XVIII
Dudas con peso en hierro
Letifan
Vernatk Krien, nombrado herético, idolatra y sacrílego, viajaba encadenado como
el peor de los hombres en todo Akxesh acompañado de tantos hombres que a duras
penas cabían en los carromatos. Su caravana sería la primera en llegar a la
ciudad capital de Zheng y más tarde arribarían el resto de prisioneros para someterse
a la declaración.
—Si los
ojos-gema usaran su poder, podríamos escapar fácilmente y hacernos con el
control de la caravana –rezongaba uno de los soldados perteneciente al ejército
de Çahndaíla Rashún, tercera hija adoptiva del joven rey Açebe–. Nada nos
detendría, te lo digo. Tomaríamos a todos por sorpresa.
—Basta
ya, Loire –respondió una compañera a su lado–. No mancilles la memoria de los
caídos –dijo, haciendo un gesto nostálgico–. No hables más así.
«Muchos
más de los que te piensas han caído, hija», se dijo Letifan con amargura en el
rostro; los ojos-gema del ejército habían sido reducidos a un cuarto de todo el
frente que eran.
Al término
de la batalla muchos hombres, incluido él, fueron puestos bajo custodia hasta
encontrar una solución política y religiosa que se adecuase a tal situación
nunca antes vívida. Como siempre se decía: los hombres de la fe solo eran
juzgados por la fe. Sin embargo, una semana más tarde, se había publicado una
supuesta carta en nombre de Xia Ili Han, la antigua directora del convento en
Ciudad Dual, en la cual se acusaba a Letifan de ser el principal instigador de
adorar a nuevos dioses y de otros crímenes atroces; realizar ritos oscuros y
blasfemos, renegar de Axies y una larga lista más de crímenes heréticos. La
mujer había arrastrado a todos los devotos a un abismo sin fondo.
Ese
mismo día en Lanatar, hicieron aprehender a todos los devotos y aliados bajo la
orden del rey Irin. Muchos intentaron luchar en aras del honor, pero, pronto
fueron sometidos por la superioridad numérica del rey Lanatar y la falta de
armamento. Otros, como Letifan, prefirieron evitar el derramamiento de más
sangre y simplemente dejaron las armas al notar la lucha perdida.
De tal
situación, los ojos-gema eran los más afectado. Estaban débiles, con el don
prácticamente agotado, unos hablaban galimatías al aire y otros no podían tener
los parpados abiertos por más de cinco minutos, pues empezaban a sentirlos
irritados, rojizos e hirvientes. Los ciegos, caídos en la demencia, componían
la última de las caravanas, revolcándose en su propia locura y excrementos.
Letifan
entendía bien lo que les esperaba al llegar a la capital: un pueblo horrorizado
por las falsas acusaciones y un rey que los odiaba por alguna razón. ¿Cómo
podían excusarse cuando las imágenes de Seixa estaban repartidas por todos los
conventos?, ¿cómo podían defender el honor de la santidad?
Se
llevó las manos a las sienes, harto de todo, tantas vidas de trabajo para crear
una iglesia donde todos pueden acobijarse, una fe cimentada con amor y bondad,
una fe que en medio año se había derrumbado. Letifan estaba acabado al igual
que la reputación de su falsa casta.
Si te sirve de consuelo, en Kyranvie, Erilal
defiende a los ojos-gema a capa y espada –dijo Seixa en su cabeza, últimamente su
influencia era demasiado fuerte, hablaba casi todos los días y era más visible
que antes–. Iba a ocurrir más tarde que
temprano, Legalfrían, no puede existir algo por siempre; el fin siempre llega.
No
respondió, se limitó a sufrir aquella voz que sería su condena durante todo el
tiempo que viviese. Era su castigo por cometer una traición usando el amor de
por medio. Le acosaba durante todo el día e incluso por la noche, haciendo
decaer aún más su ánimo. Siempre al acecho, siempre recordando los pecados que
Letifan había cometido.
—No
tiene buena cara, maestre –dijo Fredrick a su lado. El regio hombre estaba
cubierto de vendajes ensangrentados, «Luchó con furia y honor hasta el final»–.
