XV
La Sinfonía del Espejo
—… deberían callarse y someterse –murmuraba
Erilal con enfado visible en el paliducho rostro. Se dirigía con sonoras
pisadas a la sala de audiencias, el sitio donde había asesinado a su padre.
—Mi señora –empezó a decir la escriba, apurada
detrás de ella–, una transmisión llega desde Yúan, en nombre del joven Elemir.
—¡Ja, vive! –respondió esta. Apreciaba al
muchacho, tanto que incluso había recibido daño por él, lo recordó al palparse
la larga cicatriz que adornaba su rostro–. Pensaba que estaban incomunicados.
—Lo estaban, majestad, sin embargo, el joven
Elemir ha logrado conectar con nosotros de alguna forma.
—Como sea, ¿qué noticias tiene? –preguntó
Erilal.
—Noticias malas, al parecer, en el reino ha
surgido un grupo que se dedica a hurtar el alimento de las carracas, al saqueo
y quema de los pocos cultivos que los locales pueden empezar –informó la
escriba, haciendo pausas en cada informe que recibía.
—Fugacidad –dijo Erilal, chasqueando los
labios y tintineando los anillos–. Esas carracas no tienen el suministro
necesario para mantener al reino entero, y sin cultivos…
—Mi señora, de igual forma…
—¿Aún hay más? –preguntó Erilal deteniéndose
sobre sus pasos y cruzándose de brazos, luego prosiguió con su andar–. ¿Buenas
o malas?
—Desconocidas –respondió la joven dama de ojos
cenizos–. El joven Elemir informa que varias naves de Yúan se desplazan hacia
el suroeste y otras toman rumbo al mar norteño, ¿pretenden sitiarnos por ambos
flancos?
—Posiblemente. Skalizs’naázt, esto se presenta
justo cuando mi mejor capitán está pudriéndose bajo el mar –respondió, chasqueando
nuevamente los labios.
Siguió adentrándose entre las cámaras
principales del palacio. Desde niña se había maravillado con los lujosos, pero
austeros adornos. Los tragaluces abundaban para permitir la entrada del gigante
rojo y detener las heladas, eran opacos y ribeteados con grabados de colmillos,
así, cuando el sol alumbraba, los tapices se volvían de lo más horripilante.
Digno de los Karanavi, hombres que ocultaban los colmillos hasta el momento
preciso.
Justo antes de llegar a la sala de audiencias,
el recuerdo de asesinar a su padre le provocó nauseas.
«Necio –se recordó–. Si hubieses sido listo,
ahora estarías enviando tropas para conquistar y destrozar a los Zheng.»
—¿Con cuántos navíos contamos? –preguntó a su
escriba, deteniéndose justo frente a la puerta y solapando el rostro sobre la
madera.
—Veinte fragatas, veinte galeones y diez
buques de guerra –empezó el recuento la escriba–. Eso sin mencionar a los
barcos pesqueros que bien podrían equiparse con cinco o diez cañones por
cubierta. En total… hmm –se demoró un momento–. Unas sesenta o setenta naves,
majestad.
—Son suficientes para acosarlos –dijo. En un
combate directo, en efecto los harían pedazos, pero si los acosaban… Bueno,
quizá tuvieran una oportunidad de una entre cien–. ¿Qué sabes de barcos, mujer?
—He ido de pesca un par de veces con mi padre
–respondió la mujer ladeando la cabeza.
—Con eso te basta. Erilal Imya Karanavi,
emperatriz del Oeste, te proclama: capitana del puerto y bla –declaró Erilal
con una mirada tan seria que casi parecía estar fingiendo, no lo estaba.
La mujer hizo un gesto de sorpresa.
—¿Majestad? –preguntó la escriba, palpando la
frente y las sonrosadas mejillas de Erilal–. ¿Se encuentra bien? Quizá los
cambios de altura le han afectado.
—Me encuentro perfecta –respondió Erilal,
retirando la mano de la mujer y entregándole su puñal de cinto, un símbolo de
autoridad improvisado–. Prepara a los capitanes, ordénales que equipen esos navíos
pesqueros y esperen a mi orden para zarpar. Intentaré conseguirnos apoyo para
defender los mares.
Despidió a la mujer con gesto y abrió las
enormes puertas. Una vez dentro saludó con la mirada a los hombres y de
inmediato se percató de que su alianza pendía de un fino hilillo, «Quizá me sea
difícil conseguir ese apoyo…», se dijo. Sobre todos ellos se cernía una presión
enorme, enojo, decepción.
