XIII
Acero,
sangre y fe
—Había
leído sobre su gloría, pero esto es… increíble –Alisian hablaba por parte de
todos, presenciar lo ocurrido con Adelí los había dejado de lo más
impresionados, las pequeñas gemas oculares que ella había vislumbrado hacía
meses ahora se miraban apretujadas contra la venda carmín–. Disculpe, maestre,
la directora Xia informó de mi traslado a Karanavi, yo era su aprendiz.
—Conozco
sus proezas, señorita Zhao, eres la Divina más capacitada en los milagros
sanativos –después de Ili– –respondió el maestre Letifan y al instante fue
interrumpido por Alisian.
—Sus
palabras me halagan, maestre, y nuevamente disculpe mi insolencia, pero el
tiempo no apremia la espera –empezó a decir con velocidad, arrastrando y
mezclando palabras entre sí–. Durante
nuestro viaje descubrimos un nuevo tipo de dotación, enfocada a la sanación de
los males propios –intentaba hablar con reverencia, pero su entusiasmo escapaba
por los labios.
—¿Un
nuevo milagro? –preguntó el maestre con una impresión casi fingida y el rostro
pobremente endurecido–. Eviten emplearlo e informa de ello cuando arribes en
Kyranvie, serás bien recibida como nueva Guía.
Alisian
asintió con inconformidad, habían descubierto un nuevo milagro ¿y solo eso recibían
a cambio? La nombraba Guía el mismísimo maestre Krien, claro, sin embargo, no
sentía satisfacción.
Al
momento habló la emperatriz notando que por fuera los ejércitos empezaban a
enaltecerse.
—Debemos
partir, este no es lugar para ustedes –dijo. Nuevamente se despidió de sir
Frederick con un abrazo de lo más prolongado que todos convinieron con el hombre
que durante meses habría sido como un padre para ellos.
Cuando Alisian
llegó con Limin, el abrazo fue tan fuerte como dolorosa era la despedida, saber
que iba a una batalla imposible le dio el valor suficiente para sincerarse.
—Vive
–dijo–. Vive, por favor –repitió una vez más–. Que la gloria de Axies inunde tu
cuerpo y su furia guíe tu lanza.
El
muchacho enrojeció de pies a cabeza sin responder. Se limitó a devolver el
abrazo y por un momento en su mirada había deseos de reusarse a luchar, luego
determinación. La apartó con suavidad e informó a sir Frederick que estaba
listo. Ambos, junto a Ruli y Henshi –quien igual se despidió de Adelí–,
abandonaron el frente de la carpa en dirección a las hileras militares.
Letifan
observaba el partir de la caravana de Erilal, con su corazón deseo que Axies les
deparará un viaje exitoso a través de mar y tierra.
—La
niña Zhao, ¿cuál es su linaje, Frederick? –preguntó a su amigo. El descubrimiento
de la dotación sanativa no era algo impresionante para Letifan después de todo
los ojos-gema descubrían sus raíces divinas en algún momento de sus vidas.
—De
acuerdo a Ili; Zhao por los Zhak’hom Karanavi, Fu por los antiguos Funh al
norte de Kyranvie –respondió Frederick rememorando al cielo.
Letifan
asintió, definitivamente tenía sangre Karanavi, era lo normal que regresará a
su hogar y a sus santos labores.
Dirigió
su mirada hacia el ejercito enemigo y nuevamente imaginó lo imposible que era
sería la batalla, estaba perdida incluso antes de comenzar. Los soldados de
Lanatar conocían como luchar contra las dotaciones de los ojos-gema, pues
contaban con artillería y arietes de batalla, tanto armamento que era difícil
de contar.
—¿Qué
piensas? –preguntó, enarcando una ceja–. ¿Crees que tus muchachos están listos
para este combate?
—Los he
entrenado como usted hizo conmigo, maestre. Hubiese preferido que Henshi
partiese también, pero necesitamos hasta el último efectivo –el hombre ya
empuñaba su mandoble, no perdería el tiempo desenvainando cuando la lucha
comenzase.
—Ese
muchacho, ¿Limin era su nombre?
—¿El
alto? –preguntó Frederick, Letifan asintió–. En efecto, maestre. Limin Wei, de
apellido natural, su madre lo entregó al convento por sí misma, no mencionó al
padre –Frederick dirigió su mirada en dirección a los lanceros y suspiro–.
Tenía futuro como soldado.
