La Divina Dualidad. XXII

 

XXII

Una verdad a Hierro y Fuego

 

No había más sonido que las gotas de una fina lluvia cayendo en los adoquinados muros de Hixe, las mazmorras en las que ahora vivía Letifan. A diferencia de Karanavi o Rashún, en Zheng la lluvia no corría en ríos, sino que era tan delicada que la misma tierra seca la absorbía al instante de ser humedecida. Entre ese pasivo sonido se alzaban los arañazos de los no muertos, seres que perdieron el cuerpo, pero no el alma.

Letifan sondeó con los latidos de su corazón y sintió reptar a miles de almas moviéndose por todo Akxesh. Con él lejos de Karanavi y su cetro, para potenciar su Divinidad, Seixa pastaba por el mundo sin contenerse, sin limitaciones, llevando su influencia hasta el último bastión, provocando el cambio en las mentes de las personas, rencillas entre ciudades-estado y, algunas veces, el nacimiento de nuevos grupos religiosos.

En la celda contigua, Letifan contuvo el aliento cuando otra alma escapó de su cuerpo. Otro hombre moría sin llegar al más allá. El alma rugió de furia, recordando las torturas que lo habían llevado a tal situación, al igual que muchas otras.

El rey Irin había dictado que el Hierro y fuego estaba aprobado por los tres reyes, con ello, con cada día que pasaba, enviaba más y más sombras a Seixa. El repentino cambio en la postura del rey, respecto a las torturas, no había hecho más que traer más muertes a Akxesh. Él mismo las guiaba, según las habladurías de los presos, no mostraba emociones, no había piedad en los ojos de aquel muchacho.

—Padre –susurró Letifan desde el duro y húmedo suelo de roca que era su cama. Compartía el lugar con Ruli, Frederick y Henshi quien nuevamente había sido llevado a pasar por Hierro y fuego. Todos hundidos en el pesar–. No me abandones.

No te escuchará. Yo misma he pedido su consejo, igualmente me abandonó a la locura –susurró una mujer diferente de Seixa. Era alguien más a quien Letifan no reconocía. Ciertamente había escuchado esa voz, que no acababa de ser la de una mujer madura, pero no recordaba dónde, ni cuándo. No recordaba los días que había pasado en esa mazmorra, quizá eran días, quizá eran semanas o meses. Quizá años.

Intentó concentrarse en otra cosa que le alejará de los pensamientos destructivos. Alimentar su tristeza solo conseguía darles poder a los esbirros de Seixa. Solo fue a peor, pensó en Henshi, el joven había pasado ya un buen tiempo declarando bajo Hierro y fuego. La noche anterior –o lo que Letifan entendía como “noche anterior”– los guardias habían escuchado a Henshi susurrar el nombre de Seixa y bajo ese alegato fue sacado de su celda con la orden de declarar sus balbuceos.

Si no hubieses sido tan necio. Podrías estar en Karanavi disfrutando de tu vejez, pero en vez eso decidiste sobreponer tu soberbia a la razón.

Horas más tarde Henshi fue llevado de vuelta a la celda, tenía la ropa raída, el rostro cubierto de moratones y cientos y cientos de magulladuras. Los guardias lo lanzaron dentro, pues el hombre apenas era capaz de mantenerse en pie.

—Santo Padre Longevo –exclamó Frederick, corriendo hasta el muchacho y atendiendo sus heridas tanto como podía, cuando palmó su espalda, este aulló de dolor.

Una horrible quemadura se extendía de punta a punta en la espalda de Henshi, brillaba asquerosa, como un gusano, a la luz de las antorchas. Rosada, con motas rojizas y muchas marcas de corrugas.

—Axies –dijo Letifan, hincándose a su lado, podía curarlo, aún tenía un poco del don y existía ese milagro…

—No… no digas su nombre –Henshi apenas podía pronunciar palabra, cada una le salía con claro sufrimiento–. No nos escucha, ese maldito dios nunca nos ha puesto atención –lloró.

Frederick lo sostuvo en brazos, intentando no tocar la enorme herida, gruñó, dando a entender su disgusto por lo dicho de Henshi. El muchacho únicamente aferró los parpados, y furioso, dejó que Frederick lo alejara hasta un sitio donde pudiese descansar.

Letifan se quedó ahí mismo, de rodillas en la dura piedra que era su hogar.

«¿Dónde queda nuestra verdad y honestidad? Solo le interesa la verdad del Hierro y fuego», pensó con amargura.