El primero en hablar fue el rey Galinor III,
en su voz un temple perdido.
—Ha rendido a las tropas –siseó el rechoncho
rey y fugacidad que sí que era gordo, lo conocía solo por pinturas, pero santa
longevidad, ese hombre era como un gorrino a dos patas–. Esto no es lo que
habíamos acordado, Karanavi. El maestre se hizo con el mando de las tropas y
luego las rindió, ¡eso es traición a las coronas aliadas!
El joven rey de Rashún únicamente analizaba la
situación, acompañado por sus concejales, esos que vestían mascaras extrañas y
guanteletes con garras. Erilal lo estudió, dejando sin respuestas al rey
Galinor. El joven rey era atractivo a su década y media de vida, el brillante
cabello castaño y en corte militar, el rostro cuadrado y un par de arañazos. Le
dedicó una sonrisa a él y sus concejales.
—Es un honor conocerla, emperatriz Erilal
–saludó el joven rey Açebe, devolviendo la sonrisa, quizá fingida, quizá
sincera–. Espero pueda darnos una explicación de lo sucedido, usted estaba
presente antes de la batalla.
—Incluso yo desconozco las acciones del
maestre –respondió Erilal, sincera, y empezó a caminar hacía su trono–. Por favor,
tomad asiento –dijo, luego de un par de pasos se quedó inmóvil cuando el rey
Galinor chasqueó los labios a sus espaldas.
—¿Sucede algo, majestad? –preguntó, mirándolo
por encima del hombro.
—Mucho, niña, sucede demasiado –empezó a decir
el rey, tomando asiento en una de las mesas que tenían asignadas, a su lado dos
doncellas pertenecientes a su corte–. Mi segundo hijo probablemente esté muerto
y nuestros ejércitos en manos enemigas.
—Una derrota no define el resultado de una
guerra –respondió Erilal, lo más serena posible, tomando asiento en el trono
que había mandado a rediseñar, ahora tenía los colores mucho más oscurecidos y
ornamentos de espuma de mar–. ¿Algo más? –preguntó.
—¡Compórtate con una reina, mujer! –restalló
el “gorrino” con los ojos inyectados en sangre, «Ese maldito acento sureño me
empieza a fastidiar»–. Hemos perdido demasiado con esta maldita cruzada, mi
reino más que otros.
—Le recuerdo, majestad, que a ojos de toda mi
corte fui nombrada emperatriz, no reina, –respondió Erilal con la quijada bien
firme–, recuérdelo. Somos aliados de la fe, luchamos por altruismo y devoción,
no por glorias y riquezas.
—¿Altru- –empezó a decir el rey, antes de ser
interrumpido por Erilal quien simplemente le ignoró.
—Joven rey –dijo, dirigiéndose al rey Rashún,
rodeado por los concejales enmascarados. Fugacidad, sí que daban miedo con esas
mascaras curvadas y los ojos saltones–. ¿Sus escribas le han informado cuál es
la situación actual en la frontera con Lanatar?, ¿es precio esperar una carga
enemiga?, ¿y qué pasa en sus costas, algún avistamiento de navíos enemigos? Tómese
la longevidad del mundo para responder, rey Açebe –sonrió.
—Niña –dijo Galinor, el rey gorrino, haciendo
chillar los dientes –Erilal lo había apodado de esa manera–, alargando la “a”,
dejando al joven Rashún a medía frase–. ¡Proferí de hombres, oro y a un gran
hijo para esa batalla! ¿¡Y qué recibo a cambio!? ¡Qué me ignore una niña que
juega a ser importante! –el rey gorrino escupía al hablar, nunca en su vida
había conocido a un cerdo que pudiese escupir.
—Le solicito controle sus insultos, majestad
–respondió Erilal, frunciendo el ceño y haciendo canturrear sus anillos con
golpecitos entre sí–. He aprendido de la regencia de mi padre y madre, y no
juego con la importancia, lo soy.
—Un padre asesinado por su hija –corrigió el
rey cerdo, daba la sensación de nunca haber batallado; no tenía cicatrices, ni
heridas de batallas, solo collares, collares y más collares–, una madre
oportunista.
—Es la última vez qu-
—¡No supiste desplazar tus tropas por el mar
norteño, no sabes nada, no aprendiste nada, y tu regencia no es más que un
pobre sueño! ¡Ăgoht debió hacerse con la autoridad!