—Empuña
un arma divina –dijo Letifan sin rodeos–. ¿Cómo y por qué la tiene?
—No
pensé que lo notaría, maestre –respondió con vergüenza en la voz.
—Mis
ojos pueden notar la Divinidad de Axies dónde sea que se encuentre, amigo mío.
—Su
arma no ha sido forjada –respondió, sincero–. Es divina, cierto, pero adoptó
esa propiedad sin más.
—He
vivido muchas eras, Frederick, lo sabes bien –empezó a decir Letifan–, conozco
infinidad de cosas que incluso a ti te volverían loco, pero, ¿un arma que se
vuelve divina por sí sola? ¿Quién más sabe de esto?
—El
grupo al que guíe y usted, nadie más.
—Bien,
mantenlo en secreto –añadió–. ¿Hicieron pruebas con otras armas?
—La
señorita Alisian intentó infundir una daga con la dotación de la fuerza, no
hubo éxito –explicaba Frederick manteniendo el paso de ambas monturas, se le
notaba dificultoso recordar los días de viaje–. Incluso intentamos afilarla
usando Sangre de Axies como humedad, sin embargo, el resultado fue el mismo:
nada.
Letifan
suspiró resignado, ni él entendía cómo aquel muchacho había obtenido tal arma.
Definitivamente no era cosa de Seixa, pues no estaba infundida por su
presencia; bien, que esa arma divina encontrara su final en el campo de
batalla.
Por fin
llegó al frente del ejército, les dirigió una mirada de aprobación, tenían la
muerte frente a ellos y no se inclinaban.
«Si
abdicas puedes salvarlos», reflexionó. Zheng podría ser severo, pero tal vez
mantendría su palabra. Quizá a él solo le esperarán un par de años en prisión y
una excomulgación por desafiar a un rey, pero definitivamente le dejarían
vivir. Humillado, vivo.
La
palma de Frederick se posó sobre su hombro y el hombretón le dedicó una sonrisa
de lo más sincera, fugacidad, aquel hombre le recordaba tanto a Verhem.
—Gracias
–dijo, devolviendo el gesto. Se volvió hacia su propio ejército y habló en tono
alto para que todos pudiesen escucharle–. ¡Se me ha ofrecido un fin pacífico:
abdicar!
Los
hombres lo miraron, aun escuchando lo declarado, todos sostenían con firmeza
las empuñaduras y los escudos.
»¡Todo
hombre en pie, en esta tierra, tiene una familia que espera su regreso! ¡Todos
han viajado desde tan lejos para defender su fe! ¡Lo dejo a vuestra elección:
¿abdico o luchamos hombro con hombro?!
Al
momento, los devotos repitieron tres frases.
—¡Acero,
sangre y fe! ¡Vivimos y morimos! ¡Somos La Divina Dualidad!
—¡Acero,
sangre y fe! –gritaron los aliados. El príncipe segundo de Galinor enarbolaba
orgulloso el estandarte de su familia y el concejal de Rashún V cabalgaba entre
sus hombres repitiendo el grito de guerra de su señor: Fuerza, gloria.
Letifan
dio una profunda bocanada de aire dejándose insuflar por la presencia de Axies
en el ambiente. No escuchó más los gritos de guerra, de pie frente a él se
hallaba Seixa quien lo miraba con una melancólica sonrisa; belleza de piel
blanca, añoraba los días donde habían sido uno.
A su
lado Verhem, nuevamente había conectado su consciencia a la de él, esta vez con
tanta fuerza por lo que podía verlo tenuemente. Como siempre, sus escamas destellaban
en tornasol y su cuerpo era increíblemente robusto, poderoso asesino de Dios.
«Muestrales
su error», dijo, y partió.
—¡Así
sea! ¡Que el acero sea castigo para quien desafíe la voluntad de Axies! –rugió.
La
infantería, compuesta por inquisidores devotos y hombres de Galinor y Rashún,
fueron los primeros en cargar, pasando de largo al maestre. Frederick, en medio
de la formación, espoleaba su montura con la sangre hirviendo en su interior.
A
escasos metros de la inminente carga por parte de la caballería Lanatana y
Zhengyin, los inquisidores formaron una hilera de hombres empleando la dotación
de la tenacidad, elevaron sus grandes escudos y empuñaron orgullosos las
espadas. Los pechos de los caballos impactaron de lleno contra ellos, chillaron
cuando sus huesos se resquebrajaron debido a la presión del golpe; los
inquisidores en cambio, no se movieron ni un milímetro de su lugar, al momento
dejaron paso a la caballería de Frederick y a los capitanes de las naciones
aliadas.
