La Divina Dualidad. XII

 

XII

Seixa Sĭwáng

—¡Danos paz! ¡Muertos sin poder morir! –chillaban las bestias.

Le perseguían sombras blancas y amorfas, que gritaban y susurraban una y otra vez, nunca formaban oraciones congruentes. Adelí huía sin saber la dirección, nadie había dicho que aquellos seres eran peligrosos, pero entendía que debía alejarse de ellos tanto como pudiera.

—¡Tienes su sangre! ¡La sangre que nos dio muerte!

Ni un solo chillido tenía sentido. Hombres, mujeres y niños, las voces cambiaban continuamente con el horror en su tono.

—¡Fuimos paz! –rugió un chiquillo con la quijada desbocada, tomándola por el costado y rasgando su camiseta–. ¡Somos Dualidad!

Mientras más gritaban menos les entendía, las voces se sobreponían entre sí, algunos incluso sollozaban que fueron ojos-gema.

Apuró el paso sintiendo el sudor recorriendo sus sienes empapando la venda que le cubría los parpados. No entendía el sendero por el que andaba, pero notaba que bajo sus pies no había ni un mero obstáculo a pesar de que Río Arcoíris era una zona de abundantes árboles y enormes raíces. Aun así, no chocaba contra ellos, por alguna razón sabía en qué momento cambiar de dirección para sortearlos.

—Te arrebataron de mí… ¡Tú…! ¡Vuelve a donde perteneces!

—¡No! ¡No soy a quién buscan! ¡Déjenme, por favor! –sollozaba Adelí.

La desesperación se apoderaba de ella, sentía zarpazos golpeándola de vez en vez, arañándola, humillándola.

—¡Basta, por favor! ¡No les he hecho daño! –gritó una vez más antes de que una de las sombras pudiese tomarla por su largo cabello. Con una fuerza sin igual la lanzó contra los hierbajos, ocasionándole un golpe de lleno en su cabeza contra uno de los troncos del suelo, ambos crujieron con un sonido espantoso.

Notó la sangre caliente brotando de un largo y profundo corte. Con un tirón, la misma sombra arrancó la venda que cubría sus parpados vacíos; las pudo ver: blancas como una niebla eterna, de tantos tamaños y formas. Las más aterradoras eran las pequeñas, de infantes, gritaban y correteaban como si estuviesen sufriendo.

—No… n- –empezó a murmurar antes de ser interrumpida por un manotazo, le quemó, fue como una vara de acero hirviente golpeando contra ella, el sabor de la sangre inundó sus labios y el olor a piel carbonizada sus fosas nasales.

—¡Tienes sus ojos! ¡Los ojos que no nos permiten morir!  –rugió la sombra en un graznido.

Al grito se sumaron otros más, haciendo que el bosque se convirtiera en una jaula de cuervos alterados.

—¿¡Por qué tú!? –gritaba uno de los monstruosos niños, jalando sus cabellos y abriendo aún más la herida del cráneo–. ¿¡Por qué eres hija de ambas vidas!?

Se resignó. Estaba cubierta de barro, sangre y lágrimas, el pánico en su corazón. La persecución no había sido ni de cerca tan atemorizante como el sentimiento de estar a las puertas de a muerte, de la fugacidad.

Intentó zafarse de la tenaza, pero no tenía más fuerzas, a duras penas podía ver y se sentía tan mareada como nunca antes lo había estado. La sombra volvió a arremeter contra ella, nuevamente su cabeza crujió.

—¡Maldita por toda la vida! ¡No puedes ser hija de ambos!

Al borde de la muerte escuchó unas pisadas acercándose sin temor, con un paso tan suave que irradiaba solemnidad ahí donde pisase. La persona –una mujer–, tarareaba una nana.

—…, pero a la muerte no debes temer, así como la vida, Sǐwáng solo cumple con su deber –la voz helada de ultratumba, como si alguien hablase a través de un paño húmedo–. Seixa y Axies, hermanos iguales y tan distintos, uno amado, el otro aborrecido.

—Te matarán –advirtió Adelí con la voz completamente contraída.

—No lo harán, silencio –dijo–. Iros y os perdonaré la existencia. Quedaros y nadie nunca os recordará –el léxico de la mujer era tan antiguo, hablaba como los personajes de cuentos históricos.

