XX
Hija de la Fugaz
El atrio quedó silencio, no hubo ni gritos
ahogados. Todos guardaron silencio durante unos minutos, como una expresión de
consuelo y respeto para los condenados. Luego, el dolor estalló.
Adelí se había llevado la mano al pecho, a la
altura de su corazón, intentando buscar un sentimiento que le hiciera sentir
viva. No halló más que simple desazón, ni dolor, ni tristeza.
Alegár rugía improperios en una expresión de furia
y lágrimas. Alentaba a los ojos-gema a empuñar las armas y marchar contra
Zheng, haciendo polvo todas las tierras a su paso. Ushi, a su lado, intentaba
detenerlo tanto como podía, intentaba tranquilizarlo utilizando sus abrazos y
sollozos, pero el chico simplemente rugía de dolor.
En el atrio, Alisian miraba con horror hacía la
pantalla en la que cientos de escribas habían escrito cada palabra del juicio.
Cayó de rodillas llevándose las manos a la cabeza y dando un aullido de
profundo sufrimiento, las lágrimas escurriendo por su bello y cincelado rostro,
las mejillas rojas de dolor. Frenética, imparable, gritaba tanto que incluso
Imya hubo de necesitar la ayuda del joven rey Açebe, y su primera hija adoptiva
Dandeíla, para evitar que Alisian se hiciera daño con las uñas.
«Limin… Ruli, Henshi, Frederick… Todos», y, aun
así, Adelí no sintió dolor. Hacía tiempo que no había nada que la hiciese
recordarse viva.
—Le advertí, pero como la primera vez, no me escuchó
–susurró Seixa de pie a su lado. Era impresionante escucharla, pero de alguna
forma se había acostumbrado a sus constantes visitas. Podía verla claramente y
los susurros en el interior de Adelí empezaban a despertar se su largo sueño,
los sentía removiéndose, incomodos–. He visto lo que fue, lo que es y lo que
será. Cenizas como nieve cubrirán Akxesh.
La voz melancólica de Seixa era como una poseía
taciturna, funesta, fúnebre. Se miraba tan real a su lado, con el cuerpo firme
y tan vivo. Adelí sintió la tentación de tocarla y cuando lo hizo, su mano
atravesó a la mujer. Esta simplemente la miró de reojo con un claro
desconsuelo.
Adelí volvió su vista a la pantalla.
—Hierro y fuego –releyó, pensando que así los
sentimientos llegarían a ella. Conocía los rumores, todos los conocían,
fugacidad. Aun así, nada le hizo sentir.
Crueldad –dijo
la voz masculina, provocándole un escalofrió–. Hmm, ella está aquí –añadió la mujer–. Nos marchamos –dijeron ambos, entrelazando las voces con un tono de
molestia.
Adelí dirigió nuevamente su mirada a Alisian, quizá
le hiciera… ¿Detrás de ella había sombras? Sí, sombras blancas, las mismas de
Bosque Vida: amorfas, con ojos espirales.
—¿Qué son? –preguntó a Seixa en voz baja para que
nadie la escuchara. No quería que la tomarán por loca, ya bastante tenía con
llevar lentes en un convento.
—Te haces hábil –dijo Seixa, dirigiendo la mirada a
las sombras que al instante estallaron en cientos de ráfagas dispersas, luego,
ya no estaban más en aquel lugar–. Ves, pero no ordenas. Aún no. No les hagas
saber que las notas o te rodearan curiosas.
—No entiendo tus palabras –respondió cabizbaja,
avergonzada.
Seixa chasqueó los labios y su voz se fue apagando
al igual que su imagen. Poco a poco, fue desapareciendo.
—Maldito… seas… V… … –nada más.
La diosa había desaparecido.
Al fondo, Erilal levantó la voz para dar órdenes.
Exigió a todos los presentes marcharse y esperar nuevas indicaciones para los
trabajos de abastecimiento y adoctrinamiento.
—¿Puedo ir a tu habitación, Ade? –dijo Ushi,
acercándose en la distancia. De la dirección en la que venía, se miraba a
Alegár siendo llevado a los barracones, al parecer para intentar controlarlo.
Un ojos-gema alterado era peligroso para todos a su alrededor–. Los demás me
han dicho que se harán cargo de él –añadió, mientras miraba, con tristeza, como
se llevaban al muchacho.
—Claro, Ushi –respondió Adelí, tomándola de la
mano–, tampoco quiero estar sola. Esperemos que Alisian nos encuentre en mis
habitaciones.
Ushi asintió, afligida. Adelí no pudo hacer más que
fingir expresiones para consolarla, últimamente fingía demasiado, pocas veces
se sinceraba.
El camino hacia sus aposentos fue deprimente. Los
restos de la primavera no fueron apreciados como se pretendía, y la entrada del
verano con su sol cálido y rojizo, animales pastando por los jardines del
convento y las flores mostrando su belleza colorida, tampoco fue bien recibida
como se merecía. A pesar de la energía extra que se sentía con esos días tan
largos de treinta horas Akxashanas, nada fue placebo para los ojos-gema. Los
corazones estaban hechos polvo al entender que sus hermanos, orientales y
occidentales, posiblemente sufrirían el Hierro y fuego de Irin Lang Zheng. No
había salida, incluso aceptando las acusaciones, serían juzgados por un pueblo
que se sentía traicionado, y eso era incluso aun peor.
