltar recursos a los ojos-gema, destinaré un poco más del recurso del reino a tu gente.

—Los recursos no son importantes, mi señor –respondió ella con una sonrisa fina, el rey se preocupaba demasiado por los hermanos de Jesce–. Mi presencia es distinta a la que usted propone. Una solicitud de Xia Yúan, y mía, por su puesto.

El rey la miró de reojo, enarcando una ceja. No parecía molesto o melancólico como otras veces, pero era claro que seguía sufriendo su duelo.

«Su injusto duelo», se recordó Jesce. ¿Debería decirle? ¿Podría enfrentarse a la furia de la reina? Temía demasiado por su gente, la reina lo sabía y por eso la había amenazado con ese anclaje. No, no podía permitirse perder la paz que tanto había costado conseguir.

—¿Qué deseas? –preguntó el rey, poniéndose en pie y caminando hasta tomar asiento en su escritorio, desde el que empezó a redactar un documento, quizá para la solicitud de Jesce.  «“¿Qué deseas?” “Tú, no Xia”», dijo para sus adentros, con una sonrisa en los labios.

—Un indulto a los condenados.

—Esos hombres están pagando una condena, Jesce. Fin de la conversación –a sus treinta años la edad se había sentado fatal en el rey, a diferencia de Jesce quien conservaba un rostro fino y liso. El rey Irin parecía mucho más mayor de lo que realmente era. Algunas arrugas asomaban en su jaspeada piel y los músculos estaban endurecidos como curtidos por décadas, y décadas, de lucha.

—No hay más que verdad en sus palabras, mi señor –contestó, sentándose frente a él. Embelesándolo con las palabras, como sabía que le gustaba.

¿Si fuera una pariente del rey las cosas serían diferentes? El rey no era tan malo como el mundo lo hacía parecer. En efecto, Irin Zheng había hecho cosas terribles en el pasado, pero en el presente estaba mejorando. Los ojos-gema lo veían como un ídolo al cual aspirar, como un posible nuevo dios. Si así fuera, ¿podría Jesce ocupar un lugar a su lado?

«Es tu rey, y tu jaula es de oro», se recordó con amargura.

»Pero más verdad hay en los dogmas de Axies: no nos correspondía enjuiciarlos. Los devotos debieron ser juzgados bajo el Derecho Canónico de la fe. No por nosotros.

—La responsabilidad de un rey es juzgar a quien atente contra la corona y la fe de Axies. Esos hombres alzaron las espadas contra tres coronas, quién sino los reyes para juzgarlos. Márchate, tengo mucho que hacer –la despidió el rey, mientras arrugaba el documento que había estado escribiendo.

—No.

El rey la miró sorprendido de escuchar una oposición de su súbdita más leal.

«¡Imbécil!», se recriminó. Ahí quedaban sepultados todas sus oportunidades para interceder en el indulto de los devotos.

—Eh, quiero decir –intentó corregirse, nerviosa–… es peligroso.

—¿Qué puede ser peligroso para Zheng y Yúan?

—La Orden, mi señor. Están aliados con La Divina Dualidad.

—No legalmente.

—Pero lo están. La fe une los corazones de quienes empuñen armas en nombre de Axies –explicó Jesce. La Gran maestre de la Orden estaba excomulgada, pero el resto de los efectivos… esos seguían siendo hijos de Axies bajo los marcos de la fe–. A lo que voy majestad, no deberíamos tentar la chispa en el pedernal, un conflicto con la fe no sería igual que con Krien.

El rey la miró entrecerrando los ojos y dio un largo suspiró desdeñoso. Se cruzó en brazos, esperando un argumento mejor estructurado.

»Muchos de los apresados son familiares de altos miembros de la Orden, mi señor. Lo he investigado –siguió diciendo, intentando conseguir algo, lo más mínimo que pudiera. No lo hacía por Xia, lo hacía por su propio egoísmo, Jesce sabía bien lo que era estar en una prisión… aunque de oro, como bien se le recordaba.

—Jesce, no hay quien se enfurezca por esos presos –le recordó el rey, y tenía razón. Ni siquiera mestre Alisian se preocupaba por ellos.

Jesce dio un gruñido y agachó la mirada.

«Quizá…»

—La señorita Torha –acabó diciendo, sin tener un argumento preparado. Se detuvo al instante.

El rey se cruzó en brazos, estudiándola, sonriendo despectivo.

—¿Qué sucede con esa mujer?

—No es una mujer de palabras, según cuentan, no es estable mentalmente. Deberíamos alejarnos de todo lo que pueda suponernos un problema en el futuro contra ella, contra la fe –corrigió.

El rey suspiró, se puso en pie nuevamente y se paseó por la habitación hasta detenerse frente al plano que había estado estudiando. Era el prototipo de un nuevo vehículo: un armatoste sin aspecto cómodo, con cuatro planchas alargadas al lomo.

—¿Sabes por qué nunca los liberé? –preguntó.

—¿Resentimiento?

