La Divina Dualidad. VIII

 

VIII

Leona de mar

El ocaso llegaba con tintes de fuego sobre una de las tantas ciudades Him al norte de Zheng. Precisamente Irin se hallaba en una de las pocas conquistadas por el reino, los Him del norte eran menos agresivos que los del anillo, pero aun así mantenían firme su independencia. No importaba, aún gozaban lazos sanguíneos con los Zheng lo cual los volvía vasallos, quisieran o no.

Si Irin temía de algo, nunca lo demostraría. Miraría al frente, soberbio y lo enfrentaría hasta dominarlo, tal como hicieron sus ancestros contra la primera fugacidad. Así que no se sentiría intimidado por los Him y menos por el monstruoso navío que se alzaba a sus narices. Por fin había llegado la soberana de Yúan, acompañada de una pequeña compañía de diez fragatas, el grueso de su ejército se mantendría oculto en el anillo de islas, esperando para tomar por sorpresa a la flota Karanavi. Aquel ejército de Imya navegaba directamente a las fauces de una bestia.

Los ojos del rey estaban posados en los hombres que desembarcaban de los grandes barcos y la enormidad que montaba Tristan. No se sentía ameno de recibir a tal arrogante mujer en sus tierras, pero su padre siempre había dicho que la cualidad de un soberano Zheng era conocer a todos sus enemigos, sus ejércitos y su política, razón por la cual la recibiría personalmente.

—Son hombres hábiles. Usan sables en vez de espadas anchas, sus movimientos deben ser igual de extravagantes –susurró, escuchado únicamente por la guardia que lo acompañaba.

Una guardia de honor formó a la espera de Tristan y sus hijos.

El fuego descendió del majestuoso galeón. Una llamarada enorme y dos pequeñas a cada lado, la familia real de Yúan por fin ponía pie en Zheng luego de años de exilio. Rojizo y anaranjado, el cabello de Tristan Leng Yúan asemejaba al fuego descontrolado incapaz de ser extinto. Ni el viento, ni el mar lo podían detener si intentase extenderse.

«Sangre de Zheng», pensó Irin mirándolandescender sobre el tablón recubierto por una alfombra de mechas anaranjadas. Tristan no figuraba una vestimenta extravagante cómo Irin esperaba; en la parte superior vestía un corsé ajustado el cual ocultaba bajo una casaca militar de color marrón con grabados en plata, se abría a la altura de la cintura y terminaba debajo de las rodillas. Su inferior estaba protegido bajo un pantalón de cuero y grebas en hierro sostenidas por correas. Las dos piezas del conjunto se unían por la cintura con un ancho cinturón con el emblema de una leona coronada.

Por la derecha caminaba regio su hijo mayor, Kalá Leng Yúan, con la mirada firme, desafiante. Apenas con ocho años demostraba tener futuro para comandar y dirigir las tropas de su madre, tenía el porte militar natural y un vistoso cabello pelirrojo que denotaba su pureza racial. Un soldado nato, vistiendo una pechera de cuero con franjas rojizas, debajo una camisola de mangas que se extendían hasta las muñecas, los antebrazos dominados con brazales de acero negro y el mismo emblema de la madre.

Contrario a él, se hallaba Elenea, la hija menor por tres años. Ella sí que iba extravagante incluso para los Yúanes, con un vestido de cola de pato que brillaba en oro al igual que su esplendoroso cabello rubio. En el cuello relucía un ancho collar con el emblema de la familia.

—¡Irin! –saludó la madre sin una pizca de etiqueta, se dirigía a él con absurda familiaridad–. Definitivamente tienes una gota de sangre Yúan corriendo por tus venas –añadió, sacudiendo el cabello.

Era claro que compartían sangre por las mechas en sus cabellos, pero los Yúanes no tenían la piel tan oscura como los Zheng y sus cabellos tan largos como aclarados.

—Un insulto cómo saludo –respondió Irin, intentando no perder la compostura. Desde el día en que había empuñado esa fugaz arma tenía achaques de iras–. “Definitivamente tengo sangre Zheng corriendo por mis venas”, debiste decir. ¿Qué tal se encuentra Eling?

