La Divina Dualidad. XXI

 

XXI

Corazones marcados por la fe

 

Un joven ojos-gema moría a manos de Irin.

¿Era solo eso lo que su apellido monárquico implicaba?, ¿la historia de los Zheng estaba escrita en sangre y muerte?

Unos cuantos conventos se habían levantado en aras de liberar a los enjuiciados. Semana tras semana recibían noticias de fieles empuñando armas contra los soldados de la casa Zheng; después de sentirse hastiado, Irin hizo llamar a sus banderizos y, junto a ellos, marchó por gran parte del reino para suprimir toda revuelta. Aquel día revivía la muerte que había llevado al convento de su ciudad capital, sus hombres caían sobre el campamento que habían montado los residentes de Xíhua, un pequeño convento al sureste de Zheng, cerca de las costas.

No pretendía luchar demasiado como hacía meses. Llamar a los banderizos consistía en que ellos hicieran todo el trabajo e Irin diera la cara. Sin embargo, necesitaba suprimir esos sentimientos que lo deterioraban. Sentimientos de culpa, hartazgo, pero, sobre todo, culpa.

Frente a él, un chico de apenas unos quince años se hallaba moribundo, con el cuello borboteando sangre. Tenía el gesto asustado, los ojos enfurecidos y los labios a punto de quebrarse. Irin le había dado la oportunidad de escapar. El chico se había negado.

—¡Muerte a los traidores de la fe! –había dicho el muchacho escupiendo al suelo, las lágrimas en los ojos–. ¡Dios así lo quiere!

—¿Cuál es tu nombre? –preguntó Irin.

—Mi nombre es el de Axies, mi arma es la de Axies y mi fe es la de Axies. Hoy morirás, rey de sangre.

—Sea así, pues, esta tierra tu sepulcro –le respondió Irin, decepcionado.

Al siguiente instante, se habían enfrascado en una lucha de pocos segundos. El chico hizo un tajo en descenso de lo más inexperto que Irin desvió, y arrebató el arma de sus manos, con su propio puño.

—¡Dame muerte! –gritó el joven–. ¡Prefiero morir a ser enjuiciado por un rey…!

No había acabado de hablar cuando Irin dejó a su espada morder el cuello de aquel niño.

Irin lo miró desde arriba, el arrepentimiento llegando a su corazón, como nunca antes había pasado. Desde que vestía esas joyas de ojos-gema, pasó de tener un carácter endurecido a hundirse poco a poco en sus propios lamentos.

—¿Cuál es tu nombre? –volvió a preguntar, esperando encontrar una mejor respuesta.

—Ni… líe –respondió el muchacho con la sangre cubriéndole los labios.

—Lo recordaré –dijo Irin, clavando la punta de su espada en el corazón, una muerte rápida y piadosa.

¿Era tanta su ambición que había incluso empezado una guerra sin cuartel en sus propias tierras?

«No –se forzó a recordar–. No. Esto es por mi hermano, esto es por recuperar a mi hermano. Esto es por el dolor que dio muerte a madre, esto es por los lamentos que llevaron a padre a ponerse un lazo al cuello.»

Así es, no es tu culpa. Solo eres un muchacho arrastrado por las circunstancias. Dijo una voz para sus adentros, una voz que su mente creaba para inhibirse de toda culpa. Culpa que volcó en Krien; los conventos separaban a los padres de sus hijos y negaban al pueblo el proceso tecnológico. No era más que eso, Irin solo hacía lo que debía hacer un rey.

La marcha de vuelta hacia la capital fue agotadora, depresiva. Para el resto una victoria gloriosa, pero para Irin, no era más que otras muertes que cargaba en su espalda.

Al llegar a su palacio, caída la noche, se sintió aun peor. Creía ver sombras en sitios donde sería imposible, detrás de sus espejos, debajo de los asientos. En todos sitios. Deseaba escapar de aquel lugar, la paz se había esfumado del palacio Zheng, ahora solo permanecía un sentimiento indescriptible, para él. A duras penas conseguía dormir durante las noches debido a las tantas pesadillas que le recordaban la falsa condena que impuso a esos devotos; le recordaba las muertes que había provocado, le recordaba el día en que le negaron despedirse de su hermano.

Tomó lugar en el colchón compartido por Tristan y pegó los parpados, esperanzado de que aquel día las pesadillas no le asolarían. Se equivocaba. Llegaron acompañadas de susurros. Su hermano siendo arrebatado de los brazos de su madre, un padre abatido en el asiento contiguo, ebrio de vino, e Irin, rugiendo de furia mientras era recluido en otra habitación por los guardias.

