La Divina Dualidad. IX

 

IX

Sombras de medianoche en el mar de llamas


El mar norteño no era precisamente como Elemir lo suponía. Esperaba olas rompiendo con fiereza los cascos de los barcos, bestias marinas cabrioleando libres y moros piratas campando a sus anchas, en cambio, había encontrado un mar totalmente afable y una oscura calma, la noche iluminada únicamente por la enorme luna y su faz.

—Desearía seguir en Karanavi –dijo, al capitán Velc a su lado–. Hay muchas más helada aquí que en mis tierras.

—Los Yúanes dicen que durante estas fechas una parte Axies desciende para cuidar de los marineros, de ahí el frio que ahora nos llega –respondió Velc. Las cicatrices en su rostro, sumado a su media nariz y labio, parecían mostrar a un hombre de pocos amigos. Era todo lo contrario, demasiado amigable–. Ya sabe –añadió, señalando al cielo nocturno–, la otra mitad permanece en el sol.

—Lleva razón, sir Velc –contestó Elemir, dando poca importancia a las leyendas de los Yúanes.

Santa fugacidad, no reprochaba el ser enviado como mensajero al reino de las aguas del norte, pues se debía reafirmar el poderío de la alianza occidental con la fe, pero no se sentía ameno en esos mares. Había algo raro en el ambiente, en su propia divinidad.

—¿Tenemos noticias de la chica en Ciudad Dual? –preguntó Velc mientras se dejaba caer sobre un barril de vino especiado.

—Ni una sola –respondió Elemir, intentando dar la imagen más regia que tenía–. Hace semanas que Jesce dejó de comunicarse con la fe –la duda en su voz, quizá había sido un error enviarla sola como escriba de Zheng.

—Estará bien –dijo, dando una palmada amistosa en el hombro. Elemir lo miró con la ceja enarcada, pero convino el gesto con una sonrisa afligida–, es natal de Zheng y sigue siendo ojos-gema –matizó el hombre.

«Ahí está de nuevo», pensó. Desde que habían dado a conocer los dones de los ojos-gema a la corte de Karanavi, todos los miraban como si fueran seres superiores. Se equivocaban, no era más que hombres comunes que sangraban como hombres comunes.

Asintió, respondiendo al halago de Velc. Siguieron estudiando el mar abierto hasta que el transmisor de Elemir centelló, la primera fragata en llegar se comunicaba con él.

Fragata número Valor de Eral a Flor de Hielo.

Un total de siete fragatas hemos desembarcado en el puerto Yúan. Las gentes de la ciudad portuaria no muestran signos de hostilidad y no se han avistado enemigos en la cercanía. Tienen vía libre.

—Definitivamente los abandonó a su suerte –dijo Elemir cuando terminaba de leer el informe–. Podemos navegar sin temores, capitán. ¿Sus órdenes?

—“Todos abran paso total a las carracas, los suministros deben ser los primeros en llegar, que las fragatas los escolten. Los buques dispérsense para un último reconocimiento” –ordenó. Cada palabra dicha fue copiada por Elemir quién las transmitió al resto de escribas –uno por cada navío que había–.

A la orden, todas las naves se dispersaron abriendo paso a unos enormes buques. Estos no contaban con artillería así que serían los próximos en llegar y desplazarse por los canales de la ciudad para mantenerse seguros junto a los ya desembarcados.

—¿No dejamos al reino desprotegido? –preguntó al mirar la cantidad ingente de efectivos, «Doscientas naves; fragatas, buques, carracas… casi toda la fuerza marítima de Karanavi.»

—Los Karanavi somos guerreros desde el momento en que lloramos al salir del vientre de nuestra madre –respondió el capitán al ver el vitoreo que los marinos daban a las carracas–. Los que se quedaron en tierra defenderán el reino con sus vidas, aun si eso implica nadar hasta los navíos enemigos para dar muerte a sus ocupantes.

Elemir asintió con dudas en el rostro.

Las carracas por fin arribaron al puerto luego de unas largas horas en las que la medianoche se posó sobre ellos con un manto de absoluta oscuridad. Los locales ayudaban abriendo paso hacía los canales que, efectivamente cómo todos decían, eran enormes, pues los barcos se desplazaban sin riesgo a colisionar entre sí.