La habitación de Adelí, como siempre, se sentía
muerta: fría, con el aire denso y la luz a duras penas filtrándose, el hedor de
la humedad esparciéndose en cada rincón con su asfixiante aroma.
—Deberíamos ventilar tu habitación, hermana –dijo
Ushi, conteniendo una arcada–. Antes, cuando vine, no lo sentía del todo, pero
con la caída de la tarde es incluso peor.
—Solo abre la ventana –respondió Adelí,
descalzándose los botines y los guantes–, aunque no sirve de mucho, la humedad
se acumula muy rápido y la luz… mis ojos aún no se acostumbran.
—Entonces hay que ayudarte –contestó Ushi con una
sonrisa de oreja a oreja, mientras le retiraba los lentes negros. ¿Sentiría
algo si la tomaba?, ¿eso la haría regresar a la vida?– Hmm, es un poco raro,
pero me acostumbraré a ti –añadió, dirigiéndose a sus ojos cuarzosos.
Los carnosos labios de Ushi riendo, exigiendo ser
forzados.
—No debería quitármelos tanto –dijo Adelí,
tallándose las gemas con los puños, más para alejar esos pensamientos raros que
para aclararse la visión–. Los guías me exigieron llevarlos siempre, ante
cualquier situación –¿sin los lentes vería mejor a esas sombras?, recordó las
palabras de Seixa: “No les hagas saber que los notas o te rodearan curiosas”.
—No te preocupes, Ade –añadió Ushi, abriendo de par
en par el ventanal de la habitación, la que miraba en dirección a los mares
Karanavi–. Nadie se enterará.
Las sombras llegaron en bandada, como cuervos
hambrientos, cinco, luego diez, luego…, la habitación entera estaba
completamente cubierta de sombras blanquecinas: las esquinas, el techo, los
escritorios y el suelo, todo. Todas las presencias mantenían la vista fija en
Adelí, la miraban… ¿curiosas? Justo lo que Seixa había dicho.
Cayó de espaldas completamente aturdida, el sudor
frío acariciándole y el aire escapando de los pulmones. Los dientes comenzaron
a castañearle a pesar de su duro intento por tranquilizarse. Ushi la miraba con
un gesto de preocupación, decía algo, pero Adelí no la escuchaba.
Oh, han llegado –dijeron
las voces en su interior, al instante, cuando Seixa llegó, se retiraron.
—Se concentran
en ti. Antes de mí, no había nadie más, no lo entienden. No te entienden –empezó
a decir Seixa, vistiendo su proyección de adolescente, nuevamente se miraba
traslucida–. Concéntrate o enloquecerás.
Enfoca tu mirada en la lejanía –le aconsejó, casi parecía estar molesta por
ayudarle.
Haciendo acopió de fuerzas, Adelí se puso en pie,
mientras Ushi gritaba alguna que otra cosa a sus espaldas. Aturdida, caminó
hacia el ventanal e intento concentrarse en las rosaledas que guiaban el camino
hacía las tierras Him de Karanavi, una ciudadela que estaba justamente en el límite
territorial de la región. Las sombras empezaron a reptar, ansiosas, escapando
una a una como gotas de agua, luego, todas juntas como un río de leche blanca.
Las rosaledas dejaron de mostrar su esplendor rosaseo, ahora estaban cubiertas
por una nebulosa y densa niebla blanquecina.
En la habitación hizo presencia la calma, el frío
se había disipado medianamente y solamente permanecían ella, Ushi y Seixa con
un joven aspecto.
—¡Adelí! –exclamó Ushi, preocupada y furiosa, bella
y deliciosa–. ¿¡Qué fugacidad te sucede!?
—Oh, eso soy
yo –dijo Seixa con una sonrisa mientras se señalaba a ella misma.
—Yo… lo siento, Ushi. No me he sentido bien –dijo,
intentando calmar los ánimos de Ushi–. ¿Qué has dicho?
Ushi suspiró, agotada, con un mohín. Acabó
respondiendo.
—Preguntaba a qué hora llegará Alisian, no me
gustaría dejar a Alegár solo.
«Otra vez Alegár», pensó Adelí, endureciendo la
quijada.
Detrás de Ushi, Seixa la estudiaba de pies a cabeza
y asentía cada dos por tres. Adelí se paseó por la habitación haciendo caso
omiso a la diosa y se dejó caer de bruces en el lecho. Ushi cruzó los brazos e
hizo un gesto molesto, de lo más encantador.
—Ahora es maestre provisional –explicó Adelí– y con
lo de hoy… Esperemos, solo eso. Alegár estará bien, en los barracones lo
calmarán –le consoló, fingida–. ¿Me abrazas? –preguntó, con la mirada de un
gato y casi un ronroneo de los que antes hacía, quizá así Ushi entraría en
confianza con ella.
—Hmm, no. Estás demasiado rara –contestó Ushi e
hizo ademan de rodear la cama, intentando escapar de la habitación.