¿Así es como se ve el rey? –preguntó una vocecita, una mujer diferente a la de sus pesadillas. No consiguió verla en la habitación en la que se hallaba en aquel sueño, pero tenía una voz muy familiar–. Él lo destruyo todo. Él me lo quitó todo –dijo la mujer con el tono más furioso, Irin casi sintió unas manos rodeando su cuello.

Abrió los ojos de par en par, atormentado, tantas noches sin dormir empezaban a pasarle factura: pómulos hinchados, ojeras de oso, mal humor. Empezaba a tener el aspecto de su padre antes de morir.

—¿Al final tendré cargo de conciencia? –suspiró a la luz de la medianoche. Se irguió en la sobrecama y, con una de las toallas dejadas por sus damas, empezó a secarse el sudor que le provocaban esas horribles pesadillas.

En el sueño, las sombras le instaban a ser más severo. Le mostraban lo fácil que era matar a un hombre, acusar sin fundamentos y maniatar un juicio para condenar a quien no lo merecía.

Lo merecían. Sabes que lo merecían. La misma voz regia, diferente a la vocecita anterior, esta le instaba a ir en contra de Krien. Le exigían conseguir que ese hombre muriera, solo, sin ningún hombre o amigo a su lado.

Él tiene la culpa. No tú. Tú solo quieres una familia.

«Fugacidad…», maldijo.

Palpó el colchón en busca de sabanas suaves con las cuales cubrirse el rostro. Lo que encontró fue más placentero al tacto: el cabello rojizo y anaranjado de una mujer que le doblaba la edad. Lo acarició, sintiendo las ondulaciones entre sus dedos, casi podía sentir que ardía en su palma.

—¿Te has animado a esta hora? –preguntó Tristan con la voz soñolienta.

¿Qué pensarían sus hijos si supieran de aquella relación? Tal cual estaban las cosas, posiblemente surgiera un heredero para las dos familias reales.

No dio respuesta a Tristan, en cambio, se enrolló una manta a la altura de la cintura y encaminó hacia el ventanal que miraba al oeste en su habitación. Abrió las cortinas de par en par y encontró frente a sus ojos la inmensidad de Ciudad Dual. La tierra protegida por enormes cordilleras que se extendían a los laterales de los barrios. Poco a poco, la ciudad recuperaba su belleza gracias a la reconstrucción guiada por Jesce.

—Irin, querido –volvió a hablar Tristan, añadiendo un bufido–, no acostumbró a que me traten como a una ramera.

—¿Qué piensas? –preguntó él, sirviéndose un trago de vino amargo, rojo y denso.

—Que es una mierda para las mujeres. Eres joven y muy fornido para tu edad, pero dejas mucho que desear respecto a los modales –respondió Tristan con una mueca.

—Hablo de Krien –corrigió Irin, un poco avergonzado. Luego de quitarse los anillos con degradados de jade se sintió mucho mejor–. ¿Es posible que se declare culpable?

—Es posible –respondió Tristan–. Un hombre amenazado bajo Hierro y fuego, se replantea todas sus decisiones vividas. En el norte lo prohibimos precisamente por esa razón.

—Conseguiré que el repudió de la fe crezca sobre mí –añadió Irin, haciendo una mueca e intentando alejar esos pensamientos derrotistas. Pero no pudo, no podía desampararse de ese sentimiento–. Si uso el Hierro y fuego…

—No necesitas pensarlo tanto. Durante tu gobierno no lo has pensado, has actuado, ese es el Zheng implacable que el pueblo ama –dijo Tristan en un pobre intento de dar ánimos. Los norteños eran tan raros en ello como los Him, muy agresivos–. La fe es buena, cierto, nadie lo niega. Sin embargo, un corazón lleno de fe y vacío de maldad, nunca está en Dualidad. Eres el hombre que el mundo ha esperado siempre, uno justo, pero a la vez implacable.

Ella lo sabe y tú también. Sé, no lo pienses.

—¿Y si no se declara culpable? El pueblo estará de su lado al notar firmeza en su ser.

—Entonces destruye su espíritu –añadió Tristan–. Pon a los devotos apresados en su contra, que lo acusen sus propios hermanos.

Te lo susurré hacía días.

»Haz que sienta que no le queda nada por lo que vivir. Ya desplegaste las velas del barco, Irin, ahora deja que navegue.

Una vez más: te lo dije. Malditos pensamientos, maldito fuera todo.

Pero tenían razón, Tristan y el interior de Irin. No quería aceptarlo, pero era verdad. Ya no tenía marcha atrás.