Solamente un puñado de naves habían logrado entrar, al menos por lo que Elemir podía ver a través del catalejo, el resto, se dispersaban esperando turno para hacerse paso por el reino. Otro más de medio centenar esperaría fuera, asegurando por un tiempo las aguas hasta que se les ordenara volver a las costas septentrionales de Karanavi.

Los reinos estaban al menos semana y media alejados entre sí y solo se podía transitar desde el noroeste de Yúan, pues el paso sur, que conectaba con los mares de Lanatar, se hallaba completamente vigilado por sus centinelas marinos. Debían asegurar Yúan, una retirada no era opción.

«Necesitamos saber la situación en Zheng, todo esto está siendo demasiado sencillo», pensó a regañadientes, antes de empezar a redactar un mensaje más a Jesce. Cómo en todas las demás ocasiones, no pondría remitente para no delatarla.

Longevidad y fortuna. Requerimos información. Responde.

Guardo el transmisor sin esperar del todo una respuesta. Jesce no había respondido en semanas, menos lo haría hoy.

—¡Rápido, inútiles! –gritaba el capitán en cubierta, claramente emocionado–. ¡Yúan espera por nosotros! ¡Amarren esas velas para evitar encontrones!

—¡Capitán! –le llamó Elemir con una sonrisa, dejándose llevar por el júbilo mostrado–. ¡Pediré al convento capital que movilice a los ojos-gema para ayudar con el desembarque!

Velc respondió con un grito satisfactorio. Con la ayuda de los ojos-gema se agilizarían las cosas.

Elemir Ilek Truen, maestre de campo en representación de Letifan Vernatk Krien Gran Guía y maestre militar de la fe.

Comunico la present-

El comunicador brilló. Un informe de Jesce había llegado, se identificaba por el remitente mostrado. Solo rezaba una frase, una sentencia:

El mar se hará de llamas.

Los ojos iolita de Elemir se desorbitaron por un momento, su mente fuera de lugar. El capitán gritaba órdenes a los barcos más cercanos para recibir informes de aquellas embarcaciones pequeñas y rápidas que peinaban la zona del anillo Him.

«Imbéciles necios. Nos tendieron la trampa como si fuéramos meros niños», pensó, mirando a las fragatas sin formación y a los buques dispersos.

—¡Hey, Elemir! ¿Qué sucede chico? –llamó el capitán a su lado, haciéndole regresar a la razón con una sacudida del hombro.

Su cuerpo se tensó mientras miraba a la oscuridad engullir a los centinelas, luego todo desapareció en la misma noche. Los segundos acontecieron hasta que, por fin, uno de los vigías, salió de aquel vacío, haciéndole recuperar el aliento. Se esperanzó en que ese mensaje no fuera más que una señal del develamiento de Jesce como espía, aunque eso implicaba que bien podría estar muerta en esos momentos.

—Hay que apurar-

Dejó la frase inconclusa cuando una bestia rugió desde el anillo de islas, acompañado de una intensa luz amarillenta que sustituyo a la luna por unos instantes. Luego, un pilar de humo coronando el lugar desde dónde el mortero enemigo había estallado.

Desde el buque donde se desplazaba Elemir, se podía notar con claridad la dirección de la enorme esfera en llamas. Trazó un amplio arco e impacto sobre una de las fragatas alejadas, mientras que al sonido del mortero acompañaban el de los cañones haciendo polvo al centinela que intentaba huir del anillo.

—¡Elemir! –gritó Vlec, rugiendo ordenes–. ¡Las fragatas que aún no hayan entrado a la ciudad deben lanzarse al combate en variante de águila, esperen el regreso de los buques para formar en arco y asediar al enemigo! ¡Transmite, muchacho, no te quedes en blanco!

Elemir transmitió cuando por fin pudo controlar el temblor de sus dedos. Nunca había estado en combate y mucho menos en una batalla naval. Lo caótico de la situación lo estaba consumiendo así que empezó a seguir al capitán a la espera de nuevas órdenes para así despejarse la mente.

Poca cosa podían hacer, aun cuando el despliegue había sido ordenado y llevado a cabo de manera impecable, pues el humo del primer mortero había coronado el campo marino, cegándolos. Estaban completamente desorientados y los Yúanes conocían esas aguas como su propio patio de juegos.

Otro rugido.

Uno más.