—Muerto –respondió la reina con una sonrisa en los labios, una sonrisa soberbia y altanera–, al igual que toda su corte y familia por insultar mi pureza.

No bromeaba a pesar de la sonrisa. Durante sus años de casada con Hergnart Eling Zel –cuando el reino llevaba por nombre Zel y no Yúan–, la corte, conformada en gran parte por la familia del rey, se había encargado de despotricar su sangre; afirmaban que el cabello del que presumía no era más que una mentira sostenida por tintes o una ascendencia materna de ramería que, según ellos, involucraba a tantos hombres para conseguir tal color.

Grande fue la sorpresa cuando nació Kalá, pelirrojo como los suspiros del sol. El chico había demostrado que los genes de la madre eran auténticos y dominantes. El gusto duró poco, cuando la corte comenzó a divulgar que Tristan había cometido adulterio a su majestad con algún bastardo Zheng para conseguir tal color en los cabellos de su hijo. Las habladurías continuaron durante tres años, los rumores expandiéndose por todas las calles del reino norteño.

Con el honor mancillado por las mentiras, el rey cedió a la furia, forzándola a consumar matrimonio en presencia de toda la corte. De esa forma demostraría, en su ignorancia, que Kalá era de su progenie.  La noche dio como fruto a Elenea, una niña de ojos negros y el cabello tan rubio y dorado como los llantos del sol. Una cría de leyendas y cuentos. Desde aquel día la corte permaneció en silencio, incapaz de poner en duda los genes de la reina.

Fue precisamente durante esa época que la reina ordenó construir el Juicio, afirmaba que sería monumento a la grandeza del rey Zel. Cuando la construcción concluyó, fueron ella y sus hijos los primeros en montar el majestuoso navío. Al instante dio orden de abrir fuego con toda la potencia disponible y bombardear tanto la corte como el palacio del rey. Durante el ataque declaró a todo pulmón, dejando un mensaje bien claro a todos los reinos: “Hergnart Elin Zel ha muerto, así como toda su corte y familia. ¡Yo misma ordené el ataque! ¡Regiré con mano dura para llevar a la ahora Yúan por mares de gloria como lo hicieron alguna vez mis ancestros! ¡El mar se hará de llamas!”

Desde entonces Tristan Leng Yúan, la leona del mar, tomaría posesión del reino renombrándolo con su apellido y autoproclamándose quinta regente Yúan, continuando la estirpe exiliada por los antiguos Zheng. Retirando de la historia a toda la casta Zel.

—Los lazos son fuertes. Carácter y sangre, Yúan –empezó a decir Irin, intentando contener los insultos–. Antaño fuimos un gran imperio.

—Los lazos fueron destruidos por los Zheng –dijo, en voz alta y con los brazos bien abiertos–. ¡Los ancestros Him fueron testigos! Sin embargo, espero que vuelvan a unirse, te advierto que no seré desposada –añadió con gesto despectivo.

—Nuestra línea de sangre nos emparenta –respondió Irin, mirándola por todo lo alto; era una mujer bella y la edad no hacía más que matizarlo–. Prefiero no traer al mundo a un incompetente.

Tristan soltó una carcajada. Al parecer solo a ella le había hecho gracia tal broma pues sus hijos estaban rojos de furia.

—Al asunto, querido –dijo, dando una palmada–. He seguido tu consejo: mi flota aguarda en el anillo Him y mis tropas dispuestas a luchar junto a los Zheng.

—¿Esos hombres han permitido el paso a tus navíos? –preguntó Irin con un gesto que indicaba el momento para encaminarse a su recinto.

—¡Bah! Barbaros sedientos de oro son fáciles de comprar para un Yúan –dijo enarbolando los largos dedos–. Me preocuparía más por estos de tus tierras –añadió señalando a los Him de piel cobriza. En efecto intimidaban con esos rostros redondos y las miradas rasgadas, las hachas y las pieles que vestían.

—Estás segura conmigo, estos hombres son leales a la sangre, no al oro.

