La Divina Dualidad. X

 

X

Ojos-gema

 

—Hua cumplió su deber –decía Xia Han al aire.

Al menos eso quería pensar Tristan al ver a la mujer hablarle a la nada. Estaba acuclillada frente a ella, mirando con horror a las varillas de hierro negro sobresalientes de sus extremidades.

—Bebe, mujer –dijo la reina al momento de ponerle en los labios un vaso de madera finamente tallada, con su otro brazo llevó la cabeza de Ili hacia atrás para que pudiese beber poco a poco. A penas habían transcurrido segundos cuando las arcadas se hicieron presentes, provocando el vómito de la antigua directora. Llevaba demasiado tiempo en ese estado, ¿cómo es que seguía viva?

—Solo llévame con ella, mi hija –volvió a susurrar la mujer.

—¡Hey, verdugo! Retírenle el hierro y atiendan sus heridas. Llévenla a mis aposentos en el palacio del rey y manténganla hidratada –ordenó la reina poniéndose en pie–. Una cosa más: si haces que le duela, te juro que te haré sufrir el doble.

El hombretón hizo lo ordenado a regañadientes; su rey era ciertamente Irin, pero aquel día no le apetecía morir por contrariar a la reina Tristan.

—Hoy día, soy tu aliada, Irin –siguió diciendo Tristan, encaminándose a la puerta para salir de aquella horrorosa habitación–. Si hubieran sido otras circunstancias, te juro que habría traído a toda mi flota para reducirte a una mera mota de polvo.

—He hecho lo necesario para conseguir información –respondió el joven rey mientras palpaba el arma en su cinto, esa maza que le confería los dotes de un ojos-gema–. Gracias a mis métodos determinamos la manera de forjar esas armas divinas, como las llama Han.

—Creí que no había hablado de nada –respondió Tristan–. ¿Qué más me ocultas, Irin? –preguntó, fastidiada de aquel muchacho insolente.

—La directora gritó el proceso hace semanas –contestó con aire regio–. Habló, es lo importante, solo se deben fundir los ojos con el metal de las armas –añadía, acompañándola por la puerta, quizá había más que ver en ese fugaz edificio.

La muchacha Jesce los esperaba fuera, reclinada en uno de los gruesos murales piedra. Miraba al suelo, avergonzada por su traición a la fe, ¿quién podría culparla? La habían amenazado a hierro y fuego.

«“Hierro y Fuego”», fugacidad, la gran mayoría de esas pobres almas hablaban incluso antes que el hierro les tocará la piel, pero Xia Han… aquella mujer tenía incrustadas cerca de ocho varillas en el cuerpo, había resistido lo suficiente como para cabrear a Irin.

«Malditos Zhimt, nunca debieron pasar tal tortura a sus nuevas generaciones.»

—Entiendo los motivos, Irin –dijo, suspirando–, pero no lo toleraré, nunca más, ¿entiendes? Mientras dure esta alianza, puedes flagelar a todos los hombres que quieras, pero mujeres y niños están fuera de discusión.

El rey asintió y encamino sus pasos nuevamente.

—Pronto te daré la razón, sigamos, Tristan –dijo, caminando a su lado–. Esta vez entrarás, Jesce.

El cuarto mencionado tenía la misma arquitectura que la estancia anterior: por fuera las paredes eran lizas, de murales gruesos y una enorme puerta de acero forjado y madera endurecida. Sin embargo, había un letrero colgado justo en la puerta: Ojos-gema, rezaba.

Al entrar, quedaba claro que la habitación había sido construida a modo de bodega. Las estanterías y repisas iban y venían por todo el lugar, en ellas, se exhibían frascos clasificados por color, tipo de piedra, sexo y edad. Tristan tomó uno para examinarlo, en la etiqueta se leía:

Color: azul marino.

Piedra: zafiro, opaco, sin facetas.

Sexo: masculino, murió luchando en el convento.

Edad: década y media.

—Axies longevo –susurró la reina, sintiendo un escalofrió recorriendo por su espalda–. Irin, ¿todos estos frascos…?

—Esperaba encontrar miles, pero muchos eran niños, mujeres y ancianos, jóvenes que huyeron cuando cayó el convento –empezó a explicar.

Jesce había caído de rodillas, con sus largos dedos sostenía el frasco de un joven en la veintena, en su mirada ya no había más signo de rebelión.