Tristan gimió, estirando el cuerpo y tentando a Irin. Este no cedió, odiaba saciar el dolor usando el cuerpo de aquella mujer. En cambio, se concentró en recapacitar que en ni un solo convento de Lanatar habían conseguido información sobre la genealogía de los Zheng, propiamente en el palacio real de Ciudad Dual sí que tenían, pero era solo de la familia real. Ni un solo Zheng había sido ojos-gema mas que su hermano.

—Irás a Yúan –ordenó sin más. La reina enarcó las cejas y lo miró confundida–. Partirás al amanecer, quiero los conventos intactos.

—Irin, querido –respondió ella–, por si no lo has notado: soy una reina. No tolero que me den órdenes, menos referente a mi patria, no lo consiento. Explícate y tal vez me lo piense.

Irin gruñó molesto, dando otro sorbo al vino y luego escupiéndolo. Mejor mascaba un par de hojas amargas, eso sí que lo calmaba.

Tiene ideas. Buenas ideas.

—Necesito todos los documentos que posean los conventos de Yúan –explicó Irin, mirándola de reojo. Estudiando sus piernas, muslos, cadera y abdomen. Deleitando su mirar, pero manteniendo la calma–. Los Zheng no navegan, ahí entras tú.

—Si bien es cierto que en Yúan el pueblo espera mi regreso y la paz con la fe –respondió la reina, sentándose sobre la cama y dejando al descubierto sus firmes pechos–, también es cierto que ese chico Truen sigue ahí y que su orden gana poder con cada día que pasa.

—Eres la legitima reina.

—Lo soy, cierto. Pero las tierras le pertenecen a quien las defiende –reconoció, molesta–. Ir con un ejército, sería declarar nuevamente un conflicto a su aliada Karanavi y no queremos eso, ¿no?

Irin gruñó nuevamente. Fugacidad, ¿por qué debía tener tanta razón? No podían enviar el Juicio con un numeroso batallón de soldados, solamente darían comienzo a otro conflicto. Irin ahora buscaba la paz, no permitiría más daño, a menos que alguien lo buscará a él.

—He declarado que deseamos evitar batalla con Karanavi –dijo–. Garantiza el traslado de Truen, declarando que pretendes recuperar tus tierras sin el uso de la fuerza. Los devotos y soldados serán rescatados sin sufrir daño alguno, de negarse eran encarcelados bajo las mismas acusaciones. ¿Eso está bien? –preguntó, dirigiendo una mirada a Tristan.

Demasiado compasivo, demasiado.

—Eso está perfecto, querido –declaró Tristan con una sonrisa–. A casi tres meses de asedio sin alimento y sin poder salir de los conventos, Truen aceptará, pero dime, ¿lo hará esa niña Karanavi?, ¿y qué pasa con los navíos que ya he enviado a Galinor para la defensa del príncipe primero? No hemos declarado la alianza, pero cuando Karanavi lo note, se alzará nuevamente contra nosotros.

Entonces destruye a la chiquilla. Hazlo, ordena a tu mujer que destruya.

—Haz cambiar el rumbo de los navíos, que naveguen a las islas Him del sur. Que Yang nos consiga una alianza con ellos, como hiciste aquí –miró a la reina, recordando que la había buscado como refugio cuando sus lamentos empezaron a acosarle. Aquello no hizo más que desgarbarlo–. Quiero que los Him se unifiquen y puedan servir de apoyo en caso de algún conflicto. Respecto a Karanavi, si se niega, te lo haré saber para qué asaltes tu Ciudad Capital y todo el reino.

Hmm, podría ser mejor. Me conformaré.

—Acepto –suspiró Tristan, acariciando las ondulaciones de su cabello y haciendo un gesto tentador con las piernas–. Sin embargo, si Karanavi se niega, no pasaré la espada a mi gente. Eso tenlo claro.

Irin asintió, satisfecho. No correspondió al estímulo de la reina, en cambio, abandonó la habitación en dirección al estudio que había asignado a Jesce. Una habitación amplia, con grandes estanterías repletas de libros, ventanas en todas direcciones y repisas donde colocar sus pertenencias. Mientras se abría paso por la oscuridad de la noche, con las lámparas removiendo las llamas en su interior, sintió volver las pesadillas.

Les diste muerte a inocentes y ahora vas de afable. Susurró nuevamente la voz de la niña. Dios, era horrible. Irin se detuvo de sopetón, posando un puño sobre el muro tapizado de tela roja y negra.

Solo podremos perdonarte cuando des muerte a Krien. Tú debes encender la pira, entonces morirás para alcanzar la paz que deseas.

