XIV
Blanco sobre fondo negro
«… Y no tengas miedo, hijo mío, pues, así como
el blanco coexiste con el negro, las sonrisas acunan a las lágrimas.» ¿Por qué
justamente recordaba los mandamientos del Espejo?
Dos caballeros más cargaban hacia Frederick quien
a duras penas era capaz de mantenerse en pie. La infantería de inquisidores
había caído, muertos, ciegos o simplemente sometidos por soldados enemigos. El
ejército de la fe resistía únicamente por el frente de Rashún y Galinor.
El primero de los caballeros murió intentando,
inútilmente, conectar un tajo por el costado de Frederick, él lo detuvo con el
plano de su espada robada y seguido de un cabezazo al yelmo lo llevó al suelo,
alejó la espada para evitar ataques por puntos ciegos y le colocó un pie sobre
el peto.
—¡Monstruo! –chillaba otro soldado más joven,
blandía su arma de arriba abajo en un ataque desesperado.
Frederick rugió mostrándole los dientes
ensangrentados, desvió el inútil ataque con la cota de malla de su brazo
izquierdo y seguido clavó el arma justo entre las juntas del peto y hombreras. Una vez muerto, lo dejó caer por su propio
peso sobre el compañero que tenía en el suelo, este último murió asfixiado.
El arquero fue el último en actuar, huyó
despavorido mientras pedía apoyo al resto de hombres.
«Un hombre no puede ganar una guerra», se dijo
al mirar el campo de batalla. Ciertamente el enemigo tenía dificultades para
barrerlos incluso con la superioridad numérica de su lado. Sin embargo, los
devotos tampoco les hacían retroceder, y, por si fuera poco, desde el oeste se
miraba otro numeroso ejército llegando para apoyar al rey Lanatar.
«He dado todo, Xia, pero no podemos ganar –la
amargura lo invadió–. Axies no querría esta matanza»
Y, sin embargo, mira desde la distancia sin
intervenir.
Ignoró aquel pensamiento profano, recogió su
mandoble del suelo y siguió encaminado hacia la lucha.
¿Cuántos más han de morir para saciar tu
soberbia, hermano? Ciegos, pueden verme, míralos, hincan las rodillas rogando
por mi piedad. ¿Los puedes ver, Axies?, ¿me puedes escuchar, hermano?
Seixa no mentía, no quedaban más que unos
veinte mil hombres de la armada aliada –o menos–, de los ojos-gema apenas unos
seis mil. De todos ellos, solamente los inquisidores se mantenían fieros sin
echarse atrás, envalentonados por Frederick y los lanceros que luchaban sin
miedo a la muerte comandados por Ruli Hong.
Por fin, los hombres de oriente notaron a
Letifan en el suelo y empezaron a rodearlo al mirar que se encontraba
desorientado. Reconoció que no le supondrían un peligro si luchaba una vez más,
pero fugacidad… estaba cansado de tanta muerte.
—¡Levántenlo! ¡No le den muerte, será juzgado
por sus crímenes!
«¿Crímenes?»
—Sanamos a sus hijos, detuvimos enfermedades
que podrían devastar a Akxesh, forjé una fe sobre la cual podían verter sus
temores… –murmuró Letifan enfadado de escuchar tal estupidez–. ¿¡Cuál es mi
crimen!? –espetó.
Los soldados retrocedieron asustados de su
poderosa voz, era viejo, pero imponía. Se miraron entre ellos y luego a sus
armas, por fin uno habló:
—El crimen de llevarte a mi hija recién nacida
–gruñó.
Y así es como llega tu fin. Me encargaré de
que tu próxima vida sea miserable –la voz helada de
Seixa fue como un martillazo, tenía razón y los soldados también.
Permitió que el arma enemiga, infundida de
odio y desprecio, penetrará en su envejecida piel. La sangre broto de la
herida, forzó la dotación de la fuerza y se puso en pie al momento que destrozaba
las cadenas que lo ataba. Los hombres gritaron asustados y continuaron
atacando, mirando aterrados como las heridas se cerraban tras cada corte.
—¿También tengo derecho a ser condenado?
–preguntó, dando un vistazo al cetro en el suelo, ansiando potenciar todas sus
dotaciones y volverse dios por un solo instante para barrer el campo de batalla.