Erilal se aferró a los reposabrazos del trono
en favor de contener la ira. Daba gracias de no llevar espada aquel día, de lo
contrario el rey Galinor ya la tendría atravesándole el tórax.
El rey Açebe, de Rashún, dio un trago al vino
amargo de su copa y escupió al suelo. Erilal recordó que aquello era una ofensa
en las tierras del sur, significaba algo como “que la fugacidad se lleve a los
que derrochan”.
—Acciones, niña –siguió diciendo Galinor–.
Debiste ser más implacable que Zheng, debiste tomar el control de los
conventos, las tierras independientes, y marchar con todas tus tropas sobre
Lanatar. ¡Los habríamos aniquilado! Tienes un poderoso ejército, pero lo
mantienes empolvándose en los barracones.
—Mantuve una postura.
—¡Estupideces! –restalló el rey cerdo de todas
las tierras gorrinas, ahora sí que había hecho enfadar a Erilal y en su rostro
se mostraban las arrugas del ceño–. Perdimos, niña, es ahora cuando debemos
hacernos con el control de los conventos y evitar otro castigo de Zheng.
Recuperemos el oro, los hombres y el prestigio, La Divina Dualidad no resistirá
otro ataque –concluyó, poniéndose en pie y dejando caer la copa de vino.
Erilal respiró tan hondo como pudo, ahogando
los gritos.
—Ahora tengo la responsabilidad de la fe, en
promesa con el maestre –habló de manera que todos en la estancia pudiesen
escucharle. Se puso en pie y anduvo hasta quedar frente a la mesa del rey
Galinor–. ¿Quiénes le han acompañado, rey Galinor el cerdo que no puede parar
de escupir?
El regordete rey abrió los ojos de par en par
e incluso las damas de este le lanzaron el vino de las copas a los ropajes de
Erilal.
—Miembros distinguidos de mi corte y la
infantería de mi ejército –respondió el hombre, sosteniéndole la dura mirada.
Con un gesto Erilal ordenó a sus hombres
bloquear las salidas y acto seguido descargó un puñetazo al rostro de Galinor,
llevándolo al suelo. Los anillos de sus padres quedaron cubiertos de saliva,
carne y sangre. Las mujeres se pusieron en pie al grito, pero rápidamente fueron
sometidas por la guardia personal de Erilal.
La sala de audiencias se convirtió en un
hervidero de sangre, por un lado, los hombres Karanavi daban muerte a la
pequeña guardia de Galinor, y por el otro, los concejales de Rashún mantenían
al joven rey rodeado, con las dagas curvas desenvainadas, el chico solo miraba
con seriedad mientras seguía bebiendo de su vino.
—“Acciones” –repitió, escupiendo al suelo.
Rodeó la mesa para ponerse de pie sobre el rey
que escupía sangre y dientes, luego, se dejó caer en la cintura de este.
Nuevamente volvió a arremeter contra él, esta vez con más fuerza que antes.
«Axies bendito, sí que son duras las caras de
los cerdos.»
—Mald-dita –Galinor intentaba hablar con
apenas oportunidad debido a los pesados puñetazos de Erilal.
Los pocos hombres que en ese momento
acompañaban al rey, ya habían caído y sus doncellas lloraban amordazadas. Erilal
no tenía más palabra que decir, los nudillos hablaban por ella, la frustración
escapaba al descargar cada golpe en el amasijo de sangre y huesos rotos que era
ahora el rostro de Galinor III. Las mujeres daban gritos ahogados con cada
asqueroso sonido que escapaba.
—¡Soy más que Zheng! –gritó una última vez
mientras se hiperventilaba. A duras penas se puso en pie y tomó asiento frente
a una de las mujeres que tenían sometidas con el pecho contra la madera–.
¿Cuántos… hijos tenía? –preguntó.
La sala permaneció en silencio, con el rey
muerto en la alfombra, nada más se escuchaban los llantos de las consortes.
— Naázt Lhaázt –maldijó, chasqueando la lengua.
Se miró las manos ensangrentadas y con ellas se acomodó el cabello hacía atrás,
dejando la frente al descubierto y el cabello rojizo sobre un fondo grisáceo aclarado–.
Hey, soldado, ¿lo sabes tú? –preguntó a uno de sus hombres.
—Bastardos, majestad imperial –respondió el
hombre sin apenas emociones en el rostro, ¿acaso esperaba que todo eso
sucediera? Como sea, a ella le gustaban los hombres que se controlaban–. Sus
únicos hijos legítimos son el príncipe primero, el segundo –el que marchó a la
frontera– y el menor de los tres, el resto son hijos de cortesanas.