—Me puedo proteger sola, querido –rio la reina mientras palpaba su sable–.  Ahora me apura la información que afirmas tener de la fe –la sonrisa de antes se esfumó poco a poco, dejando una imagen ensombrecida. Irin simplemente cambió el tema de conversación para probar el interés de la reina norteña.

—Has venido a mi reino sin corona –señaló con un vistazo despectivo a la coronilla de la mujer. Fugacidad, era casi tan alta como él, pero menos ancha de hombros.

—¿Disculpa, Irin? –preguntó la reina, confusa.

Dio un vistazo rápido al muelle y a los hombres que había traído consigo la reina.

—Tus hombres están rodeados por mi ejército, tu flota lejos. El Juicio atracado y tú misma en mis manos, puedo matarte –dijo, sin una sola expresión en el rostro.

—Querido mío –suspiró divertida. Sus delineados ojos cerrados, mostrando un excelso maquillaje que no se tenía en Oriente–. Aún hay hombres a bordo del Juicio, listos para abrir fuego y mis fragatas dispuestas a terminar el trabajo. Solo esperan a mi señal, no necesito otro símbolo de autoridad.

»En tu caso, Irin. ¿En dónde está tu corona? –preguntó.

Los dos reyes se fulminaron con la mirada. Fugaz reina norteña, demasiado arrogante, demasiado confiada. Por un lado, los hombres llevaban las manos al pomo de sus sables, lanzas, espadas; y, por otro lado, los navíos empezaban a mostrar sus cañones listos para el bombardeo.

Los hijos compartían la misma expresión que la madre: confianza. Vaya trio más detestable.

Los gritos se ahogaron cuando Irin posó una palma sobre la maza de combate que llevaba al cinto. En un instante sus ojos se cristalizaron y los iris refulgieron tenuemente hasta tornarse de color rubí.

—Esta es mi corona –dijo.

Tristan levantó un puño cómo señal para detener toda hostilidad.

—¡Este día es de gloria, hombres! –rugió con un gesto de felicidad–. ¡Quiero un festín para todos los residentes! ¡Zheng y Yúan marcharán a la guerra! –estalló en jubilo, luego, intentando recuperar el aliento, susurró—: Quiero una explicación, Irin. Oh… y también que mis ojos sean cristalinos –a la última frase añadió una sonrisa de lo más pintoresca.

—Vayamos a un sitio más cómodo. Hay demasiado de lo que hablar.

—¡Perfecto! –gritó, sonriendo aún más–. ¡Kalá! Asegúrate de llevar a cabo el festín. Organiza de igual forma una compañía que escolte a tu hermana, en todo momento, para que conozca las tierras Him; tú, Elenea, compra los vestidos más brillantes que encuentres, quisiera hacerme con la moda oriental.

Los hijos de la mujer se alejaron con paso vivo, al fin y al cabo, seguían siendo meros infantes. Vibraban al horizonte cómo dos volutas de fuego, la mirada de Tristan se endureció cuando estuvieron lo suficientemente cerca del ejército norteño.

—Te escucho, Irin.

—Estas armas tienen poder, uno que no sabemos emplear –empezó a decir mientras andaba–. Sin embargo, sabemos fabricarlas. Mis herreros ya trabajan en ellas.

El pueblo estaba plagado de soldados. Por un lado, un mar de rojo y negro: hombres de Zheng, y por el otro, unas pocas llamaradas pertenecientes al ejército Yúan.

—Irin, querido, no entiendo de lo que hablas –respondió la reina con un gesto confuso.

—Los ojos-gema nacen con este poder –se concentró en explicar–.  Creemos que gracias a ello son capaces de acabar con las enfermedades, heridas… con todo.

La reina parpadeó escéptica, intentando conectar puntos con todas las teorías que su mente estaba formulando.

—Es cierto que en Yúan fueron de mucha ayuda cuando las ratas expandieron su infección, pero eso es porque cuentan con buenos médicos, ¿no?

—Me convencí de la misma estupidez durante mis primeros años de reinado, luego comprobé las mentiras.

—¿Mentiras? –preguntó, frunciendo el ceño.

