En aquel momento quise besar tu
par de labios en busca de suspiros que mi propio corazón era incapaz de dar.
Un beso que me diera respuestas. En cambio, conseguí mi profesión: dedicar toda la tinta que surgiera de mi corazón, en tu nombre, para tus ojos.
Soñarte, podría parecerte de lo más
encantador y, sin embargo, te equivocas;
soñarte no es más que un
recordatorio
afano que mi pobre mente crea para
así poder
mirarte una vez más. Es una penitencia
que pago gozoso y enorgullecido,
pues me hace recordar que de ti surgen
tantas vidas
como amor puedo devotar
–por ti, por tu mirar–
Soñarte, prometida mía –en corazón
y letras–, es mirarme
las muñecas y encontrar en ellas
un par de manillas
de añil profundo,
infinito y
la palabra más despectiva, pero
amorosa, que alguna vez me pudiste dar.
En fin –pero no el nuestro–, soñarte,
es despertar con el de desasosiego de no encontrar tus pequeños brazos sujetándome
por la espalda en un intento –exitoso–
de
amarte.
El día que te quieras ver huyendo del mundo, recuerda, en un instante, que soñarte –cariño mío– es
todo lo que este pobre caballero necesitaba; no es necesaria tu preocupación por mi
corazón, lo dije: de cien vidas te prefiero a ti,
en dos palabras el amor
y en tus ojos almendrados mi
pasión.
Ahora entonces, la vista al frente
con la mirada bien fija,
no permitas a la inquietud ocupar
lugar en tu corazón,
no permitas que agonice
y entonces encontrarás luz dónde
antes no había más que
profunda ensoñación.
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