Por fin, la mujer que le hablaba, la niña que le susurró aquel día, apareció frente a él. A lo lejos, rodeada por las llamas de las lámparas, casi parecía tener escamas de diferentes colores. Era inmensamente extraño como a la luz refulgía en tantos colores indistintos.

Hagámoslo juntos y entonces podré perdonar lo que hiciste. Tú y yo, y el futuro nos será de gloría. Los dos estamos malditos.

Irin la estudió, a la sombra que apenas alcanzaba a ver, no era precisamente una mujer o una niña, sino más bien una sombra blanquecina con pequeñas volutas negras por ojos. De poca altura, pero de largos brazos y piernas.

Bullicio. Gritos. Asesinatos.

En las llamas que hacían de luz, miró a su pueblo sentenciando a los devotos en piras.

Todos mueren en nombre de la fugacidad. Todos tienen un fin, mátalo y tendrás tu paz. Volvió a decir la niña, poco a poco más visible para Irin. Empezaba a tomar la forma de una pequeña mujer con el cabello negro y rostro estilizado.

Tú solo debes apresurar las muertes. Cuando Krien muera, ambos tendremos paz.

Irin se acercó con paso temeroso, encorvado. Temía de aquel ser, pero se sentía atraído de alguna forma, como si fuera alguien apreciado. A su lado las llamas estallaron para incendiar toda la habitación y casi le pareció ver que se tornaban como papelillos blanquecinos.

Maldito rey curioso. Maldito por lo que hiciste y curioso por lo que deseas hacer. La presencia sonrió, una sonrisa tenebrosa. Una sonrisa sin dientes, ni lengua, que no era menos que un fondo oscurecido. Solo haz lo que se te ordena, ya mucho dolor has causado. Redímete.

La chiquilla se retiró a las sombras, llevándose consigo la oscuridad e ilusiones que habían asolado el pasillo. Irin solo pudo atisbar el largo cabello y un rostro muy propio de su madre.

Jesce salió del estudio en la habitación al fondo del pasillo.

—¿Mi señor? –dijo, alumbrando el pasillo con una pequeña farola de aceite–. Me pareció escuchar quejidos fuera de la habitación, ¿está bien?

—Lo estoy –respondió Irin, irguiéndose tanto como el cuerpo le permitía y dejando de lado lo que en algún momento fuese miedo y debilidad. Un rey no debía mostrar ese aspecto a sus súbditos–. Es cansancio, sin más.

Jesce asintió en silencio.

—¿Has encontrado algo? –preguntó Irin, recordándole el estudio sobre la genealogía de su familia.

—No mi señor, lo siento –respondió Jesce e indicando a la puerta, añadió—: Pero venga conmigo, hay algo que podría interesarle.

Siguiendo el consejo Irin entró en la habitación. Una vez ahí, observo la luz de muchos más farolillos dispersos por todo el lugar, había así mismo cuadernillos, notas y cientos de apuntes entrelazados por finas líneas y caracteres. Jesce no había parado de trabajar desde que se le ordenase buscar al hermano de Irin, eso estaba claro.

—Venga, mire –dijo, apurada. Guio a Irin hasta uno de los acolchados asientos y dispuso los cuadernillos frente a él–. Hay mucha información maniatada, como era de suponerse, las ascendencias de los Zheng no se muestran en ni un solo documento distribuido por la fe. Aunque se registró, si mira aquí, un nacimiento de ojos-gema en cada generación de los Zheng –añadió, señalando un extenso párrafo que citaba “Hierro y Fuego, Casta oriental.”, uno de los tantos tomos que archivaban la información de cada rey en Akexh. En Karanavi se titulaba “Hielo, Colmillos. Casta occidental”, en Lanatar, “Oro y Gloria. Casta central”, y en Galinor y Rashún, “Mar, Presteza. Casta meridional”. Los archivos rememoraban la historia desde la última década antes de Axies y la primera década después de Axies, teniendo en consideración esas leyendas de cataclismos que supuestamente Akxesh había sufrido, hasta el día en que Irin vivía–. Zhim, Zhantsh, Zhengli y los Lin que de alguna forma tienen conexión con la familia real de antaño, aunque estos últimos nunca gobernaron Oriente. ¿Lo ve? Uno por cada generación, el quinto ojos-gema en nacer fue su hermano, majestad.

—Los Lin era una casa vasalla –respondió Irin, recordando las duras lecciones de historia y geografía impartidas por su dama de cuna–. Existieron hace más de diez décadas, luego, desaparecieron. Su tasa de natalidad siempre fue más baja que la de la familia real e incluso en su apogeo solo contaban con diez miembros del linaje. La primera regente fue Jía Lin Zhengli. El Zhengli era nuestro, de los antiguos conquistadores, y el Lin, de la consorte encaprichada al rey de antaño.