Irin la miró de arriba abajo, se concentró en sus ojos marrones.

—¿Recibiste mi informe? –preguntó tenso–. El que hablaba sobre la toma del convento.

—Lo recibí, Irin –respondió Tristan, sin entender los cambios de tema del rey–. Hablaba de una batalla sangrienta para los Zheng, a pesar de superarlos en números y artillería. De gigantes y… –los ojos desorbitados, entendiendo–. Oh.

—¿Lo entiendes ahora? –respondió, continuando su andar.

Caminaron en silencio durante un par de minutos, Irin permitía que la reina asimilará la pequeñísima información que había podido reunir de Han y Jesce, en Ciudad Dual le revelaría aun más.

El edificio principal de aquella comunidad, que habían preparado especialmente para Irin, se encontraba protegido por una hilera de soldados Zheng, no temían a los Him, pero siempre había que tener cuidado con ellos. Al ver a Irin los hombres abrieron paso sin espera.

—Mi hermano nació ojos–gema –empezó a contar cuando entraron en por el arco rojizo que hacía de puerta–. Las parteras de la fe lo arrebataron de su casta. Al cuestionar a mi padre por permitir tal insulto a nuestra familia, él solo respondió: “Los ojos-gema son hijos de Axies, no nuestros. Ni yo puedo alzarme contra Dios.”

Tristan frunció el ceño, parecía no entender a cuento de qué venía la historia. Era de dominio público tal suceso: el segundo hijo de Zheng V fue ojos-gema, un recordatorio para demostrarles que nadie estaba por encima de Axies.

—Meses antes de este conflicto, hice infiltrar a dos hombres en el convento de mi capital.  Les pedí hacerse con un ojos-gema o cualquier persona de alto rango que pudiese dar información sobre lo que sucedía ahí dentro –añadió, esta vez paró de hablar esperando confirmar si la reina norteña le prestaba atención.

—¿Por qué no simplemente ordenaste una audiencia o que te permitieran el paso al convento? –respondió ella bostezando–. Eso he hecho en Yúan, nunca han negado mi autoridad.

—Los devotos orientales son un incordio –respondió Irin, haciendo un gesto desdeñoso. Desde luego él mismo era devoto, pero la fe daba razones para no serlo–. Negaban las audiencias la gran mayoría de veces, y, cuando sucedían, simple respondían con preceptos ya escritos –sí que había querido hacer las cosas correctas en algún momento, hacer la paz, pero… Palpó de nuevo el arma de Han para sentirse pleno con esa aura de tranquilidad.

Abrió una gruesa puerta de madera y con un gesto indicó a Tristan que se abriera paso.

La reina suspiró fatigada, los Yúanes no eran de historias—: En fin… –dijo–. ¿Qué sucedió cuando tuviste a los secuestrados frente a ti?

—Solo fue un hombre, no era más que un simple barrendero, –empezó a explicar sin más dilación– Yo mismo guie el interrogatorio; no dijo ni una sola palabra. Cómo dije, los devotos orientales son un incordio.

»Habló solo al final. cuando lo pasé por Hierro y fuego, una sola frase dijo: “Los ojos, sucede algo con los ojos. Maldita tu casta rojinegra.”

La reina soltó tal risotada que el mismo Irin deseo hacerla fustigar.

—¿Murió o no? –preguntó aún a modo de burla, intentando ahogar la risa y tomando asiento alrededor de una amplia mesa–. Quiero decir, “sabes que pasa cuando maldices a un Zheng.”

—“Hierro y fuego” –respondió Irin, mirando el ventanal. Los Him empezaban a estudiar el barco y las armas de los Yúanes.

Tomó asiento mientras la reina aún reía impresionada.

—Con esa información empezamos a espiar a los grupos que repartían alimentos y educación –siguió diciendo.

»Cuando sus rutas estuvieron trazadas, encargué al capitán de mi guardia inculpar, de alguna manera, a uno de esos chicos para hacerlo llegar al palacio e interrogarlo –de su bolsillo sacó una cajita de acero, que colocó sobre la mesa, de ella extrajo unas pequeñas hojas de color marrón casi quemadas. Las empezó a mascar para calmar sus nervios.

