La Divina Dualidad. XVII

 

XVII

La conspiración

 

Una de las pocas lluvias de temporada había llegado a las tierras de Zheng, tenue, una ligera llovizna que a duras penas era suficiente para mantener con vida a la flora y fauna. Una llovizna triste, cierto, pero también un recordatorio afirmando que Axies no los había abandonado para morir en las sequias.

Xia podía escuchar los repiqueteos de las gotas sobre el cristal de la ventana, imaginaba lo gris que sería todo ahí fuera, quería verlo, no podía. Aunque abriera los parpados no podía mirar más allá del vacío mismo.

En su piel sentía la humedad que proferían las burbujas de jabón en la tina de baño, el agua caliente y espumosa. Alguien acariciaba su piel herida y mancillada, alguien con manos suaves, pero, con algunos callos de vez en vez, alguien que no parecía tener intensiones de hacerle daño.

—Tus heridas sanan mejor de lo que esperábamos, una lástima que no pueda decir lo mismo de tus ojos –dijo la mujer con acento áspero y tono de decepción–. Los ojos-gema sí que son diferentes a nosotros los normales.

—¿Quién eres? –preguntó Xia, por fin. Aquella mujer llevaba ya un tiempo aseándola y dedicándose a sus cuidados, sin embargo, en ni un momento se había atrevido a hablarle directamente.

Su cabello arde sin calor, hmm, extraña mujer de gran ego.

«No… No de nuevo, por favor, no», dijo para sus adentros.

Los susurros la acompañaban desde el día en que había caído el convento. El resultado de su excesivo uso de milagros, el resultado de haber tentado a la fugacidad.

—Tristan Leng Yúan, reina de las tierras norteñas y protectora del mar septentrional –respondió la mujer con una muy leve risita. Se mantuvo tallando la piel de Xia, intentando no tocar demasiado los daños que había provocado el hierro.

—La psicosis sí que es terrible –respondió Xia con asombro y amargura, se limitó a intentar comprender si era verdad lo que la mujer decía o era otra de las tretas de Zheng para mantenerla pobre de mente.

¿Cómo es la realidad?

—Akxesh se ha vuelto loco, querida –siguió diciendo quien pretendía ser la reina de Yúan–. Los devotos matan exigiendo respuestas, los soldados luchan contra su propia gente.

—Solo queríamos paz –respondió–. ¿Eres quién dices ser o es alguna especie de engaño?

—Esto es tan real como las llamas que se propagan por mi casta; te está dando un baño la reina Tristan –dijo, tomando un cubo de agua y dejándolo caer sobre la cabeza de Xia.

No miente, como nosotros, como nosotros, no miente.

—Compruébalo.

—¡Bah! Ustedes los Zhengyin sí que son desconfiados –replicó, acercando el pecho lo suficiente a Xia para que esta la pudiese oler. Fugacidad, no apestaba, pero el olor de su cuerpo era como a pescado en salazón, definitivamente era una norteña–. ¿Ahora me crees?

—¿Usted me ha estado aseando durante estas semanas? –preguntó Xia, dirigiendo su rostro hacía donde creía estar la reina.

—¿Quién si no? –respondió, chasqueando los labios al momento en que se concentraba en tallar el cabello que Xia se recordaba cobrizo–. Realmente no me importa, eres mujer, así que está bien. Si fueras hombre, bueno, estarías muerta ahora mismo.

—No le debo nada –respondió Xia, intentó mover los brazos para alejarse de la mujer, pero como de costumbre, no fue más que un pobre recuerdo de su condición.

A la madre le debes, a los hijos le debes.

La reina no respondió. Se mantuvo callada durante un tiempo mientras lavaba con delicadeza los cabellos de Xia, luego, se concentró en las orejas y el cuello, por último, los pecho y abdomen.

—Ahora me debes algo –añadió–, estos baños no son gratis, querida.

—Entonces ahógueme aquí mismo, no quiero deberle nada –respondió, imperiosa.

Debes vivir. Malditas voces, solo le provocaban escalofríos y espasmos en el rostro.

—¡Una mierda! –rio Yúan, claramente divertida–. Vas a declarar contra Krien, mujer. Tu niña, Jesce, ya ha declarado, solo sigue su ejemplo.

—Una mierda –repitió, cansada–. No caeré en tus falsedades y menos declararé –intentó hundirse en la tina para darse muerte, preferiría desfallecer antes que traicionar a su propia fe.