Adelí respondió, frustrada, halándola del brazo y
haciéndola caer a su lado como antes.
—¿Qué pasa? –preguntó Adelí, el ceño fruncido–. Te
has vuelto reacia a mi amor –añadió, dando un abrazo y restregando las mejillas
en el cuello de su hermana.
—De acuerdo, me asustas –empezó a decir Ushi.
Intentó alejarse, por lo que Adelí hubo de necesitar una milésima de la
dotación de fuerza y se apretujó a Ushi mientras le hacía cosquillas en la
espalda baja–. ¡Basta, no me hagas cosquillas! –siguió diciendo con una risa
incontrolable.
Seixa las miraba, asintiendo desde la distancia.
—Oh es
cierto, él se llevó lo que consideraba normal. Yo me quedé con estos
atractivos.
Adelí ignoró el comentario.
Había pasado tanto tiempo desde que bromeara así
con su hermana, quería distraerse de todo el asunto de Seixa, además Ushi había
dicho que reír no le haría daño. Quería reír de verdad.
“El llanto no lo traerá de vuelta. La valentía,
cumple los sueños”. Las palabras de Erilal aún resonaban en Alisian, había
pasado cuatro largas horas llorando, sufriendo. El único apoyo que había tenido
en esos momentos fue la señorita Imya, sentada a su lado, rodeándola con sus
brazos y acunándola para tranquilizar sus sollozos.
“Valentía Karanavi, determinación de ojos-gema”.
La emperatriz le había aconsejado tanto, luego, le
había hecho entrar en razón. No podía salvar a Limin con las lágrimas, lo mejor
que podía hacer era salvaguardar la vida quienes tenía más cerca: sus
hermanitas.
Alisian abrió la puerta de la habitación de Adelí,
usando una de las tantas llaves que le colgaban al cinto. El sol de la
medianoche mojaba cada rincón de la habitación con sus tonos amarillentos y
pedruscos; el aire soplaba frenético por sus anchas, haciendo revolotear los
planos que su hermana diseñaba. ¿Dónde estaría esa chiquilla…? Oh…
Ambas, Ushi y Adelí, se encontraban profundamente
dormidas en la estrecha cama del dormitorio, vestían únicamente los camisones.
Nada de ropa interior.
Alisian posó la abundante bandeja de comida con la
que cargaba, en uno de los tantos escritorios de la inmensa habitación, y
dedicó otro vistazo más a sus hermanas, quizá las sombras le habían jugado una
broma. No, en efecto, ambas estaban desnudas con solo una telilla por ropa.
«Hmm», no pudo pensar más. Los labios en una fina
línea. Cerró los postigos del ventanal y encendió las lámparas de aceite para
dar luz a la habitación.
—¡Despierten de una vez! –espetó.
Ushi fue la primera en abrir los ojos, nerviosa, se
envaró en una pose de combate con la espalda directa al respaldo de la
sobrecama. Adelí únicamente bostezaba y miraba soñolienta con sus ojos
cuarzosos sobre fondo bruno.
—Eh, ¿por qué ese tono? –preguntó Adelí,
arreglándose el largo cabello negro hecho jirones, los pechos al descubierto
cuando los tirantes del vestido cayeron.
—¿Crees que este comportamiento es apropiado?
–preguntó Alisian en consecuencia, el ceño fruncido, mientras la vestía
nuevamente–. Somos hijas de Axies, hijas de la virtud.
—Tranquila, hermana –respondió Adelí aún
adormilada–. No ve a través de los muros.
—¿Eh?
—Nada –volvió a decir, recuperando la compostura.
—Tranquila, Alisian –añadió Ushi, tomando un gesto
más relajado al notar que no corrían peligro–. Estuvimos cotilleando hasta
quedarnos dormidas –una sonrisa aflorando sus anchos labios.
Alisian no respondió. Estudió toda la habitación y
se alegró al notar que al menos habían tendido con perfección sus hábitos.
Enarcó una ceja, luego se relajó. No podía culparlas, las había hecho esperar
demasiado, había llorado demasiado… «El llanto no lo traerá de vuelta…», se
forzó a recordar.
—He traído comida –dijo, intentando apartar los
pensamientos de Limin, no podía hacer más por él, por el momento–. Me ha tomado
tiempo venir, tuve mucho que hacer.
—¡Es cierto! –exclamó Ushi, como si recordará algo
importante–. ¿Qué ha pasado? ¿Hay noticias sobre lo que pasó después del
juicio? ¿Marcharemos a Zheng? –la última pregunta estuvo cargada de
preocupación.
Alisian no respondió.
Alisian tomó una de las tantas almohadas del suelo
y la colocó en un sitio limpio en el cual sentarse, al frente de ella posó la
bandeja de comida. Miró de reojo a Adelí, esta respondió con un gesto de curiosidad.
Alisian no podía saber que pensaba, esos ojos carentes de pupilas le impedían
entender sus emociones. ¿Aún recordaría…? «NO», se forzó a sí misma para
bloquear los recuerdos de la sangre.