—Debemos ser fuertes –murmuró, con dudas en los labios, las palabras le tamborilearon. ¿Cómo podía pedirles ser fuertes con tales crueldades?, ¿él mismo sería capaz de soportarlas en pos de ser un símbolo para aquellos hombres? ¿Hasta dónde llegaría su virtud?

Les exiges ser fuertes, pero solo para no mirar el dolor que tú mismo les has impuesto sufrir.

—Debemos ser fuertes –repitió una vez más, en voz más regia. Como respuesta recibió la risa de algunos guardias y devotos que chasquearon las lenguas.

—¡Henshi Hang! –rugió uno de los guardias–. ¡Serás pasado a Hierro y fuego, a primera hora, para declarar nuevamente!

Henshi se hizo un ovillo entre sollozos, pedía que Seixa le acunara.

—¡Resistiremos! –espetó Letifan, con el miedo presente en su voz. Nadie lo apoyo, únicamente Frederick asentía al fondo y Ruli descansaba después de haber sido golpeado por los guardias–. ¡Somos hijos de Axies, hijos de la fe!

No hubo más que silencio.

El siguiente día llegó y como se había dicho: Henshi fue llevado a declarar. El pobre muchacho era el único en la celda en ser torturado, de momento resistía, sin embargo, ¿hasta dónde llegaría su devoción y honor?

El mismo día, Henshi no regresó. Se había declarado culpable, adjudicando que Letifan los obligaba a mantener el silencio para evitar ser condenados por Axies.

Consecutivamente, muchos hombres declararon la misma razón para evitar ser pasados por la misma crueldad, solo así consiguieron su libertad. Excomulgados y eximidos de sus nobles apellidos, para soldados de los reinos, fueron arrojados fuera de las murallas de Ciudad Dual.

El odio de esos hombres será tu castigo, el recuerdo, tu condena.

Los días transcurrieron con lentitud angustiante, se sentían cómo décadas, como las eras que Letifan había vivido. La luz del sol a duras penas se filtraba por los barrotes en las ventanas y tragaluces, haciendo la situación mucho mucho peor.

—Inquebrantables, maestre –dijo Frederick a sus espaldas. El hombre tenía un grueso vendaje en el rostro, pues el día anterior, durante el interrogatorio, habían terminado de cortarle las orejas y tenía rota la nariz en varias partes–. Hemos de ser fuertes –siguió diciendo–, Axies nos arropará por nuestra vehemencia.

Frederick era la luz de Letifan. Le sonrió y estudió, definitivamente era un buen devoto. No era ojos-gema, pero servía mejor que uno. Mejor que Letifan quien había dudado.

—Serías un gran arcángel de Axies y mejor guerrero de Vavă’ilao –respondió Letifan, Frederick no entendió el comentario, y menos mal. Sería toda una sorpresa que alguien más conociera a ese dios–. Eres hábil con el mandoble, el mejor inquisidor que he conocido. Tu fe y coraje son admirables.

Letifan deseó que Axies hubiese tomado a Frederick cómo campeón en vez de a él.

—Si fuese a morir, que esa sea mi reencarnación –respondió Frederick con una sonrisa. Apesar de las torturas el hombre seguía sonriendo como siempre.

Pondrás fin a esa sonrisa, por tu culpa tendré que verlo morir.

Letifan asintió, asustado. Esa chiquilla tenía razón, muchos habían muerto por su culpa, muchos habían caído sin mediar palabra y otros tantos traicionado sus votos, todo por su culpa.

—¿Por qué no duda, Frederick? –preguntó Letifan, mirando a la nada, deseándose muerto.

—Vengo de una comuna de granjeros –respondió Frederick mientras Letifan asentía en silencio–, muy alejada de Ciudad Dual. La Divina Dualidad llegó un día ofreciendo sustento a las familias de quienes se enlistarán al ejército, y aquí estoy –dijo, una sonrisa de oreja a oreja en el rostro carente de ellas–. Lo último que supe es que tengo una hermana de trece años que trabaja como pescadora en las aguas Him –sonrió una vez más, con ojos llorosos–. Mis padres, bueno, estuvieron en el convento cuando el rey Irin lo asaltó.

—¿La conoces? A tu hermana, quiero decir –preguntó Letifan, hablar le distraía, le hacía pensar en otra cosa que no fueran los gritos de tortura. Gritos que lo asolaban por las noches, junto a las pesadillas.

—Solo por cartas, maestre. Ella dice no haber heredado la altura familiar –rio, señalándose a sí mismo–, es la más pequeña de todos, según contaba. Eso hacía hace meses, ahora mismo, desconozco su situación actual. Pero sé que es bella, se describió con el cabello amarillento y ojos orientales.