—Y todo salió mal –concluyó la reina, tomando un poco de las hojas. Era típico de los marinos Yúan mascar esas hojas para mantenerse consientes durante largas travesías; eran cremosas al tacto y al mascar desprendían un regusto de lo más amargo. Aun así, eran exquisitas.

—En fin, logramos nuestro objetivo en cierta medida –flaqueó al recordarlo–. Tomamos sus ojos.

—“Implacable solo Zheng” –silabeó Tristan, escupiendo lo mascado en un bote a su lado–. Ciertamente eso haría enojar a cualquier persona, querido. Más, si forma parte de una iglesia que los mira como pedacitos de Dios.

Irin se limitó a seguir mascando sin responder a la puña, dio un mismo escupitajo al bote, nunca se tragaba la masa formada con las hojas, habría que escupirla o de lo contrario quemaría el esófago.

—¿Qué paso luego? –siguió preguntando la reina, reposando los pies sobre la mesa.

—Cedí los ojos a disposición de mis médicos, pedí que los examinaran.

—¿Y?

—Los ojos se volvieron dos piedras de jade. El iris se desplazó por todo el globo ocular hasta cubrirlo por completo –frunció el ceño, incomodo, recordando lo asqueroso que fue–, hasta que se formó un jade con la apariencia de un ojo.

Los de la reina se pusieron como platos, abiertos de par en par. Su carácter regio se había esfumado y ahora solo quedaba una expresión de asco.

—¿Sabes que dice mi gente de los ojos-gema, Irin?

—Que nacían en las profundidades de Akxesh, hijos de las piedras –memorizó el rey, levantándose del asiento para colocar sobre la mesa un amplio y detallado mapa del mundo–. Los Him de mis tierras lo repiten.

—¿Crees que tenga alguna relación? Ya sabes lo que se cuenta de los Him…

—Los Him son barbaros y nada más –matizó Irin, señalando un lugar en el mapa. La reina suspiró y acepto el cambio de tema–. He aconsejado a Lanatar custodiar sus puertos en caso de que los Karanavi intenten un ataque anfibio. Quiero que mandes lleves tu Juicio a esos mares.

—¿Crees que ese rey de oro acepté que mi buque navegué sus costas? –dijo, dando una risotada y luego analizando el mapa–. Lo haré con una condición, responde a mi pregunta.

Irin tomó asiento y regresó a masticar las hojas amargas. Hizo un gesto de aprobación.

—¿Cuántos de esos ojos conseguiste? –preguntó–. Con la caída de uno de los conventos más grandes, y la información que ya tenías, sería como abrir los mares Yúan a un avaro pescador Him.

—Los contarás por ti misma cuando lleguemos a mi capital –respondió con firmeza–. Te he dado información importante, a cambio quiero tu Juicio en costas de Lanatar, te recuerdo que está en una posición comprometida y espera nuestro apoyo.

—¡Bah! Maldito quejumbroso –se quejó Tristan, provocando un resalte en las venas de Irin–. Bien, mandaré al Juicio a Lanatar y daré artillería móvil al rey de oro.

—¿Solo eso? –preguntó Irin, tanteando a la reina, intentando conseguir más–. Yo mismo puedo enviar doscientos cañones a Lanatar.

Tristan se talló las cienes, ciertamente no podía ofrecer tanto como Irin. Su infantería era pobre y su poderosa flota se hallaba en el anillo Him al noroeste de Yúan; una batalla terrestre no era lo suyo.

—¿Qué más quieres? –acabó por preguntar, fastidiada–. Te recuerdo que bien podría ser tu madre y no me van los mocosos.

—Quién dirige el grueso de tu flota en estos momentos? –contestó, sin avergonzarse por la insinuación de aquella nefasta mujer norteña.

La reina bufó, sentida—: Ésqt Îh Yang, mi segundo al mando.

—¿Puedes comunicarte con él? Debemos cambiar nuestra ofensiva en Yúan.