Uno de los horrorizados soldados se dejó
influir por Seixa y su lanza penetró el tórax de Letifan cuando este se inclinó
a recoger su cetro. Se irguió con el arma sobresaliendo y a su derecha, por
donde sostenía su símbolo, Seixa estaba de pie posando la palma sobre el arma.
—Reza, comprobemos si Axies se manifiesta
como yo lo hice.
Los ojos de Letifan se humedecieron, miraba el
rostro de Seixa con añoranza melancólica.
Un tajo llegó desde ese mismo lugar, amputando
por completo su muñeca. El símbolo de fe cayó al suelo junto con el propio
Letifan. Los hombres por fin calmaron sus ansías y formaron alrededor de él
para encadenarlo.
«Padre, ¿por qué…?», se preguntó con amargura.
El aire rugió cuando el joven Limin apareció
de entre el ejército enemigo y aferró su lanza en el cráneo del pobre diablo
que llevaba las cadenas para Letifan, el resto de lanceros tardaron poco en
llegar para unirse a la refriega. Eran únicamente una decena, una decena de
hombres en un mar de espadas enemigas. Ni uno se doblegó ante el miedo, no
cedieron a la presión de Siexa.
—Muchacho –susurró Letifan, impresionado de
verlo con el aura de un ojos-gema. El chico tenía cortes por todo el cuerpo propios
del uso constante de milagros; al parecer, él solo, había logrado abrir una
brecha para sus hombres.
—¡Rodéennos! –ordenó a los devotos–. ¡Curaré
al maestre, no retrocedan!
—Maestre… Oh Axies –dijo, al ver sus heridas.
El chico, quien antes fuera un normal, tenía ojos circón–. Haré lo que pueda.
Empezó a trabajar recitando rezo para que
Axies notará la necesidad de ayuda, pero claramente no estaba especializado en
milagros de sanación. El Concepto de Axies se negaba a ocupar su cuerpo por no ser
apto.
No lo conseguirá –dijo
Seixa, acuclillándose a un lado del joven–. Déjate morir, déjame abrazarte.
El susurro era frio, demasiado sereno,
demasiado…
¿Quién es tu dios? –preguntó una voz sobreponiéndose a la de Seixa, una voz masculina, la
voz de Dios.
¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡Es mío, me lo regalaste! –Seixa rabiaba desesperada con lágrimas en los pómulos–. Mi manto es
fresco, no hay dolor ni sufrimiento a mi lado. Letifan, querido…
¿¡Quién es tu dios!? –espetó Axies y Seixa huyó mezclándose entre sus sombras blancas que
reptaban el campo de batalla.
—Tú… Axies es mi dios –susurró Letifan
moribundo, las heridas habían dejado de sanar y su tórax bañaba de sangre el
verde–. Mi cetro –gruñó, escupiendo una baba sanguinolenta.
El joven Limin reaccionó y con los ojos bien
abiertos, esperanzados, acercó el cetro al puño útil del maestre. Mientras lo
sostenía dudó, pero al final acabó por entregarlo.
¿¡Cuál es tu dios!? –preguntó Axies, una vez más.
—¡Axies! –gritó, y el poder del cetro entró en
él, la Divinidad de su primera vida regresó a dónde pertenecía.
Sus gemas esmeraldas brillaron, iluminando
aquella zona con resplandor verdoso. Ordenó a las sombras de Seixa entrar en él
y sanar heridas de su cuerpo, incluida la mano derecha, la cual creció con un
tejido blanquinegro hasta recuperar el tono natural –la mano cercenada
simplemente se hizo polvo–.
Limin retrocedió con admiración y temor en el
rostro, asintió y se unió a la lucha de sus hermanos que luchaban frenéticos
por defenderlos.
¿Lo ves? Se ha marchado de nuevo –añadió Seixa con una risotada nerviosa, miraba hacía todos los sitios
con temor en el rostro–. Ha vuelto para verlos morir. Ven a mí, Letifan.
—Mi fe en Axies es fuerte –respondió ante la
asfixiante presencia de la mujer. Había dudado, por eso no pudo forzar la
curación de sus heridas, Seixa bloqueaba las entradas del cálido Concepto de
Axies.