Usted sigue siento respetado, podríamos pedir que paren la caravana para que se
tome un aire.
—Soy un
anciano, amigo mío –respondió con una sonrisa muy fina con la que pretendía
aliviar los ánimos de sus hermanos, la repartió entre todos, dejándoles saber
que no serían humillados por ni un solo rey–. Estaré bien. Estaremos bien.
Algunos
de los prisioneros sonrieron, asintiendo, otros más, chasquearon los labios y
desviaron las miradas.
—Maestre
–volvió a decir Frederick, esta vez con voz más leve, solo para que él lo
escuchara–. No creo en las acusaciones, no las creo. Xia no… –dejó la frase sin
acabar, era obvio que el hombre la amaba y no podía consentir que su musa fuera
una traidora.
—Lo
hecho, hecho está, muchacho –respondió Letifan, posándole una mano sobre el
hombro–. Inquebrantables, Frederick, así debemos ser.
Incluso el hierro cede ante el fuego.
—Xia
ama a la fe, maestre, y a los ojos-gema –su amigo hablaba con absoluta
vehemencia, convencido de que Han no había cometido traición–. No nos pudo
haber traicionado, algo pasó –dijo en un susurro para sí mismo.
Incluso la devoción tiene un fin bajo las
condiciones necesarias. Incluso el hierro cede ante el fuego. Yo la tenté.
«¿La
amarías aún si fuera verdad, amigo mío?», incluso el amor tenía un fin, Letifan
lo sabía mejor que nadie.
—Déjalo
estar –susurró, recordando en su mente lo dicho por Seixa. No le diría la
verdad; al menos Frederick y los normales estaban a salvo de los susurros de
aquella endemoniada mujer.
Frederick
asintió con desconsuelo en el rostro, no añadió más, se recostó entre los
barrotes y apretujó los parpados para evitar derramar lágrimas de dolor, quizá
pensaba en su familia, en su hermana quien apenas era una niña, eso hacían los
hombres condenados.
Se miró
las palmas, los ropajes estaban derruidos, incluso su cetro se le había sido
arrebatado. Añoró el tacto frio del metal al empuñarlo, el poder de blandir un
arma forjada con las gemas oculares de su primera vida.
—Gran maestre
–llamó el hombre llamado Henshi, casi renegando del título. De todo el equipo
médico (cerca de unos mil ojos-gema), solamente él y cinco hombres más habían
sobrevivido–. ¿Quién es Seixa?, ¿a qué se refería la directora? –preguntó con
seriedad en el rostro, un tono de ira en la voz. Estaba parcialmente ciego.
Le hablo cuando duerme, le he dicho que te
encare.
—El
nombre de Axies escrito al revés, solo eso –respondió, mintiendo–. Lo
relacionan con las estatuas para tener sustento en las acusaciones, pero no son
más que falacias.
«Permíteme
convencerlos, mi señor. No permitas que Seixa los tiente.» Rogó.
—Maestre
–dijo, nuevamente, apretando los labios resquebrajados y el ceño fruncido–. He
escuchado ese nombre, he soñado con un mundo blanco y decadente, cenizas
cayendo del cielo y un pueblo lavándose el rostro con la sangre de una mujer de
piel blanca –el gesto se le quebró y las lágrimas escurrieron por el rostro–.
¿Hay algún consuelo en los mandatos de Axies?, ¿he olvidado el camino que
nuestro Dios Padre forjó?
El
joven hombre se aferró a sus ropajes, algunos se asustaron de lo dicho y otros simplemente
lo tomaron como a un loco más, era un ojos-gema parcialmente ciego después de
todo.
Seixa
se acurrucó a su lado y posó una palma sobre las manos de Henshi.
—Muchacho
–empezó a decir Letifan, acercándose lo suficiente para que su propia Divinidad
alejara a Seixa, funcionó, pues la mujer desapareció en el aire–. Confía en tu
fe, confía en tus herm-
Chilla.
—¿¡Confiar!?