Blandió
el mandoble como un ramo de flores, ágil y galante, abatiendo a cada soldado
que aún permanecía en su montura. Detrás de sí, la caballería sureña destrozaba
la primera línea del ejército enemigo. En su cuerpo, curtido por años de
combate, sintió las rozaduras de las espadas y flechas que ansiaban encajar los
filos en su carne. Tres, de los tantos proyectiles que sobrevolaban el campo,
alcanzaron el cuello de su caballo, durante su caída descargó un tajo vertical
que cortó las manos y el cuello de uno de los generales de Zheng.
Cayó de
lleno sobre el suelo, sintiendo el crujir de su viejo cuerpo. Se puso en pie
con dificultad, rodeado por los inquisidores que resistían la segunda carga de
la caballería, tenía cortes por todos los brazos y se había roto tres dedos al
caer sobre la empuñadura de su mandoble. No se detuvo, siguió hacia el frente
motivado por un solo pensamiento.
«Ili»
El caos
se hacía presente al otro flanco del terreno, tierra y guijarros se elevaban a
alturas impensables junto a las extremidades de soldados orientales. Letifan
Krien había llegado.
———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ———
Letifan
era el campeón de Axies, más fuerte que cualquier ojos-gema, desde el momento
en que fue concebido su destino había sido el de defender la gloria de Dios
sobre Akxesh. No tenía necesidad de dudar, no había espacio para la diplomacia,
La Divina Dualidad debía respetarse o ser sometido por sus santos guerreros.
Mientras
cabalgaba, con su cetro en mano, forzó la dotación de la velocidad en su cuerpo
y con ese empuje se alzó a los cielos. La montura no sintió el salto de su amo,
Letifan había empleado el don suficiente para no partirle el lomo. Sintió al
viento reptar por su piel envejecida, desde el campo los hombres lo miraban con
vistas de par en par incapaces de comprender nada de lo que Letifan había
hecho.
«“Muestrales
su error”», repitió para sí mismo las palabras de Verhem, potenció la dotación
de fuerza física, con ayuda de su cetro, provocando que la túnica y los
pantalones anchos se desgarrarán por los costados. Con tal fuerza y velocidad
de un dios, Letifan golpeó el aire.
Cayó
entre los hombres con fiereza y durante una fracción de segundo nada sucedió.
Luego, todo fue devastado a su alrededor, la onda de impactó estalló, las rocas
vibraron haciendo desprender la tierra que les hacía de cubierta y los soldados
de Lanatar, que estaban más cerca, fueron despedazados por la reacción, los
hombres más alejados simplemente recibieron un empuje que destrozó sus
formaciones. Con la velocidad que aún tenía, arremetió contra los últimos.
Golpeó
usando el cetro, despedazando la coraza de un soldado con los colores de la
reina de Yúan, a otro pobre diablo simplemente lo abatió con un revés de la
palma.
«Recíbelos
con gloria, Axies», pensaba mientras daba muerte a más y más soldados, el pesar
presente en su corazón.
Tantos
morían por su mano. Diez, cien, tantísimos que no podía contarlos, todos
luchaban y morían una guerra sin sentido. Habían pasado demasiadas eras desde
que viviera algo de tal magnitud, pero aquella sensación de arrebatar una vida
seguía siendo la misma: asquerosa, repulsiva; un hombre no debía negarle la
existencia a otro.
Debajo
de él se empezaba a elevar el terreno por una cubierta de cadáveres, luchaba
sobre hombres valientes que intentaron abatirlo. A su lado, sentada sobre el
torso de un Zhengyin desmembrado, una mujer de piel blanca, tan pálida como la
luna misma, bella como nunca nadie había nacido, oriental hasta la medula.
Seixa, tan joven como Erilal, miraba con tristeza a los soldados que morían.
La
escena lo distrajo del combate y solo reaccionó cuando un rugido propiciado por
una bala de cañón impactó de lleno en su pecho. Su cuerpo se anticipó a la
muerte y empleó el milagro de la tenacidad, junto a la sanación de Seixa
permitiendo a una de sus sombras entrar en él, mientras daba volantines hasta
caer al suelo.
Nunca
me gustó verte sufrir. ¿Por qué no solo detienes esta batalla?