—Entonces esos “miembros importantes” …
–empezó a decir Erilal a las doncellas frente a ella, solo una asintió
esperando que no la matarán si daba información.
—El resto de sus mujeres, sí, mi señora
–siguió diciendo el soldado–, algunos de sus hijos jóvenes se encuentran entre
las filas de su ejército, los mayores comandan.
—Fugacidad –murmuró, ciertamente no esperaba
que sus hijos se encontrasen ahí mismo, de hecho, ni siquiera se esperaba matar
al rey, quizá era hora de pedir ayuda al convento para controlar sus emociones.
—¿Sus órdenes, majestad imperial? –preguntó el
soldado.
—Den muerte a toda la corte que ha venido con
el rey, únicamente vivirán estas dos mujeres. Su infantería igualmente debe
caer, utilicen ballestas y arcos, por la noche, no quiero una carnicería en mi
capital –ordenó, acariciando el cabello de las mujeres, manchándolas de sangre.
—Entendido, majestad. Partiré ahora mismo a
transmitir sus órdenes y preparar el asalto –respondió el soldado, tenía algo
en él que lo hacía parecer más importante de lo que era.
—¿Cuál es tu nombre, soldado? –preguntó,
incapaz de contener la curiosidad.
—Ihik’ Hesal, mi señora –respondió este.
—¿Sin padres? –preguntó Erilal.
—Sin padres –asintió, sus ojos negros
autoritarios.
—Bien, puedes marcharte –no preguntó más,
quizá en su momento fuera otro más de los huérfanos que abandonaban a las
puertas del palacio–. Tú, soldado, descansa –añadió, dirigiéndose a otro de sus
hombres que se alistaba para entablar lucha con los concejales de Rashún–. Creo
que han entendido el mensaje.
—La noticia se sabrá –dijo uno de los
concejales con la voz ronca.
—No tengo intensión de enfrentarme al joven
rey Açebe –los tranquilizó, rascándose el rostro y dejando aún más manchas
sanguinolentas sobre sí misma–. Aquel joven me interesa vivo.
Los hombres se relajaron levemente, pero
mantuvieron las armas desenvainadas, el joven rey miraba sin hablar.
—Escribas –espetó, dirigiéndose a todos los
que pudieran transmitir, incluso si no eran de su propio reino–. Reporten lo siguiente
a todas las naciones de Akxesh: El
reino de Karanavi, en voz de Erilal Imya Karanavi, se lamenta de informar la
muerte de Hans Vlakhos Galinor, tercero en la línea sucesoria de la monarquía
Galinor, atragantado por el vino y la carne.
En
palabra de sus legítimas consortes, el reino quedará a disposición de los
aliados a la fe: Erilal Imya Karanavi, emperatriz del Oeste y todas las tierras
por las que corra la antigua sangre Karanavi, y el joven rey Açebe Rashún,
quinto en la línea sucesora de la monarquía Rashún. Quien se oponga recibirá la
pena de muerte sin juicio.
Los
hijos legítimos del fallecido Galinor III deberán presentarse ante la
emperatriz del Oeste en pos de reafirmar su apoyo y lealtad a la corona y la
fe.
Todos en la estancia terminaron de transmitir
sus palabras, impresionados por tal mensaje.
—¿Soy el siguiente? –preguntó el joven rey,
bebiendo de su copa, ¿Cuánto vino podía soportar ese chico?
—¿Cuántos de tus navíos pueden batallar?
–preguntó Erilal, desenterrándose la carne de las uñas con un cuchillo que
encontró entre los platos de la mesa.
—Doscientas naves, galeones y fragatas –dijo
el joven rey, los concejales susurraban entre sí, daban todo el miedo.
—Entonces tendremos una buena amistad –sonrió,
mostrando los dientes–. Enviaré el resto de mi flota a vigilar la fuerza de
Yúan que navega a diferentes mares, si me apoyas te corresponderán la mitad de
los ingresos y tierras con las que me haga en Galinor.
Las mujeres se sorprendieron aún más al
escuchar esto último, los concejales nuevamente murmuraron entre sí.
—Te apoyaré, Karanavi –acabó diciendo el joven
rey luego de entablar dialogo con su séquito, sellando nuevamente una alianza.
¿Dormía? Si era así, ¿entonces por qué estaba
consciente?, ¿por qué podía pensar con tanta claridad?