–Henshi restalló, empujando a Letifan contra los barrotes, este gruñó de dolor,
era demasiado viejo y sin poder usar los milagros se convertía en un saco de
huesos–. ¡La confianza en una batalla imposible fue la que nos trajo a esta
situación!
—¡Basta,
Henshi! –intervino el joven Limin, su mirada endurecida y sus ojos, dos
circones bien oscuros que podían pasar por iris negros. Letifan aún no entendía
el existir de ese muchacho, Axies no le había informado de un nuevo campeón,
pero tampoco iba a darle muerte solo por ser extraño–. No es momento de dudar
de nosotros mismos, todos somos hermanos hijos de Axies –añadió.
Ambos
discutieron durante un largo rato hasta que Frederick los separó cuando los ánimos
empezaban a calentarse. Nuevamente la caravana quedó en silencio y el único
ruido que los acompañó fue el de las ruedas traqueteando sobre las vías del
camino y las aves típicas de la región. Que hermosos eran esos animales, con
sus plumajes colorados y los ojos afilados; en la distancia, Axies, con la
mirada raída y perdida, hacía tiempo que no tomaba el aspecto de un hombre.
«Incluso
Axies dudó», se dijo y su Dios, con la misma mirada muerta, le respondió:
“¿Ascenderás?”
—No
–murmuró en respuesta.
Los
hombres lo miraron, devotos y soldados aliados se preguntaron entre susurros si
el maestre seguiría estando cuerdo.
—Todos son hijos de Axies con el derecho a
dudar –empezó a decir–, todos tenemos una gota de la Dualidad. La directora Xia
habrá tenido sus razones para haber hecho semejantes acusaciones –añadió con
los ojos cerrados, intentando convencerse que la mujer ciertamente tenía sus
razones para condenarlos–. Sin embargo, confíen. Confíen en Axies –dijo, con
las manos en corazón, suplicante hacía su señor en las alturas–. Juramos
lealtad con nuestros corazones, “vivimos y morimos, somos La Divina Dualidad”.
Oh querido, eres lamentable. Los hombr –se interrumpió con un gesto de
sorpresa en el pálido rostro.
El
resto de hombres en la caravana repitieron las palabras del maestre y
comenzaron a rezar elevando las manos. Los soldados que los escoltaban hicieron
un gesto de culpa y, disimulando, soltaron una plegaría en nombre de los
devotos. Podían ser enemigos en aquel lugar, pero, bajo el manto de Axies,
todos compartían el amor por la fe.
—Inquebrantables,
hermanos, así debemos ser –repitió, esta vez, incluso Henshi rezó.
Necios.
«Sangre.
Sangre. Recuerda la sangre goteando de tu cuerpo, recuerda las heridas mortales.
Recuerda el Bosque Vida. Tu vida estuvo en peligro y te moviste rauda para
sobrevivir», se repetía Ushi, esa era su motivación para moverse tan galante y
ágil como lo hacía.
Nadie
podía ponerle un dedo en cima, ni siquiera Alegár quien era impecable con los
mandobles y espadas anchas. Los barridos de su claymore, una sin filo para
entrenamientos, pasaban por debajo de las piernas de Ushi o entremedias de los
hombros, causando simples golpeteos y roces en las hombreras. El muchacho rugía
con cada frenético ataque, haciendo titilar sus brazales, con una sonrisa en el
rostro ansioso por golpear a su compañera de duelos. Probó con un último
contraataque en dirección a la pancera que unía el peto de Ushi con su faldón y
por fin consiguió desbaratar su postura y llevarla al suelo con un golpe sordo.
—Eres
escurridiza –dijo, con una sonrisa en el rostro.
—Más
grande no significa más fuerte –respondió Ushi, trayéndolo consigo al suelo en
un barrido hecho con los pies.
Alegár
cayó de bruces sobre el suelo de arena donde entrenaban, su casquete rodó hasta
detenerse en el círculo de estacas. Luego de un puntapié, Ushi le cedió el
brazo para ayudarle a ponerse en pie, el muchacho, ahora dos palmos más grande
que ella, lo aceptó, no sin antes golpearla a la altura de la cintura con el
revés del arma.
—¡Hey!