Cayó al
suelo con una falta de aire tremenda, los órganos reparándose poco a poco
gracias al asqueroso ser que lo habitaba. Para un ojos-gema normal aquello
habría significado el fin de sus vistas, pero para Letifan no era más que un
soplo de aire, su don estaba conectado directamente al Concepto de Axies y su
cetro potenciaba los milagros, no sufriría de ceguera durante un tiempo. Las
líneas enemigas volvieron a utilizar los cañones para abatir a tantos ojos-gema
como soldados estuviesen deteniendo el avance de la caballería.
Luchar
no es bueno. Sabes que mi presencia aquí no es azar o un capricho.
—Jamás
creí que mi corazón flaquearía –se envalentonó para responderle, su cuerpo seguía
curándose mientras sus hombres caían uno por uno.
Yo represento
esto, Letalfrian –añadió
Seixa, extendiendo los brazos, señalando a la lucha y muerte en el campo de
batalla–. Esto nace de mí: ese hombre ahogándose en su propia sangre,
aquella mujer con la pica en su corazón, el que blande la espada en nombre de
mi hermano para asesinar a un anciano. Todo es por mí.
—No
tienes lugar aquí –exhaló, irguiéndose completamente recuperado. Se lanzó a la
lucha, expulsando a la sombra dentro de él, esquivando los mandobles, las
flechas y las balas de cañón, sus ojos mejorados por la incómoda dotación de la
visión que le permitía ver más de lo que pretendía.
Hiciste
que el mundo nunca volviese a mencionar mi nombre –dijo con amargura en su
rostro–. Tu devoción es fuerte como fue tu amor y aun así… murió. Recuerda
que sus hijos están malditos, les dio poder, cierto, pero mientras más lo usen
más se acercan a mí.
Un
segundo rugido atronó, esta vez lo que vio llegar fueron dos balas más
pequeñas, unidas entre sí por una gruesa cadena de acero.
Acobijaré
a los ciegos bajo mi manto, cuando el padre los abandone me tendrán a mí –canturreó.
A pesar
de emplear el milagro de la visión fue incapaz de reaccionar a tiempo. La
primera esfera golpeó con fuerza su hombro y la segunda comenzó a enroscarse
alrededor de su cuello y brazos llevándolo de vuelta al suelo. Los Zhengyin
definitivamente habían aprendido como luchar contra los ojos-gema, muchos
hábiles estaban cayendo con la misma estrategia.
Recuerda
que te maldije una vez, en las llamas me encontrarás –la voz de Seixa sonaba melancólica
y en su mirada se hacía presente la tristeza–. Me odie cada día luego de hacerlo.
En la oscuridad de mi ser desee nunca haberte marcado, pues mis maldiciones
siempre se cumplen. Lo siento, es solo que… creí que me protegerías como lo
hacías con él. Creí en tu amor.
Los
ojos de Letifan se ensombrecieron al recordar los días. Incluso Seixa, siendo
quien era, alguna vez pudo sonreír. Lo recordaba, aunque no fuera precisamente
él quien recibiera la maldición, Letifan Vernatk Krien no era más que otro
cuerpo.
—Márchate
–ordenó entre dientes, esforzándose para no vomitar por la entrada del ser que
nuevamente empezaba a curarle–. Akxesh es de Axies, no tienes lugar aquí.
¡AMBOS
SOMOS AKXESH! –rugió–.
¡NO HAY MÁS DUALIDAD!
Frenético,
Letifan reventó las cadenas. Una vez más rogó a su Dios que le permitiera
seguir luchando, avanzó con paso dificultoso.
Ahora
no te necesito –añadió,
más calmada, con una ligera sonrisa. Lloraba, pero aun así sonreía–. No eres
el único conducto que tengo. Dejé mi presencia en la chica y tú la infundiste
con la presencia de mi hermano al restaurar sus ojos; solo será cuestión de
tiempo hasta que sea tentada.
El
corazón de Letifan se detuvo y sus ojos se enturbiaron.
———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ———
La
legión de lanceros fue la última en llegar, el horizonte de sangre y acero.
Ruli y
Limin cargaban, rugían, acompañados por casi quinientos lanceros más,
especializados en la dotación de la fuerza. Al ser los más experimentados,
lideraban la carga del resto de hombres que se integraban al combate.
—¡Postura
del toro! –gritó Ruli.