—El recuento señaló unas doscientas piedras –siguió diciendo Irin–, la gran mayoría ya se han endurecido, el resto extrañamente tardan más tiempo.

—Es cosa de la edad –murmuró Jesce con un par de lágrimas recorriendo su rostro, una expresión de derrota. Irin asintió con el ceño fruncido y dio orden para que siguiera hablando–. Los ojos-gema… almacenamos constantemente nuestro don al no tener tantas razones para usarlo. Cuando nos hacemos viejos, estamos tan divinizados que nuestras almas siguen teniendo presencia en las gemas oculares –al terminar su frase dejó el frasco en la repisa de donde lo había tomado.

—¿Puedes continuar? –dijo Tristan acuclillándose a su lado.

Jesce asintió renuente.

—Las gemas oculares de los ojos-gema más mayores tardan mucho más en cristalizarse por la Divinidad almacenada –explicó, mirándola a los ojos, era bastante bella con la poca edad que tenía–. Las armas son forjadas precisamente con gemas de ancianos que han vivido muchas décadas, se nos da a elegir.

—¿Elegir? –pregunto Tristan con un gesto de confusión en el rostro. ¿Qué tan diferente era la vida de los ojos-gema?

—Ser eternos en el pecado o morir en la santidad. Somos duales, mi reina, pero a pesar de vivir esa filosofía, algunos simplemente no aceptan el convertirse en armas divinas.

—Jesce –llamó Irin, tomando uno de los frascos. Dentro, flotaban dos piedras, una amatista y la otra era una obsidiana con motas blanquecinas, pertenecieron a un hombre de más de cincuenta años–. ¿Es un pecado forjar esas armas?

—Es el don que Se… ella nos dio –respondió sosteniendo la mirada del rey, estaba furiosa–. Axies nos dictó la longevidad, pero negó la inmortalidad. Sin embargo, Ella confió el secreto, lo que llamamos armas divinas.

—¿Se nombro pecado únicamente por venir de ella? –preguntó Tristan con una risa retorica en los labios–.

—Si la muerte ofreciera un regalo que va en contra de la voluntad de Dios, ¿cómo lo tomaría, mi señora? –preguntó Jesce, al ver que la reina no respondía se dirigió al rey con una mirada de rabia en el rostro–. Y usted está forjando armas sin pensar en eso, negando la última elección de un ojos-gema.

—Hago lo necesario, nada más –respondió él–. Muévanse, hay algo más que debo mostrarles.

El rey salió de la habitación y se encaminó nuevamente en línea recta. Al fondo había un amplio arco por donde se filtraba la luz del sol, ¿eran eso personas del fondo? Ciertamente lo era. Diez, quince, cien, había tantos en aquel patio de flores blancas y grises, todos eran mujeres y jóvenes tanto ojos-gema como normales, incluso había un par de bebes. Al ver a Irin unos cuantos niños sonrieron, otros más grandes apartaron las miradas.

—Tu ciudad capital siempre ha sido la Dualidad –dijo Tristan al fijarse en lo saludables que estaban, y bien provistos de alimento, en comparación con los pobres diablos de afuera–. Una perfecta dualidad, en efecto. Salud y muerte – destacó.

—Quería información –dijo Irin–. Algunos hablaron y esto consiguieron. La directora Xia simplemente pagó por la muerte de muchos soldados Zheng.

Algunos infantes dieron pasos adelante con cierto temor en el rostro, los más valiente se acercaron lo suficiente para estirar la palma a modo de saludo. Tristan pasó por delante de Irin y se acuclilló frente a ellos, rápidamente comenzaron a juguetear su flamante cabello.

—Rey Irin –susurró Jesce, al final no pudo decir ni media palabra. En sus ojos se podía ver el odio.

—Jesce, el convento está hecho ruinas así que no servirá de hogar para estas familias –empezó a decir mirándola con sus ojos marrones que eran casi negros, a duras penas se podía notar dónde empezaba y terminaba el iris–. Vivirán aquí; las mujeres trabajarán la ropa militar de mi ejército y los jóvenes ayudarán en la reconstrucción del convento. Quedas al mando de la comunidad.

Los ojos de Jesce se abrieron de par en par.

«“Quedas al mando”», repitió Tristan en su mente. No era una propuesta o un ascenso, era una amenaza que quería decir: si te rebelas todos estarán muertos. No se negó, después de todo esas gentes eran su familia… y no tenía otra opción.