La reina la levantó de las axilas, si la pudiese ver se daría cuenta que Tristan estaba empapada y la camisola se le apretujaba húmeda contra la piel.

—No lo haré –añadió Xia escupiendo agua.

Los matarán si te niegas, lo he visto.

«No, no, no.»

—Lo harás –respondió la reina, secándole el rostro con una áspera toalla–. En Zheng, mantenemos una comuna de ojos-gema, jóvenes y niños, familias enteras que vivían en el convento –explicó–. Además, los que batallaron en las fronteras de Lanatar, son prisioneros de guerra, Xia, ¿sabes lo que eso significa? Significa que no te puedes negar, porque si lo haces todos morirán.

—No, no, no –sollozó–. No puedo.

Sí que puedes. Dijo la voz en su interior. Traicionar es fácil, lo difícil es vivir con la culpa.

—Lo harás, si quieres evitar una carnicería –Tristan hizo acopió de fuerzas para sacarla de la tina y la postró en una silla de lo más suave–. Jesce nos habló de Seixa, solo necesitas declarar falsedades con esa base, querida. Krien abdicará en favor de Zheng y todos serán liberados luego de un par de años en las mazmorras –decía, mientras le secaba el cuerpo–, y todo volverá a la normalidad, Ili.

—No… –sollozó una vez más.

¡Hazlo!

—¡No-no-no-no-no! ¡Basta, basta! –comenzó a gritar, con las manos en las sienes, tirando del poco cabello que tenía.

Cayó al suelo hecha un ovillo, gritos, gritos y más gritos.

—¡Tranquila, mujer! ¡Hey, necesito ayuda! –decía la reina a voces.

 

Xia recobró la cordura unas horas más tarde, aún llovía fuera. Escuchó el piqueteo de las gotas como aves hambrientas. Toda el alma le dolía, estaba cansada, acabada y destruida.

—¿Dónde estoy? –preguntó, palpando la mullida cama en la que se encontraba postrada, intentando buscar a alguien con las manos.

—En tus aposentos, ordené que los prepararán de acuerdo a tu antiguo rango –respondió la reina tomándola de la mano–. Ojalá pudieses verlos porque son mejores que los míos.

—¿Cómo llegué aquí? –decía, sin darse cuenta que se aferraba a las manos de la reina como una niña desamparada. Poco recordaba nada, se sentía desorientada, soñolienta.

—Yo misma te he traído en brazos –empezó a decir la reina, soltándole de la mano y paseando por la habitación. Se escuchaba agua cayendo en un recipiente, quizá se estuviera sirviendo alguno de esos vinos amargos que las historias decían que tanto le encantaban–, luego te vestí y acomodé en la cama. Podrías decir que estamos listas para enlazarnos –bromeó.

«¿Por qué no me hace daño? Todos me lastimaron, pero ella no», dudó, la reina Tristan no la había torturado durante esas semanas a pesar de tenerla a su merced, al contrario, la había tratado de una manera muy delicada. Recordaba levemente su voz en la distancia pidiendo que atendieran sus heridas, la peinaba, se daba baños con ella e incluso atendía a sus necesidades más vergonzosas.

—¿Aún batallan los devotos? –preguntó.

—Hay algunas refriegas, querida –respondió la reina con tono sorpresivo–, nada más, el resto de las tensiones son provocadas por los reinos. Después de la batalla en las fronteras, los conventos más listos abrieron las puertas a los ejércitos para evitar ser asaltados o sitiados, el resto, bueno, como te he dicho, aún luchan a la desesperada –explicó, dando un largo sorbo.

—¿Por qué debo declarar entonces? –preguntó al cabo de un rato–. Ahora no sirvo como rehén, no queda convento del cual sea directora. No estoy cuerda del todo y Zheng, con sus rumores, consiguió que la fe perdiera credibilidad. Además, no traicionaré a los míos.

—No es importante si la gente te cree o no –rio Tristan. Tomó asiento al borde de la cama y comenzó a mascar algún tipo de alimento–. Lo único que necesitamos es tu declaración, tenías una posición importante, así que pesará en hierro.

No tuvo tiempo de responder, lo siguiente que escuchó fue a la reina ponerse en pie y un portazo, había abandonado la habitación.