Los
hombres se detuvieron mucho antes de llegar por el flanco del enemigo donde se
encontraba la artillería–. ¡Lince!
Todos
reaccionaron al unisonó, estaba claro que acostumbraban a seguir ordenes de
manera eficiente. Ahora eran semejantes a una flecha de enormes dimensiones.
Como
esperaban, golpearon de lleno a las filas de arqueros y artilleros. Barrieron
todo el terreno con su llegada, miles de hombres fueron empalados y otros
tantos empujados por la presión del aire, aquello nuevamente desbarató las
formaciones del rey Lanatar que a lo lejos ahí rugía órdenes y se lanzaba a la
carga seguido por su guardia de seis mil hombres.
Solo
cincuenta, de los quinientos lanceros ojos-gema, pudieron recomponerse después
de la carga, el resto permanecían aturdidos con los oídos reventados.
—Axies
bendito –murmuró Limin, mirando a la infantería que se dirigía hacia ellos.
Habían
llegado como héroes legionarios, pero no podrían defender la posición, serían
destrozados.
«No»,
se dijo con firmeza. Ruli lo envalentonó. El hombre corría hacia el enemigo
como un ángel contra una horda de demonios, sin miedo, valiente y poderoso. Los
hombres de Lanatar apenas eran capaces de arañar su negra piel, cuando lo
intentaban, las espadas golpeaban el suelo y las flechas enemigas encontraban
carne aliada. Detrás de él se auparon los lanceros más capaces entre los que se
encontraba Limin, sanando sus tímpanos estallados con ayuda de su arma divina.
Las
luchas en el Barrio de las Lágrimas y Bosque Vida no se comparaban en nada con
la de aquel día. Su corazón vibraba con frenesí, sus hermanos de fe caían a su
lado incapaces de tomar posturas con las cuales defenderse. Incluso Ruli solo
batallaba con la velocidad restante de la carga, cuando se le terminará, con
mucha seguridad moriría como todos los demás. Esa era la dura realidad, los
ojos-gema no eran invencibles, solo había que llevarlos a un estado donde no
tuviesen oportunidad de usar sus dotaciones.
Esquivó,
asesinó, cada hombre que lo enfrentaba encontraba su final.
«¿Ascenderás?»,
dijo una voz en la lejanía.
No, era
débil de corazón, odiaba matar. Giró sobre sus propios pies para comprobar al
resto de la legión que había quedado detrás y tal como esperaba: los estaban
aniquilando. La caballería, comandada por el rey Lanatar, los había rodeado
completamente y empezaban a presionarlos, agrupándolos para que las lanzas
fuesen inútiles. Ya estaban muertos, solo era cuestión de tiempo.
La
furia de ver a sus hermanos caer, auspició una brasa en su interior tan tenue
que no la notaba.
«¿¡Ascenderás!?»
volvió a repetir la voz con un tamborileo que sonaba más a un rugido de
bestias.
No, no
tenía la determinación. Se concentró en la lucha, nuevamente la brasa en su interior
palpitó, se dejó consumir y, con una habilidad impropia de él, asesinó a dos
hombres que intentaban abatirlo. Adoptó la postura del lince y se lanzó a la
retaguardia –o lo que quedaba de ella–.
Sus
piernas levantaron tanto polvo con cada pisada y con un barrido destrozó las
patas de los caballos, la caballería incapaz de entender por dónde llegaba el
ataque. En segundos, Limin había acabado con una cuarta parte de la formación
que el rey Lanatar guiaba.
—¡Reorganícense!
–rugió, esquivando hombre tras hombre y cavando con ellos. Odiaba matar,
cierto, sin embargo, ese día debía matar para defender.
«¿¡ASCENDERÁS!?»,
espetó la voz y con un rugido Limin respondió.
—¡No!
¡No me corresponde el derecho! –adoptó la postura del dragón–. ¡Al suelo,
ahora! –gritó a los hombres y blandió el arma en amplios círculos usando tanto
del don con el que su lanza estaba infundida.
La
punta silbó al cortar el aire, la onda consiguió llevar al suelo a varios jinetes
y empujarlos en todas las direcciones. Limin era como un torrente, poderoso y
letal, pero con un límite.
Cayó de
rodillas, ciego y con los músculos destrozados por la fuerza centrífuga, los
brazos un amasijo sin forma. Axies había cobrado su pago por permitirle una
oportunidad a los devotos, oportunidad que no desaprovecharon; sus lanzas
tintineaban mientras luchaban frenéticos intentando reagruparse y formar
alrededor de Limin. Al fondo, Ruli gritaba órdenes y reintegraba a su
avanzadilla a la formación.