—Belleza heredada de la madre, supongo –bromeó Letifan. Frederick respondió asintiendo y habló mucho más de su comuna natal y de sus costumbres. Letifan deseó que aquella paz durara para siempre, pero la voz le repetía que no era más que un instante de pausa al dolor.

 

Irin abrió los parpados. Despertó, desgraciadamente, seguía vivo.

Parpadeó una vez.

Dos veces.

Tres veces.

Se envaró, notando que Tristan ya no se hallaba a su lado en la enorme cama. La mujer había partido hacía días hacia su tierra natal. Irin debía enviar pronto esas misivas ofreciendo el traslado a los soldados Karanavi y a ese chico Truen.

En su cuarto de baño, el agua caía con un sonido pacifico, ajeno a todo dolor que Irin causaba al mundo. Estuvo tentado a darse una ducha que durara toda la vida, pero desistió, en cambio, optó por vestir su uniforme militar: una gabardina sobre su camisola, adornada con los colores de los Zheng. En el hombro derecho corría una banda con la inscripción: “Protector de Yúan y los ojos-gema en Zheng”.

«“Protector” …», releyó con asco al recordar que posiblemente había masacrado a su hermano.

¿Pudo ser ese chico al que dio muerte cuando asaltó el convento o quizá aquel otro que le había retado con la lanza? Ambos tenían coraje Zheng, pero ciertamente, quizá fuera uno de los tantos cadáveres a los que ordenó retirarle las gemas oculares. ¿Estaría llevando a su hermano en la joyería que vestía?

La sola idea le revolvió el estómago y acabó vomitando sobre el cuenco de agua caliente que las damas dejaban en su habitación. Luego de un rato, terminó de vestirse, pidió más agua caliente y lavó su rostro, mirándose detenidamente durante unos largos minutos. ¿Ese hombre era él? Se miraba tan joven, tan vivo, y, sin embargo, se sentía muerto por dentro.

Dio un vistazo a sus anillos, a un lado del cuenco, y los colocó, uno en el dedo corazón y el otro en el índice. Al instante, sus ojos se cristalizaron con miles de líneas geométricas, luego, ardieron hasta tornarse de un rojo rubí. Se miró en el espejo nuevamente, preguntándose si su hermano habría tenido el mismo par de iris.

“Quizá estaba en uno de los grupos que logró escapar”, le había consolado Jesce y Tristan había convenido de la misma manera, pero el corazón de Irin era débil.

¿“Implacable solo Zheng”? Vaya estupidez, no era más que un niño jugando a ser rey.

Mientras esa furia lo dominaba, sintió el poder fluir desde los ojos, inundando cada parte de su cuerpo. Un poder cálido, una energía poderosa capaz de alterar la realidad de su entorno. Los pensamientos se le volvieron más claros, el panorama mucho más extenso y durante unos instantes pudo ver las ondas que el viento causaba. Luego, nada, tan rápido se esfumó, al fin y al cabo, era un poder que no sabía usar.

La energía lo abandonó tan rápido como había llegado.

Jesce entró en la habitación luego de tocar un par de veces, como de costumbre, traía un nuevo mensaje de Krien. El hombre pedía que cesase el protocolo de Hierro y fuego y que se tomarán un tiempo para dialogar en fin de encontrar un desenlace pacifico para todos los involucrados.

Hundió todo el rostro en el agua caliente y esperó hasta sentirse pleno para enfrentar la realidad. Luego de unos segundos, emergió.

—¿Qué? –preguntó en un bufido a Jesce. La chica se sobresaltó.

—Nuevamente… desea hablar con usted, mi señor –respondió nerviosa–. Afirma que Irin Lang Zheng es un hombre de honor y no de sangre.

—Entonces no me conoce lo suficiente.

Irin se miró nuevamente al espejo. Ahora tenía ligeras arrugas, las ojeras marcadas por la falta de sueño y un ceño de furia y cansancio. ¿Por qué ahora se veía tan diferente de antes? Incluso el tono de su piel era ligeramente más marrón.

Miró a los anillos y asintió.

—Jesce, a tus ojos, ¿qué soy? –preguntó, virándose para enfrentar a la mujer. La chica lo miró directamente a los ojos, con un ligero rubor, y en el reflejo de esos cristales azules, Irin pudo verse imponente, con un aspecto intimidante. Los ojos furiosos y rojos como un demonio. Pero con el porte de un rey.

—Un rey –respondió Jesce sin apartar la mirada– y un muchacho, como yo. No nos separa la edad –añadió. Pero le odio, usted destruyó la paz que los conventos habían construido a lo largo de los siglos, así que claro que lo odio.