—Disturbios –Alisian respondió para Ushi, tomando
un trago del vino, dulce y embriagante, de esos que le hacían olvidar los
recuerdos–. Es claro que esa tal Jesce apoya al rey Zheng, ha usado a los
ojos-gema para suprimir a quienes han intentado enfrentarse a la guardia real
–otro trago–. Y no, Ushi, no marcharemos, al menos no ahora –Ushi se mordió los
labios.
—Shjandä –maldijo Adelí.
Oh, hacía tiempo que nadie usaba maldiciones de la
época antigua. Lo dicho vendría siendo la unión de dos caracteres primitivos: Shiaja
que significaba hija de hienas y Daía, traidora.
Adelí tomó un plato de gachas, su comida favorita
desde niña, y empezó a devorarlo.
Alisian hizo lo propio, mezclando las gachas con
ternera al punto y llevándose un bocado a los labios.
—He enviado misivas –empezó a explicar, dando otro
trago al vino para poder tragar el alimento–, e incluso publicado una bula que
exige el trato humanitario para los enjuiciados. Como hace meses, el rey ignora
lo escrito. Esa Jesce ha dicho que no reconoce mi autoridad como maestre de
campo. Afirma que no poseo el estatus del discípulo Elemir. Y este último… no
se comunica desde hace semanas.
Ushi gimió de frustración, llevó un trago del vino
a sus labios, pero rápidamente lo dejo e hizo una mueca de asco. Añadió que los
prefería mucho más amargos. Que raros eran los Him, a veces Alisian se olvidaba
que esa sangre corría por las venas de su hermanita.
Intentó suavizar la incomodidad de la situación
pasando a otros temas más tranquilos, como las nuevas órdenes para entregar
raciones y métodos actualizados de adoctrinamiento en el reino de Karanavi.
—¿Qué pasará con nosotros? –preguntó Ushi. Su
mirada se dirigió por un momento a Adelí quien observaba al ventanal como
esperando la llegada de alguien–. ¿La gente en estas tierras no arremeterá
contra nosotros?
—Estaremos bien –le tranquilizó Alisian, mirándola
directamente a sus ojos rubí, los que antes fuesen de Adelí–, la bula nos
absuelve de esos cargos falsos –se limpió los labios con un paño caliente y dio
otro largo sorbo al vino, este no le estaba haciendo olvidar–. Eso, junto al
decreto de la emperatriz, deja en claro que ir contra los miembros de la fe, en
los reinos aliados, será considerado alta traición a las coronas.
—Una amenaza –dijo Adelí, virando sus ojos sobre
Alisian, enarcando una ceja con un gesto muy familiar, el gesto que había hecho
antes de los recuerdos de la sangre.
—Una advertencia –corrigió ella, haciendo acopio de
valentía, no se permitiría intimidar. No permitiría que hiciera una vez más lo
de hacía semanas. Dejó las gachas y comió algo de fruta fresca, para ignorar su
terrorífica mirada–. De la misma forma, he solicitado una guarnición de
soldados a Imya, nos hemos quedado cortos de efectivos después de la marcha a
las fronteras –añadió, tallándose las sienes, acariciando sus mejillas–. El rey
Açebe igualmente nos apoyará, su hija San’mídeila comandará las tropas que
envíe.
—San’mídeila no tiene más de ocho años, no ha
cumplido ni siquiera una década, ¿ese es el apoyo? –empezó a decir Adelí,
molesta, irritándose como aquel día. Por suerte para las dos, Ushi interrumpió
en la conversación.
—Nunca recuperaremos la confianza a base de
advertencias –dijo Ushi, dejando de comer, claramente había perdido el apetito.
Se dedicó al vino únicamente, aunque no le gustaba del todo–. Quiero decir,
todo es incriminatorio: los milagros, las armas divinas, esa tal Seixa –siseó y
el aire pareció ulular en torno al ventanal–. ¿Cómo confiarán en nosotros si
nos armamos tan de repente?
—Con más armas –añadió Alisian, dejándose caer de
espaldas sobre el suelo, mas para ignorar a Adelí que de estar satisfecha por
la comida–. La emperatriz quiere apoyo cuando incursione en las tierras de
Galinor. Ha hecho llamar a sus banderizos, los miembros de su corte están
reuniendo tropas, pero quiere… –la voz queda.
—Quiere los milagros –terminó de decir Adelí con el
gesto furioso, los ojos tan imponentes, las palmas rojas en puños. Recuerdos de
la sangre–. Lo sabes, Alisian.
—Sé lo que quiere –dijo Alisian con la voz
endurecida, «Basta de tenerle miedo»– y le voy a dar tanto como sea necesario
para que volvamos a estar seguras. Cuando el pueblo de Karanavi vea que
marchamos en apoyo a Imya, entonces cambiará la opinión que tienen de nosotros.
—¿A cuál cambiará, Alisian? –espetó Adelí, rabiosa,
empezaba a tener el mismo aspecto de aquel día sangriento–. ¿Ahora seremos una
orden militar? ¿Dónde quedó la fe y el amor a la vida?
Alisian no respondió, no quería discutir con su
hermana en ese estado. No, no podía. No quería volver a vivir esos momentos.
—Hablaremos más tarde –dijo, fulminándola con la
mirada. Adelí agachó el rostro, los dientes bien firmes y roñosos.