Adelí se cuestionaba cada cosa de la que su
mente hiciera eco para así poder matar el tiempo. Ahí todo era realmente
aburrido, no se podía mover, ni hablar, ni abrir los ojos. Lamentó por un
momento a las voces en su interior que permanecían dormidas, debían estar
aburridas.
Hubiera deseado haber tenido tiempo para
practicar con la flauta, hacía días que no tocaba y empezaba añorar lo dulce de
la melodía y el tacto rasposo del agarre.
Durante el tiempo que pasó dormida, se
preguntó qué habría sucedido con Frederick y los demás. El maestre Krien había
rendido los ejércitos, ¿no? Ojalá solo fueran tomados prisioneros hasta esperar
un rescate en peso de oro o algo político, al menos así era en las historias de
fantasía, en algo más crudo, bueno, era probable que fueran torturados hasta
morir.
«Limin…», pensó con amargura. Tan joven y tan
envuelto en problemas. Alisian se pondría muy mal si llegase a morir. Reflexionó
de igual manera sobre Ruli y Henshi, al primero apenas le conocía, no habían
hablado mucho, sin embargo, por Henshi sí que sentía algo, ¿no?, ¿atracción?,
¿tal vez amor? Era difícil de entender, ni ella comprendía el corazón de una
joven dama.
Decidió que, si habían muerto en batalla, ella
los recordaría siempre y atesoraría cada momento del viaje, no serían
olvidados.
«Todo se volvió tan caótico –se dijo, mirando
a la completa negrura de sus parpados cerrados–. Hace apenas unos meses reíamos
en el salón de estudio, y ahora… posiblemente Frederick, Ruli, Limin y Henshi,
podrían estar muertos.» Quiso llorar, pero claramente no pudo, todo su cuerpo
estaba en reposo.
«Ushi y Alegár son jóvenes aún, un año menor
que yo, sí, pero ya entrenan para enlistarse en el ejército del convento –pensó
con amargura y tristeza, pobres de aquellos chicos, pobre de su hermanita.»
Sentir el tacto frío de una hoja acariciando
sus gemas oculares, le provocó un escalofrío que la hizo temblar desde las uñas
hasta los vellos en su nuca. ¿Qué le estarían haciendo? No los podía ver, pero
comprendió que la habitación estaría repleta de médicos y, por las voces
lejanas, intuía que todos eran tan adultos como la guía Gerogeta.
Un pinchazo más llegó a su muñeca y luego un
ardor, le estaban suministrando algún tipo de medicamento, al parecer.
Poco a poco fue perdiendo el conocimiento,
recordando toda su vida hasta ese momento; Alisian cuidándola cuando apenas y
podía andar, escaparse por las noches para mirar Ciudad Dual y sus luces
nocturnas. Recordó el día que Ushi llegó al convento en brazos de una mujer
Him, y cuando ellas la adoptaron como una hermana por ser tan pequeña y
risueña.
Recordó tanto que las lágrimas por fin escaparon
de su rostro, seguido, cayó en un profundo sueño.
Al abrir los ojos se encontró sentada a
orillas de un enorme peñasco con vistas al mar. El agua era tan negra y el
cielo tan blanco, casi como si fueran un reflejo invertido; a su izquierda todo
era de una piedra tan negra como el granito, con unos pequeños montículos de
piedra asomándose, a diferencia de su derecha, en donde abundaba una hierba
corta y blanca como la nieve, con pequeñas flores del mismo color.
No había más, ni árboles y animales, ni nubes
y variedades, solamente mar y piedra negra junto a un cielo y hierba en blanco.
—Fui hombre. Fui Dios. Fui Concepto –dijo una
voz regia a su lado, familiar, como si la conociera de toda la vida–. Milenios
atrás dejé de ser un hombre completo. Un dios completo. Nos dividimos, yo soy
su Concepto… Nos dividimos y ahora yo soy el Concepto de su Divinidad.
Axies, el hombre a su lado, tenía la piel
negra en toda la extensión de la palabra, oscura, pero no brillante. La luz no
le tocaba y mirarlo era como observar al vacío mismo.
Musculoso a diferencia de Seixa que parecía
estar en los huesos, con el cabello igualmente negro. Todo contrario a su
hermana; uñas blancas, una túnica en blanco ribeteada con hilo de oro y
bordados entretejidos que figuraban al Espejo.
Hablaba afligido, con el gesto casi
arrepentido, con sus facciones endurecidas—: Pequé –dijo, luego de un rato en
silenció–. No entiendo cómo, no sé el porqué, pues mi existencia es perfecta, y,
aun así, pequé. Reformé los santos mandatos de Akxesh, corrompí.