»Basta –rindió, intentando hacerse oír entre
tanto chillido de metal contra metal y hombres cayendo, gritos de furia y
muerte. Fugacidad, estaba demasiado fatigado, cansado de tanta vida y muerte.
Les prohíbo oírte, mi presencia les
engrandece. Reza mi plegaria y haré que te escuchen –susurraba
entre lamentos, la mirada cabizbaja–… Llámame, cariño… por favor.
Extrajo más del don de su cetro y engrandeció
sus músculos con la dotación de fuerza, al instante golpeó el suelo con la
culata del cetro.
—¡Basta de una maldita vez! –rugió.
El suelo se sacudió a su alrededor, haciendo
caer a los que aún batallaban; todo combate ceso y las miradas expectantes se
posaron en él, algunos ansiaban luchar, otros, le temían.
Solo los devotos, aún vivos, bajaron las armas
en una señal de rendición.
“Cuando las llamas encuentres y los hombres
te odien, será entonces cuando susurres mi nombre, Seixa… Seixa…” –le recordó Seixa–. Venderás a mí, tarde o temprano, Letalfrian.
La miró marcharse entre los hombres como una
brizna de humo blanco, casi, como la nieve misma cuando cae en los últimos días
de invierno.
Los enemigos esperaban impacientes las ordenes
de sus generales, en la lejanía aún luchaban por defender terreno, debía detenerlo.
—Es suficiente, la fe rinde el frente. Solo…
basta de tanta muerte –explicó.
Nuevamente miró la dirección por la que Seixa
se había marchado, la recordó como la mujer que fue. Recordó Karanavi, una cámara
en las entrañas de la Ruptura de Akxesh y a él apuñalando el corazón de su
amada.
—Deseo enviar un informe a mi convento antes
de ser apresado, al menos concédanme eso.
Kyranvie era la gloria de las vastas tierras
Karanavi, el orgullo de Occidente. Exudaba oro en cada esquina, las mujeres
vestían exuberantes y hermosos vestidos de colores opacos y mangas tan largas
como largas eran las faldas, los hombres regios atuendos que asemejaban a
casacas militares. Karanavi era tierra de oro y extravagancia como tantas veces
habían leído en esos libros de cuentos heroicos, ¿dónde estarían las estatuas a
Galmya Mata Escamados?, ¿o qué tal Fuhnzhisng El Glorioso?
Todos los hogares mantenían una arquitectura y
moda similar al del palacio imperial: adornados con colores azulados y grises negruzcos,
ribetes en líneas doradas o amarillentas. Ver tales construcciones era toda una
experiencia que, en situaciones normales, jamás hubiesen podido experimentar. A
diferencia de Zheng, en Kyranvie no existían los techos curvos con esquinas
apuntando al cielo, en Occidente las casas eran tan simétricas que hasta daba
cierta grima, los techos en pico con un par de chimeneas asomando de ellos. La
gran mayoría estaban construidas a base de ladrillos rojizos o deslucidos, y
las tejas siempre eran de azul despintado. Una majestuosidad a la vista de
cualquier oriental, aunque propiamente dicho, hacían falta más colores.
Alisian sonreía de oreja a oreja con aire
soberbio por su naturalidad a soportar mejor las temperaturas de las tierras
imperiales. De hecho, desde que entraron por la frontera marítima septentrional,
la que enlazaba los mares Lanatanos con Karanavi’s, la chica había cambiado el
semblante a uno más… ¿hogareño?
—Majestad, su hogar es glorioso como nada
antes visto –dijo con la mirada de una niña.
Extrañamente las mujeres locales tenían
similitudes con ella, desde la piel pálida con los pómulos amoratados, hasta
las venas verdosas debajo de la piel, incluso la fugaz altura, eran demasiado
grandes, demasiado bellos, demasiado… todo.
—¡Ja! –rio la emperatriz Erilal a su lado.
Durante todo el viaje, la emperatriz se había sentido cómoda con Alisian y
hablaban con tanta naturalidad que era fastidioso–. Karanavi es tierra de
héroes y dioses, su sangre corres por nuestras venas y quizá por las tuyas
también. Eres como nosotros, como yo.
«¿Si Alisian se hubiese criado aquí, tendría
los cabellos como la emperatriz Imya?», pensaba Adelí, mirando los mechones
grises, quemados y alborotados de la monarca.
