XVII
La
conspiración
Una de
las pocas lluvias de temporada había llegado a las tierras de Zheng, tenue, una
ligera llovizna que a duras penas era suficiente para mantener con vida a la
flora y fauna. Una llovizna triste, cierto, pero también un recordatorio
afirmando que Axies no los había abandonado para morir en las sequias.
Xia
podía escuchar los repiqueteos de las gotas sobre el cristal de la ventana,
imaginaba lo gris que sería todo ahí fuera, quería verlo, no podía. Aunque
abriera los parpados no podía mirar más allá del vacío mismo.
En su
piel sentía la humedad que proferían las burbujas de jabón en la tina de baño,
el agua caliente y espumosa. Alguien acariciaba su piel herida y mancillada,
alguien con manos suaves, pero, con algunos callos de vez en vez, alguien que
no parecía tener intensiones de hacerle daño.
—Tus
heridas sanan mejor de lo que esperábamos, una lástima que no pueda decir lo
mismo de tus ojos –dijo la mujer con acento áspero y tono de decepción–. Los
ojos-gema sí que son diferentes a nosotros los normales.
—¿Quién
eres? –preguntó Xia, por fin. Aquella mujer llevaba ya un tiempo aseándola y
dedicándose a sus cuidados, sin embargo, en ni un momento se había atrevido a
hablarle directamente.
Su cabello arde sin calor, hmm, extraña mujer
de gran ego.
«No… No
de nuevo, por favor, no», dijo para sus adentros.
Los
susurros la acompañaban desde el día en que había caído el convento. El
resultado de su excesivo uso de milagros, el resultado de haber tentado a la
fugacidad.
—Tristan
Leng Yúan, reina de las tierras norteñas y protectora del mar septentrional
–respondió la mujer con una muy leve risita. Se mantuvo tallando la piel de
Xia, intentando no tocar demasiado los daños que había provocado el hierro.
—La
psicosis sí que es terrible –respondió Xia con asombro y amargura, se limitó a
intentar comprender si era verdad lo que la mujer decía o era otra de las
tretas de Zheng para mantenerla pobre de mente.
¿Cómo es la realidad?
—Akxesh
se ha vuelto loco, querida –siguió diciendo quien pretendía ser la reina de
Yúan–. Los devotos matan exigiendo respuestas, los soldados luchan contra su
propia gente.
—Solo
queríamos paz –respondió–. ¿Eres quién dices ser o es alguna especie de engaño?
—Esto
es tan real como las llamas que se propagan por mi casta; te está dando un baño
la reina Tristan –dijo, tomando un cubo de agua y dejándolo caer sobre la
cabeza de Xia.
No miente, como nosotros, como nosotros, no
miente.
—Compruébalo.
—¡Bah!
Ustedes los Zhengyin sí que son desconfiados –replicó, acercando el pecho lo
suficiente a Xia para que esta la pudiese oler. Fugacidad, no apestaba, pero el
olor de su cuerpo era como a pescado en salazón, definitivamente era una
norteña–. ¿Ahora me crees?
—¿Usted
me ha estado aseando durante estas semanas? –preguntó Xia, dirigiendo su rostro
hacía donde creía estar la reina.
—¿Quién
si no? –respondió, chasqueando los labios al momento en que se concentraba en
tallar el cabello que Xia se recordaba cobrizo–. Realmente no me importa, eres
mujer, así que está bien. Si fueras hombre, bueno, estarías muerta ahora mismo.
—No le
debo nada –respondió Xia, intentó mover los brazos para alejarse de la mujer,
pero como de costumbre, no fue más que un pobre recuerdo de su condición.
A la madre le debes, a los hijos le debes.
La
reina no respondió. Se mantuvo callada durante un tiempo mientras lavaba con
delicadeza los cabellos de Xia, luego, se concentró en las orejas y el cuello,
por último, los pecho y abdomen.
—Ahora
me debes algo –añadió–, estos baños no son gratis, querida.
—Entonces
ahógueme aquí mismo, no quiero deberle nada –respondió, imperiosa.
Debes vivir. Malditas voces, solo le provocaban
escalofríos y espasmos en el rostro.
—¡Una
mierda! –rio Yúan, claramente divertida–. Vas a declarar contra Krien, mujer. Tu
niña, Jesce, ya ha declarado, solo sigue su ejemplo.
—Una
mierda –repitió, cansada–. No caeré en tus falsedades y menos declararé
–intentó hundirse en la tina para darse muerte, preferiría desfallecer antes
que traicionar a su propia fe.