Sola de nuevo con sus pensamientos, los susurros comenzaron a acosarla y la locura a dominarla.

No soy producto de la locura, soy un regalo de la madre –empezó a decir la voz rasposa y masculina–. Enorgullécete, pues a diferencia de los que acompañan a la chiquilla, yo soy mucho más consciente de tu situación. Te daré respuestas con el fin de que sobrevivas hasta el día de la maldición.

Los escalofríos regresaron, esta vez con más intensidad, escuchar esa voz no era para nada algo cómodo. Estaba en los síntomas más graves de la psicosis, sabía bien que les ocurría a los ojos-gema ciegos.

«Hua hablaba de ello, sombras dónde no debían estar. Dioses desconocidos. Seixa.»

Los recuerdos de las torturas llegaron para mostrarle una imagen en su mente, en esa celda le había sucedido algo, un recuerdo muy distante: una mujer de piel blanca como la luna, una mujer que susurró a sus oídos.

—“Debe vivir y haz de susurrar –empezó a repetir, la voz en su interior parecía emocionado–. Debe vivir y haz de ser sus ojos. Será mi oradora, así que debe vivir” –cayó en sueño.

Despertó recostada sobre un duro suelo, no, solo su mitad izquierda se sentía incómoda, por la derecha el suelo era mucho más suave, como si fuera nieve. Y ciertamente, por un lado, se extendía una enorme llanura de piedra negra y por el otro, un páramo completamente blanco.

—¿Con qué derecho te atreves a repetir mis dones? –preguntó una niña a su lado, igualmente estaba con las vistas al cielo, los ojos invertidos.

Xia se levantó aterrada. Era la misma mujer de su celda, más pequeña, sí, pero con las mismas facciones. Se irguió rápidamente tomando la postura del dragón y para su sorpresa, ni un atisbo de poder llegó.

—Perdiste tu conexión, ni un músculo te crecerá como antes –dijo la niña, sin ponerse en pie, miraba al vasto cielo blanco con añoranza.

—¿Seixa…? – curioseó.

—Oh, conoces mi nombre –respondió la niña mientras se sentaba con las piernas cruzadas.

—Tú corrompiste a Hua, destruiste su vida –espetó Xia con el corazón a mil por hora.

—Le mostré el camino que debía seguir –corrigió Seixa levantando un dedo–, aunque es cierto que me precipite –añadió con amargura.

Xia arremetió contra ella, interrumpiendo las siguientes palabras de la chiquilla. Descargó una patada en arco con todas su fuerza y enojo, Seixa la detuvo solo con la palma de su mano.

—Deberías tranquilizarte –dijo–. Este sitio no es como Akxesh; aquí es y no es, estamos y la vez no.

—¿Qué quieres decir? –preguntó Xia, descargando otro golpe, esta vez con dirección a la nuca. Seixa lo recibió sin inmutarse, de hecho, se sintió como si no hubiese impactado nada, aunque ciertamente algo la había detenido.

—Hmm, eres necia –murmuró–. Decía, este lugar une, pero a la vez separa. Lo entenderías mejor si pudieras ver a Génesis, aunque… bueno… no te afectaría, ¿supongo?

—¿Génesis? –dijo Xia con el ceño fruncido, no entendía nada de lo que hablaba esa niña.

—Una cosita de nada, sin embargo, como todo en este lugar, esa cosita de nada es un problema cósmico –rio.

—No entiendo de qué fugaces demonios hablas, explícate –arremetió con voces.

—Hmm, imaginaba que serías más lista que Adelí, en fin, los Akxashanos son los más tontos entre los tontos, y todo por culpa de Axies –los gesto de Seixa variaban entre la confusión y el hartazgo, ¿era eso lo que Hua veía en las noches?, ¿esa niña la acosaba? ¿Y qué era ese asunto de Adelí?

—¿Qué le has hecho a Adelí? –acabó por preguntar, no la conocía del todo, pero sabía lo que había hecho para salvar a Ushi.

—Mira que eres pesada, eh –hizo un mohín acompañado de una sonrisa y se dejó caer al suelo con el rostro al cielo–. Te explicaré, hasta que me harte de tu presencia. Adelí será importante en dos bandos, así que estoy intentando que se vuelva algo bueno para nuestro futuro general.

—¿Para nuestro futuro? –preguntó Xia y al momento fue interrumpida.