—Es un honor recibir elogios de su parte,
majestad –respondió Alisian con una sonrisa demasiado grande–. En Zheng somos
diferentes, Duales a ustedes, cómo mi hermana, ¿lo ve? Es una Zhengyin en toda
regla.
La emperatriz Imya la estudió tanto que casi
fue vergonzoso, «santa Longevidad –pensó–. Los Karanavi son tan encimosos.»
Imya le palpaba sus rojizas mejillas y acariciaba su fina barbilla, se centró
en sus nuevos ojos con gesto confuso, blanco sobre fondo blanco.
—Una belleza oriental –sonrió con gesto
galante–. El maestre hizo un buen trabajo con su don.
—Muchas gracias, majestad… –respondió Adelí
incomoda.
Los ojos verdosos de Imya eran demasiados
analistas, profundos como la mirada de un animal salvaje, incluso podría pasar
desapercibida por una ojos-gema si no fuera por la falta de facetas.
Ushi y Alegár apenas añadían nada a la conversación,
a pesar de ser primavera, el frío que se sentía en Karanavi era tremendo. A todos
les habían dado mantas desde que navegaran los mares septentrionales, pero
cuando empezó el traslado por las montañas, fueron casi inútiles. Los
escalofríos recorrían la piel como termitas y el aliento escapaba en ligeras
volutas de humo blanco.
«Extraño tanto el sol de Zheng.»
La guardia del palacio los rodeó en una
formación semicircular y escoltaron la caravana durante el último ascenso. Imya
sonrió nuevamente al ver que los chicos se erizaban por la altitud y la
heladez.
—Y no estamos ni siquiera en el pico más alto
de las montañas Karanavi –dijo mientras se retiraba su gruesa manta y la ofrecía
para que se cubrieran Alegár y Ushi, Adelí se unió a ellos en el abrazo–, esas se
alzan más al norte y desde ahí podrían ver los mares de Yúan.
Alisian se mantenía mirando por las ventanas
del carromato, encantada de aquellas formaciones rocosas y ligeramente nevadas.
—Majestad –empezó a decir nuevamente con un
suspiro fascinado–. ¿Quién ha quedado a cargo de convento luego de la partida
del maestre Krien?
—Gerogeta asumió la autoridad, tengo
entendido, es la guía con mayor rango –respondió la emperatriz mientras
explicaba con un gracioso lenguaje corporal cómo era el aspecto de la mujer–.
Debió ser Elemir, pero él esta varado en Yúan.
—¿¡Conoce al gran discípulo!? –restalló
Alisian con otra de esas enzalsantes sonrisas.
Elemir Truen era el símbolo de mayor
caballerosidad después de todo, los chicos en Ciudad Dual aspiraban a ser como
él: diestro en los milagros y galante como ni uno. Y las chicas… ellas se
desvivían con las pinturas de su persona.
«Ahg… aquí vamos de nuevo», se dijo Adelí,
apática para sí misma y haciéndose un ovillo entre los brazos de Ushi quien
empezaba a tener una altura considerable gracias a las hormonas de las
dotaciones.
Ignoró a las dos mujeres de pieles pálidas y
se concentró en el ascenso de militares que escoltaban la avanzadilla de la
emperatriz. ¿Por qué simplemente no añadían un tipo de impulso a las carrosas?
De esa manera sería menos dificultoso para los animales subir esas cuestas, en
fin, al parecer algunos eran pobres de mente, no habían abierto sus cere…
«¿Eh?»
¿Esos eran sus pensamientos? Nunca había
hablado de aquella forma, ni siquiera pensaba que el tecnoprogresismo de Zheng
estuviese bien visto, al fin y al cabo, los dogmas de la fe no aceptaban del
todo los avances tecnológicos… Fugacidad, la psicosis sí que le había hecho
daño. Al menos las voces ya no le hablaban, estaban recluidas al fondo de su
ser, dormidas en la oscuridad.
—Después de la caída, el firmamento era blanco
resquemor y los océanos de bruno honor –canturreó en voz mengua mientras miraba
a las nubes–, una colina de pura Dualidad…
—Después de la caída, Axies todo y nada nombró,
altos y bajos, llenos y vacíos, y a los ojos-gema de la piedra forjó –añadió la
emperatriz continuando con la melodía–. No sabía que en Zheng les enseñaran los
cantos de Ik’Minal –sonrió.