Sintió la presión esfumándose de su cuerpo, la sombra no hizo sonido al moverse, simplemente desapareció. A su lado, la mujer se dejó caer con gentileza sobre las rodillas, en su mirada un atisbo de melancolía y pérdida como si hubiese sido despojada de todo sentimiento.

—Eres mi hija, hoy y siempre, lo entenderán y te protegerán –añadió mientras volcaba a Adelí bocabajo en un rápido movimiento, con una mano mantuvo la cabeza firme y con la otra hurgó dentro de la herida.

Lo acción provocó un Akxesh de dolor. Gritó y pataleó, vomitó y habló lenguas nunca antes pronunciadas, sus ojos revolotearon en un sin sentido propio y el cuerpo se tensó hasta puntos imposibles. La mujer tallaba por dentro de su cráneo con la gentileza de un tigre royendo a su presa, cuando retiró los dedos, el dolor disminuyó poco a poco.

Con un gesto desesperado se palpó la herida, estaba cerrada sin más. De tal episodio de sufrimiento solamente quedó una leve jaqueca.

—Aquí –añadió la mujer, dirigiendo su rostro al de ella, dejando las caras frente a frente. Posó una mano sobre sus oníricos ojos y un frescor leve y familiar impregnó todo su ser. Había mirado el bosque cuando la sombra le arrebato la venda, cierto, pero era un mundo oscuro y sin color, ahora la luz de un sol blanco iluminaba todo a su alrededor. Los colores del bosque refulgían y brillaban como si nunca en toda su existencia alguien los hubiese apreciado.

El Río Arcoíris irradiaba luces cristalinas con cada embiste del agua. Marrones, carmesíes, verdes y azules, todos los colores brillaban con una belleza inimaginable; a lo lejos, algunos animales observaban la escena con profundo interés.

Ahora que podía ver con claridad, se concentró en la mujer. Su piel era blanca como la leche, desde los dedos de los pies hasta la última hebra de su cabello, las uñas negras cual ónice. Vestía únicamente una túnica negra y no usaba ni un tipo de calzado, guantes o algún otro accesorio. Los labios eran mínimamente rosados y algunas arrugas asomaban su fino rostro oriental, dando a sus pómulos un gran resalte de presencia afana. Lo más llamativo en ella eran sus ojos, la esclerótica era tan negra como el vacío mismo, y el iris y la pupila eran completamente blancas. Era la Dualidad de Axies, Dios.

—¿Axies? –preguntó Adelí, reincorporándose y posando la cabeza a los pies de Dios.

—No –espetó la mujer con un gran enfado que dejaba los labios en una fina línea–. No digas ese nombre, no en esta era.

—Lo… Lo siento, mi señora –asintió Adelí, con miedo de enfurecer aún más a Dios–. ¿Cómo debería dirigirme a usted?, ¿por qué no usar su santo nombre?

El enojo en el rostro de la mujer se esfumó, en su lugar quedó una amargura silente. Mimó el cabello de Adelí e ignoró su pregunta.

—Tranquiliza tu ser, no he venido a hacerte daño –dijo–. Mira bien mi rostro, soy tu madre, hoy y siempre; tú serás mis ojos.

Los pómulos se le humedecieron casi al instante por acción impropia, en efecto, la mujer tenía un rostro muy oriental, muy familiar. Era como una Adelí mucho más mayor.

—Tus sentimientos nacen de mí –siguió diciendo con la pobre imitación de una sonrisa–. Te daré un regalo, protectores, para cuando yo no esté. No les temas.

La mujer sostuvo con ligereza el rostro de Adelí y la posó sobre sus pequeños pechos, acercándose a su oído, susurró como si rayase cristal con un filo:

Debe vivir, ustedes han de susurrar. Debe vivir, ustedes han de mirar. Será mi entrada, debe vivir.

El sudor frío empezó a recorrerle todo el cuerpo, una brisa helada arrastrándose al interior de sus orejas y encaminándose al cerebro. Dos sombras entraron en ella, pudo sentirlas escalando sus venas y nervios, enterrando sus garras en la carne y moviéndose por toda su cabeza hasta llegar a posarse sobre los ojos dónde vomitaron un gas tan negro como la brea.

—¿Qué… haz hecho? ¿Qué me hiciste? –preguntó, aterrada, a penas capaz de pronunciar palabra.

