La Divina Dualidad. XIX

 

XIX

El pecado de la eternidad

 

El transporte de Letifan llegó por la puerta norte de Ciudad Dual, aquella que dirigía directamente al Barrio de las Lágrimas. Al llegar, fueron recibidos con lo que menos esperaba: abucheos, insultos, verduras pútridas y maldiciones. Había quienes pedían la cabeza de Letifan en una pica.

Los Zhengyin le odiaban. Durante la marcha, muchos soldados permitieron que el abuso llegara hasta los presos, fueron golpeados, humillados y algunos incluso heridos y olvidados en las calles para morir en lentitud mientras la gente les escupía.

La caminata hacía la plazuela fue aún más atroz, peor. Letifan jamás, en todas sus vidas, había presenciado tal falta de respeto a un claro regente de Iglesia; el averno había emergido y ahora mancillaba el corazón de lo que antes fuera un amoroso pueblo. No quedaba más que mentiras, vulgaridades y violencia. Estaba perdido, pues en un juicio público, lo más importante era contar con el apoyo del pueblo, sin embargo, eran ellos mismos quienes ahora lo juzgaban sin una sola gota de piedad.

Toda culpa suya. La soberbia, el pecado de pensar que nadie osaría desafiar una fe que durante eras se había cimentado con el amor y un manto de paz dado por las ciudades. La soberbia, el pecado de verse siempre eterno.

Ahora todo se desmoronaba, la santa iglesia deformada y él… con recuerdos que martirizaban su corazón, recuerdos de una era pasada.

Frente a Letifan se alzaba el entarimado jurídico, extenso como solo los ostentosos osaban ser. Rodeado de cómplices y traidores, Irin Lang Zheng, el pecado hecho carne. Los ojos rasgados y la nariz perfilada, el cabello tan negro como el vacío mismo y los anchos hombros de un monarca ansioso de batalla.

—Santo Padre Longevo –murmuró, al notar que el rey tenía los iris de un fulgurante rubí.

No, no solo el rey. Toda la corte tenía gemas oculares, del distintivo como si estuviesen portando armas divinas, incluso la reina Tristan denotaba dos brillantes ojos ámbar con vislumbres de espinela sanguinolenta.

Sintió nauseas cuando comprobó las joyas que llevaban al cuello, muñecas o en dedos, todas estaban hechas a partir de gemas oculares, con los típicos degradados que tenía el forjar una gema en plata o acero. Apartó la mirada de todos ellos, eran pecadores que no merecían el honor de ser vistos por sus santos ojos.

—¡Silencio! –espetó el rey Zheng, haciendo callar a la turba furiosa–. La comunidad de ojos-gema en Ciudad Dual me ha nombrado portavoz, por tanto, estoy en todo derecho de juzgar a estos hombres.

«¿Comunidad de ojos-gema? ¿Qué fugacidad está pasando en esta ciudad?»

—¿Quisiera añadir algo antes de dar comienzo, maestre Krien? –añadió el rey, estudiándolo con la mirada mientras le daban una especie de manuscrito.

Letifan examinó la plazuela, más pronto que tarde, encontró un reducido grupo de familias custodiadas por Jesce Ririal. Sí, era ella. Tan alta como Erilal, antes el cabello le llegaba a la altura de las orejas, ahora, caía por debajo de sus muslos en una larga trenza. Sus gemas oculares eran lo que delataban su presencia: dos pares de tanzanitas de un azul lustroso y cientos de facetas.

La chiquilla alejó la mirada, avergonzada.

—Calumnias –dijo Letifan–, ¡Todo esto no son más que calumnias y falsedades! ¡Retírame estas cadenas, rey Irin!

Todo el Barrio de las Lágrimas respondió con abucheos y escupitajos.

—¡Silencio! –restalló el rey, golpeando la madera del atril para hacerse escuchar entre la multitud acalorada–. Te acusa un miembro importante de la fe, maestre –siguió diciendo el rey–. Incluso se demostró a ojos del mundo que usaste un poder extraño en la batalla por las fronteras, ¿lo negarás? ¿Puedes dar una explicación?

—¡No tengo porque dar explicaciones! –espetó Letifan sintiéndose ofendido, las fuerzas comenzaron a fallarle. Su cuerpo era demasiado viejo y sin las dotaciones, esforzarse podía suponer un daño grave a su salud–. Los Zheng atacaron a la fe, pusieron la codicia por encima de lo santo. ¡Incluso osaron arrebatar mi cetro, un símbolo de la fe!

—El bondadoso rey Lanatar ha enviado el cetro a ser estudiado por sus mejores alquimistas –explicó el rey con gesto serio–. Ha demostrado estar forjado de la misma forma que esta arma de Xia Ili Han –al instante, empuño una maza de combate con degradados de citrino, los ojos le centellaron aún más.