—En la fragata desde la que comanda hay una escriba. Lo único que necesitas es mi clave y se notificará a Ésqt que deseo hablar con él –respondió, Tristan con la ceja enarcada, desconfiando–. ¿Qué pretendes?

—Ordénale abrir fuego únicamente si la flota Karanavi lo hace, los que se internen en la ciudad, para protegerse, serán sitiados –contestó firme, esperando el estallido de la reina.

—¡Una mierda!

«Tardó poco en llegar»

—¡El plan era acabar con toda la flota Karanavi y con ella en el convento portuario! ¡No le cederé mis tierras para esconderse cual rata! –rugió, echando al suelo todo de la mesa, incluida la cajita de las hojas. Fugacidad sí que se había enojado.

Irin se puso en pie, ignorando la furia de la reina. Se paseó por la habitación hasta quedar de nuevo frente al ventanal. Controló su respiración, palpando el arma para sentir aquel abrazo familiar. Un Zheng enfurecido es implacable, recuérdalo. Dijo una parte de sí mismo.

—En mi capital cometí un error –empezó a decir, la vista al puerto–. Cuando asalté el convento, la destrucción del momento acabó con mucha de la información almacenada. Luego de ello todos los pequeños conventos empezaron revueltas que hubo que sofocar.

»Y el encarcelamiento de Xia Han no hace más que aumentar la furia de los devotos –continuó–. Según informes de mis tropas, al parecer pretenden levantarse y tomar las ciudades–estados que habitan.

—¿Piensas que podría suceder lo mismo en Yúan? –preguntó Tristan, intentando calmar sus emociones.

—No lo pienso. Pasaría.

—Fugacidad –chasqueó, dejándose caer en el asiento–. ¡Que se los trague la maldita fugacidad! –rugió antes de recuperar la compostura–… Xia Han, ¿qué pasa con ella?, ¿podemos usarla?

—Enloquece –dijo, Irin–. Habla galimatías y constantemente repite el nombre de Axies al revés. Supongo que empieza a perder la cordura –respondió Irin, sintiendo como su arma “enfurecía” al mencionar aquello de Axies–. Sin embargo, la llevaremos a un punto donde no le quede más opción que hablar contra la fe.

La reina suspiró y se reincorporó en el asiento, aceptando. Ciertamente prefería arrasar con todo y reconstruir el reino desde los cimientos, pero no tenía otras opciones más que aceptar o enfrentaría guerras civiles hasta el final de sus tiempos, tal como pasaría en Zheng si Irin no hacía que Jesce se pusiera a trabajar. Tras un breve periodo de silencio incomodo, tomó aire y del bolsillo derecho de la gabardina, sacó su transmisor.

El aparato era más pequeño que la usual tablilla que utilizaba Jesce, puesto que solamente estaba conectado al transmisor de Ésqt. Al presionar el emblema de encendido, el dispositivo destelló sutilmente en azul verdoso y luego de un par de segundos la línea de comunicación estaba establecida.

Mar de llamas –dijo la reina, recitando su clave mientras la escribía. Con diez segundos de retraso, su mensaje había sido enviado con éxito. Dada la distancia que los separaba, tuvo que esperar cerca de tres minutos para recibir respuestas. Era toda una suerte que su segundo al mando tuviese un comunicador Zheng, esos podían tomar señal a largas distancias.

La respuesta llegó:

Longevidad para Yúan.

Majestad, su capitán general de la flora naval, Ésqt Îh Yang, al habla. La transmisión se encuentra cifrada de punto a punto, puede hablar tranquila y con soltura.

—Capitán, mis deseos han cambiado. Sitien la ciudad y acaben únicamente con aquellos que se resistan –dijo, en voz alta mientras escribía lo dicho con un lápiz de goma dura. Quería asegurarse de que Irin estaba al tanto de sus órdenes.

Los refugiados vivirán para que sea usted quien les de muerte, majestad. Rezaba la respuesta.

He de informar que nuestros hombres leales, en la capital, han avistado los primeros barcos Karanavi. Como se esperaba, es el grueso de su flota naval.

Al caer la noche tomaremos lugar para rodearlos. Me comunicaré con usted nuevamente cuando el mar sea de llamas.