—Es mi regalo –recitó la mujer acariciando el rostro de Adelí–. Te protegerán de él, de su presencia. No te encontrará si no pronuncias su nombre, no seas tentada; en cambio, cuando tengas miedo susurra el mío: Seixa. Seixa. Seixa Sǐwáng.

—¡No! –espetó, zafándose del abrazo y arrastrándose para alejarse de la mujer. Entonces escuchó las sombras hablando en su interior.

Un buen recipiente.

¡No, no, no, no! ¿¡Qué me hiciste!? –volvió a chillar, golpeándose los oídos.

—No temas a los susurros, hija mía –ordenó con firmeza en la voz, intentando controlar la ira–. Sé fuerte y te prometo paz eterna. Ahora márchate, no perteneces aquí, no aún.

Los ojos a los que había dado vida aquella mujer empezaron a titilar. La visión se nubló y de repente todo color volvió a desaparecer, nuevamente ni siquiera el negro permaneció.

—No… ¡No! ¡No, madre, por favor no! –gritó, frenética, asustada, aterrada–. ¡Mis ojos no! ¡Otra vez no, no de nuevo!

—Parpadea una vez –dijo la mujer.

—¡No quiero estar ciega de nuevo! –chilló, incapaz de detener el primero de los parpadeos.

—Una vez más –volvió a decir, la voz apagándose en la distancia.

—¡Seixa!

Al tercer parpadeo despertó.

La luz del alba le acariciaba el rostro, como siempre, no veía nada… o no, ahora podía notar lo oscuro de la tela y algunas sombras removiéndose en la espesura saliente del bosque, muy, muy tenuemente.

Un susurro.

Despertó… Ha despertado… Alguien viene, la que finge ser su hermana.

El pánico la invadió, los susurros fueron como grilletes resonando con fiereza. Se escabulló entre las mantas intentando alejar las voces, apretujando con fuerza sus orejas.

¿Nos teme? Aunque antes le hemos dicho como caminar… Por la derecha, está cerca.

—¿Ade, estás bien? –preguntó Alisian con preocupación en la voz, realmente preocupada.

Tartamudeando respondió que todo estaba bien, mintiendo, si contaba lo de las voces era probable que la dejaran abandonada o que sir Frederick tuviera que darle muerte por ser el soldado de mayor autoridad, era el fin más piadoso para un ojos-gema con síntomas graves de psicosis.

«Estoy empeorando.»

—Vamos, hermana –siguió diciendo Alisian–. Te noto pálida. Nos falta poco para entrar en territorio de Galinor, pero aún hay desembocaduras del río, así que puedes beber algo.

Asintió con voz temblorosa. Los susurros siguieron hablando, aunque en voz demasiado baja que podía interpretarse como el aleteo de las moscas.

Habían pasado días desde que salieran del bosque después del enfrentamiento con la avanzadilla militar, el viaje difícil estaba por concluir, una vez llegaran a Galinor tomarían transporte para desplazarse a Rashún y ahí usarían la frontera marina para entrar en Karanavi. Por fin, pronto estarían en tierras seguras, esperaba con ansías el día donde todos pudiesen retomar sus vidas normales.

¿Cómo estarían sus amigos de los demás grupos?, ellos habían salido relativamente bien parados, pero ¿y los otros?, ¿estarían igual de bien?

Algunos llegaron… cientos fueron detenidos –susurraron las voces, provocando un escalofrió en la espalda baja de Adelí.

—¿Dónde están los demás? –preguntó mientras Alisian le ponía un vaso de madera entre las manos. Dio un sorbo, ¿de nuevo vino? Era de los suaves, de los que bebía Limin, quizá no habían hervido aún agua del río para beber.

—Ruli hace de centinela junto a Limin y Henshi –respondió Alisian, Dando un trago a su propio vaso–. Sir Frederick está con los otros dos, les ha ordenado combatir juntos contra él.

Guerreros de la madre…

Los susurros no se detenían, era incomodo, horrible, mejor dicho. No pudo seguir más con la conversación y el silencio la invadió. ¿Le creería Alisian si le hablaba de su sueño?, ¿y qué tal acerca de las voces? No, miente. La tacharían de loca, sería dejada atrás.