La
reina la levantó de las axilas, si la pudiese ver se daría cuenta que Tristan
estaba empapada y la camisola se le apretujaba húmeda contra la piel.
—No lo
haré –añadió Xia escupiendo agua.
Los matarán si te niegas, lo he visto.
«No,
no, no.»
—Lo
harás –respondió la reina, secándole el rostro con una áspera toalla–. En
Zheng, mantenemos una comuna de ojos-gema, jóvenes y niños, familias enteras
que vivían en el convento –explicó–. Además, los que batallaron en las
fronteras de Lanatar, son prisioneros de guerra, Xia, ¿sabes lo que eso significa?
Significa que no te puedes negar, porque si lo haces todos morirán.
—No,
no, no –sollozó–. No puedo.
Sí que puedes. Dijo la voz en su interior. Traicionar es fácil, lo difícil es vivir con
la culpa.
—Lo
harás, si quieres evitar una carnicería –Tristan hizo acopió de fuerzas para sacarla
de la tina y la postró en una silla de lo más suave–. Jesce nos habló de Seixa,
solo necesitas declarar falsedades con esa base, querida. Krien abdicará en
favor de Zheng y todos serán liberados luego de un par de años en las mazmorras
–decía, mientras le secaba el cuerpo–, y todo volverá a la normalidad, Ili.
—No…
–sollozó una vez más.
¡Hazlo!
—¡No-no-no-no-no!
¡Basta, basta! –comenzó a gritar, con las manos en las sienes, tirando del poco
cabello que tenía.
Cayó al
suelo hecha un ovillo, gritos, gritos y más gritos.
—¡Tranquila,
mujer! ¡Hey, necesito ayuda! –decía la reina a voces.
Xia
recobró la cordura unas horas más tarde, aún llovía fuera. Escuchó el piqueteo
de las gotas como aves hambrientas. Toda el alma le dolía, estaba cansada,
acabada y destruida.
—¿Dónde
estoy? –preguntó, palpando la mullida cama en la que se encontraba postrada,
intentando buscar a alguien con las manos.
—En tus
aposentos, ordené que los prepararán de acuerdo a tu antiguo rango –respondió
la reina tomándola de la mano–. Ojalá pudieses verlos porque son mejores que
los míos.
—¿Cómo
llegué aquí? –decía, sin darse cuenta que se aferraba a las manos de la reina
como una niña desamparada. Poco recordaba nada, se sentía desorientada,
soñolienta.
—Yo
misma te he traído en brazos –empezó a decir la reina, soltándole de la mano y
paseando por la habitación. Se escuchaba agua cayendo en un recipiente, quizá
se estuviera sirviendo alguno de esos vinos amargos que las historias decían
que tanto le encantaban–, luego te vestí y acomodé en la cama. Podrías decir
que estamos listas para enlazarnos –bromeó.
«¿Por
qué no me hace daño? Todos me lastimaron, pero ella no», dudó, la reina Tristan
no la había torturado durante esas semanas a pesar de tenerla a su merced, al
contrario, la había tratado de una manera muy delicada. Recordaba levemente su
voz en la distancia pidiendo que atendieran sus heridas, la peinaba, se daba
baños con ella e incluso atendía a sus necesidades más vergonzosas.
—¿Aún
batallan los devotos? –preguntó.
—Hay
algunas refriegas, querida –respondió la reina con tono sorpresivo–, nada más,
el resto de las tensiones son provocadas por los reinos. Después de la batalla
en las fronteras, los conventos más listos abrieron las puertas a los ejércitos
para evitar ser asaltados o sitiados, el resto, bueno, como te he dicho, aún
luchan a la desesperada –explicó, dando un largo sorbo.
—¿Por
qué debo declarar entonces? –preguntó al cabo de un rato–. Ahora no sirvo como rehén,
no queda convento del cual sea directora. No estoy cuerda del todo y Zheng, con
sus rumores, consiguió que la fe perdiera credibilidad. Además, no traicionaré
a los míos.
—No es
importante si la gente te cree o no –rio Tristan. Tomó asiento al borde de la
cama y comenzó a mascar algún tipo de alimento–. Lo único que necesitamos es tu
declaración, tenías una posición importante, así que pesará en hierro.
No tuvo
tiempo de responder, lo siguiente que escuchó fue a la reina ponerse en pie y
un portazo, había abandonado la habitación.