–gritó Ushi, sintiendo el ardor atravesar su espalda, aun cuando había sido un
golpe suave, le causó un agudo dolor.
Alegár
soltó una carcajada y empezó a desvestirse la camisola que llevaba, debajo de
ella, Ushi se embelesó al ver los músculos en pleno auge. Su amigo estaba en la
pubertad y los entrenamientos no hacían más que aumentar su desarrollo, siendo
así que ya era mucho más alto que ella, teniendo que cuenta que solo se
llevaban medio año de edad.
—Deberías
tener lo ojos más abiertos –dijo el muchacho de cabellos dorados, refiriéndose en
efecto a los ojos rasgados de Ushi–, debes recordar las lecciones de capitán.
—Lecciones
inapropiadas para una dama –masculló Ushi, tallándose el golpe en la parte alta
de los glúteos.
—Lecciones
de vida, para nuestra vida –corrigió Alegár, enajenando las palabras de sir
capitán. Al instante su mirada entristeció, era claro que el joven aún estaba
destrozado por las acusaciones publicadas en nombre de la directora Ili; Limin,
su mejor amigo, y los demás, se enfrentaban a una justicia maquinada, un juicio
ilegítimo.
—Deberías
ser más delicado conmigo –dijo ella, intentando distraerle con sus pobres
intentos de flirteo–, podrías lastimarme.
Como
otras tantas veces…
—¿Lastimarte?
— embromó Alegár, en sus labios una sonrisa de lo más curiosa, de lo más
deliciosa–. Eres una ojos-gema, podrías matarme si usaras a pleno las
dotaciones.
En
efecto, falló.
—¿Irás
a ver el juicio? –preguntó Ushi, cambiando el tema, irritada.
—He
dicho antes que no iría –respondió él, a secas, aún no lo aceptaba como otros
tantos. Limitó su enojo a la camisola que aferraba en torno a la cintura y
empezó a caminar en dirección a los barracones.
—¿No
estás preocupado, Ale’? –preguntó, esta vez más insistente mientras apuraba el
paso detrás de él, en algún momento debía ser dura y hacerle entrar en razón–.
Limin estará presente, también será juzgado.
—Estarán
bien –respondió Alegár masticando las palabras–. Esas acusaciones no son más
que mentiras. Deberíamos preocuparnos por nosotros mismos –añadió, tomando
asiento en una de las muchas bancas y empezando a sacarse las polainas. Ushi
hizo lo propio, desamarrándose el peto y las hombreras–. Ya sabes, el maldito
decreto de la emperatriz –dijo, escupiendo al suelo a modo de insulto.
—Mentiras
o no, debemos presencia a nuestros hermanos. Todos ellos nos trajeron con vida
a Karanavi, así que me acompañarás –apuntó, molesta, lanzándole la camisola que
vestía. Alegár simplemente se ruborizo y no añadió más a la conversación, «Oh,
cierto, se supone que debo avergonzarme»–. Y con respecto al decreto –siguió
diciendo, ignorando la incómoda situación–, sin él estaríamos muertos, lo sabes
bien. La emperatriz hace todo lo que está en sus manos para evitar que el
pueblo nos apedree –añadió, colocándose un camisón sobre el ajustado sujetador.
Miró al
joven nuevamente, incapaz de separar los ojos de sus músculos, fugacidad,
parecía medía década mayor. Es cierto que llevaban un par de meses entrenando,
pero el uso constante de las dotaciones no hacía más que potenciar su
crecimiento, razón por la cual Alegár parecía tener un cuerpo trabajado durante
años… Era casi hipnótico.
«Sir
capitán bromeaba con nosotros –pensó, estudiándolo de arriba hacia abajo,
incluso tenía mucho más vello que antes y el cabello dorado le caía por debajo
de las axilas estropajeadas–, si tuviera hijos con él, serían guerreros natos.»
—En
fin, te quiero en el atrio del convento para el juicio –dijo, terminando de
ajustarse los pantalones y, sobre toda esa ropa, su hábito de ojos-gema. En
Kyranvie había un frescor de mil demonios y no quería jugar a hacerse la
valiente. Durante todo el cambio de vestimenta, Alegár no había dicho una sola
palabra, se limitó a mirarla con los parpados bien abiertos. «Oh, funcionó»,
pensó con una sonrisa–. Te veré ahí. Me reuniré primero con mis hermanas.