¿Por qué aún se cubre el rostro? –preguntó una de las voces masculinas–. Le gusta –respondió una femenina.

—¿Qué ha pasado antes, Ade? –preguntó Alisian, posando una palma sobre sus piernas, sintió el tacto cálido y acogedor–. Te he dejado dormir un poco más después del desvelo de anoche, pero, estuviste inquieta. ¿Henshi te hizo algo?

«Anoche…», recordó. Frederick había preparado una comida espesa, que, según él, era exquisita acompañada de vino. En algún momento aquel suave licor la había embriagado lo suficiente como para que pudiese hablar con soltura junto a Henshi, luego la mujer de piel blanca la había guiado hasta el sitio donde se fue a dormir junto a Ushi mientras los demás continuaban la noche.

Un escalofrió.

Su figura alimenta tu fe. Despacio, poco a poco.

El sueño. Recordó a las sombras gritando, acosándola y golpeándola, a la mujer socorriéndola. Seixa y su regalo.

Ella te tiene en es… est…

«Estima», dijo a las horrorosas voces.

—No ha pasado nada. Simplemente fue un mal sueño, eso es todo –mintió, fingiendo una sonrisa.

—Oh Axies –suspiró Alisian, posando la palma sobre el hombro–. Esperemos que no tengas más de esos sueños. Por cierto, Henshi parece un buen hombre, deberías darle una oportunidad –rio.

—¿Qué dices? –preguntó Adelí conviniendo la sonrisa, intentando despejar los pensamientos que la acongojaban–. No podría estar con él, médico y psicótica, ya sabes.

Vienen más, tres.

Añadieron las voces intercalando la presencia femenina y masculina. La sangre se heló por sus venas y dejó caer el vaso de madera, maldita fugacidad, todo era un incordio.

Quienes llegaban eran precisamente Frederick, Alegár y Ushi, hablaban y reían acerca de su entrenamiento, al parecer habían logrado arrinconarlo.

—¿Adelí? –preguntó Ushi, mirando como el vaso caía al suelo–. ¡Por Axies, estás blanca Karanavi!

—Estoy… bien, Ushi –los dientes le castañeaban al hablar, a penas consiguió mantener la sonrisa y fingir otra respuesta–. Es ese día, ya sabes.

—¿Está segura, señorita Lin? –preguntó Frederick, acuclillándose a la altura de su rostro, no estaba segura pero casi atisbaba su silueta–. Aún podemos retrasarnos, el sol nos favorece y el territorio de Galinor está descendiendo la colina.

El hombre hablaba seriamente preocupado, ¿tan horrible era su aspecto?, al parecer todos se habían puesto en alerta.

—Solo estoy un poco anémica, creo, la noche anterior toqué mucho la flauta, comí poco y bebí demasiado vino –rio, intentando verse lo más sincera posible–, soy una chica delicada después de todo. Sir, he de pedirle que me lleve en brazos durante un tiempo, si no es mucha molestia, claro –añadió.

Los susurros dejaron su habladuría y en su lugar permaneció el ligero aleteo de moscas, habían interpretado su incomoda presencia.

—Claro, señorita –respondió Frederick, tomándola en brazos con sumo cuidado–. Nos hace falta demasiado poco para llegar a Galinor.

—Es sorprendente lo rápido que hemos llegado, sir –añadió Alisian con voz nerviosa, otras pisadas se acercaban. Ruli, raro, podía notar su presencia dónde sea que estuviese.

Lo quiere para ella. Seixa dice que es como Genet.

—Es porque me tienen de guía –respondió el hombre con una risotada, al menos su voz distraería a Adelí de aquellas voces–. Soy severo cuando se trata de un viaje rápido, apuremos el paso por la salud de la señorita Lin. ¡Hey, empaquen el resto! –ordenó, dirigiéndose a quienes llegaban.

—¿¡Eh!?, pero si acabamos de llegar –exasperó Limin.

—Así es la vida de soldado –respondió Ruli con una risa.

Solo conocía a Ruli por su voz y el tacto de su rostro, no parecía el hombre más atractivo, pero ciertamente era llamativo con ese calor que muchas veces desprendía.