—¿Ik’Minal? –preguntó Adelí con la nariz
enrojecida.
—Ik’Minal fue hijo de Uk’Zelkaí, ambos fueron descendientes
de Uk’Noól, presentes en la creación de Akxesh como lo conocemos –explicó Imya
con un gesto articulado de sus muñecas que implicaba rasgar y golpear.
—Solos nos enseñan las músicas Uk’Noól –explicó
Alisian con gesto confuso, y preguntó—: ¿Dónde has escuchado antes esa canción,
Ade?
Adelí no respondió al instante, miró
nuevamente al horizonte y muy tenuemente le pareció ver una figura entre las
nubes: un hombre de pieles moteadas y gruesos músculos, una lira y un martillo
en cada uno de sus brazos. Sonrió.
—Solo la conozco –respondió, cerrando los
parpados y abrazándose a Ushi quien dormía placida abrazada a Alegár.
Horas más tarde atravesaban el jardín del
palacio, por la puerta noreste, la misma que había usado el ejército de la
reina para marchar a Rashún.
—Majestad, tenemos noticias del frente… no son
buenas noticias –dijo la escriba personal cuando bajaban del carromato.
La joven mujer temblaba y sus ojos mullidos
eran prueba de un reciente llanto.
—El maestre Krien rindió a los devotos, los
ejércitos aliados han cesado todo combate por defender el terreno –informó.
La emperatriz suspiró, el tintineo de sus
anillos con la espada dijo todo lo que ella pretendía exasperar, contuvo la
ira.
—Así que perdimos, eh –suspiró, acolchonándose
en el frente del vehículo.
La escriba siguió dando las pocas noticias que
llegaban. Al parecer el rey Lanatar se había enfrentado a un ojos-gema y con su
victoria gran parte de los rezagados se sometieron; al maestre Krien le habían
permitido enviar un último informe antes de ser aprehendido y hasta el momento
no se sabía que pasaría con los aliados en la lucha.
—Entre los informes del maestre, él hace una
petición, mi señora imperial –añadió la escriba con gesto dudoso.
—Habla, quiero escucharlo. He de estar
enterada de lo que pase en el convento, la responsabilidad de protegerlos cae
sobre mis hombros con el maestre detenido y su discípulo en Yúan –respondió la
emperatriz con voz altanera.
«Arrogante», los asuntos de la fe correspondían
a los hombres de la fe, para Adelí aquello no era más que un insulto y una oda
a la arrogancia de la mujer.
—Mi señora… –murmuró la escriba, notando al
resto del grupo, cierto, tenían ropas Karanavi, pero seguían teniendo ojos de
gemas.
—Habla, mujer –dijo con firmeza–. Deben
acostumbrarse a mi autoridad, a partir de hoy esos chicos son Karanavi’s.
La mujer asintió con un suspiro y alejó la
mirada de Adelí, nerviosa y casi con miedo, se centraba mucho en Alisian pues
imponía con esa altura y la mirada cincelada.
—Mi señora, cito: … De la misma forma,
solicitó al convento Kyranvie y al reino de su majestad, Erilal Imya Karanavi, absoluta
protección a la mujer que lleva por nombre Adelí Zhahs Lin. Los cuidados de la
mujer quedan a cargo de la guía Gerogeta Kamha, quien deberá dar un tratamiento
de acuerdo a su ceguera-psicótica. Esta última conjugación la recalca
demasiado, mi señora.
La emperatriz asintió con gesto confundido y
dio un vistazo directamente a Adelí, nuevamente asintió.
—Llévenlos a Kyranvie –ordenó–.
La escriba hizo una señal con la quijada y los
soldados empezaron a preparar un carromato mucho más ligero, cómodo y cálido,
para transportarlos a Kyranvie.
—Mi señora, una cosa más, los reyes aliados han llegado –dijo la
escriba, incómoda–. Le esperan, impacientes… furiosos.
—Skalizs’naázt –maldijo Imya en su idioma natal, rasposo y nada
estético. Dio una profunda bocanada con la cual tragar aires de valentía–.