 

Ésqt îh Yang.

Capitán General de la Flota Naval Yúan.

 

—Está hecho, Iri–

—Me gusta la lealtad de ese hombre –le interrumpió desde detrás de ella.

Tristan soltó un grito, lanzando el transmisor al aire que cayó en la mesa.

—¡Fugaz imbécil! –espetó–. No soy tan vieja para morir de un susto, pero deberías avisar cuando te acercas.

—Deberías reunirte con tus hijos –respondió él sin más–. El sol empezará a ponerse pronto. Recuerda, al amanecer nos reuniremos en la estación, puedes traer a tus tropas si lo deseas.

—Sí, sí –respondió, al momento que se despejaba el cabello, anaranjado y rojizo, del rostro–. Espero que los Him tengan buenos sastres, Elenea es quisquillosa.

—En Ciudad Dual podrás comprar mejores atuendos si los de aquí no son de tu agrado.

—Sí estos no son de mi agrado –puntualizó–, destruiré la ciudad –dijo, a modo de broma y le arrebató el transmisor de la mano.

Tristan se encaminó a la puerta por la que habían entrado, con el paso galante de una reina que dominaba los mares.

—Longevidad a la tregua –dijo, despidiéndose.

—Longevidad –respondió Irin, repitiendo el gesto de buena fortuna.

 

La comitiva de Tristan la esperaba en la puerta del edificio con una regia formación. Al instante notó que un par de soldados cargaban con seis grandes cajas como ataúdes las cuales tenían impresas los sellos sastres de los Him. Eran rusticas marcas de fuego, pero tenían cierto encanto para ser barbaros.

—No había gran cosa que ver, madre –habló Elenea con gesto arcaico–, Pero lo que he encontrado es bonito; gabanes, vestidos, collares. Me han dicho que es digno de la cachorra del fuego, ¿eso es acaso un insulto Him?

La reina rio, tomando a la chiquilla de las axilas y levantándola para sentarla sobre sus hombros. A pesar de las cuatro décadas vividas, Tristan seguía siendo lo suficientemente fuerte como para abatir a cualquier guerrero que le doblase la estatura.

—No es para nada un insulto, cachorra –dijo, con una sonrisa–. Es un apodo digno, asegurémonos de agradecer a los Him.

»Kalá, querido, ¿qué tal va el banquete, está todo listo? –preguntó, alborotando los cabellos flameantes del muchacho.

—Casi listo, madre. He ordenado que se lleve a cabo en la cubierta del Juicio, los Him han de conocer su gloria –respondió con su habitual jugueteo militar.

—Ese es mi león. Partamos entonces, esta gente espera a ver una reina de fuego en toda gloria.

Apenas entrar en su camarote, la reina se dejó caer sin gracia sobre un largo y mullido sofá con fieltro curcumoso y franjas en dorado.

«No soy una mujer de tierra», se quejó para sí misma, sintiéndose agotada, pero incapaz de dormir. Solamente el arrullo de las olas podría darle el sueño que tanto deseaba. Pocos segundos duró su descanso, a los instantes de haber cerrado la puerta, entraron sus damas encargadas de vestirla. Elenea caminaba entremedias de todas.

—Madre, es hora –dijo, mirándola con gesto desdeñoso cómo si mirara a un perro desgarbado. Fugaz niña, había sacado todo de ella.

Las mujeres colocaron en medio del amplio camarote una a bañera de madera, la cual llenaron a cubos de agua caliente. Elenea fue la primera en entrar y unas mujeres empezaron a trabajar su cabello mientras otras perfumaban el baño.

Fuera de la habitación se escuchaba el bullicio de los hombres. Asistieron prácticamente todos los habitantes del puerto –incapaces de negarse por orden de Kalá–, ocupando por completo toda la cubierta del navío. Los que no pudieron subir a bordo, estaban a las orillas disfrutando igualmente de la celebración.

—Ocúpense de mí, doncellas –suspiró mientras se ponía en pie, extendiendo los brazos hacía ambos sentidos.