Empezaron su andar sin más demora, sir Frederick apestaba tanto a cuero húmedo y sudor, pero no iba a poner quejas, no se sentía lo suficientemente sana como para caminar con las voces susurrándole. Anduvieron cerca de una hora mientras dejaban detrás los restos de Río Arcoíris junto al frondoso Bosque Vida. La luz del sol los bañó con un calor sobrecogedor, casi como si les consolara, frente a ellos se encontraban las llanuras colindantes de la frontera Galinor-Lanatar.

Todos, excepto Frederick y Ruli, ahogaron un grito.

—¿Qué pasa, sir?, ¿por qué nos detenemos? –preguntó con nerviosismo. Los susurros respondieron primero, cada vez con más frenesí.

Hay más… Más como ustedes, miles, no podemos contar. Nuestra visión no es como la del otro.

No pudo ignorar las voces, no entendía bien, pero algo iba mal, muy mal.

—En las llanuras hay dos ejércitos, señorita –la voz de Frederick era impasible, tenuemente se notaba preocupado–. Uno de ellos es inmenso.

 

Derrotismo.

Un rey debía tener presente aquella palabra cuando se lanzara a la guerra, pero Erilal era demasiado joven como para entenderlo.

En la carpa de mando se hallaba la emperatriz, Letifan y los comandantes generales de Rashún y Galinor, respectivamente. Los reyes de ambas naciones sureñas no hicieron acto de presencia, solamente habían enviado a sus efectivos.

—Cuarenta y cinco mil hombres… o más –silabeó impresionado el hijo segundo del rey Galinor, aquel que había nacido de su tercera esposa–. Será una lucha fiera. Si hay oportunidad de negociar, este es el momento.

—Podremos con ellos, el frente de ojos-gema está a nuestro favor –añadió uno de los concejales del joven rey Rashún, vestía una máscara de lo más extraña y hojeaba la lista de todos los soldados–. ¿Cuántos pueden luchar, maestre?

—Todo el que sostenga un arma –respondió a secas, asomando por la tela que hacía de puerta en la carpa–, pero muchos son médicos de combate y otros tantos no están especializados en las dotaciones, no hubo más tiempo para instruirlos.

—Podríamos estar arriesgando demasiado –añadió Erilal, sentada desde su lugar. La joven regente jugueteaba con los anillos de su padre y madre.

La fuerza enemiga era devastadora, al llegar, habían notado que el rey Irin desplazaba un grueso de sus tropas en apoyo a Lanatar, y la reina Yúan solamente había coronado el pastel con unos cuantos miles de hombres. El enemigo les sobrepasaba en fuerza y dominaban las colinas y mesetas.

El apoyo tardaría demasiado en llegar desde Karanavi así que no contaban con ello. Rashún había desplazado otras dos mil tropas más y Galinor una fuerza de infantería de mil hombres. Aun así, les superaban y los ojos-gema no eran imbatibles, no dejaban de ser hombres.

—Chico –habló Erilal dirigiéndose a uno de los tantos mensajeros que iban y venían–. Envía un mensaje al ejército enemigo y trae nuestras monturas, ¿estamos todos de acuerdo con parlamentar? –preguntó a cada persona importante en la carpa.

Todos asintieron, incluso Letifan quien saldría peor de ello.

El rey Lanatar III montaba galante en una pura sangre marrón, una montura de ejército que no se inmutaba por tantos hombres alrededor. El hombre seguía siendo tan elegante como Letifan lo recordaba, hacía décadas que no le veía.

—Mestre Krien, es un gusto volver a verlo –saludo, con su armadura azulada y mechas en blanco, era un hombre que no dejaba su riqueza a la imaginación. Se veía ligeramente maquillado y con un peinado que parecía haber puesto a trabajar al mejor barbero de todo Akxesh.

—Un gusto compartido, majestad. Ojalá hubiesen sido otras condiciones –respondió Letifan con la mirada fija en los hombres que lo acompañaban. Generales de guerra, pero ni uno de los reyes aliados–. ¿Qué puede ofrecer?

—¿Ofrecer? –preguntó el rey con una sonrisa burlona–. A tus hombres nada, ni siquiera refugio, ¿eres consciente de su situación en mis tierras? Fui arrastrado a este combate por las circunstancias, no te ofrezco nada. Sin embargo, ese chico Zheng sí que tiene algo –añadió, mostrando una carta traída por su escriba–. No la lean aquí, en su carpa, ese será buen lugar, confíe en mí.