—¿Cómo
están todas? –preguntó él, volviendo a la realidad–. He oído que muy
difícilmente se reúnen y, bueno… corre ese rumor de Adelí, ya sabes –ahora que
Ushi llevaba ropa, sí que podía enlazar mejor las palabras. Los rumores que Alegár
mencionaba, relacionaban a Adelí con ritos y muertes.
—Mal,
supongo –respondió Ushi con amargura–. Alisian no pasa mucho tiempo con
nosotras, desde el suicidio de la guía Gerogeta, la emperatriz le ordenó fungir
como maestre provisional –dijo, y con un gesto afligido siguió—: Y Adelí… habla
demasiado poco, se la pasa dibujando esas cosas raras de sus imaginaciones.
Respecto al rumor, no sé nada, ambas se niegan a decirme algo.
—Así
que ahora… soy tu único apoyo, eh –respondió Alegár en un murmullo, nervioso.
«Je.»
—Posiblemente
–dijo ella, lanzándole una camisola de aspecto galante–. Te quiero en el atrio,
he dicho.
—Te
veré ahí –una sonrisa en el rostro endurecido por la pena. La despidió con un
gesto propio.
Ushi
abandonó los barracones con una sonrisa, diciéndose a sí misma “También serían
bellos como nadie”. Se encaminó hacia la habitación de Adelí, la enorme que
Alisian le había asignado para que pudiese dibujar con soltura y comodidad,
durante el camino apreció la arquitectura del lugar; grandes torres izadas con
picos y pelotitas en las puntas, enormes arcos que enlazaban muros y cúpulas
inmensas que daban forma a ciertas zonas de lo más hermosas. Kyranvie era
bello, incluso más que el convento sede de Lanatar, como decían los ojos-gema
natales de las tierras de la riqueza.
Que en
Kyranvie no hubiese tantas estatuas de la forma femenina de Axies, solo
conseguía que Ushi se fijara más en ellas cuando las encontraba. Quedó
impresionada por una de las pinturas donde la retrataban reposada sobre un
bosque espeso y oscuro, una niña en brazos, rodeada de demonios de piel blanca,
¿sería real la declaración de la directora? Después de todo, incluso ella misma
había visto…
«No –se
interrumpió al instante, se obligó a bloquear los recuerdos de su primera
muerte en Ciudad Dual–, fue un simple delirio al adaptarme a las gemas de
Adelí», forzó aquel pensamiento para mantenerse tranquila. Sin embargo, ¿qué
pasaba con lo de Río Arcoíris? Eso lo había sentido tan real, tanto que,
incluso seguía teniendo pesadillas de la mujer sosteniéndole las muñecas, mirándola
con sus ojos invertidos. Tanto que, incluso podía sentir su tacto frio.
Se
alejó a toda prisa de la pintura, de toda imagen de Axies, ese día no quería
verle.
El
edificio dónde se encontraba Adelí, irradiaba de colores claros y dorados,
bellos, con figuras tan simétricas y, en la misma sintonía, secuencias sin
forma. Al fondo, se hallaba su habitación, atravesando dos puertas de granito y
madera en blanco y negro. Desde fuera podía escucharse una suave y
reconfortante melodía, y por alguna razón la temperatura descendía un poco más
que el resto de los pasillos en el lugar.
Al
abrir las puertas, se quedó pasmada. Dentro estaba tan frío como el mismo hielo
con el que adornaban los licores en el comedor y… Adelí era bella. Desde
siempre se había dicho que su hermana era una belleza oriental en toda medida,
cierto, pero lo de ese día… era de otra realidad. Adelí se descubría sentada al
borde de un jergón que servía a modo de asiento, en el centro de la habitación,
vistiendo únicamente un ajustado camisón de colores azabaches, el cabello
resplandeciendo tan brillante sobre sus huesudos hombros y la nariz aguileña
detonando el encanto del opaco sol que bañaba las tierras de Occidente.