Un par de mujeres se separaron del grupo que atendía a Elenea y acudieron a desvestirla. El cuerpo desnudo de Tristan dejaba en claro que no era una dama de corte, por dónde se le mirase se podía notar lo bien trabajado de sus músculos. Al retirar sus guantes dejaron al descubierto unas bronceadas manos encallecidas gracias a los entrenamientos con sables. La espalda baja, glúteos y piernas, harían suspirar a cualquier imbécil que mirase, eso si alguna vez alguien podría antes acabar muerto.

Canturreó, incorporándose en la bañera dónde se encontraba Elenea. De igual forma las damas empezaron a desenredar su larguísimo cabello—: Hecho, querida mía. ¿Vuestra furia se ha calmado? –preguntó, siguiendo el juego de formalidades de Elenea.

—Cesa las burlas –respondió con gesto serio–. Soy una princesa madre, los libros dicen que las princesas deben comportarse como tal. Hablar con respeto, conocer la política de los reinos y –rio, incapaz de contener la gracia– casarme con un rey apropiado.

—Eres hija de Tristan Yúan –dijo–. Ni un rey de tierra sería apropiado para ti, Elenea, nacimos para controlar los mares –una fina sonrisa en los labios–. Además, incluso si encontrases uno apropiado, estos no sirven más que para gritar y dar hijos. Domina. Recuérdalo, domina y no seas dominada.

—No esperaba una reflexión –respondió Elenea. Antaño hubiese llorado por algo así, era apenas una niña, pero se estaba acostumbrando a las voces de su madre.

—Cuando seas reina, deberás dejar clara tu posición –siguió diciendo Tristan–. Sin embargo, eso no quiere decir que tengas prohibido relucir hermosos vestidos   –añadió, intentando arreglar el ánimo de su hija.

Con el rostro un poco más relajado, Elenea respondió—: ¿No has pensado contraer matrimonio de nuevo, madre?

—No pensaba que fueras precisamente tú quien me preguntara eso, querida –rio. Las damas indicaron que los cabellos estaban debidamente lavados y secos así que era momento de los vestidos–. Hubo un tiempo en que el busque una figura paterna, alguien que los cuidase mientras hacía lo mío, pero todos los pretendientes fueron patéticos –añadió, eligiendo un vestido de cola de sirena que sobre cuello tenía un intrincado en forma de llamas y dejaba el pecho al descubierto en un amplio escote. El resto del vestido consistía en curvas de colores rojo y humo, cada cuanto se dejaba ver un bordado de encaje.

«Pensaba que los Him no conocían el punto bello.»

—¿Qué tal el rey Irin, madre? Tiene una buena posición con la actual guerra y es joven –contestó la chiquilla. Su vestido, de acuerdo a su edad, consistía en un azabache que abundaba con perlas de oro blanco, cubría completamente de la cintura a los pies en una gran copa gris invertida con bordados sanguinolentos. La parte superior brillaba en rosas de tela tejidas entre sí sobre un camisón ajustado.

—Irin es demasiado joven. Demasiado sombrío para una consorte –respondió en una carcajada.

Las damas se encargaron de trenzar nuevamente los cabellos, dejando al final una coleta rizada. Para Elenea, el cabello dorado a la altura de la nuca, sosteniéndolo con pizas anaranjadas que adornaban un delicado tocado de pétalos adiamantados.

—De cualquier forma, que yo abra las piernas no te compete. Concéntrate en disfrutar y presumir quién eres –añadió, con una sonrisa.

Elenea rio ante el comentario y añadió con la sonrisa de oreja a oreja—: Es una promesa madre, sino el mar se hará de llamas –la tomó de la mano mientras salía del camarote.

El festejo por fuera era de algo que los Him no conocían a pesar de ser tan revoltosos. Disfrutaban del alcohol y comían como si sus estómagos no tuviesen fondo, al parecer, ansiaban formar parte de los soldados de Tristan, por los comentarios que hacían.

—… Tristan, temida, en todo el mar conocida del uno al otro confín… –canturreó, saliendo a cubierta con los brazos bien abiertos y dando voces de saludo en idioma Him.




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