—Tendré que marchar a Galinor –suspiró Ushi,
rodeando el lugar y dejándose caer justo al lado de Alisian, le abrazó. Adelí
nuevamente hizo un gesto de enojo.
—Intentaré que no sea así –le respondió Alisian
mientras le daba un beso en la coronilla–. Yo misma elegiré quienes partirán en
campaña con la emperatriz. Terminemos de comer, es hora de irnos, Ushi
–concluyó. No quería estar más cerca de Adelí.
Las tres hermanas asintieron incomodas. Atacaron la
comida hasta dejar la bandeja completamente vacía, la última en terminar de
comer fue Ushi. Le faltaba el apetito y solo había conseguido picar poca cosa,
la mayoría del tiempo se dedicó a las gachas de arroz y ternera. Pronto, ambas
hermanas, Ushi y Alisian, se despidieron de Adelí. Ushi con un abrazo
prolongado y Alisian con una mirada endurecida.
—Sufres, ¿por qué? –preguntó Seixa.
La diosa sentada en el borde de la ventana; la
noche había llegado con sus auroras y, a la luz de la luna, la piel de la mujer
era incluso más blanca. Brillante y sólida en lo últimos días.
—¿No es eso tu culpa? –respondió Adelí, murmurando,
intentando que no la escucharan por detrás de la puerta. El enojo empezaba a
arremolinarse en su interior. Lo había controlado con Alisian, pero empezaba a
perder la paciencia.
—¿Mi culpa? –un gesto de melancolía. Fugaz diosa
manipuladora–. No. Sufres porque eres débil. Sufres porque tu Conexión es
débil. Sufres porque tu mente se resquebraja a causa de la debilidad.
—No, Seixa –exclamó Adelí con los ojos llorosos por
la rabia–. Desde que llegaste, mi vida se ha vuelto lamentable; no encuentro
sentimientos, no duermo en paz. Tu llegada ha sido mi tormento.
—Tu espíritu es débil –intentó explicar Seixa, encajando
una mano huesuda en la quijada de Adelí, forzándola a que mirará directamente a
sus ojos invertidos–, por tanto, tu corazón lo es también. Mis ojos te hacen
fuerte, pero no permites que la Conexión sea estable.
—Tus ojos –gruñó Adelí, retirando el agarre de
Seixa con un manotazo–. ¡Tus ojos son los peor! ¡Tú eres lo peor!
Seixa chasqueó los labios e hizo un gesto que
claramente era de enojo, furia. Nuevamente sostuvo la quijada de Adelí, esta
vez con tanta fuerza que casi la sintió desprenderla, y con un graznido añadió:
—YO SOY.
Adelí intentó rehuirse, sin éxito. La presencia de
Seixa, así como el toque de sus dedos, fue horroroso. La furia huyó y el miedo
la dejó inmóvil. La tenaza de la diosa firme, no cedía, era fría y sin textura.
—YO SOY, SEIXA SĬWÁNG.
Detrás de la mujer, se auparon miles y miles de
sombras blancas, esta vez llevaban rostros desgarbados y formas de lo mas
asquerosas, tantas como Adelí nunca reconocería en su vida, ni en el momento de
su muerte. La visión fue repulsiva y lo peor, los chillidos que llegaron
después. Todas las sombras gritaron al unísono, lamentándose, llorando, aullando.
Llantos.
Llantos.
Llantos.
Llantos.
Adelí cayó al suelo de rodillas, llevóse las manos
a la cabeza. Horrorizada se golpeó los oídos y rogó que las sombras cesaran los
chillidos. Vomitó todo el alimento ingerido hacía minutos, y aún más la bilis
que su cuerpo creo paulatinamente. Los ojos en sus cuencas bailaban con frenesí
y las voces en su interior rogaban por la muerte, igualmente sufrían como ella.
—Te dí un regalo –dijo Seixa, tomándola por el
cabello y levantando el rostro derruido de Adelí para que la mirara fijamente
una vez más–. Resiste y vuélvete ser. Y nunca me faltes al respeto nuevamente,
o te haré sentir algo mucho peor que esto.
Adelí quiso asentir, rogarle que se detuviera, que
la perdonara, que le diera muerte. Sin embargo, una motita de valentía emanó en
su interior, exigiéndole vivir, haciéndole recordar el valor de su existencia.
La misma valentía que sintió hacía tiempo, cuando Axies le posó una mano sobre
el hombro, en esa colina de Dualidad.
Aferró un agarre a los pies de Seixa, no tuvo
tiempo de asombrarse por poder tocarla. Encajó las uñas y gruñó: Detente.
Seixa hizo un gesto de verdadera sorpresa y luego
sonrió, no se detuvo, en cambio, le dio un consejo.
—Definitivamente eres como yo –decía con una
sonrisa repulsiva–. Concéntrate en Akxesh y ordénales marchar, con respeto pues
han vivido más eras que tú.
Adelí no quería confiar en ella y menos entendía
sus palabras, sin embargo, no tenía otra opción. Era eso o darse muerte ella
misma con un mordido a la lengua, no quería seguir viviendo ese tormento.
Concentró su mirar en las sombras y su mente en Akxesh, la tierra sobre la que
caminaba.