Sola de
nuevo con sus pensamientos, los susurros comenzaron a acosarla y la locura a
dominarla.
No soy producto de la locura, soy un regalo
de la madre –empezó
a decir la voz rasposa y masculina–. Enorgullécete,
pues a diferencia de los que acompañan a la chiquilla, yo soy mucho más
consciente de tu situación. Te daré respuestas con el fin de que sobrevivas
hasta el día de la maldición.
Los
escalofríos regresaron, esta vez con más intensidad, escuchar esa voz no era
para nada algo cómodo. Estaba en los síntomas más graves de la psicosis, sabía
bien que les ocurría a los ojos-gema ciegos.
«Hua
hablaba de ello, sombras dónde no debían estar. Dioses desconocidos. Seixa.»
Los
recuerdos de las torturas llegaron para mostrarle una imagen en su mente, en
esa celda le había sucedido algo, un recuerdo muy distante: una mujer de piel
blanca como la luna, una mujer que susurró a sus oídos.
—“Debe
vivir y haz de susurrar –empezó a repetir, la voz en su interior parecía
emocionado–. Debe vivir y haz de ser sus ojos. Será mi oradora, así que debe
vivir” –cayó en sueño.
Despertó
recostada sobre un duro suelo, no, solo su mitad izquierda se sentía incómoda,
por la derecha el suelo era mucho más suave, como si fuera nieve. Y
ciertamente, por un lado, se extendía una enorme llanura de piedra negra y por
el otro, un páramo completamente blanco.
—¿Con
qué derecho te atreves a repetir mis dones? –preguntó una niña a su lado,
igualmente estaba con las vistas al cielo, los ojos invertidos.
Xia se
levantó aterrada. Era la misma mujer de su celda, más pequeña, sí, pero con las
mismas facciones. Se irguió rápidamente tomando la postura del dragón y para su
sorpresa, ni un atisbo de poder llegó.
—Perdiste
tu conexión, ni un músculo te crecerá como antes –dijo la niña, sin ponerse en
pie, miraba al vasto cielo blanco con añoranza.
—¿Seixa…?
– curioseó.
—Oh,
conoces mi nombre –respondió la niña mientras se sentaba con las piernas
cruzadas.
—Tú
corrompiste a Hua, destruiste su vida –espetó Xia con el corazón a mil por
hora.
—Le
mostré el camino que debía seguir –corrigió Seixa levantando un dedo–, aunque
es cierto que me precipite –añadió con amargura.
Xia
arremetió contra ella, interrumpiendo las siguientes palabras de la chiquilla. Descargó
una patada en arco con todas su fuerza y enojo, Seixa la detuvo solo con la
palma de su mano.
—Deberías
tranquilizarte –dijo–. Este sitio no es como Akxesh; aquí es y no es, estamos y
la vez no.
—¿Qué
quieres decir? –preguntó Xia, descargando otro golpe, esta vez con dirección a
la nuca. Seixa lo recibió sin inmutarse, de hecho, se sintió como si no hubiese
impactado nada, aunque ciertamente algo la había detenido.
—Hmm,
eres necia –murmuró–. Decía, este lugar une, pero a la vez separa. Lo
entenderías mejor si pudieras ver a Génesis, aunque… bueno… no te afectaría, ¿supongo?
—¿Génesis?
–dijo Xia con el ceño fruncido, no entendía nada de lo que hablaba esa niña.
—Una
cosita de nada, sin embargo, como todo en este lugar, esa cosita de nada es un
problema cósmico –rio.
—No
entiendo de qué fugaces demonios hablas, explícate –arremetió con voces.
—Hmm,
imaginaba que serías más lista que Adelí, en fin, los Akxashanos son los más
tontos entre los tontos, y todo por culpa de Axies –los gesto de Seixa variaban
entre la confusión y el hartazgo, ¿era eso lo que Hua veía en las noches?, ¿esa
niña la acosaba? ¿Y qué era ese asunto de Adelí?
—¿Qué
le has hecho a Adelí? –acabó por preguntar, no la conocía del todo, pero sabía
lo que había hecho para salvar a Ushi.
—Mira
que eres pesada, eh –hizo un mohín acompañado de una sonrisa y se dejó caer al
suelo con el rostro al cielo–. Te explicaré, hasta que me harte de tu presencia.
Adelí será importante en dos bandos, así que estoy intentando que se vuelva
algo bueno para nuestro futuro general.
—¿Para
nuestro futuro? –preguntó Xia y al momento fue interrumpida.