Un tercero.

Los morteros no se detenían, se realizaron seis descargas en total, cada una levantando su propia columna de humo y una intensa luz en las alturas que mostraba por fin al enemigo que enfrentaban; la flota de Yúan les superaba con el doble de efectivos, armados hasta por donde no debería haber artillera. Estaban dispuestos de tal manera que rodeaban por completo la formación del ejército Karanavi; los buques no regresaban, estaba claro que se mantenían en línea de fuego, pues moverse expondría al puerto y la formación de las fragatas.

Las llamas cayeron por fin sobre los primeros buques, aquellos cercanos al de Elemir, provocando un estallido de madera y hierro que ni siquiera el mar pudo contener cuando se encabrito el oleaje.

Los Karanavi respondieron de manera eficiente a pesar de la inferioridad numérica, ni una nave huyó, al contrario, se replegaron nuevamente redirigiendo el rumbo para no quedar expuestos a las llamas de los caídos.

Los buques formaron en lúnula compuesta, al momento que abrían fuego con los propios morteros en objetivo a las bestias enemigas. Gran parte del ataque pretendía dotar de luz a la flota para guiar los cañones, sin embargo, los Yúanes no escatimaban en sacrificar navíos con tal de asediar todo lo posible a la lianza occidental, aprovecharon la iluminación de sus compañeros caídos para abrir fuego con toda la potencia con la que contaban.

Las fragatas más rápidas intentaron responder, inútilmente, el ataque Yúan fue devastador.

Balas encadenadas, llameantes, de punta blindada. Cientos y cientos impactaron de lleno con el grueso de la flota, reduciendo a más de la mitad de los efectivos. Habían caído en un combate que apenas daba comienzo.

Los Yúanes concentraron su ataque únicamente en las fragatas que daban entable al contraataque, al resto que intentaba replegarse en tenaza únicamente los ignoraban.

—Hay que huir al puerto –susurró Elemir con voz queda, esquivando las astillas que bailaban a su alrededor, de vez en cuando alguna bala de cañón golpeaba el Flor de Hielo haciéndolo sacudir con fiereza.

Velc no le escuchaba entre el sonido de sus naves cayendo. Su vista estaba centrada únicamente en la batalla.

—¡Hay que huir al puerto! –repitió, tirando de la camisola del capitán.

—¡Nos hundirán cuando les demos la espalda, muchacho! –dijo él en un rugido.

—¡No atacan a los que se adentran en el reino, se están concentrando en las naves que siguen desplegadas! –rugió, con una furia impropia de él–. Las carracas están dentro, podemos soportar un sitio.

El capitán gruñó y espetó—: ¡Transmite: que los buques se replieguen en arco par-

Velc se detuvo de febril, su mirada de terror estaba fija al este, hacia una fragata cubierta en llamas que iba en dirección a ellos. Lo último que Elemir alcanzó a vislumbrar fue a una mujer de piel blanca de pie sobre un bauprés adornado con los colores de la emperatriz. Al siguiente instante todo se oscureció.

 

Sus ojos se abrieron de par en par cuando empezó a sentir el ardiente escozor al costado de su abdomen. Ahí, se podía mirar un retazo de madera atravesando de lado a lado el estómago. Chilló y se dejó envolver por el abrazo caluroso de la dotación de tenacidad, detuvo la hemorragia y calmó ligeramente el dolor.

—De un tirón, Elemir –se dijo a sí mismo, tomando con fuerza el troncho de madera astillada y quitándolo de sí mismo junto a un reguero de sangre marrón. Volvió a chillar de dolor, distribuyendo más del don para evitar morir desangrado. Su vista empezaba a arder y lagrimar.

Cúrate –dijo una voz.

La misma mujer de piel blanca que había avistado antes de aquella colisión de navíos, estaba sentada sobre la arena mirando hacia el mar. Elemir siguió su mirada únicamente para encontrar un mar cubierto de restos de cientos de navíos aun ardiendo, un mar de llamas.

Cúrate –repitió la extraña mujer. Vestía una austera túnica negra y nada más, iba completamente descalza. Y debajo no parecía llevar ropa interior, se notaba por sus pobres músculos que resaltaban los pequeños pechos.

—No puedo –susurró Elemir, sabía quién era esa mujer–, mi señor Axies.