 

Horas más tarde la reina de Yúan había partido al palacio con el objetivo de terminar el día junto a sus hijos, los muchachos llevaban ya unas horas alejados de su madre. Jesce, en cambio, se había quedado para empezar los trabajos en aquel inmenso edificio de colores grises, rojizos y dorados; el rey Irin le había dado la autoridad suficiente para hacerlo y lo aprovecharía, devolvería su hogar a la gente que la vio nacer.

Gran parte eran normales, claro, pero el grupo de ojos-gema seguía siendo numeroso. Muchos seguían siendo infantes que correteaban por todo el jardín, se empujaban entre sí y jugueteaban a la guerra. Vivían en felicidad aun cuando en el mundo real los reinos estuvieran por destruirse unos a otros.

—Viéndolos así no puedo imaginar que sean casi dioses –dijo el rey a sus espaldas.

Jesce no respondió. Sintió la furia emergiendo de su cuerpo, le instaba a cambiar, a dejar de ser esa chica tranquila que alguna vez abogó por la paz. Ansiaba dar muerte al rey.

Luego de un tiempo respondió.

—¿Por qué lo hace, rey Irin? –sus brillantes ojos seguían fijos en los niños. Volvió a preguntar—: ¿Por qué nos hizo esto? Vivíamos sin darle problemas, no queríamos problemas, ¿por qué destruye lo único que tenemos?

El rey se tomó su propio tiempo para responder, al parecer incluso él se sentía incomodo de dar sus razones. Palpó el arma para sentir la divinidad fluyendo por su cuerpo y respondió con una autoridad diferente, más empática que antes.

—Mi hermano nos fue arrebatado al nacer, como a todos los normales –entrecerró sus profundos y rasgados ojos marrones–. Cuando fui lo suficientemente mayor para tener autoridad, solicité al convento información sobre él, nunca me la dieron. Luego, todo se complicó a esto –añadió, señalando a la comuna.

«Todos tienen un motivo», se dijo a sí misma dando una profunda bocanada de aire.

Al dar media vuelta, lo miró por fin, en sus ojos –ahora rubíes– vislumbro una inexistente maldad frívola.

«¿Hubieras hecho lo mismo por Hua, Jesce?», se preguntó. Sí. Lo sabía bien, si no hubiese sido solo una niña en ese entonces, habría dado caza a aquellos hombres que atacaron al grupo partero del que formaba parte su hermana.

—Mucha información se perdió con la caída del convento –dijo, casi arrepentida–, pero si consigue los registros genealógicos, puedo intentar encontrar a su hermano. A veces el convento reordena los caracteres de nuestros apellidos o simplemente nos renombran por como la casta fue conocida en la antigüedad.

El rey Irin asintió y salió del patio sin decir una sola palabra. Jesce lo miró partir y solo por unos pocos momentos reflexionó en que aquel hombre podría no ser tan inalterable como el pueblo afirmaba.

 

 

 

Fin de la primera parte


Primer día, primer mes, segunda década después de Seixa.

Dar los buenos días es irrelevante en este momento, rey Yían, sin embargo, me dirijo a usted con las formalidades necesarias.

Un gusto, olé.

Dicho esto, procedo a dejar en sus hombros gran parte del destino de Akxesh yo ya no puedo más y quizá usted se pregunte: “¿quién coño eres para dirigirte a mí de esa forma?” Y yo responderé: usted es el único al que puedo confiar tal responsabilidad, su linaje es poderoso y su reinado, un imperio que ni Verhem tiene. Debe entender que, de Axies, usted es el hijo más fuerte (después del mío claro, mi hijo es el mejor de los mejores).

“¿Y la Orden?”, preguntareis.

No puedo dejar este trabajo a la Orden, bobo, somos fuertes, pero los hijos de ella lo son aún más –puedes comprobarlo con lo que han hecho en mi hogar y a mi esposo…–, como sea, la Orden peleará aun si eso significa su aniquilación. Sin embargo, necesitan aliados, por eso me dirijo a usted antes que nadie, los lazos nos unen, a pesar de lo que ella provocó te necesito guiando a las tropas Akxashanas.

Yían, puedes entenderme como una de tus tías la sangre de Axies nos emparenta, sé que tal vez ahora no confías en mí, así que te daré tanta información como me sea posible en estas cartas.

 

Que sepas que he visto lo que fue, lo que es y lo que será; no tienes alternativa, ya has aceptado luchar (en los días venideros).


Comentarios