Vayamos al palacio –y por fin se despidió—: Aquí nos separamos, Longevidad a la
fe.
—Longevidad al reino, emperatriz –respondieron al unisonó y permitieron
que los soldados de Imya se encargaran de ellos.
Kyranvie era muchas veces más grande que el convento en Ciudad Dual,
una ciudad-estado por sí misma. La puerta de marfil se alzaba con tanta presencia
que las nubes casi podían acariciarla; los jardines eran incluso más bellos,
con adustos arbustos de bayas rojas, blanquecinas y azuladas, pinos altísimos por
donde los niños ojos-gema, de facciones muy similares a Imya, correteaban escabulléndose
a modo de juego. Las flores de extrema belleza: blancas, grises, azules y violetas
casi oscuras, todo en su conjunto era un maravilloso contraste de colores
níveos.
Las estatuas de Axies abundaban, lo representaban como un guerrero, un
erudito o simplemente un granjero. De Seixa no había gran cosa, algunos jarrones
o pinturas pequeñísimas, ¿por qué sería?, ¿no era bien apreciada por los ojos-gema
de Occidente?
—¿Crees que pueda tener otro nombre? –preguntó Adelí, señalando una de
las pinturas de Seixa.
—Axies es solo Axies, la mujer y el hombre no son más que avatares
–respondió Alisian, acariciando con la punta de sus dedos el rostro de la diosa.
Una mujer de aspecto menos andrajoso que la emperatriz, pero igualmente
bella, les hacía de guía por el convento. Señalaba por dónde podían transitar y
por dónde no debían ni acercarse, tenía un rostro de lo más raro con esos enormes
ojos de malaquita.
—Hay muy pocos ojos-gema de cuarzo –dijo, estudiando las vistas de
Adelí–. ¿Serás inventora como los de antaño?
—Soy un normal ahora –respondió Adelí, explicando que el favor del
maestre le había devuelto la visión, pero no el derecho a su don–. Quizá sí,
solo si Axies me permite la indiscreción de crear.
La mujer asintió insatisfecha, de hecho, parecía de lo más en guardia al
estar cerca de Adelí.
«Bah, fugaces occidentales», pensó con amargura.
—Veo que ustedes portan armas –dijo la mujer, dirigiéndose a Alegár y
Ushi–. ¿Les gustaría conocer los barracones o las zonas de entrenamiento? Tal
vez incluso podrían enlistarse a las tropas del convento –añadió con un
susurro.
Ambos muchachos asintieron luego de darse una prolongada mirada y
partieron sin demora acompañados por la mujer.
Adelí y Alisian siguieron su camino indicado por la guía, en dirección
al área de rehidratación dónde encontrarían a la guía Gerogeta, la mujer ya
debía tener noción de la orden dada por el maestre.
Caminaron bajo una cúpula de cristales ornamentados con facetas
similares a las vistas de un ojos-gema, los pasillos de mármol tintado con
azabaches y en las paredes se miraban pinturas de Axies representando el amor y
Seixa los celos.
—Pensaba que aprender idiomas no era de tu agrado –dijo Alisian, entre
dientes murmuraba el canturreo del que Adelí había hecho espectáculo en el
carromato, algunas palabras eran incorrectas, pero tenía cierta melodía–. Tu
acento se ha marchado.
—¿Eh? –respondió, confundida. No lo había pensado, pero Alisian tenía
razón, el Karanavi se le había vuelto más fluido y menos gutural. Intentó
bromear con alguna otra cosa a modo de ignorar el tema, le asustaba pensar que se
debiera a la influencia de Seixa–. Quizá es porque te encariñaste con la
emperatriz, habla igual que tú, como los tambores.
Alisian rio como antes no había hecho, hacía tanto que no reía de esa
forma.
—Si yo fuera una Karanavi…
—Si lo fueras, no serías mi hermana –le interrumpió Adelí con una
sonrisa.
—Sigues siendo una niña –rio Alisian, devolviendo el abrazo con más
fuerza–. Recuerdo el día en que llegaste al convento, ¿te he dicho que yo te
acuné?
—Lo has mencionado algunas veces –dijo.
—Llovía a cantaros como antes nunca había sucedido –empezó a contar
Alisian con una mirada de añoranza a lo pasado–, cumplía seis años y me había escapado
del convento para mirar el palacio del rey. Era tan diferente a nuestro hogar,
tan brillante y con fuegos persistentes.