—Podría decirse –respondió Seixa con una sonrisa enseñando los dientes blanquecinos–. A las dos les he dado un regalo para escuchar aquello que se os escapa. Él solo puede sentir, así que no las notará, se distrae conmigo, pues.

—No te sigo –Xia por fin se dejó llevar y tomó asiento entre las mitades de la cuesta–. Eh…

—Sí, el fin ha llegado –respondió la niña antes de que Xia pudiese formular sus preguntas–. Estatuas y pinturas relatan lo que antes fue; lo que está roto volverá a forjarse y… sí… morirás antes de presenciarlo.

«“Morirás antes de presenciarlo”», se repitió Xia con amargura. Quizá hubiese preferido que no le respondiera esa pregunta.

—¿Cuándo? –preguntó, no se sentía a gusto con ello, pero quería saber cuánto tiempo le quedaba –rio con voz trémula–. Ya veo, esto es alguna nueva tortura de Irin.

—Agh, mira que eres tonta, eh –nuevamente un mohín que le recordaba a Hua en su niñez–. Te di las fuerzas para soportar el dolor, respuestas, ¿y así me agradeces?

—No lo quería saber.

—Y aun así ansiabas preguntar. Está bien, yo soy el deseo y a mí no te puedes negar, lo sabía; sé lo que fue, sé lo que es y sé lo que será –empezó a decir entrecerrando los parpados y mirándose las palmas con miedo–. Tú mente es fuerte, aunque dudas, crees en mis palabras porque sabes lo que sucedió con Hua. Porque sabes que Hua ya había visto su fin.

—No creía en sus palabras –respondió Xia, abrazándose las rodillas y hundiendo el rostro entre ellas–. Debí creerle, debí atenderla.

—No tiene sentido lamentarse por ella, pagaste tu error advirtiendo a las otras dos. Sé que no deseas que nadie más muera –Seixa se puso en pie y caminó hasta ponerse frente a ella, acuclillándose la tomó por el rostro huesudo–. Sé que no deseas que más ojos-gema mueran.

—Si Axies estuviera aquí…

—Pero no lo está, recuérdalo –dijo, y con chasquido de los dedos provocó que una ola de recuerdos invadiera la mente de Xia. Recuerdos de torturas, de golpes y humillaciones, recuerdos de hierro y fuego.

Entre tantas de las barbaridades, la vio… Cuando todos se iban, dejando a solas a Xia, Seixa colocaba su rostro sobre aquel pecho blanco como el mármol y la acunaba, calmando sus miedos y lamentos. Cierto, siempre había estado presente, le susurraba que resistiera al dolor.

—Siempre estuve a tu lado. Yo no te abandoné como él –añadió, molesta.

—Creía que eran sueños, creía que era mi demencia –las lágrimas volvieron a escurrir por sus mejillas y mirando a ese rostro divinizado suplicó—: Solo quiero morir, por favor. Déjame morir.

—Morirás, te lo he dicho, pero antes declararás.

Nuevamente eso.

—¿¡Por qué!? ¿¡Qué hice mal en mi vida!? –maldijo, intentando arrancarse el cabello con sus propias manos. Luego, con un sollozó, murmuró—: ¿Por qué debo ser yo quien ponga la última piedra de nuestra tumba?

Seixa le apartó las manos del cabello y con abrazo sincero, habló.

—Porque así evitarás que se derrame más sangre de la necesaria. Incluso yo siento dolor al verlos sufrir –dijo–. Despierta, Ili, y da una respuesta.

 

Xia abrió los parpados para encontrar el vacío frente a ella, las lágrimas aún escurrían por su rostro y el recuerdo melancólico de la diosa permanecía en su corazón. Era de día, lo reconoció por el calor que emanaba la luz del sol cuando tocaba su piel; la puerta se abrió y varias personas entraron en la habitación.

—¡Oh! ¿Estás despierta? Perfecto –la primera en hablar fue la reina Tristan, tenía tal tono afable que casi podía verla sonreír–. Cuando me presente ayer aún dormías, así que preferí dejarte descansar.

—¿Ayer? –preguntó Xia y al instante el cansancio muscular se hizo presente, maldición, se sentía tan pesada como una piedra.

—Sí, querida. Has estado durmiendo por un día entero –rio–. Como sea, hoy me acompañan escribas de ambas cortes reales, esperan tomar tu declaración. ¡Cierto!, puedes estar tranquila, Irin no está presente –aquello último parecía verdad por la sinceridad con la que lo dijo.