—Axies… –murmuró Adelí, las palabras escaparon
con dificultad de sus labios, los ojos cristalizados, avisando el pronto brotar
de las lágrimas. Dios penaba en soledad, abandonado en aquel mundo absoluta
Dualidad, y lo quería consolar.
Se puso en pie y lo rodeó hasta quedar frente
a él. Por fin miró su rostro en totalidad, los ojos rasgados eran bellos hasta
decir basta, los iris en azabache y las escleróticas blancas. Ambos, Seixa y
Axies, eran claramente una Dualidad. Lo abrazó, pero el hombre no la notó, ni
se movió, ni habló.
—¿Dios padre? –preguntó, curiosa.
—Los restos de su racionalidad —respondió
Seixa a un lado con el aspecto de niña, había aparecido sin más como las otras
veces–. No es más que un resto de lo que antaño fue, sus recuerdos, recuerdos
mezclados en una mente fragmentada. Recuerdos de ese día –dejó de hablar
durante unos momentos donde solo miró a la nada–. Nunca más entendió el paso
del tiempo.
—Es Dios –increpó Adelí.
—El Concepto de uno, más bien –corrigió Seixa,
se puso las manos al pecho y la miro, ¿por qué llevaba aquel aspecto que la
hacía parecer inocente?–. Él es el Concepto, yo, el cuerpo. Él es, yo no soy.
Adelí miró nuevamente al hombre que fue Axies,
¿Concepto?, ¿el cuerpo?, ¿de qué fugaces cielos hablaba Seixa? Algo estaba
claro, Axies daba la sensación de no ser él, sino simplemente una proyección –a
pesar de que podía sentir su piel–. Se alejó de él hasta volver al lugar donde
estaba, entre Seixa y Axies.
—Dijiste ser mi madre –escrutó Adelí, mirando
igualmente al frente–. ¿Tú me entregaste al convento?, ¿me abandonaste?
–preguntó ansiosa, con molestia emergiendo en ella.
—No soy tu madre –respondió Seixa, sin voltear
a verle–, no te concebí –añadió–, pero sí que llevas mi sangre en esos ojos que
te regalé, mis ojos. También eres hija de Axies, como todos los demás
ojos-gema.
—No has respondido a mi otra pregunta.
—Hua –respondió Seixa–. La primera que me
aceptó.
La mirada de la diosa se posó al frente, Adelí
entonces se percató, por fin, que a lo lejos se producían explosiones. Fuertes,
pero insonoras, lentas, pero constantes; restallaban en el centro del mar y el
cielo. Seres sin forma escapaban en todas direcciones. Se maravilló al
contemplar, con todo, la palma de Seixa se asentó sobre sus ojos cuarzos.
—No puedes mirar más –dijo–. Eres una niña,
Génesis te conducirá a la locura. Hua debió ser… Fui necia.
—¿Puedo preguntar? –dijo Adelí, dudando si
debía o no hablar.
—Si deseo contestar, hasta que decida enviarte
de vuelta, puedes hablar. Yo soy el deseo, no me niegues –respondió la diosa–.
No niegues tu ansia de saber, más de Génesis ni una sola pregunta.
—¿Quiénes fueron mis padres?, ¿Quiénes fueron
mis antepasados? –preguntó, deseando saber, añorando la respuesta.
Seixa posó una mano huesuda sobre su hombro y Axies
hizo lo propio, pero con su palma izquierda, aunque él no habló. Era más como
si reaccionara por instinto para contrariar.
—Hija de grandes y poderosos reyes, luego, hija
de religiones y sermones –respondió, ladeando el rostro con la mirada aún fija
en lo que había llamado Génesis–. Tus ancestros fundaron la Iglesia de La Santa
Dualidad.
Tragó saliva, “hija de grandes y poderosos
reyes”, repitió. ¿Quiénes? Deseó saber. El ansia creció dentro de ella,
aupándose sobre las demás emociones, creciendo, creciendo, creciendo y enormeciéndose
en su interior, tomando todo de ella para así… Recordó la palma de Axies, aún
sobre su hombro, aquello calmó sus ansias y Seixa sonrió con pesar.
—¿Por qué dijiste ser mi madre? –preguntó en
cambio, intentando alejar los pensamientos de su familia, le dolió, claro, pero
era lo correcto, por algo la habían alejado de ellos.
—Debía tranquilizarte, añorabas a una madre.