Estás
muerto –la voz rasposa
de una anciana–. Has caído.
«¡No,
no, no, no!», se repitió, asustado. Su cuerpo lloraba sangre por tantos sitios
a causa de la piel lacerada, sus dedos apenas acariciaban el arma.
¿Por
qué estás aquí? –preguntó
la anciana, dirigiéndose a otra persona, el rechinar en sus dientes.
No
te permitiré morir –dijo
con firmeza la profunda voz de un hombre–. Te di un regalo, te niegas a
usarlo –una voz cálida, familiar.
Un regalo inútil –añadió
la anciana.
Reclama las almas que tu arma ha robado –ordenó el hombre, su presencia se desvaneció con el mismo improvisto
con el que llegó.
Los ojos de Limin se abrieron de par en par,
grises. A duras penas agitó los dedos hasta que pudo sujetar con fuerza el
cuerpo del arma y muy en su interior sintió el don palpitando, almas encadenadas
al arma. Lo entendió, el don no era precisamente de la lanza, simplemente lo
había contenido hasta que lo necesitará.
—Venid a mí –murmuró, exigiendo a las almas
que se fundieran en su cuerpo, exigió que abandonarán lo que una vez habían
sido y se convirtieran en seres divinos.
Los ojos ardieron como dos esferas de acero
calentadas directamente sobre el fuego, sintió sus cuencas quemándose incapaces
de soportar tal descarga de energía. Volvía a poder mirar el mundo, esta vez
con gemas oculares de circón, aunque el don era poco, le serviría para defender
el terreno hasta que llegará el apoyo de los inquisidores.
Lu-c… Lucha en mi nombre. Añadió Dios con la voz quebrada y disvariante.
—¡Por Axies! –rugió, envalentonando a los
hombres que repetían su grito de batalla.
Con
la mirada buscó a Ruli, esperanzado de que no estuviese muerto, por fortuna no
lo estaba. En efecto, un mandoble atravesaba su vientre de lado a lado y
algunas flechas asomaban por sus brazos, pero seguía con vida.
—Hey, ¿estás bien? –preguntó Limin cuando pudo
situarse lo suficientemente cerca como para retirar el arma del abdomen de su
amigo.
—¿Tú primera guerra? –respondió con una
sonrisa, dejándose caer sobre una rodilla y escupiendo sangre por la boca. Usaba
solo lo necesario de la restauración, ahorraba todo el don que podía para
usarlo en su combinación de katas.
—¿Y la tuya? –sonrió Limin, ayudándolo a
erguirse–. ¿Tienes Sangre? Te quedarás ciego antes de que podamos retirarnos,
eso si no mueres antes.
Ruli dejó escapar una risotada acompañada de
sangre, somnoliento respondió—: Un frasco que tomé de Henshi. Dame una
oportunidad –añadió, lanzándose al suelo cara al sol y arrancando las flechas
en su cuerpo. Luego, sacó el frasco y se lo dejó caer casi todo sobre las
vistas incapaz de preparar gotas.
—Bien, sigo siendo hábil para esto –dijo,
reintegrándose a la lucha.
Por fin empezaron a abrirse paso a través de las
filas enemigas, no quedaban tantos ojos-gema como antes, pero servirían por si
era requerida otra carga.
—Retirarte, Limin –añadió Ruli–. He visto caer
al maestre y menos sé del capitán, llévate una cuadrilla de veinte hombres.
—Me niego, no resistirán otra carga del rey
Lanatar –respondió, abatiendo a un lancero enemigo que por muy poco no le había
arrancado una de sus nuevas vistas.
—No irás de paseo, envía a diez de tus hombres
a la línea médica para solicitar apoyo –respondió Ruli, severo, al momento en que
recibía otro corte a la altura del cuello que curaba rápidamente, de esas heridas
vitales si había que tener cuidado.
Limin asintió reacio y partió a la carrera,
gritando órdenes para que le siguieran.
Frederick no se sentía excluido en la batalla,
no era el único sin usar milagros, era una lucha como las de antes. No era
débil a pesar de no ser ojos-gema; su mano izquierda estaba inútil, así que
blandía con el brazo derecho y aun así… no era para nada débil.