—Podría
decirse –respondió Seixa con una sonrisa enseñando los dientes blanquecinos–. A
las dos les he dado un regalo para escuchar aquello que se os escapa. Él solo
puede sentir, así que no las notará, se distrae conmigo, pues.
—No te
sigo –Xia por fin se dejó llevar y tomó asiento entre las mitades de la
cuesta–. Eh…
—Sí, el
fin ha llegado –respondió la niña antes de que Xia pudiese formular sus
preguntas–. Estatuas y pinturas relatan lo que antes fue; lo que está roto
volverá a forjarse y… sí… morirás antes de presenciarlo.
«“Morirás
antes de presenciarlo”», se repitió Xia con amargura. Quizá hubiese preferido
que no le respondiera esa pregunta.
—¿Cuándo?
–preguntó, no se sentía a gusto con ello, pero quería saber cuánto tiempo le
quedaba –rio con voz trémula–. Ya veo, esto es alguna nueva tortura de Irin.
—Agh,
mira que eres tonta, eh –nuevamente un mohín que le recordaba a Hua en su
niñez–. Te di las fuerzas para soportar el dolor, respuestas, ¿y así me
agradeces?
—No lo
quería saber.
—Y aun
así ansiabas preguntar. Está bien, yo soy el deseo y a mí no te puedes negar,
lo sabía; sé lo que fue, sé lo que es y sé lo que será –empezó a decir
entrecerrando los parpados y mirándose las palmas con miedo–. Tú mente es
fuerte, aunque dudas, crees en mis palabras porque sabes lo que sucedió con
Hua. Porque sabes que Hua ya había visto su fin.
—No
creía en sus palabras –respondió Xia, abrazándose las rodillas y hundiendo el
rostro entre ellas–. Debí creerle, debí atenderla.
—No
tiene sentido lamentarse por ella, pagaste tu error advirtiendo a las otras
dos. Sé que no deseas que nadie más muera –Seixa se puso en pie y caminó hasta
ponerse frente a ella, acuclillándose la tomó por el rostro huesudo–. Sé que no
deseas que más ojos-gema mueran.
—Si
Axies estuviera aquí…
—Pero
no lo está, recuérdalo –dijo, y con chasquido de los dedos provocó que una ola
de recuerdos invadiera la mente de Xia. Recuerdos de torturas, de golpes y
humillaciones, recuerdos de hierro y fuego.
Entre
tantas de las barbaridades, la vio… Cuando todos se iban, dejando a solas a
Xia, Seixa colocaba su rostro sobre aquel pecho blanco como el mármol y la
acunaba, calmando sus miedos y lamentos. Cierto, siempre había estado presente,
le susurraba que resistiera al dolor.
—Siempre
estuve a tu lado. Yo no te abandoné como él –añadió, molesta.
—Creía
que eran sueños, creía que era mi demencia –las lágrimas volvieron a escurrir
por sus mejillas y mirando a ese rostro divinizado suplicó—: Solo quiero morir,
por favor. Déjame morir.
—Morirás,
te lo he dicho, pero antes declararás.
Nuevamente
eso.
—¿¡Por
qué!? ¿¡Qué hice mal en mi vida!? –maldijo, intentando arrancarse el cabello
con sus propias manos. Luego, con un sollozó, murmuró—: ¿Por qué debo ser yo
quien ponga la última piedra de nuestra tumba?
Seixa
le apartó las manos del cabello y con abrazo sincero, habló.
—Porque
así evitarás que se derrame más sangre de la necesaria. Incluso yo siento dolor
al verlos sufrir –dijo–. Despierta, Ili, y da una respuesta.
Xia
abrió los parpados para encontrar el vacío frente a ella, las lágrimas aún
escurrían por su rostro y el recuerdo melancólico de la diosa permanecía en su
corazón. Era de día, lo reconoció por el calor que emanaba la luz del sol
cuando tocaba su piel; la puerta se abrió y varias personas entraron en la
habitación.
—¡Oh!
¿Estás despierta? Perfecto –la primera en hablar fue la reina Tristan, tenía
tal tono afable que casi podía verla sonreír–. Cuando me presente ayer aún
dormías, así que preferí dejarte descansar.
—¿Ayer?
–preguntó Xia y al instante el cansancio muscular se hizo presente, maldición,
se sentía tan pesada como una piedra.
—Sí,
querida. Has estado durmiendo por un día entero –rio–. Como sea, hoy me
acompañan escribas de ambas cortes reales, esperan tomar tu declaración.