Toda la vida la añoraste, eso fui para ti –respondió Seixa, mirándose las uñas
blancas de los pies, luego las de las manos. Parecía que olvidaba su propio
cuerpo algunas veces y tuviera que verlo para recordar que estaba ahí.
«Que bella es… Demasiado esbelta, no es perfecta,
claro, pero es bella como ni una mujer se ha mostrado ante mis ojos», se distrajo
mirándola. «Santa Dualidad, que hipnótico era ver a los Dioses.»
—Canta la nana de aquella vez –pidió,
sintiendo tremenda vergüenza, pero, fugacidad y demonios blancos, esa mujer era
tan tranquilizadora. Era triste e incluso así le profería de una enormidad
serena como si fuese una niña pequeña–. Por favor –murmuró con ojos de gato.
Seixa la miró directamente, sin más asintió en
silencio, parecía… ¿dolerle?
—Zha’Zsao… Zhin… Him… De trillizos un hombre
nació, como ni uno siempre creció –empezó a silabar con la melodía de La
Sinfonía del Espejo: tenue, furiosa y nuevamente tenue–. Nació cuando los hijos
desconocían el nombre de lo que pisaban y creció cuando fue excluido por su
condición, en el vasto llano siempre sin rumbo se desvaneció.
»Era de noble corazón, mas sobre otros se
alzó, galante, galante –coreó–, majestuoso y divino se alzó. Mas el cosmos es
cruel y el destino iracundo a su propio sino. Despojado de su ser, dos niños
han nacido, una caída ha florecido –aquel verso pareció incomodarle incluso más
que el resto siguiente–. Axies Chánshóu, tú la vida has de glorificar; a Axies,
a Axies has de venerar –coreó una vez más–. Pero a la muerte no has de temer,
así como la vida, Seixa Sǐwáng tiene un deber –la
última estrofa tardo mucho más en llegar mientras Seixa canturreaba las notas–.
Seixa y Axies, mellizos y distintos. Uno amado, el otro aborrecido.
Al terminar la nana, ambos Dioses
centellearon, muy, muy ligeramente, con un latido del corazón añorante de amor.
Luego, ese poco brilló se esfumó.
Durante un largo tiempo nadie habló, Seixa y
Axies miraban aún al frente y Adelí los estudiaba a ambos. Ciertamente tenían
similitudes, como la forma de la quijada, los pómulos o la nariz, de resto,
eran totalmente opuestos.
—¿Qué pasa con la parte buena? –dijo, al
instante, replanteó su pregunta, intentando no mencionar el nombre de Axies
para evitar incomodar a Seixa–. ¿Dónde está él? Entiendo que eres la parte
mala.
—¿Mala? –preguntó Seixa, enarcando una ceja
blanquecina con una risita.
—Sí… quiero decir, siempre nos han dicho que
Axi… el hombre es el bueno. Él nos dio la sangre y los milagros –explicó
Adelí–, por su amor a nosotros. Entonces tú serías su contrariedad: la furia,
el odio, el mal –siguió intentando explicarse mientras se lamentaba de aquella
insolencia para con la diosa.
—Así que ese fue el conocimiento que imprimió
en sus hijos. Nuestros hijos –Seixa rio nuevamente, renegando con la cabeza–. Axies
representa la Longevidad, Adelí, a la vida, el amor y la añoranza. Yo, en
cambio, soy la viva imagen de la fugacidad, la muerte, las disputas y la guerra
–reafirmó Seixa mirándose, lamentosa, el cuerpo–. Soy lo que mi hermano no,
ahora dime, Adelí Zhahs Lin, ¿eso me hace la mala en la historia? –preguntó,
mirándola fijamente. Sus ojos eran preciosos en esa mirada aniñada, como dos
perlas negras en una mancha blanca y circular.
—¿Pues… sí? –respondió, sin pensar, avergonzada
de su estupidez.
La niña Seixa hizo un mohín y guardo silencio,
miró nuevamente al frente durante un largo tiempo incómodo y de nuevo habló.
—Si pudieses volver a aquel día, ¿matarías al
hombre antes de que tuviese oportunidad de arrancar las gemas oculares de Ushi?
—dijo, sin voltear a verla, en su rostro no se notaban expresiones.
—Lo haría –Adelí respondió sin dudas en la
voz. Obviamente mataría al hombre, lo haría tantas veces como veces tuviera la
oportunidad, él lo arruinó todo por órdenes de su rey.
—¿Crees que eso te haría una mala persona? –preguntó
Seixa, dejándola nuevamente hipnotizada con el relucir de sus ojos invertidos.