—Bien…

—Sin embargo –le interrumpió ella, posando una palma sobre la bandana del hombro–, quizá habría hecho lo mismo que usted. Perdí a mi hermana hacía años, cuando solo era una niña, si hubiese tenido el poder que ustedes tiene, habría matado a tantos hombres en busca del culpable.

Irin le sostuvo la mirada hasta que las lágrimas corrieron por su rostro, luego, se encaminó a la salida mientras se secaba con el dorso de la muñeca. Jesce sonrió.

—Ordena que lleven a Krien a la sala de interrogatorios.

 

Media hora más tarde, Irin esperaba, sentado, al maestre en la habitación de interrogatorios. La misma dónde se había llevado a cabo la tortura de Xia Han.

Todo el lugar apestaba a sangre, hierro y carbón. Detrás de él, la chimenea, donde calentaban las varillas de hierro, haciendo resquebrajar el carbón que alimentaba el fuego. Se volteó para mirar mejor con sus ojos rubíes, las ascuas ardían al rojo vivo y el sofocante crepitar lo inundaba todo, haciéndolo olvidar, alejándolo de los pensamientos acerca de la muerte de su hermano.

«Mis padres me odiarían», pensó con amargura. Aferrando los parpados tanto como podía.

La puerta de hierro y madera se abrió para dejar paso al maestre y al ajusticiador.

—Solicite una audiencia, Irin –empezó a decir el hombre como si tuviera alguna especie de autoridad. No la tiene, tú eres más grande que Dios. Dijo su interior en voz de una mujer madura, una voz fría y sin sentimientos.

Aquella arrogante autoridad se perdió cuando Krien miró el hierro calentándose a espaldas de Irin, comenzó a temblar nervioso.

—Retírame estas cadenas –añadió.

—Te escuchó –respondió Irin tomando asiento–, no estoy de humor para tus disparates.

—Retírame las cadenas, Irin –repitió Krien–. Lleguemos a un acuerdo, podemos arreglar todo esto.

—Te dí dos oportunidades –dijo Irin con los ojos cerrados–. Una en la batalla por las fronteras, y la otra antes del juicio. Ambas las rechazaste, no quisiste dialogar.

—Eso no fue un dialogo –exclamó, golpeando la mesa con ambas manos, generando un disgusto en Irin–. Es imposible que abdique en ti, ¡entiéndelo! –la furia asomaba en esos envejecidos ojos esmeraldas.

—No estás en posición para quejarte –respondió Irin, perdiendo la paciencia.

—¿Qué? ¿Cómo te atreves? –espetó Krien, sacándolo de sus casillas–. ¡Retírame estas cadenas, pon fin a este fugaz juego sin sentido!

Este hombre no atiende a razones. Que atienda entonces al Hierro y fuego.

Irin no respondió. Quizá en otro momento habría atendido a las palabras de aquel hombre, pero, en ese instante, se veía tan pequeño, tan anciano. Un hombre así no tenía el derecho de levantarle la voz a un Zheng, precisamente se día Irin no estaba de humor y el maestre lo lamentaría.

—Entonces te haré claudicar –dijo, al momento que se calzaba los guantes con pernos que tenía colgados por un gancho de la mesa.

El ajusticiador se posó detrás de Krien y lo sostuvo por los brazos al momento que Irin daba un revés justo en la mejilla derecha de Krien. Volcó la mesa a un lado, haciendo un revuelo por toda la habitación y se concentró en la piel desgarrada de aquel anciano rostro. La sangre caía a borbotones y la carne colgaba de los pernos en sus nudillos.

—Declárate culpable y abdica –declaró Irin, sin un atibo de remordimiento en el rostro.

Krien se negó, escupiendo al suelo en su nombre, maldiciéndolo tanto como podía hablar con la boca desgarrada.

El segundo golpe lo envió justo a la frente del maestre, varias lágrimas escaparon de los ojos del anciano.

—Declárate culpable y abdica –repitió. Esta vez lo tomó por el cabello cenizo para mirarlo fijamente. Krien le escupió a modo de respuesta.

Al siguiente momento, el rostro del maestre se encontraba, tres veces, contra la dura rodilla de Irin.

—No llegaremos a nada de esta forma –espetó el rey, limpiándose el rostro manchado de sangre y escupitajos–. Hey, trae al chico –ordenó a su cómplice.

El ajusticiador, vestido con gruesos ropajes negros y un sombrero militar, abandonó la habitación por la puerta del fondo. A los pocos minutos regresó con un muchacho que rozaba los diecinueve años, tenía moratones por todo el cuerpo y apenas se mantenía consciente.