—Iros –bramó, en un pobre intentó de autoridad. Las
sombras no se movieron, siguieron con su lamento–. Iros… –volvió a decir,
escupiendo bilis nuevamente–. ¡Iros, no quiero verles! –espetó.
Las sombras explotaron como un viento furioso que
desgarrase todas las direcciones y plegara todos los espacios existentes.
¡ARROGANTE! –gritó
el hombre en su interior, sacándola del trance en que se hallaba–. ¡NO TIENES AUTORIDAD! –volvió a
arremeter contra ella, pero esta vez, la voz femenina no confabuló con su
hermano.
¡SILENCIO, MINAL! –exclamó
la mujer–. Sin eso, ahora no seriamos
existencia.
Ambas voces rehuyeron nuevamente al interior de
Adelí, discutiendo como zumbidos de moscas, haciendo un destrozo por dentro.
—Fiera –dijo Seixa, cada letra en una sonrisa, los
ojos emocionados–. Digna de ser mi puerta.
—¿Tu… puerta? –preguntó Adelí, escupiendo el resto
de la bilis que tenía entre los dientes, las piernas no tenían fuerzas para
mantenerla en pie así que se quedó en el suelo, hincada frente a la diosa–.
¿Qué pretendes hacerme? –siseó, furiosa, pero sin demostrarlo. No quería volver
a vivir ese tormento.
—Mi hermano tiene un campeón. Yo siempre quise el
mío –contestó, mirándola nuevamente a los ojos. En el reflejo, Adelí pudo notar
las similitudes que la unían a aquel ser; los ojos eran los mismos, la quijada
empezaba a perlarse y los pómulos a hincharse.
Adelí se arrastró por el suelo, en un pobre intento
por alejarse. Seixa lo permitió, habló desde la distancia que las separaba.
—Adelí Zhahs Lin –siguió diciendo la espantosa
mujer. Ahora que Adelí la miraba mejor, notó la falta de musculatura en ella.
Era casi como un esqueleto andante cubierto solamente de piel–. Matarás en mi
nombre; he visto lo que será.
Nuevamente las arcadas llegaron haciéndola gemir.
—No –alcanzó a decir.
—Era de esperar –dijo Seixa, acuclillándose frente
a ella después de un tétrico andar. Frente a frente, a Seixa, ambos ojos se le
llenaron de pesar–. Tus ancestros fueron enormes y poderosos, en cambio tú, como
un perro a punto de morir.
—¡Mientes! ¡Mis padres…!
Seixa le profirió un revés en todo el rostro. Adelí
sintió la piel desprenderse de ella, junto a su alma; pequeñísimos recuerdos
llegaron a su ser, recuerdos de vidas que jamás había vivido y recuerdos de
muertes que jamás había sufrido. Recuerdos de telas rojizas y negras, muebles
costosos y el llanto de un recién nacido.
—Esto es lo que veo –explicó Seixa, mientras Adelí
perdía el conocimiento.
El aire escapó de sus pulmones y los latidos de su
corazón se detuvieron. Aquel día, Adelí Zhahs Lin, murió.
La primera luz del alba entró por el cristal del
ventanal, aquel ventanal que tanto dolor había dado el día anterior. Reptó por
el suelo acolchado y se internó en la estancia como una serpiente hambrienta,
subió por los escritorios, se deslizó por los bocetos y por fin, en la cama,
mordió el rostro de Adelí.
Adelí despertó con el corazón desbocado, se palpó
el pecho en busca de latidos, se tomó el tiempo para respirar profundamente en
pos de confirmar su supervivencia. Recordaba su muerte, recordaba cada sentido
de su cuerpo irse sin más y caer en una paz absoluta.
—Los humanos siempre duermen con los sentidos en
alerta –explicó Seixa. Adelí no la encontró con la mirada, pero sí que estaba
en algún lugar de la habitación–. Te hice estar en paz, para que durmieras sin
perturbaciones.
Al estudiar la habitación, Adelí la encontró debajo
del escritorio más recóndito. Seixa tenía el aspecto de una niñita de al menos
ochos años y se abrazaba las piernas pálidas contra el pecho. Claramente algo
la había asustado, pero, ¿qué podía asustar a esa diosa que era capaz de
enloquecer a una persona?
—Creí que… –nuevamente se tocó el pecho, sí, su
corazón latía.
—Que me había llevado tu alma –dijo Seixa en un
susurró desolador, al instante desapareció, luego de mirar hacia fuera de la
habitación.
Reapareció detrás de las piernas de Adelí, se
abrazaba a ella, temblorosa.
—¿Me temes? –preguntó.
—Lo hago –dijo Adelí.
Seixa respondió en un idioma que Adelí no
comprendía, pero que entendió como una disculpa por el tono con el que hablaba.
—Dos emociones pueden conformar un espíritu –empezó
a decir Seixa a cuento de nada. Comenzó a desaparecer y reaparecer por toda la
habitación, como si huyera de algo… o alguien. Retomó la conversación con la
voz apresurada–. ¡Tomó más y más de él! ¡Yo solo me defendí, era el miedo! ¡Lo
juro, solo me defendí, solo me defendí, solo me defendí! –gritaba abrazándose a
ella misma. Tenía un aspecto tan lamentable que Adelí sintió pena por ella,
apesar de lo que le había hecho horas atrás.