«Si no
fuera por los lentes oscuros, sería aún mejor.», pensó Ushi fijándose en la
venda en la que encajaban dos cristales negros.
El
cuerpo era perfecto en toda medida; delgado, de pechos pequeños y poco
llamativos y con una cintura tan ancha y adornada con un par de largas piernas.
Los finos labios de color lila, besaban y suspiraban la flauta como si de dos
amantes se tratara, cada nota era guiada con sus delicados dedos y la
sensualidad exasperaba una amargura de lo más encantadora.
La
muchacha paró de tocar, reconociendo que su hermana había entrado en la
habitación.
—Si
fueses hombre, estaría enamorado de ti –suspiró Ushi, sintiendo una tibieza a
la altura del vientre–. ¿Cómo se sentirán tus labios? –pensó en voz alta.
—Si
fuese hombre –respondió Adelí con una sonrisa y permitiendo que Ushi la rodeara
en brazos–, nunca te dejaría tocar mis labios.
—¿Eh, a
que viene eso? Yo sería bello, tan bello como son los ríos helados de estas
tierras –rio, profiriendo de más fuerza al abrazo. No lo había notado, pero era
más alta que Adelí, en tan poco tiempo, los milagros habían hecho su magia–.
Antes me besabas –dijo, a modo de broma.
—Besos
en las mejillas –puntualizó Adelí–. Hoy has tardado.
—Alegár
me ha retenido más tiempo del que pretendía –respondió Ushi–. Se vuelve rudo.
—Alegár,
eh –siseó Adelí, se puso en pie y paseó hasta poder tomar asiento en el borde
de la cama, cruzó las piernas y brazos y preguntó—: ¿Ya lo has tomado para ti?
—Bueno…
–contesto Ushi con un ligero rubor, avergonzada tanto de su hermana como de la
pregunta–, no conozco mucho de hombres, quiero decir…
—Eso es
un no –Adeli dejó salir una risotada y se recostó. El pequeño vestido se
levantó lo suficiente para permitir que Ushi disfrutara de una gran vista de
los muslos–. Eres tan tierna, Ushi –Adelí tallaba su barriga por el dolor
provocado de la risa–. Podrás ser más alta que yo, pero apenas estás creciendo.
Tu sonrisa es fácil de leer.
—¿Eh?, ¿que
era una broma? –preguntó Ushi, sintiendo el rubor trepar aún más por su rostro,
caliente, hasta los lóbulos de las orejas. Adeli rio una vez más–. ¡Basta!
–exclamó–. ¡Es algo normal, es normal que lo desee! –añadió, echándose sobre el
colchón y hundiendo el rostro entre las almohadas.
—Venga,
pues, me detengo –dijo Adelí, arqueando la espalda como una diosa y haciendo
los ojos de una cazadora–. Sentí la necesidad de provocarte, me gusta tu rubor.
Deberías reír más.
Ushi
hizo un mohín. Estudió a su hermana en todo el esplendor que la mujer podía dar
y su corazón se apaciguó.
—Ustedes
deberían reír más –respondió, con gesto melancólico–. Ya casi no les veo.
—Eso es
porque tenemos obligaciones, querida –contestó Adelí, poniéndose en pie y
andando con paso de pantera hasta uno de los largos escritorios que había en su
habitación–. Además, estamos castigadas –le sonrió, con los lentes puestos.
Extendida
sobre el lugar, se hallaba la venda que había llevado durante todo el viaje de
huida, junto a pergaminos que contenían infinidad de dibujos raros, bocetos y
garabatos, algunos, anotaciones sobre la mejora de equipos militares o civiles.
Ushi se llevó la mano a la boca, sobresaltada, eso no era buena señal. Podía
hacer la vista gorda con las imágenes raras, pero a eso… no.
—Explícate
–dijo Ushi en voz baja, no quería hablarle en ese tono, pero ni ella toleraba
el tecnoprogresismo–. ¿Me dirás por fin que ha pasado?
—Estamos
castigadas por… –se demoró en responder, como tantas otras veces, no pretendía
darle una respuesta concreta–. Yo por ser lista, Alisian por despejarme el
camino –miró nuevamente a los dibujos y los acarició con los dedos.