—Una advertencia –corrigió el hombre, rascándose la escasa barba de su rostro– para todo el que intentará levantarse contra mí. Durante mucho tiempo me planteé liberarlos, aceptar su inocencia, pero estos últimos años… algo va mal.

—¿Mi señor?

El rey hizo un gesto esquivo con las manos.

—Dame argumentos –dijo, mirándola con sus ojos rubí por encima del hombro.

—Han confesado su culpabilidad, es suficiente argumento. No tiene sentido su condena cuando Zhao es la nueva maestre e incluso ha retirado todos los títulos de Krien. Si los liberamos, Krien no podría hacer más que dar voces al aire, pero nada más, no supondría un peligro.

—Entonces me pides que los libere y pierda mi autoridad como rey. No entiendo a donde pretendes llegar, pides un indulto e insinúas que de no ceder habrá problemas. Me pides tener miedo.

—No, mi señor –«Piensa maldita sea. Jesce, piensa. Tranquilízalo»–. Mis palabras tal vez no sean las mejores, al igual que mi fe. Mi consciencia es mayor sobre las dos anteriores. La culpa me ha carcomido todos estos años, por eso le pido que les deje declarar una vez más. Una declaración pública en donde juren lealtad a todos los reyes de Akxesh, grandes y menores, soliciten el perdón y reciban la santa misericordia.

—¿Auspiciado por quién, Jesce? ¿Por Zhao? –rio, bosquejando sobre la gran pantalla, haciendo cambios en los bocetos.

—Auspiciado por mí –el rey se detuvo un momento, sorprendido, al siguiente siguió escribiendo. «Empuja un poco más, Jesce»–. Pediré la santa autoridad de los ojos-gema, aquí en Ciudad Dual, y yo los juzgaré –respondió, casi arrepentida al momento. Sus palabras eran prácticamente un alzamiento contra la fe, pero fugacidad, al menos así mantendría la atención del rey.

—La santa autoridad es de quién empuñe el cetro de Krien –respondió el rey Irin.

—Todos los ojos-gema somos hijos de Axies así que sus voces unidas son mandato. Hablaré con la maestre, si me da su autorización, mi rey.

El rey Irin meditó durante un largo tiempo que hizo sudar frío a Jesce. Acabó asintiendo, renuente a la propuesta.

—No los quiero en mis tierras. Les daré el perdón de la corona, luego serán exiliados de Zheng y Yúan.

Jesce sonrió de oreja a oreja, luego reflexionó en que la reina Tristan se pondría hecha una furia al saber que el rey había cedido nuevamente a las peticiones de Jesce. Cómo fuera, tenía lo que quería y de quien quería. Sonrió aun más.

Jesce se despidió con una prolongada inclinación y, antes de salir por la puerta, llegaron a ella los susurros de Axies. Aun cuando no había empleado el milagro. Las mismas palabras de antes: Zezsezal. Heinxél.

«Quizás…», pensó, atrevida, valiente.

—Mi señor, podríamos invitar a maese Adelí como un acto de buena fe –dijo–. Así La Divina Dualidad se tendrá tranquila al saber que su “no representante” estará presente como una testigo.

—Pides demasiado, Jesce.

—Pido lo necesario, majestad –dijo con una sonrisa–. Enviaré una misiva a la mestre Zhao, informándole sobre mi santa autoridad y solicitando la presencia de la Orden.

—Haz como creas mejor –respondió el rey sin compartir la sonrisa, se mantuvo mirando al boceto que seguía corrigiendo–. Me gustaría conocer a esa mujer, congenia con mis proyectistas y es una buena militar.

—Creo que se llevarían bien, mi rey. Una cosa más mi señor.

El rey Irin la miró con el ceño fruncido.

»¿Podría darme un apellido? –preguntó nerviosa y abandonó la habitación a toda prisa, sin esperar respuesta, el corazón martilleando de la emoción. No había incumplido su promesa con la reina. Aunque lo haría, claro, pero no de maneras que pudieran ponerla en peligro a ella y a toda su familia de ojos-gema.

 

—Podría ser una oportunidad –añadió Geogra, uno de los compañeros de celda de Letifan.

—¿Para ser ajusticiados nuevamente bajo el Hierro y fuego? –preguntó Frederick con una risotada.

El antiguo inquisidor mantenía gran parte de su musculatura, aunque era claro que con el paso de los años había perdido demasiado de esos bultos de carne. Estaba delgado, pero musculoso, como una versión engrandecida de Ruli quien no estaba mucho mejor.

—El capitán tiene razón –convino el hombre de piel negra, desde la placa de acero que era su cama. Las cicatrices cubrían demasiadas partes de su cuerpo y el rostro componía una obra de arte de bulbos rosados.

—Solo digo… –siguió Geogra.

—¡No hay más oportunidad! –espetó Letifan–. Nos humillarán como la primera vez. Recuerden lo que nos hicieron.