La niña lloró como si sufriera y Adelí la arropó en
un abrazo.
—Tranquila –dijo, sintiéndose imbécil por aquella
compasión.
Seixa respiró hondo entrecortadamente, el rostro,
un amasijo de lágrimas y mucosidades. Sin que nadie lo pidiera, siguió
hablando.
—Psicosis –silabeó, la mirada perdida en el
horizonte hacia Oriente–. Gritó, gritó, gritó –las tres palabras como si fueran
una cacofonía desesperante–. Enloqueció porque dos emociones pueden conformar
un espíritu. El padre gritaba, el hijo gritaba, el cuerpo gritaba.
»Y, por fin, se resquebrajó –susurró, levantando la
mirada en dirección a Adelí. Las lágrimas escurrieron por las mejillas de Seixa
y hundió el rostro entre los pechos de Adelí–. El padre, el hijo y el cuerpo
vacío. Ya nada era dual.
«Santo Padre Longevo», pensó Adelí para sí misma,
impresionada. No entendía del todo a que se refería Seixa, pero escucharlo le
hacía tener una vaga idea de que había sucedido en su nacimiento.
—¿Quién era el Padre? –preguntó, curiosa. Podía
intuir que el hijo había sido Axies, y el cuerpo vacío, Seixa. Sin embargo, ¿en
dónde quedaba ese tal “Padre”?
Seixa desapareció una vez más, rehuyendo debajo del
escritorio donde hubiera estado al principio. Acurrucando sus piernas, intentando
que la luz no la tocara, llorando con las manos a la cabeza y repitiendo una
sola frase:
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
Dentro de muros no puede ver ni oír, Seixa.
¿Aquella
sollozante niña, hecha un ovillo, era la diosa que tanto horror le había
provocado?, ¿esa niña asustada la había hecho rozar la locura?
La
compasión de Adelí fue más fuerte que su odio, la estupidez más grande que la
sensatez. Las voces incluso se sintieron decepcionadas. Se encaminó hacia Seixa
e hincándose a su lado extendió una palma para que esta la tomara.
—Te
protegeré –susurró, insultándose a sí misma en lo más profundo de su corazón,
pero fugacidad, no podía dejarla así, aunque eso implicara más sufrimiento para
Adelí–. No te encontrará a mi lado.
La confianza
volvió poco a poco a Seixa, se aferró a la mano de Adelí y salió temerosa de su
escondite. Miraba en todas las direcciones posibles y se mantenía abrazada a la
pierna de su protectora.
—Rodéennos
–ordenó Adelí a las sombras y en un momento, ambas, se hallaron rodeadas por
una densa neblina de colores blancos y espirales negras–. Cuéntame más, por
favor. Él no está aquí –tomó asiento en el suelo con Seixa al frente.
—Se perpendículo
–dijo la niñita como si Adelí pudiera comprender sus palabras raras–. Uno
muerto-vivo y el otro vivo-muerto. Dos, dos, ambos –casi parecía una epopeya
más que una explicación. La voz tenía cierto ritmo y su lenguaje corporal era
de lo más curioso pues movía las manos de una manera para nada normal–. Éramos
distintos, por naturaleza, el hombre busca la Longevidad, en lugar de la
Fugacidad. Entonces la caída. Entonces los nombres. Dos, dos, ambos.
Adelí se
quedó pensativa, analizando todo lo que esa niñita había dicho: “Entonces la
caída. Entonces los nombres”. Quiso aventurarse aún más, pero no sabía que
debía preguntar a Seixa. Como si esta le leyera el pensamiento, siguió
hablando.
—Huía. Mi
naturaleza fue odiada, así que huía –sus ojos invertidos se centraron el
horizonte nuevamente, perdidos a la nada–. Me odiaron cuando fui por los suyos.
Mi hermano, amado, cuando negó el avance. Partió a los cielos, no sin antes,
dejar a un campeón para que hablara en su nombre. Un niño me regaló, un niño me
regaló para cuidarme y amarme, un niño me regaló –las lágrimas cayeron por su
rostro dolido, desdichado. Eso era amor, ¿Seixa podía amar?
—¿Hace
cuant…? –intentó preguntar, pero Seixa le interrumpió con una sola palabra.
—Eones
–dijo, sin más–. Un tiempo que es incomprendido.
Ni una de
las dos volvió a decir palabra. Después de unos minutos mirando al suelo, Adelí
añadió.
—Es el
maestre Krien, ¿no? El niño que Axies te regaló –quizá lo comprendió por las
afirmaciones que daba el propio maestre, diciendo que su casta se había
perdurado desde la creación de La Divina Dualidad, o quizá… No.
—Letalfrian…
Legalfrian… Leteralgalevan… Legrifan… Lendelvan… –Seixa murmuraba nombres,
cientos, miles, luego aferró los parpados en busca de tranquilidad–. Debe morir
–añadió, aquello le fue difícil decirlo.
—No
comprendo –respondió Adelí, sintiéndose nuevamente superada–. ¿Por qué debe
morir?