—Este también resiste –dijo Irin, levantando el cabello rizado del chico, revelando un par de gemas circón. Lo dejó caer al suelo–. Repetía tonterías de ser un guerrero de Axies.

—Maldito seas, Irin –contestó el maestre, furioso al ver al muchacho–. Maldito seas en todas tus vidas…

—Lo mandé a traer para ablandarte –respondió Irin–. Primero, un asunto que me tiene agobiado estos días, ¿Quién era Zhahs Lin? –preguntó, tomando nuevamente al maestre por los cabellos. El chico gimi

Irin le sostuvo la mirada durante varios segundos hasta que su paciencia se agotó y terminó descargando una patada al abdomen del muchacho. Este a duras penas gimió de dolor.

—No te entiendo, Zheng, ¿a qué te refieres? Esa chiquilla… –espetó Krien, confundido e Irin le interrumpió con brusquedad.

—¡Mi hermano! El convento lo renombró Zhahs Lin.

Krien abrió los ojos de par en par y soltó una carcajada de lo más repugnante, quizá por fin se había vuelto loco. Sin embargo, eso solo empeoraba la situación para él.

—Hierro y fuego –murmuró Irin.

La risa del maestre se esfumó y los ojos se le impregnaron de horror. Quizá pensaba que era para él, pero estaba equivocado, Irin sabía muy bien como ablandar a un hombre.

Sostuvo con fuerza una de las varillas, con ayuda del guante y una gruesa tela con refuerzos para resistir el calor, y se dirigió hasta donde estaba tirado el muchacho. Cuando estuvo a punto de golpearle, Krien habló.

—¡Espera! –dijo en un grito ahogado. En efecto, no dejaba de ser un hombre… un hombre sin más.

Irin hizo llamar a Jesce para redactar las palabras de Krien. La chica llegó luego de unos minutos, haciendo un gesto de vergüenza al ver frente a frente al antiguo maestre.

—Así que ahora eres cómplice de esta atrocidad, Jesce –le espetó Krien. Jesce agachó la mirada, pero Irin hablo en su defensa.

—Lo que Jesce desee no es de tu incumbencia –respondió–. Habla.

Krien maldijo entre dientes, sin dejar de mirar la varilla de hierro hirviente. Se demoró unos segundos que Irin soportó, pero al final habló.

—Culpable… –dijo–. Soy culpable de todos los cargos –los ojos no se apartaban del muchacho en el suelo–. Pero no puedo abdicar, Irin, no entiendes la profundidad de mi existencia. Respecto a tu hermano, ojalá le hayas asesinado el mismo día de tu ataque –escupió al suelo.

—Puedes irte, Jesce –añadió el rey, despidiendo a la muchacha que abandonaba la habitación gesto apurado–. El muchacho vivirá, ciertamente te ablandó así que lo perdonaré. Sin embargo, fui claro: te dije que no tenía un buen día y me hiciste enojar. Perdiste tu tercera oportunidad al no abdicar.

Con un gesto, Irin ordenó al ajusticiador abrir la camisola del maestre y posarlo de pecho contra la mesa de madera, que volvió a colocar en el sitio. Lo siguiente sería recordado por Letifan Krien durante sus próximos años en la oscura y húmeda mazmorra: una larga marca rosada que resaltaba corrugas intrincadas.

Un dolor infernal.

La peste a sangre ardiendo.

Hierro y fuego.

Irin abandonó la habitación al terminar, dejando al maestre sobre la mesa con sus gritos. Más tarde el hombre fue arrojado a su celda junto con el joven que llevaba por nombre “Limin”.

 

Frederick corrió al lado del maestre al sentir la peste de la carne, la marca de fuego aún resquebrajaba la piel del anciano.

—Frederick –murmuró entre sollozos.

—Está bien, mi señor –dijo este, airado. Levantándolo con cuidado hasta posarlo en un lugar con mejor ventilación–. Limin estará bien, es inquebrantable, maestre.

—Frederick… –susurró nuevamente–. ¿Qué piensas de esa chica Adelí Zhahs Lin?

—¿Mi señor? –preguntó Frederick con incredulidad en el rostro–. Una joven con un futuro prometedor –dijo, luego de pensárselo un rato.

Letifan cerró los ojos, mientras reía para sí mismo.

 

Aquel día pudo dormir como nunca. La voz de esa chiquilla que le había acosado durante semanas no se presentó y Letifan entendió lo bien que se sentía guardar secretos.

«¿Ascenderás?», preguntó Axies.

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