—Estaría dispuesta a cumplir mi condena. Matar
va en contra de toda naturaleza Akxashana.
—Y, aun así, matarías para proteger a esa niña
que no lleva tu sangre –añadió, mirando al frente… de nuevo–. Los devotos que están
luchando y dando muerte a otros por defender su fe, ¿son malos igualmente?,
¿llevan la maldad con ellos a pesar de luchar en nombre de mi hermano?
–cuestionó.
Adelí no tuvo más respuestas. Esperó en silencio
el tiempo suficiente hasta que pudo pensar algo apropiado para responder. Algo
que Seixa aceptaría.
—Hacer cosas malas no es siempre malo…
–murmuró, sintiéndose tonta una vez más.
—Tu respuesta no es más que una excusa para
negar los pecados cometidos. No tienes una respuesta, y menos te la daré
–respondió, irguiéndose y profiriendo una mirada de reto hacia Génesis. Tenía
el aspecto de una niñita casi de la edad de Ushi, pero se veía tan majestuosa
que las representaciones en los conventos no le hacían honor.
—Seixa –susurró asombrada. Demasiado bella,
demasiado asombrosa y magnifica, no había adjetivo que la definiera, era Seixa
y nada más–. ¿Por qué yo? ¿Por qué viniste a mí? –preguntó.
—Tu cuerpo espiritual me recordaba, tú, me
recordabas –respondió, extrañamente nerviosa–. La sangre une a los ojos-gema
con sus padres; puedo conectar con los que nunca más ven más, sin embargo,
conmigo llega lo que llaman ceguera-psicótica –repitió—: Conmigo llega el
descontrol del espíritu.
—¿Ushi también? –preguntó sorprendida,
dolorida de no ser especial para la diosa, «No fui solo yo, intentó con más
ojos-gema»–. ¿Por qué? –insistió saber.
—Ushi se negó a mí, su vínculo con Axies es
fuerte –contestó con la voz apurada y el gesto asombrado.
En el centro de ese horizonte estaba pasando
algo, no podía mirar por orden de Seixa, pero, incluso Adelí sentía
escalofríos.
—Necesito más respuestas, ven conmigo –espetó,
poniéndose en pie y buscando alguna salida por donde escapar de aquel lugar.
Demasiado lento, algo había emergido y Adelí
miró.
La cosa era enorme, mucho más alto y fornido
que sir Frederick. Quizás rondara los tres metros de altura. Las escamas iban y
venía por todo su cuerpo en destellos de arcoíris, las pupilas verticales, un
grueso y poderoso hocico, y una enorme cola, le daban el aspecto de un demonio
atemorizante. Detrás de él, lo que Adelí no debía ver: la creación y su
contraria.
Cayó al suelo de rodillas, llevándose las
manos a la cabeza y aferrando la mandíbula tanto como podía para evitar dar
gritos de euforia.
«¡Basta, basta, basta, basta!», se repitió
constantemente. Las voces en su interior arañaban con horror su mente
intentando escapar de aquel lugar que se estaba desmoronando.
—Hua fue más lista y miró con un solo ojo
–dijo Seixa, acuclillándose y tomándola por el brazo–. No tienes una conexión
espiritual estable; pequeña diosa, pequeña diosa –canturreó con la mirada
perdida.
El ser se lanzó hacia ellas, cubriendo una
enorme distancia de un solo saltó. En su rostro –o lo que pretendía ser un
rostro–, una mirada de furia tremenda.
—Tú y otros guían mi ascenso, pero tú podrías
ser mi tormento –silabeó.
—¡Tengo preguntas! ¡Muchas! –exclamó Adelí con
cada frase, asustada de su propia mente y de aquello que se acercaba con claras
intenciones de hacerles daño–. ¡Podemos contra eso, soy una ojos-gema! –añadió,
sintiendo al momento como cada célula de su cuerpo era expulsada del sitio onírico
en el que se hallaba, Seixa la estaba alejando por su seguridad.
—Sabe que Letalfrian caerá –dijo, y se volvió
contra el ser–. ¡Es inminente! ¡El fin ha llegado!
Con esa última frase, Adelí despertó.
Mareada y soñolienta, escuchó a Gerogeta rabiar
por no haber podido retirarle las gemas oculares, según entendió, estaban
unidas espiritualmente a ella, aunque no lo comprendió del todo.
El sueño profundo se apoderó nuevamente de
ella, su mente seguía hecha pedazos.
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