—Únetenos –dijo Erilal de pronto. Empezaba a impacientarse aun cuando le habían dejado claro que ella no lucharía–. Dices que has sido arrastrado, entonces marcha a nuestro lado contra Zheng.

El rey Lanatar rio, controlando a su montura que se había agitado un poco al escuchar la voz seca de Erilal y la misma risa del rey.

—Emperatriz –empezó a decir, recuperando su tono formal–, usted es demasiado joven como para comprenderlo, cuando una guerra se estalla se tiene que elegir el lado vencedor… aunque tengas lazos de amistad con otros –añadió con una mirada dirigida a Letifan.

Erilal frunció el ceño, molesta, furiosa.

—¿Entonces es inevitable? –preguntó el príncipe segundo de Galinor–. He guerreado en mi juventud, rey Lanatar, no me mal entienda, todos aquí sabemos que tantas muertes no son necesarias, ¿qué tal un duelo entre campeones? –preguntó, mostrando su filo envainado–. Yo seré el de este ejército, sería un honor luchar contra el hombre que usted elija.

—Una propuesta honrada, príncipe segundo. Sin embargo, sé elegir mis batallas, conozco su reputación de duelista –nuevamente su mirada se dirigió a Letifan quien estudiaba a las tropas–. Maestre, fue un honor –concluyó, dando media vuelta a su montura.

—Morirás –añadió Erilal, dándose vuelta y galopando en dirección a la carpa.

«A penas son todos unos muchachos», se dijo Letifan.

“Luchamos por vivir”, hubiese dicho Verhem. Dio media vuelta dirigiéndose a la carpa de mando. En efecto, luchaban por vivir, lo supo cuando atisbo a Seixa andando entre los soldados de la fe.

Dentro de la carpa, reflexionaron la situación estudiando el mapa del terreno con fichas dispersas sobre él. El enojo de Erilal inundaba el ambiente, sus pobladas cejas y las venas sombreadas de su pálida piel no hacían más que hacerlo evidente.

—Maestre –dijo el príncipe segundo, posando una mano sobre el hombro de Letifan–. Somos aliados de la fe, Galinor le acompañará hasta el fin, aunque las tornas no estén a nuestro favor.

—El favor es mutuo –respondió Letifan.

—Me gustaría leer aquella carta antes de irme –añadió Erilal, su voz fue como un golpe para él, ciertamente estaba furiosa.

—Una carta, ni siquiera se digna a hacer presencia –habló el concejal de Rashún, piqueteando la mesa con sus dedos afilados bajo el guantelete que portaba.

Letifan suspiró, cansado y agotado de todo. Era tan viejo, aquella vida había empezado bien, pero probablemente acabaría fatal. Ojalá su próxima vida no fuera tan lamentable.

La carta rezaba:

Letifan Vernatk Krien, Gran Guía y maestre de La Divina Dualidad, abdica de todos tus títulos en mi nombre, evita la lucha de hoy.

En Ciudad Dual los ojos-gema se reintegran a la sociedad, no puedo decir lo mismo con los que hoy batallarán. Jesce Ririal ha declarado en pos de enmendar sus crímenes, por tanto, si luchan, tú y tus aliados serán juzgados bajo los cargos de:

—Sacrilegio

—Herejía

—Idolatría

—Secuestro de infantes

—Asesinatos

Todos estos delitos cometidos en nombre del falso dios Seixa, al que adoráis. Sabes que es verdad, bajo tu mando la fe ha perdido el camino y ahora rinde culto a una deidad que atenta contra el camino de Axies Dios Padre Longevo.

Si abdicas, estos cargos serán perdonados y todos los aliados occidentales excomulgados; de la misma forma, las tropas desplegadas en Yúan podrán regresar a sus hogares sin represalias. Tienes mi palabra, espero que podamos llegar a un acuerdo mutuo.

No cargues hoy contra Lanatar, maestre. Protege a tus devotos.

 

Irin Lang Zheng, Zheng VI, rey de todas las tierras Zheng y protector de Yúan durante su reconquista.

 

Letifan suspiró abatido, todo se complicaba más. Había sido un error leer aquella carta en presencia de tanta gente con poder político. El primero en hablar fue el príncipe segundo, extrañamente no parecía disgustado.