—El cosmos
tiene reglas –espetó–. Reglas que él rompió. Detuvo la dirección, aquí, y
corrompió allí –señaló con su pequeño dedo al cielo.
No, no
señalaba al cielo, sino a lo que estaba fuera de Akxesh. Seixa señalaba a algo
muy muy alejado de aquel lugar.
Adelí
nuevamente no quiso responder, no quería saber más. Su realidad estaba bien en
la ignorancia, su vida estaba bien en la ignorancia. No quería saber. Sin
embargo, eso a Seixa no le importó.
—Los
Akxashanos no recuerdan, su memoria es corta y la doctrina poderosa –siguió
diciendo–. Los hijos que él no creó, pueden pensar con más claridad, cierto, sin
embargo, las eras son tantas y la mente, corta. Sus hijos, en cambio, no crean.
Impuso reglas, sobre las reglas. Creó vida, sobre la vida. Y ojos, sobre los
ojos.
Adelí negó
con la cabeza, airada, ya lo sabía. Se puso en pie y camino con paso veloz a
uno de los escritorios donde tenía sus dibujos. Las sombras rehuyeron y Seixa,
asustada, se desplazó hacia una esquina donde la luz no llegaba.
—¿Lo ves?
–preguntó con la voz temblorosa, señalando los bocetos que había creado–. ¿Ves
esto? Yo lo hice, yo lo creé.
—Porque miras
al mundo con mis ojos –dijo Seixa, cerrando los parpados con temor, intentando
no mirar a la luz–. No olvides que antes de mí, no tenías nada. Eras su hija y
no pensabas. Antes de mí, no tenías nada.
Adelí cayó
al suelo de rodillas, el corazón casi deteniéndose, el cansancio agolpándose a
sus espaldas.
—Tu
conexión con él se cerró –explicó Seixa, poco a poco acercándose hacia ella,
evitando tanto como podía a la luz–, la mía se abrió. Tu mente ha empezado a
moverse, pero las ideas son muchas, los sentimientos demasiados y la mente,
débil. Tu espíritu es débil. Nuestra conexión es débil.
«Lo sabía»,
pensó Adelí, asumiendo la situación.
Realmente
sabía que desde que Seixa había llegado a su vida, las ideas, los miedos, los
dolores y nuevos sentimientos, habían empezado a aflorar. Como había dicho:
antes de ella, no tenía nada. Su estúpida curiosidad la había guiado hasta una
revelación que destruía los cimientos de su fe.
Cayó al
suelo de rodillas, llevándose las manos a las sienes cuando un agudo dolor de
cabeza le atacó. Lloró, antes como Seixa, destruida por dentro, con el corazón
desbocado. Ahí tenía lo que había buscado para sentirse viva.
Un
indescriptible aborrecimiento por Axies se apoderó de ella, no entendía el porqué,
pero se sentía insultada, engañada y humillada.
—Lo haré
–murmuró, asustada de sí misma y de las palabras que no quería pronunciar. Se
aferró a la furia que se agitaba en su interior, a la rabía que sus labios
emanaban, y a las voces que le susurraban la respuesta que no debía dar–. No
comparto tu pensar, pero buscaré lo que Akxesh necesita.
Seixa
sonrió, nerviosa, con las lágrimas humedeciendo aún sus mejillas, el gesto
emocionado. Asintió.
—Hija de la
Fugaz –afirmó, desde las sombras.
Fin de la segunda parte
Primer día, primer
mes, segunda década después de Seixa.
Si hubiera de precisar a un culpable, claramente sería la gran maestre.
Mantuvo en secreto los cambios y permitió que la enfermedad se desarrollará por
completo. El silencio fue su pecado… No. No puedo juzgarle por sus acciones, pues,
yo también soy culpable. Añoraba los momentos de felicidad así que callé.
Cuando la noticia se supo, ya era demasiado tarde. Las piezas estaban en
el tablero y un ser superior jugaba con nosotros.
Es probable que durante los primeros años de la caza a ojos-gema la
hubiesen exiliado de Kyranvie por imponer un cambio a los dogmas. Por tanto,
fingí no ver lo que pasaba frente a mí. La protegí con mi vida, poniendo mi
honor de por medio, aun cuando debí darle muerte.
Más tarde, durante la era del cambio, sus avances tecnológicos supusieron
la aceptación de los ojos-gema para la Conexión; nadie cuestiono sus ojos
invertidos cuando creó las armas y los transportes. Era una genio para aquel
siglo de oro; incluso tu padre le solicitó esquemas y armamento para su
ejército. Sí, aunque los historiadores lo nieguen, ella diseñó el armamento que
tus hombres emplean. Ella descubrió como forzar la Conexión.
Ahora, con su partida, todo plano de tecnología está en tus manos. Como podrás
ver, aquella mujer incluso planteó la energía ilimitada con los ojos-gema como
catalizadores. Así que, Yían, QUEMA TODO lo que se relacione a esa idea
descabellada y mantén en secreto únicamente los diseños de las armas, más
adelante te hablaré de ellas.
Por cierto, el niño que tienes frente a ti es mi hijo: Zíxúe. Por favor,
dale tus apellidos, así no podrán darle caza.
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