«No me dejarán tranquila hasta que no dé una respuesta –se dijo así misma–. Quieren mi declaración a toda costa», escuchó como rodeaban la cama en torno a ella.

—¿Qué pasará si no declaro? –preguntó, deseando que la respuesta fuera diferente a lo que Seixa le había dicho.

—Los prisioneros capturados en la frontera serán enjuiciados hasta que reconozcan los cargos –añadió risueña mientras se sentaba a su lado en el mullido colchón, como otras veces, acarició su cabello–. Todos los ojos-gema de la comuna, incluida Jesce, declararán y sellarán con su propia sangre los documentos, los que se nieguen serán enjuiciados por complicidad. Y, bueno, a los que levanten las armas ya sabes lo que les espera.

Xia aferró los parpados en busca de un consuelo, entre todos sus pensamientos, una voz masculina habló, la misma que Seixa le había hablado.

Lo que diga ella, no es lo mismo que hará el rey de rojo y negro. Sabes lo que pasó cuando te negaste a abrir las puertas del convento.

Tenía razón, no soportaría escuchar a su gente morir, no otra vez.

—¿Qué pasará conmigo? –preguntó con un nudo en la garganta.

—Oh, puedes estar tranquila, querida –dijo la reina con un tono tranquilizador–. En cuanto a ti, serás liberada de cualquier cargo, te daré aseo, comida y un sitio en este palacio –empezó a decir con tanta ansía y esperanza–. Vendrás a mi corte donde compareceréis como testigo del juicio cuando tenga lugar, una vez termine, serás parte de mi familia y te daré el apellido de Yúan. Nunca nadie podrá volver a ponerte un dedo encima, lo juro por la sangre que corre por las venas de mis hijos.

Xia tragó saliva antes de responder. Recordó toda su vida bajo el cobijo de La Divina Dualidad, su admiración por el maestre Krien, a los niños viviendo con fraternidad en el convento. Recordó a Hua y a Frederick, sus amores más grandes en todo Akxesh.

—¿Cuáles son los cargos? –preguntó, con el corazón desbocado.

Escuchó a los escribas suspirar de tranquilidad y a la reina reír de felicidad.

—Sacrilegio, herejía e idolatría. Todo cometido bajo el nombre de Seixa, puedes inventar tanto como te plazca –respondió la reina, animosa.

—¿Puede prometerme algo? –dijo, al menos quería asegurar que si Axies iba enjuiciar a alguien, que fuera solo a ella.

—¡Claro, mujer! –rio, jugueteándole el cabello con más presteza.

—No escribirán nada que de mis labios no salga, solo así declararé. Ponga su honor como reina y madre de por medio –dijo con el ceño fruncido y su palma al aire.

Escuchó el desenvaine de un arma y luego el roce del acero contra la piel.

—Es una promesa, Xia Ili Han. Yo, Tristan Leng Yúan, reina de las tierras norteñas y protectora del mar septentrional, juro que así será. Ni siquiera Zheng podrá alterar tu declaración –al concluir, la reina selló la promesa con un beso en los labios. Un beso sabor a acero y sangre.

—Entonces está es mi traición.

Xia Ili Han, antigua directora del convento de La Divina Dualidad, en Ciudad Dual, capital del reino de Zheng.

A día de hoy me encuentro con vida y gozó de todas mis facultades mentales para realizar la siguiente declaratoria en nombre del único dios existente:  Axies Chánshóu –Longevidad–.

Cada palabra escrita en esta carta es completamente cierta y que se me enjuicie públicamente si llegase a errar en algún momento. Dicho esto, durante mis treinta y cuatro años como directora del convento he podido ver y oír cosas que romperían el corazón de cualquier devoto de la fe.