—Siempre fueron excéntricos derrochadores –Adelí recordó sus primeros
años mirando a lo lejos el palacio de Zheng. En vida, la reina se había
decantado por erigir torres tan altas a las cuales coronar con fuego carmín.
—¿Verdad? –dijo Alisian con una risa.
Dieron vueltas por un par de pasillos y empezaron el ascenso de las
escaleras que las llevarían a su destino.
—Aquel día, como de costumbre, convencí a los guardias para que me
dejasen mirar el palacio desde las escalinatas de la puerta de marfil. Sin
embargo, aquel día sentí que debía dirigirme a las faldas del convento.
—Siempre has sido rara –rio Adelí, tomándola por la mano y apretujándose
a ella.
Alisian compartió la risa y siguió con su historia.
—La presión se apoderó de mi pecho y corrí tan rápido como mis
piernitas lo permitieron –hacía el gesto con los largos dedos–. Los guardias enloquecieron
y echaron a correr detrás de mí –rio, recordando–. Fue fácil alejarme de ellos,
pues llevaban armaduras y se resbalaban por los cursos de agua. Cuando llegué
al último escalón, fue cuando te encontré, Hua te sostenía en brazos.
—Nunca supe que Hua había ido a reclamar mi nacimiento –dijo Adelí, extrañada.
A pocos ojos-gema les contaban su historia precisamente para desligarlos de sus
orígenes terrenales.
—Lo hizo, exigió ser ella la partera de la reina, los guías lo
permitieron a pesar de su condición –siguió diciendo Alisian–. Te tomé en brazos,
te acuné protegiéndote de la lluvia, pensábamos que tal vez estuvieras muerta porque
no llorabas, pero tu corazoncito latía. Hua en cambió… –la voz se le amargó–,
yacía en aquel escalón, fue la primera vez que la pude ver sin su cubreojos.
—¿Cómo era? –preguntó Adelí, al menos quería imaginar a Hua como nunca
la pintaban.
—Hua era bella a su manera, ya sabes, sus mechones como los de Alegár y
la quijada como Ushi –empezó a describir de la manera más detallada que podía–.
Además, era la primera ojos-gema bicolor, su ojo débil era cuarzo solo que con
la esclerótica negra como el ónice.
Adelí sintió un escalofrió recorriendo su espalda e incluso le pareció sentir
que las voces en su interior se revolvían confusas. Apuró el paso, Alisian
preguntaba con un gesto confuso si algo andaba mal.
Buscó por todo el pasillo hasta dar con una de las pequeñas pinturas de
Seixa, en ella, la representaban con el cuerpo recostado sobre unas escaleras
de mármol negro, un parpado cerrado, el otro bien abierto, mirando al cielo
blanco.
—¡Longevidad! –rezó Alisian con sorpresa, percatándose del parentesco–.
No sabía que le hubieran hecho una memoria en Karanavi.
¿Lo entiendes ahora? –dijo Seixa a su lado. La
voz era la misma, pero el aspecto era el de una niña difuminada–. Querida,
no pongas esa cara –añadió.
Adelí quería romper en llanto, se aferró al brazo de su hermana con
tanta fuerza que le hizo daño. No quería reconocer que Seixa se había fijado en
ella hacía demasiados años.
Cayó al suelo de rodillas, entre convulsiones y vaídos, lo último que
escuchó fue el llanto de su hermana mientras gritaba por ayuda.
Los candelabros adiamantados colgaban con tristeza, iluminando de una
tenue luz toda la estancia. La guía Gerogeta entró dando tumbos y gritos a los
cirujanos; era una mujer tan delgada que los huesos se hacían notar debajo de
su envejecida piel, el cabello cenizo y las gemas oculares de zafiro.
Alisian temblaba con ojos vidriosos, temía que su hermana no se hubiese
recuperado de la psicosis.
—Muy jovencita, una lástima… Sí, muy jovencita –susurraba la anciana,
abriendo sin un atisbo de clemencia los parpados de Adelí, sus opacos ojos de
cuarzo miraban a la nada–. ¡Solo quiero en esta habitación a los de mayor
rango! ¡Los jóvenes, largo!