¡Cierto!, puedes estar tranquila, Irin no está presente –aquello último parecía
verdad por la sinceridad con la que lo dijo.
«No me
dejarán tranquila hasta que no dé una respuesta –se dijo así misma–. Quieren mi
declaración a toda costa», escuchó como rodeaban la cama en torno a ella.
—¿Qué
pasará si no declaro? –preguntó, deseando que la respuesta fuera diferente a lo
que Seixa le había dicho.
—Los
prisioneros capturados en la frontera serán enjuiciados hasta que reconozcan
los cargos –añadió risueña mientras se sentaba a su lado en el mullido colchón,
como otras veces, acarició su cabello–. Todos los ojos-gema de la comuna,
incluida Jesce, declararán y sellarán con su propia sangre los documentos, los
que se nieguen serán enjuiciados por complicidad. Y, bueno, a los que levanten
las armas ya sabes lo que les espera.
Xia
aferró los parpados en busca de un consuelo, entre todos sus pensamientos, una
voz masculina habló, la misma que Seixa le había hablado.
Lo que diga ella, no es lo mismo que hará el
rey de rojo y negro. Sabes lo que pasó cuando te negaste a abrir las puertas
del convento.
Tenía
razón, no soportaría escuchar a su gente morir, no otra vez.
—¿Qué
pasará conmigo? –preguntó con un nudo en la garganta.
—Oh,
puedes estar tranquila, querida –dijo la reina con un tono tranquilizador–. En
cuanto a ti, serás liberada de cualquier cargo, te daré aseo, comida y un sitio
en este palacio –empezó a decir con tanta ansía y esperanza–. Vendrás a mi
corte donde compareceréis como testigo del juicio cuando tenga lugar, una vez
termine, serás parte de mi familia y te daré el apellido de Yúan. Nunca nadie
podrá volver a ponerte un dedo encima, lo juro por la sangre que corre por las
venas de mis hijos.
Xia
tragó saliva antes de responder. Recordó toda su vida bajo el cobijo de La
Divina Dualidad, su admiración por el maestre Krien, a los niños viviendo con
fraternidad en el convento. Recordó a Hua y a Frederick, sus amores más grandes
en todo Akxesh.
—¿Cuáles
son los cargos? –preguntó, con el corazón desbocado.
Escuchó
a los escribas suspirar de tranquilidad y a la reina reír de felicidad.
—Sacrilegio,
herejía e idolatría. Todo cometido bajo el nombre de Seixa, puedes inventar
tanto como te plazca –respondió la reina, animosa.
—¿Puede
prometerme algo? –dijo, al menos quería asegurar que si Axies iba enjuiciar a
alguien, que fuera solo a ella.
—¡Claro,
mujer! –rio, jugueteándole el cabello con más presteza.
—No
escribirán nada que de mis labios no salga, solo así declararé. Ponga su honor
como reina y madre de por medio –dijo con el ceño fruncido y su palma al aire.
Escuchó
el desenvaine de un arma y luego el roce del acero contra la piel.
—Es una
promesa, Xia Ili Han. Yo, Tristan Leng Yúan, reina de las tierras norteñas y
protectora del mar septentrional, juro que así será. Ni siquiera Zheng podrá
alterar tu declaración –al concluir, la reina selló la promesa con un beso en
los labios. Un beso sabor a acero y sangre.
—Entonces
está es mi traición.
Xia Ili Han, antigua directora del convento de La
Divina Dualidad, en Ciudad Dual, capital del reino de Zheng.
A día de hoy me encuentro con vida y gozó de todas
mis facultades mentales para realizar la siguiente declaratoria en nombre del
único dios existente: Axies Chánshóu
–Longevidad–.
Cada palabra escrita en esta carta es completamente cierta
y que se me enjuicie públicamente si llegase a errar en algún momento. Dicho
esto, durante mis treinta y cuatro años como directora del convento he podido
ver y oír cosas que romperían el corazón de cualquier devoto de la fe.