Como bien sabrán, La Divina Dualidad adopta a todos los ojos-gema y los cubre bajo un manto de Divinidad y secretismo. Al principio pensaba que era un acto de profunda bondad para acercarlos a su dios padre. Sin embargo, todo estaba lejos de mis ensoñaciones. Letifan Vernatk Krien, maestre de la santa iglesia, tenía como objetivo ofrecer a los que resultarán más atractivos a una deidad que todos los directores y devotos conocemos: Seixa Sǐwáng, diosa de la muerte y la fugacidad, principios contrarios al Padre Longevo. Como prueba, pueden encontrar una multitud de imágenes que la representan como una mujer de piel blanca y ojos invertidos. Aquel ser no es la otra mitad de Axies como siempre nos ha hecho creer Krien gracias a su senilidad y locura auspiciada por la vejez; no repitáis el nombre de Seixa bajo ni una circunstancia, al hacerlo le estaréis dando entrada a vuestros hogares

De la misma forma, hago saber que aquellos que buscaban trabajo o techo en el convento, sobre todo aquellos a los que en algún momento llamásemos “guías”, debían pasar una serie de pruebas que consistían en: renegar del Padre, escupir en el sagrado Espejo y aceptar la poligamia e incesto para perdurar la casta devota a los conventos.

Hoy por fin he escapado del yugo impuesto, con apoyo de la reina Tristan, y por fin se me permite redimirme, declarando el sufrimiento vivido durante toda mi vida. He de pedir a mis hermanos de fe abandonar el miedo, declarar a favor de las palabras escritas en esta epístola; reflexionar y alcanzar la salvación bajo el manto de los reinos que nos protegen, y la mirada del Dios Padre Longevo.

Xia Ili Han.

 

—Está hecho –concluyó Xia–. ¿Pueden dejarme sola por hoy?

—Haz hecho lo correcto, Ili –respondió la reina, acariciando su cabello y dándole un beso más en los labios.

Nuevamente, lo último que escuchó fue la puerta abrirse y a cada persona salir de la habitación. Se quedó en soledad con su propia lástima. Había traicionado a sus hermanos con falsedades inimaginables, al maestre Krien y a todos los niños del convento. Había traicionado a su amado Frederick.

Aquel día no le rezó a Axies, en cambio, pidió que ni Seixa, ni la voz en su interior, le acosarán.

 

Aquel mismo día, Tristan informó al rey Zheng sobre la declaratoria tomada a Xia. Este fue rápido en actuar y ejecutó la orden, que, en años más tarde, recalcaría en fama de “Hierro y fuego”. Consistió en hacer detener, en los reinos de Zheng, Yúan y Lanatar, a todo hombre que estuviese relacionado de alguna u otra forma con los conventos asentados en las tierras aliadas al monarca de Oriente, en fin, de hacerles declarar. Ni un solo día transcurrió para que el rey Lanatar III pusiera cadenas sobre los cuellos de todos los soldados que habían batallado en las fronteras; hombres de Rashún, Galinor y Karanavi, fueron aprehesados y sus bienes, así como los de los conventos, requisados por las tres coronas.

El objetivo de todo esto era mermar la influencia de la fe y sobreponer una inamovible presión en todos los conventos repartidos por las tierras del este. En los reinos de Lanatar y Zheng prácticamente no hubo resistencia contra las agresiones y el apresamiento, todos creían que la declaratoria de Xia era un error o que simplemente desvariaba a causa de la locura. Más de diez mil personas fueron arrestadas, desde trabajadores hasta simples personas que alguna vez hubiesen llevado ofrendas a los conventos, pues la repentina misiva del rey Zheng ordenaba aprehender incluso a los hombres que saludaran a los devotos.

Letifan Vernatk Krien fue el hombre al cual se le adjudicaron la mayoría de cargos heréticos, al punto que incluso las gentes de los reinos pedían su cabeza en una pica.

En Yúan poco se pudo hacer, reconquistar las tierras norteñas era casi imposible a pesar de la superioridad numérica de la reina Tristan. Elemir Truen había retomado el control del reino usando su renacimiento como una base más de las nuevas religiones que estaban naciendo en Akxesh a causa de la inminente caída de La Divina Dualidad. La de él era conocida como “Hijos del Manto Blanco”. A pesar de los esfuerzos de Zheng y Yúan por hambrearlos, el joven muchacho se adelantaba y preparaba suministros rápidos para alimentar a los locales y así recuperar la perdida confianza del pueblo, incluso había acabado con casi todos los alborotadores que vagaban por el reino.

En el resto del Akxesh, la declaratoria de Xia provocó un creciente odio por los ojos-gema y por consecuencia hubo que resguardarlos con más protecciones en los conventos, sin poder salir, por temor a ser atrapados y ajusticiados públicamente.

La Divina Dualidad moría en Oriente.

Comentarios