—Falacias, es lo que significa esa carta –dijo, acompañando con un gesto despectivo–, es lo que hombres como él hacen: al verse en una posición ventajosa amenazan con mentiras para conseguir beneficios.

—Maestre, está claro que Zheng busca desprestigiarlo. Usted no abdicará –dijo Erilal, tomando asiento nuevamente, intentando convencerse de que la carta era falsa. No lo era del todo, pero no revelaría nada.

—La carta no significa nada, maestre Krien –añadió el concejal, sirviéndose un vino especiado en una copa ancha. El hombre parecía buen guerrero ataviado con esa armadura ligera–. Rashún marchará a su lado aun si el mundo termina hoy, espero lo mismo del resto –dijo–. Si me permiten, sería sensato informar a nuestros reyes de que protejan a todos los que formen parte de los conventos, el rey Irin podría hacer correr esa carta por Akxesh, recordemos que antes ha empezado una campaña de desprestigio contra la fe.

Todos asintieron e hicieron llamar a los escribas para seguir el consejo. Muchos rezaron plegarías a Axies, enviaron cartas a sus familias y al terminar abandonaron la carpa, estaban listos para luchar.

—En Karanavi, los niños ojos-gema esperan a que su héroe regrese, maestre –Erilal fue la única que no abandonó la carpa, ansiaba la batalla así que retrasaba su partida.

—Vivimos y morimos –puntualizó Letifan con una sonrisa, ojalá fuese veinte años más joven así ganaría él solo el combate.

Una patrulla entró de pronto cuando ambos brindaron por la longevidad, el hombre estaba agitado y era incapaz de contener la respiración de tanto cabalgar.

—¡Mis señores! –dijo–. Un grupo ha llegado de Ciudad Dual, los guía el inquisidor sir Frederick Long –Erilal sonrió de oreja a oreja al escuchar el nombre.

—Uno… –susurró Letifan con los ojos bien abiertos, hacía semanas que había perdido las esperanzas de que alguien más llegase–. ¡Hazlos pasar!

El grupo que atravesó la manta estaba conformado por ocho personas. Cómo bien habían dicho, los dirigía Frederick, un antiguo camarada de batallas; como siempre cargaba con su mandoble, era incomparable con sus dos metros de estatura. Sus lanceros parecían estar en buena forma a pesar de que uno de ellos era casi un niño, se percató también en que una de las chicas llevaba un ancho paño en las vistas, ¿estaría ciega?

—Se reporta al servicio Frederick Long, inquisidor y comandante de las tropas en el convento de Ciudad Dual –su típica sonrisa respetuosa.

—¡Frederick! –saludó Letifan dando un abrazo prolongado, el hombre le sacaba tres cabezas de altura–. Hijo, espero no te moleste luchar una dura batalla.

—No es molestia, maestre –respondió Frederick. Luego se fijó en Erilal y esbozó una sonrisa más paternal–. Señorita, veo que ahora lleva corona.

Erilal perdió por completo su porte, miraba a Frederick con los ojos de una niña al recibir su primer regalo.

—Ahora soy monarca, titán –respondió, estudiándolo de arriba abajo–. Sigue siendo igual que siempre, ¿luchará hoy?

—En nombre de La Divina Dualidad y su majestad, Erilal Imya Karanavi –contestó Frederick, desenvainando su enorme mandoble y posándolo en el suelo frente a Letifan y Erilal–. Lucharé.

A la reverencia se sumaron ambos lanceros y el medico que los acompañaba. El chico de cabellos dorados quiso hacerlo igualmente, pero una ojos-gema rubí lo detuvo tomándolo con fuerza por el brazo.

Letifan los miró como un abuelo a sus nietos.

«Demasiados jóvenes», sería tan fácil evitar la lucha, solo tendría que agachar la cabeza.

—Majestad, maestre, ¿se encuentra en el frente el rey Galinor? –preguntó Frederick mirando al trio de chicas y al muchacho con porte de rey–. He de pedir traslado para estos cuatro muchachos, son jóvenes ojos-gema.

La niña con la venda en los ojos se encontraba nerviosa y tenía temblores de vez en cuando, quizá Seixa había intentado conectarla como hacía con otros tantos más.