Como bien sabrán, La Divina Dualidad adopta a todos
los ojos-gema y los cubre bajo un manto de Divinidad y secretismo. Al principio
pensaba que era un acto de profunda bondad para acercarlos a su dios padre. Sin
embargo, todo estaba lejos de mis ensoñaciones. Letifan Vernatk Krien, maestre
de la santa iglesia, tenía como objetivo ofrecer a los que resultarán más
atractivos a una deidad que todos los directores y devotos conocemos: Seixa Sǐwáng, diosa de la muerte y la fugacidad,
principios contrarios al Padre Longevo. Como prueba, pueden encontrar una
multitud de imágenes que la representan como una mujer de piel blanca y ojos
invertidos. Aquel ser no es la otra mitad de Axies como siempre nos ha hecho
creer Krien gracias a su senilidad y locura auspiciada por la vejez; no repitáis
el nombre de Seixa bajo ni una circunstancia, al hacerlo le estaréis dando
entrada a vuestros hogares
De la misma forma,
hago saber que aquellos que buscaban trabajo o techo en el convento, sobre todo
aquellos a los que en algún momento llamásemos “guías”, debían pasar una serie
de pruebas que consistían en: renegar del Padre, escupir en el sagrado Espejo y
aceptar la poligamia e incesto para perdurar la casta devota a los conventos.
Hoy por fin he
escapado del yugo impuesto, con apoyo de la reina Tristan, y por fin se me
permite redimirme, declarando el sufrimiento vivido durante toda mi vida. He de
pedir a mis hermanos de fe abandonar el miedo, declarar a favor de las palabras
escritas en esta epístola; reflexionar y alcanzar la salvación bajo el manto de
los reinos que nos protegen, y la mirada del Dios Padre Longevo.
Xia Ili Han.
—Está
hecho –concluyó Xia–. ¿Pueden dejarme sola por hoy?
—Haz
hecho lo correcto, Ili –respondió la reina, acariciando su cabello y dándole un
beso más en los labios.
Nuevamente,
lo último que escuchó fue la puerta abrirse y a cada persona salir de la
habitación. Se quedó en soledad con su propia lástima. Había traicionado a sus
hermanos con falsedades inimaginables, al maestre Krien y a todos los niños del
convento. Había traicionado a su amado Frederick.
Aquel
día no le rezó a Axies, en cambio, pidió que ni Seixa, ni la voz en su
interior, le acosarán.
Aquel
mismo día, Tristan informó al rey Zheng sobre la declaratoria tomada a Xia.
Este fue rápido en actuar y ejecutó la orden, que, en años más tarde,
recalcaría en fama de “Hierro y fuego”. Consistió en hacer detener, en los
reinos de Zheng, Yúan y Lanatar, a todo hombre que estuviese relacionado de
alguna u otra forma con los conventos asentados en las tierras aliadas al
monarca de Oriente, en fin, de hacerles declarar. Ni un solo día transcurrió
para que el rey Lanatar III pusiera cadenas sobre los cuellos de todos los
soldados que habían batallado en las fronteras; hombres de Rashún, Galinor y
Karanavi, fueron aprehesados y sus bienes, así como los de los conventos, requisados
por las tres coronas.
El
objetivo de todo esto era mermar la influencia de la fe y sobreponer una inamovible
presión en todos los conventos repartidos por las tierras del este. En los
reinos de Lanatar y Zheng prácticamente no hubo resistencia contra las agresiones
y el apresamiento, todos creían que la declaratoria de Xia era un error o que
simplemente desvariaba a causa de la locura. Más de diez mil personas fueron
arrestadas, desde trabajadores hasta simples personas que alguna vez hubiesen
llevado ofrendas a los conventos, pues la repentina misiva del rey Zheng
ordenaba aprehender incluso a los hombres que saludaran a los devotos.
Letifan
Vernatk Krien fue el hombre al cual se le adjudicaron la mayoría de cargos
heréticos, al punto que incluso las gentes de los reinos pedían su cabeza en
una pica.
En Yúan
poco se pudo hacer, reconquistar las tierras norteñas era casi imposible a
pesar de la superioridad numérica de la reina Tristan. Elemir Truen había
retomado el control del reino usando su renacimiento como una base más de las
nuevas religiones que estaban naciendo en Akxesh a causa de la inminente caída
de La Divina Dualidad. La de él era conocida como “Hijos del Manto Blanco”. A
pesar de los esfuerzos de Zheng y Yúan por hambrearlos, el joven muchacho se
adelantaba y preparaba suministros rápidos para alimentar a los locales y así
recuperar la perdida confianza del pueblo, incluso había acabado con casi todos
los alborotadores que vagaban por el reino.
En el
resto del Akxesh, la declaratoria de Xia provocó un creciente odio por los
ojos-gema y por consecuencia hubo que resguardarlos con más protecciones en los
conventos, sin poder salir, por temor a ser atrapados y ajusticiados
públicamente.
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