Ushi se
envaró, ofendida, furiosa.
—¿¡Es
que no soy de confianza!? –espetó, las lágrimas escurriendo por sus rojizas
mejillas. Señaló a los bocetos y nuevamente gritó–. ¡Esto no está bien visto,
lo sabes!
Adelí
la miraba con una expresión que rozaba la sorpresa y el enojo. Fugacidad, por
un momento Ushi se reprochó el no poder controlar sus sentimientos, pero…
—¿Con
qué ojos me mirarías si supieras que contradigo todo en lo que crees? –preguntó
Adelí, mirándola directamente a los ojos.
—Con
los tuyos –respondió Ushi, erguida y secándose las lágrimas–. Incluso mataría
por ti.
Adelí
soltó un bufido. Nuevamente se sostuvieron las miradas, «Fugacidad, parece una
persona completamente distinta», pensó. Incluso los pómulos de Adelí eran
diferentes, más anchados.
—Bien
–respondió Adelí, desabrochando los lentes detrás de su cabeza y reposándolos
sobre el escritorio. Con los parpados aún cerrados, se llevó las manos al largo
cabello y se hizo una coleta–. Tengo una condición: Nadie debe saberlo.
Solamente Alisian y la difunta Gerogeta, antes de su muerte, lo saben.
No
espero respuesta. Abrió ambos ojos, revelando dos pares de perlas que miraban
fijamente a Ushi: un fondo azabache que no reflectaba la luz y el centro tan
blanco que no mostraba sombras. Seguidamente, Adelí, se hizo un corte en la
gema ocular izquierda con una de las cuñas que usaba para trazar sobre el
cuero, la sangre borboteó por su pómulo durante unos instantes y la herida se
cerró.
—Axies
santísimo –murmuró Ushi con los ojos de par en par, ¿qué demonios era eso? Esos
ojos no correspondían a un mortal, eran propios de Axies. Y tal cual estaban
las cosas, su hermana podía ser juzgada por los normales de Kyranvie–.
Imposible…
—La
imposibilidad no es más que un momento –dijo Adelí, cabizbaja, añadió—: Los
guías mayores no me tienen bien vista; estos ojos no son lo que ellos quisieran
y los planos… –pesar en la voz, renegó–. No puedo simplemente ignorar las ideas
que llegan a mí, debo dibujarlas, anotar y crear. Incluso Alisian se siente
superada.
—Deberían
santificarte –bromeó Ushi, intentando calmarse, confiando en que esos ojos no
fueran lo que ella había visto en Río Arcoíris. Rezando en que aquello no
hubiese sido más que un delirio. Adelí se sorprendió.
—Me
basta con tu aprecio, mi querida –respondió Adelí, devolviendo una sonrisa
lacrimosa. Se paseó nuevamente por la habitación con ese paso tan encantador y
dejóse caer sobre la cama–. No entiendo por qué –siguió diciendo, mirando al
techo de la estancia–, Alisian descubrió mis gemas durante la marcha por las
montañas, me dio Sangre pensando que eso me ayudaría, pero Gerogeta –se erizó,
volvió a renegar con un gesto facial. Continuó–. Según la guía Gerogeta, solo
hizo que las dos Divinidades armonizarán en mi cuerpo. Sin embargo, la
presencia negativa es mucho mayor, parece ser.
—Claramente
no armonizan –terminó de decir Ushi, no lo entendía del todo. ¿Qué era eso de Divinidades?,
¿un nuevo concepto de la santidad?
—Ahora
entiendes el problema –rio, halándola del brazo y llevándola sobre ella. Al
instante la envolvió con las piernas y los brazos al cuello.
Ambas
quedaron rostro a rostro, las respiraciones solapándose y los alientos con olor
a vainilla confabulando en una misma esencia. Ushi ruborizada, Adelí sin más
expresión que una simple y pícara sonrisa, casi parecía ronronear.