—El rey Galinor defiende sus tierras –respondió Letifan, estudiando a la muchacha de carne morena y cabellos castaños, ciertamente desprendía un aura que no correspondía a su conexión con Axies–, pero el príncipe segundo sí que está. –llamó a uno de los mensajeros–. Muchacho, solicita transporte-

—No hará falta, maestre, viajarán conmigo –interrumpió Erilal acercándose a los muchachos y estudiando a cada uno con la mitad. Empezaron a presentarse formalmente.

«Así que Adelí –pensó al escuchar su nombre–. Zhahs.»

La última en presentarse fue la niña con el sable al cinto.

Sōngshù –repitió Letifan impresionado–. El último registro afirmaba…

—Una brutalidad, maestre –respondió la chiquilla con todo el gesto formal que podía mostrar, al parecer no se le daba del todo bien–. Estoy viva gracias a la bondad de mi hermana Adelí, yo… quiero solicitar su favor –los ojos de la chica se humedecieron hasta que las lágrimas socorrieron a sus mejillas ásperas–. Perdió el don por mi culpa.

Por fin encajó el aspecto de esa Adelí, había abierto una puerta. Letifan asintió, la chica no parecía tener síntomas graves de ceguera–psicótica así que era probable que Seixa no tuviera tanto tiempo tentándola.

Se acercó a ella, notando que Adelí guiaba su rostro hacia él, entonces empezó a temblar con más fuerza y a sudar, su piel se volvió pálida.

—Estarás bien –le consoló–. La alejaré.

———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ———

N… no, no, no, no, no, no, ¡no! Malo, malo, malo, muy malo, ciertamente… Está marcado con su bend-be-ben-bendición… Está hecho para comandar, es peligroso… ¡Huye! ¡Hay que huir de él!

Las voces habían estallado frenéticas al sentir que el maestre Krien se acercaba a Adelí, se alocaban dando gritos de furia y miedo, revoloteando alrededor como si fuesen cuervos aterrados.

¡Bendito y amado! ¡Odiada y olvidada! ¡No es bueno!

La piel se helaba, asustada de las sombras que gritaban en su interior. Podría morir ahí mismo y estaría agradecida.

—Estarás bien, la alejaré –dijo el maestre, ¿lo sabía?, ¿sabía de las voces?

 

¡NO…! ¡NO TE PERTENECE, KRIEN! ¡NO LE PERTENECE A AXIES!

Los dientes de Adelí castañeaban incapaz de controlar el terror del mismo infierno. No eran más gritos, sino chillidos deformes, inhumanos. Sintió las lágrimas humedeciendo un par de gemas oculares y a la venda sobre su rostro, ¿tenía ojos?

—Necesito saber cómo los perdiste, hija, solo así sabré crear.

—Un mil-agro… de segundo orden. Intercambie toda la estructura de mis ojos por sus… sus… –fugaces temblores la hacían incapaz de hablar, incapaz de explicar.

La palma del maestre se posó sobre la venda, a la altura de sus parpados.

—Están molestad –susurró, refiriéndose a las voces, una sonrisa de pánico escapó de ella.

—Lo sé –respondió el maestre con voz afable para que solo ella escuchara–. Sin embargo, mi don es mayor que el de cualquiera en esta tierra –rezó—: ¿Acaso no saben que su cuerpo es templo? Aseguraos de hacer silencio y no molesten a un Dios.

Las voces intentaron chillar enfurecidas, al instante guardaron silencio. Seguían ahí, cierto, en el fondo de su mente podía sentirlas, pero en silencio, calmadas.

—Ahora tus gemas oculares –añadió el maestre interrumpiendo la queja de Adelí, ella ya sentía un par de gemas en sus parpados–. El cuerpo de un dios tiene una segunda oportunidad. Creced.

Como la vez de Seixa, el cuerpo de Adelí volvió a inundarse con una presencia, esta vez era cálida, mucho más tranquila y calmada. En sus cuencas sintió endurecer a las gemas oculares y formarse como un par de ojos nuevos, podía mirar con claridad los colores de la venda y su oscuridad.

»Nunca digas su nombre, así no podrá encontrarte –susurró el maestre, en voz más alta añadió—: Viste la venda un tiempo más hasta que tus vistas se adapten a la claridad del mundo. Enviaré órdenes para que te atiendan en Karanavi.

Adelí asintió, ansiaba ver a sus hermanas, pero había estado ciega demasiado tiempo, podía aguantar un poco más.

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