El hombre se silenció por fin, se acurrucó junto a la esquina con sus mantas y mantuvo una mirada en las notas que les habían enviado. En ellas se relataba la noticia de Ririal como Gran guía del convento en la ciudad capital y posible avatar de la Gran maestre Alisian. Letifan ni siquiera entendía eso de “avatar”, solo había un maestre y era él, nadie más podía ostentar la santa autoridad.

Frederick se puso en pie, en la distancia y anduvo sobre el húmedo suelo de piedra, sentándose frente a Letifan. El rostro de Frederick estaba cubierto de cicatrices, no tenía ambas orejas y su nariz estaba de lo más horripilante, rota por tres sitios distintos, sin una forma específica. Aun así, le dedicó su sonrisa más sincera.

La vergüenza creció en Letifan como hacía años atrás cuando le habían encontrado a punto de morderse la lengua.

Frederick había soportado tanto de las torturas, al igual que Ruli, y nunca se habían declarado culpables. Siempre mantuvieron sus lealtades con Axies. A diferencia de Letifan, el campeón de Dios.

«Mal llamado campeón.»

—Sé lo que dije, pero creo que es lo correcto –dijo, con voz más regía y el rostro endurecido–. Retráctese en el juicio, Gran maestre –pidió.

—¿Qué? –los ojos de Letifan se abrieron de par en par, descubriendo que a duras penas podía mantener su visión. Estaba sorprendido por lo dicho. Retractarse significaría contrariar públicamente al rey y ya sabían, de buena fe, lo que sucedía cuando se desafiaba al rey Irin.

—Retráctese –repitió Frederick, nuevamente–. Que el mundo sepa que las torturas destruyeron su corazón, pero que usted jamás pecó. Axies no le juzgará por haberse rendido.

Lágrimas de enojo recorrieron la piel de anciano que vestía Letifan. Lágrimas contenidas durante demasiado tiempo, lágrimas que no pudo detener.

—No… –sollozó–. No puedo, sir. Me quebró… Zheng me quebró y Axies nunca vino por mí.

—La fe es fuerte en corazones rotos, amigo mío –sonrió nuevamente. Una sonrisa verdadera, sincera, como antes no había recibido–. Muchos de nuestros hermanos se han ido, muertos antes que declararse culpables. Honre sus memorias.

—Los condenaré, Frederick –Letifan se aferró a los ropajes del hombretón, en lamentos–. Condenaré a todos si me retracto –las lágrimas no hacían más que hundirle en la miseria y recordarle su debilidad.

No era el hombre que había sido, no podía cargar con más dolor. Estaba roto, como nunca antes lo había estado.

—Entonces moriremos juntos.

Ambas voces, de Ruli y Frederick, resonaron con mucha más autoridad que la de Axies el día en que le nombró campeón. Geogra asintió en silencio, luego se acercó y repitió la frase. Conocía a aquel anciano desde hacía tres años cuando lo echaron a su celda. Había sido otro gran amigo, no quería perderlo. No quería cargar con más muertes, con más culpa.

—No olvide nuestro sufrimiento, mi señor –añadió Geogra. Los ojos saltones del anciano destellaron a la luz de las antorchas–. Los devotos se alzarán cuando escuchen su retracto; y si hemos de morir, será de pie con el rostro mirando a Axies.

Levántate. Le susurró una voz sin generó, en el idioma antiguo, mucho más antiguo que los Him. Era el idioma de los primeros hombres de Akxesh. La voz no correspondía a Axies, ni a Seixa, ni a Adelí y mucho menos a Verhem. Sin un solo género. Sin embargo, en aquellas palabras había algo que lo contenía todo, algo que le dio a Letifan tanta paz como preocupación. No pelees por tus dioses, sino por tus hermanos. Eres más que yo. Eres y no pretendes.

Aferró las uñas al suelo, rabioso y con tantas lágrimas como estrellas había en el cielo. Decidió.

No se iba a rendir, no otra vez. Sí, el mundo le condenaría por dejar morir a sus amigos, tal vez en aras de la soberbia nuevamente, pero precisamente ellos le perdonarían por defender a su fe, incluso si la muerte estaba frente a él. Después de tanto sufrimiento no podía defraudarse a sí mismo, ni a sus mejores amigos.

«Una batalla más –se dijo así mismo.»

No daría su brazo a torcer, no moriría en una celda húmeda como si fuese un anciano patético. Era el campeón de un Dios, cónyuge de la Muerte y Gran guía de La Divina Dualidad. Iba a enfrentar sus pecados con la frente en alto y honraría a todos sus hermanos que murieron valerosos al defender la fe de Akxesh.

Frederick, Ruli y Geogra se mantuvieron a su lado todo el tiempo con el fin de unir cada pieza de su destrozado corazón. Le instaban a levantarse, a erguirse y luchar una vez más. El coraje por fin volvió a él, como en su primera vida, y Letifan se levantó del lastimoso suelo de piedra. Se retractaría de su culpabilidad frente al mismo pueblo que lo había condenado.

—Aceptamos –exclamó al soldado más cercano–. Declararemos.


 

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