Frederick luchaba feroz, pero con objetivos, a
diferencia de sus enemigos, luchana por regresar junto a su familia. Lucha por
defender su fe, por Xia.
Para él, la caballería enemiga no eran más que
hombres arrogantes ansiantes de hacerse un renombre en la guerra. La sangre de
esos mismos hombres le escurría por todo el cuerpo mientras se mezclaba con la
suya propia. Los cortes en su cuerpo iban y venían, desde las botas hasta el
rostro; ser tan grande era un incordio, pues muchos aprovechaban para atacarlo
desde sus puntos ciegos.
Una punzada de dolor corrió por todo su hombro
derecho hasta la punta de los dedos, una flecha había logrado impactarlo.
«Estará cerca –se dijo–, apunta al brazo
útil.»
Diez hombres empezaban a rodearlo, estaban
recubiertos de acero hasta los dientes; con grandes escudos y espadas anchas,
entrenados precisamente para combates de corta distancia, en los yelmos asomaban
dos largas plumas, una negra y la otra rojiza. Detrás de ellos se encontraba el
arquero.
—Empezaba a cansarme de los delicados soldados
que me enviaban –dijo, arrancándose con dificultad la flecha del hombro, no
sentía del todo los dedos.
—¡Frederick Long, el titán! Es claro que en un
combate honorable perdería contra ti –respondió el hombre que más engalanado
iba, era la voz de Tao Lŭan, lo confirmó al levantarse la visera–. Ríndete o
muere, tenemos ordenes de no acabar con todos los devotos.
—¡Estupideces! –gritó, furioso. No era más que
una ofensa para todos quienes luchaban por la paz que Zheng les había
arrebatado–. ¡Elegimos luchar! ¡Lucharemos cada vez que alguien venga a
nosotros intentando destruir nuestra paz!
—Esa actitud nos ha traído a este lugar,
Frederick –Lŭan desenvainó–. No llevas más que una cota de malla bajo esa túnica,
¿cuánto podrás resistir? –empezó a dar órdenes a sus hombres: tres irían
primero y si lo hacían caer debían dejarlo ahí en el suelo–. ¡Recuerden las
ordenes! ¡Abrumarlos, no matarlos!
Frederick fue el primero en atacar.
—¡Axies nunca me enseñó a postrar la cabeza!
–rugió.
Descargó su mandoble directamente hacia Lŭan
quién a duras penas lo esquivó tropezando, el arma dejo una abolladura sobre la
hombrera. Lŭan respondió con un embiste del escudo que Frederick detuvo
directamente con el hombro, sorprendentemente quien cayó al suelo no fue el
inquisidor, sino el caballero más leal de Zheng.
El siguiente ataque llegó desde el suelo,
rozando la cota de malla y logrando conectar un tajo directo en la piel.
Trastabilló y aprovechando el impulso de la caída se lanzó contra el tercer
soldado, llevándolo al suelo y clavando el filo entre las juntas de la
armadura, a la altura del volante. Las tripas brotaron incapaces de mantener su
lugar en el interior del cuerpo y en cambio se auparon dentro de la coraza,
empapando la tierra de una sangre rosa y apestosa a hierro.
Otro empuje conectó por la derecha enviando a
Frederick por los aires y postrándolo en el suelo. Aturdido, intentó ponerse en
pie, pero el mismo soldado le calzó una patada en el estómago, dejándolo sin
aire.
—¡Eres brutal, Frederick! –gritó Tao con una
reverencia, esperando a que el inquisidor se pusiera en pie–. En un combate
singular, ya estaría muerto.
—Por suerte, aquí no hay reglas –respondió
Frederick, tomando un arma del suelo y haciendo un arco hacía las pantorrillas
del caballero. El golpe conectó, cercenando una de las piernas de Lŭan, a la
otra simplemente le causo una fractura.
El hombre se desplomó chillando de dolor. De
su mullida pierna corría un río de sangre y salpicaba la túnica blanca de
Frederick.
El último, de los tres soldados que lo
atacaron, por fin se lanzó, sin embargo, el miedo de ver caer a su capitán lo
invadió haciéndolo torpe. Frederick dejó que pasará de largo y con un puntapié
lo llevó al suelo, cuando se derrumbó, clavó su mandoble a través de la
abertura de la pancera, asesinando a Lŭan junto a su cobarde soldado.
—¿Y bien? ¿Quién sigue? –preguntó en tono
déspota, posando el arma sobre el hombro.
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