Gritaba la mujer a los médicos que se apresuraban a seguir sus órdenes,
al parecer tenía mucha influencia en el ala médica.
—Tú, curvitas –dijo, refiriéndose a Alisian. «¿Curvitas?» –¿Qué le ha pasado
a esta chica? Tiene las dos presencias divinas coexistiendo. No debería tener
ni una si el maestre le bendijo con nuevas vistas.
—Yo… –Alisian tartamudeaba, incapaz de responder, mintió–. Los médicos
en nuestro convento la trataron, yo me cercioré de que cicatrizarán sus heridas
–su corazón martillaba, ¿había hecho algo malo?
—No mientas, curvitas. Necesito saber todo, no sé cómo intervenir si desconozco
cómo esta niña se hizo con la presencia de Axies y su hermana –respondió la
mujer sin voltear a verla, Adelí despertaba y tenía que mantenerla serena.
Se tomó un instante de valor y luego respondió.
—Mi hermana ya tenía gemas oculares antes de llegar con el maestre
–dijo, con los ojos bien cerrados y las manos en corazón–, le… le rehidraté con
la Sangre de Axies –susurro apenada.
El color se esfumó de la piel de Gerogeta, dejó los labios en una fina
línea y fulminó con la mirada a Alisian quien simplemente agachó la cabeza a
punto de llorar.
—¿Qué… pasó? –preguntaba Adelí, aún en su vaído, rogando por una
respuesta.
—No pasa nada, hija de Axies. Te desmayaste por altitud de la zona, no
te preocupes, te pondré a dormir –respondió la anciana, controlando su enojo.
Sin comentar, ni añadir más, gritó nuevas órdenes a sus médicos y con anestesia
pusieron a dormir a su hermana.
—¡Mujeres, preparadla para cirugía! ¡No abran
sus parpados, ni respondan si habla en sueños! –gritaba, furiosa. Cuando se
hubieron retirados todos, y solo permaneciera Alisian en la habitación, la tomó
del brazo y la arrastró hasta donde ni un oído curioso pudiese escuchar.
—¿Qué hiciste y cómo? –preguntó, zarandeándola por los brazos.
—¡Lo siento! –dijo Alisian con demasiadas lágrimas en los ojos–. Un día
hizo cosas extrañas, caminó sin ver, cosas que serían imposibles para alguien con
ceguera –empezó a explicar con las palabras revolviéndose en sui lengua–.
Revise sus cuencas y dos esferas blancas brillaban…
—¿¡Qué hiciste, mujer!? –espetó Gerogeta.
—¡Le di Sangre de Axies! –chilló Alisian–. ¡Hablaba en sueños,
premoniciones!
Los ojos de la mujer se abrieron como platos, el mareo apoderándose de
ella. A duras penas pudo sostenerse de una de las pocas estatuas de femeninas
de Axies, está la mostraba con los brazos abiertos y mirando desde arriba.
—Que Axies nos ampare de ti –dijo.
Alisian miró como el rostro de la anciana se endurecía y luego decaía.
—¿Conoces la historia de Seixa, mujer? –preguntó la anciana con enojo–.
¿La conoces? –volvió a preguntar.
—La directora Xia me hablo de ello, un mito –susurró Alisian con la
mirada al suelo–. Axies es el único dios.
—Tú hermana, esa chica, no tiene los ojos que vemos –respondió la
anciana entre dientes, intentando erguirse–. No son más que una cubierta hecha por
la Sangre, sus ojos deben ser diferentes… la esclerótica negra y el iris y pupilas
blancas.
—Miente –dijo, sintió un escalofrió al repetirse el nombre de Seixa, no
era verdad, su hermana estaba bien.
Gerogeta la fulminó con la mirada—: Pregunta a uno de los médicos dónde
están mis aposentos –empezó a decir, señalando la salida–. Enciérrate ahí y
entiende una cosa: no hables de esto con nadie. Yo me encargaré de que mis colegas
guarden absoluto silencio.
—Guía –empezó a decir Alisian con lágrimas escurriendo aún.
—Márchate.
Alisian acabó aceptando y abandonó el lugar por
la puerta de madera.
—… Y ruega porque podamos extraer esos ojos
–susurró Gerogeta.
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