—Confió
en ti desde el fondo de mi corazón, te juro por mi vida entera que lo hago
–añadió Adelí, acariciando las mejillas de Ushi, acercándose tanto que podía
sentir el calor que emanaba su cuerpo–. No te quería involucrar, no porque no
te amara, sino por tu seguridad. ¿Me entiendes? –preguntó, los labios carnosos
tan cerca de los propios de Ushi.
Ushi
asintió, los ojos bien abiertos, una mezcla de miedo y excitación, ansia.
—Seré
una tumba –respondió, nerviosa–. Seré…
Una
campanada rugió por todo el convento, haciéndole entrar en razón. Casi deseó
que hubiese tardado más en llegar, al instante reaccionó.
—¡Es
cierto! –dijo, recordando el juicio. Cayó de espaldas al suelo cuando Adelí la
soltó por sorpresa–. ¡Debemos irnos, el juicio de nuestros hermanos es hoy y la
emperatriz…! –intentó decir, se detuvo cuando notó un mohín en su hermana que
se desvestía sin mostrar apenas una mota de vergüenza.
—Hmm
–dijo ella, e igual añadió un par de palabras que Ushi no alcanzó a escuchar.
Esta simplemente se deleitó con la escena.
El atrio
estaba repleto de ojos-gema de todas las edades, desde jóvenes que vivían su
primera década hasta otros de década y media, de normales y migrantes de todos
los reinos aliados.
Majestuosa
e imponente, Erilal Imya Karanavi, se encontraba en su trono, tallado sobre el mármol
y pintado de acuerdo a los colores de su familia, con dos grandes dragones de
espuma de mar a los costados y un par de cuernos salientes del respaldo. Su
vestimenta casi parecía una armadura muy ligera; brazales de cuero endurecido,
negros con franjas de añil, pierneras doradas y un peto que solo alcanzaba a
cubrir sus prominentes pechos y estómago, pero no la cadera. Se veía tan
llamativa y deliciosa con esos montones de anillos lustrando la enorme trenza
al centro de su cabeza y dos más pequeñas a los costados. Los ojos profundos y
desleales maquillados con sombras de musgo y granada.
Detrás
de ella se apostaban, en pequeños taburetes, algunos de los concejales del
joven rey Rashún, él propiamente estaba en su trono a un lado de la monarca,
acompañado por su hija Dandeíla. Iba vestido de manera más casual, con un jubón
verdoso y bordados amarillentos que iban a juego con sus pantaloncillos de
carmín. Su corona, a diferencia de Imya que no portaba, casi una tiara de acero
pedrusco con ribetes aclarados. La primera hija adoptiva, de las ocho que tenía,
portaba una armadura típica del sur: un faldón de placas de acero y un peto alisado,
nada de hombres o pierneras.
Ni uno
de ellos saludaron, fue en cambio la mujer, de pie, al costado de la
emperatriz, Alisian Zhao Fu, quien habló.
—Nuestros
atrios se tallaron para cantar y alabar al Padre –empezó a decir con voz ronca,
en el idioma local de Kyranvie, ser maestre sustituto tenía como consecuencia
hablar durante todo el día Akxashano de casi treinta horas–. ¡No para presenciar
calumnias a nuestra fe! –rugió–. Estamos unidos aquí para rezar y confiar en
que nuestros hermanos serán absueltos de todo cargo –su dulce voz resonaba con
poderío, acunaba los corazones, pero también dotaba de valentía. Uno a uno, los
ojos-gema fueron asiendo las manos al pecho.
—Es
como la mestre dice –convino la emperatriz, algunos ojos-gema locales
murmuraron, cuestionando el que le diera tal título de repente a Alisian–.
¡Confiad! ¡El antiguo maestre Krien nos legó su devoción, confiad en vuestros
hermanos!
El
bullicio se hizo presente, algunos alababan la declaración de Erilal y otros la
juzgaban en silencio por decidir en nombre de la fe.
El
juicio dio comienzo, haciendo que todos guardarán silencio, comenzaron a rezar
al leer cada palabra que era enviada y escrita, por las escribas de Kyranvie.
Las
caravanas de prisioneros empezaban a llegar a Ciudad Dual, y al parecer, la
situación era de horror.
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