Los parpados de Letifan se abrieron de par en par, furioso, rugió.

—¿¡Y de qué manera te has vuelto un ojos-gema!? ¿¡De qué lugar conseguiste la cualidad de Dios!?

—De mi corazón –dijo el rey–. La comunidad de ojos-gema puede dar fe del asesoramiento que nos otorgaron para despertar la sangre de Axies en nuestro interior, cada joya que vestimos ha sido forjada de un modo distinto a tu método pagano.

Letifan se quedó sin respuestas. Aquel rey oriental había preparado cada palabra del juicio, incluso esa comunidad de la que tanto hablaba le daba su total lealtad, se podía comprobar por las miradas que le proferían.

—El silencio responde por usted, maestre –los ojos asesinos del rey parecían estar dolidos, quizá no fuera más que otra treta–. Letifan Vernatk Krien, gran maestre de La Divina Dualidad y gran guía de los ojos-gema, procederé a leer los delitos de los que se les acusa –con voz más alta, empezó a nombrar–. Los devotos y ojos-gema, bajo el mandato de Letifan Krien, han sido acusados de herejía, idolatría, asesinato y depravación contra infantes; incesto, poligamia, renegar la santidad de Axies Chánshóu y profanar los santos símbolos que el Padre Longevo nos dejó tras su ascensión.

»Xia Ili Han, Jesce Wu Rirail y toda la comunidad de ojos-gema, dan fe a estas acusaciones. ¿Cómo se declaran ante todo esto? –el rey no perdió un solo ápice de compostura ni mostro duda en cuanto termino de leer los crímenes.

—¡Inocentes! –espetó Letifan, sintiéndose insultado. Llevóse una mano al pecho, apretujando el lugar donde debería estar su corazón, el dolor y la falta de aire estaban haciendo mella en él–. La fe es la victima aquí y tú no eres más que el inquisidor.

—La declaración de cientos de personas está en mis manos –dijo el rey–. He pretendido demostrar mi respeto, pero incluso podría acusarte de traición a las tres coronas por participar en esa batalla de las fronteras –Zheng tomó asiento, dispuesto a colocar su sello junto al del rey Lanatar y la reina Yúan. Aquel documento sería la inquisitoria que acabaría con La Divina Dualidad.

—Una declaración falsa, una guerra que nos forzaron a luchar, un poder que fui obligado a usar –susurró Letifan con los hombros alicaídos.

—El pecado de la eternidad, la soberbia.

El rey Zheng lo miró a los ojos, sosteniéndole la mirada unos buenos segundos, casi parecía pedirle que se arrepintiera de sus palabras. Casi parecía pedirle su comprensión. Letifan no lo hizo.

—Letifan Vernatk Krien, miembros de La Divina Dualidad presentes, trabajadores y soldados que apoyaron la cruzada del maestre, así como aquellos que confabularon, confraternizaron y guardaron los secretos que nos han traído a este lugar: quedan bajo arresto hasta que confiesen los cargos acusatorios –habló el rey, solemne. Si tenía remordimientos, no lo demostraba–. Al confesar, se les será impuesta una condena de al menos quince años, luego, serán excomulgados y exiliados de toda tierra oriental y aliada de la corona Zheng.

»Todos sus bienes, tierras y propiedades, desde mis tierras hasta Yúan y Lanatar, serán requisadas por las tres coronas, permanentemente. –«Incluso llenará sus arcas con nuestro propio trabajo…», se dijo, abatido.–. Como muestra de paz para con los reinos de Occidente, lo que suceda ahí será independiente de nosotros. No buscaremos más conflicto con Karanavi, ni con sus aliados, al contrario, de ser necesario, confiaremos nuestro poder militar en disputas internas. Hoy más que nunca, la paz debe imperar en Akxesh.

»Así lo ordena las tres coronas –añadió el rey Zheng, refiriéndose a él mismo y los reyes aliados–. Los interrogatorios comenzarán al amanecer, el protocolo de Hierro y fuego aún se mantiene en tela de juicio, pero no se descarta su uso.

El pueblo grito con frenesí, algunos incluso se alzaron para defender y abogar, pero rápidamente fueron aprehendidos como cómplices.

Letifan miró al cielo, buscando el consuelo de quien fuera siempre su dios, hundido en su propia miseria, no halló más que un paisaje vacío sin presencia divina. Agachó la mirada, esbozando una última oración antes de ser llevado a las catacumbas que durante años serían su nuevo hogar.

—¿Por qué no respondes, padre?

Seixa se unió al silencio de su hermano. Ni un solo dios respondió.

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