—Ciertamente, majestad –respondió Jesce, animada de que alguien le siguiera la conversación. Muchas veces la chica no tenía compañía en aquella enorme habitación, ¿se sentiría sola? Incluso en aquel momento, acompañada por el rey, Jesce tenía una mirada triste–. Es realmente una fortuna que se siga esta sintaxis en los apellidos. ¿Recuerda que mencioné el hecho de que los conventos reescriben nuestros apellidos?

—Lo recuerdo, Jesce. ¿Tienes alguna pista?

—La tengo –señaló cuatro caracteres: Zhah, Asha, Chíxin y Lanal, respectivamente, Niña, Este, Rojo y Gloria. La conjunción daba nacimiento a dos apellidos, sin nombre, algo que se repetía constantemente en los documentos genealógicos de los conventos conquistados. Según Jesce, de esa forma mantenían a los ojos-gema ocultos. Irin no lo entendía del todo–. ¿Ve?, ¿no le suena de algo este apellido?

—Zhahs Lin… –leyó el rey–. Esto…

—Reestructuraron el apellido de la familia real Zhantsh –terminó de decir Jesce, interrumpiendo a Irin–. Eliminaron caracteres y reorganizaron con otros, para hacer recordar el origen de esta persona –añadió, mostrando sus notas donde ella misma había dado sentido al apellido para comprobar su hipótesis–. Al final, termina siendo Zhahs.

—Y añaden el Lin, ¿por qué?

—Lo desconozco, mi señor. Pero esta situación se repite en todos los ojos-gema, la directora no me habló de ello ya que… Bueno, sabe que me enviaron a los ocho años para espiarle. Como sea –hizo un gesto para alejar los pensamientos y rodeó a toda prisa el escritorio con el fin de hacerse con uno de los libros al borde de la repisa, solapada junto a la ventana más próxima del sitio–. Algunos ojos-gema bajo mi mando siguen este patrón, por ejemplo, Taíja Bai Talar. Bai de los Bin Fai, una pequeñísima provincia a las costas septentrionales de Lanatar. Y Talar, derivado de la antigua casa que se separó de los Lanatar, los Ateltarn. Según la historia, y mi propio conocimiento, los Bin Fai y los Lanatar comparten sangre en ascendencia.

»O podemos hablar de Gama Ishi Loha. Ishi de los Shen Lin, esos que afirman tener sangre Him, al sur del reino Rashún. Loha para recordar que lleva la sangre de una casa vasalla, y muerta, nuevamente de los Lanatar: los Loh Ai.

—Padre Longevo… –susurró Irin al escuchar todo lo dicho por Jesce. ¿Tanto así trabajaba la fe para ocultar a los ojos-gema? ¿Y por qué había ojos-gema con sangre de Lanatar y Rashún en Zheng?

—En su hermano, mi señor –siguió diciendo la muchacha, cada vez más entristecida por alguna razón–., usaron el Lin de la última regente de esa casa, Irin Ling Zhengli, precisamente para emparentar con la casa real de los Zheng. Igual debe tener en cuenta que estos apellidos pueden ser suposiciones, mi señor –a lo último le añadió un gesto que casi parecía consuelo.

Irin suspiró, entre su penumbra había encontrado algo que le diera esperanzas. Una pequeña ascua para avivar su apagado corazón. Sin embargo, los gestos de Jesce no le daban buen augurio.

—¿Sigue con vida? –se atrevió a preguntar.

—Mi rey –respondió Jesce con una mirada mucho más dolida, posó una palma sobre el hombro del rey–, el registro dice que vive, pero esto se escribió antes de que sus tropas asaltaran el convento… Al no saber la edad, pudo ser uno de los tantos que lucharon, los que fueron interrogados hasta la muerte o un cadáver de los que se extrajeron gemas oculares.

Por segunda vez en su vida, los ojos de Irin se inundaron en lágrimas. Su mundo, destruido por completo. Dejó caer los hombros, el porte y abatido se recostó en el asiento, sintiendo morir todas sus esperanzas. Al final, él mismo había sido culpable de todo, de la cruzada contra la fe, de la muerte de miles de inocentes y el posible fin de la vida de su hermano.

—Enviaré una orden de búsqueda a todos los conventos, mi rey –siguió diciendo Jesce, aunque para Irin aquellas palabras solo avivarían una ascua sin sentido. Le darían esperanzas para un dolor mucho peor–. Lo encontraré.

Irin limitó sus respuestas a lágrimas y gritos, después de todo, seguía siendo un chico de dos décadas que vestía una corona.

 

 


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