La mujer gruñó disgustada y asintió.

Calma tu ser y entonces lo sentirás. Déjalo entrar –dijo–. Apura o morirás.

Elemir siguió el consejo de Dios, intentó calmarse pese a la cantidad desmedida de sangre que rompió a escapar de su cuerpo cuando revocó la dotación de tenacidad. Cuando lo consiguió, sintió, en efecto, que algo intentaba abrirse paso a su cuerpo, en su alma, concretamente.

Lo dejó entrar.

Al instante la herida escoció aún más, pero se curaba, los vasos sanguíneos se restauraban y los músculos volvían a unirse. No quedaba rastro de aquella herida mortífera, en cambio, sus ojos sufrieron un agotamiento tremendo, por lo que deseó tener Sangre de Axies a su mano, tendría que aguantar hasta llegar al convento.

Se puso en pie con dificultad, sintiendo como el ser que había ocupado su cuerpo escapaba hacia los costados de Dios, y haciéndose visera para soportar el brillo del sol sobre sus ojos completamente agotados, con dificultad podía observar.

No debieron venir, intenté advertir a Letifan –dijo Dios con una voz de lo más tétrica. Era normal, se decía que la contraparte femenina era quien guiaba a las almas moribundas al centro de Akxesh o eso se sabía, el maestre nunca le adoctrino en ese tema.

—Mi señor-

Señora –corrigió.

—Mi señora, necesitamos vuestra guía en esta batalla –pidió Elemir haciendo un articulado gesto de ruego que Axies únicamente respondió con una mueca.

La batalla ha terminado, mira el mar y te darás cuenta.

—Esta batalla no, mi señora, sino la de Akxesh –explicó Elemir, irguiéndose en respeto a la divinidad.

Una batalla que no debieron empezar, en primer lugar –respondió, poniéndose en pie y empezando a caminar cuesta arriba en dirección al puerto por dónde las fragatas habían amarrado–. Sin embargo, fueron necios, vuestro afán de poder los hizo entablar conflicto con Oriente. Akxe… Estoy decepcionada.

—Debíamos defender su fe, mi señora –respondió Elemir alcanzándola y mirando a sus profundos ojos invertidos–. Nosotros… luchamos por usted.

Nunca les pedí guerrear en mi nombre – reprendió–. Camina a mi lado, te mostraré algo.

Elemir no respondió al regaño, en cambio, se limitó a seguirla con paso tranquilo mientras miraba, nubloso, los restos de una carnicería. No habían tenido oportunidad de defenderse, ciertamente esa reina norteña era de temer y ahora Karanavi no contaba con navíos para contener un ataque desde el mar Lanatano.

Al llegar a donde Dios pretendía, encontró a un numeroso grupo de personas que miraban descorazonados a la flota Yúan, desde niños hasta ancianos. No repararon en Elemir.

Esperan la luz negra de esperanza –dijo, frunciendo los labios–, y ese eres tú.

—¿Lo soy? –preguntó Elemir, dudando. No se sentía como un guía, ni siquiera había terminado su erudición como acolito del maestre Letifan.

Se concentró en la luz que bañaba la costa, tocándolo con el consuelo de una madre o al menos eso quería pensar cuando miraba a la claridad acariciar los restos de lo que hace unas horas había sido una poderosa fuerza naval. Únicamente un cuarto de la flota había conseguido entrar por los canales del reino y pronto se desplazarían por la mayor cantidad de ciudades posibles para abastecer de alimentos a la población Yúan.

—Yo decidiré si lo eres o no, de acuerdo a cómo utilices lo que te permití tener –respondió Axies mirándolo de reojo–. Anda, te esperan –dio un ligero empujo con el tacto frio, pero acogedor.

»Por cierto –añadió casi en un graznido cuando Elemir se halló lejos de dónde antes estuviese–. No rehidrates tus ojos por completo o no podré visitarte más –sonrió.

Elemir asintió y se encaminó.

—¡Acolito Elemir! –saludó un hombre con las túnicas de director de convento, se dejó caer al suelo cómo si viera a Axies en persona, pero cuando Elemir giró la mirada no encontró a Dios–. Mi nombre es Novo. Acolito, le creíamos muerto, creíamos que todos habían caído.

—No todos –respondió Elemir con una voz que tenía atisbos de arrogancia.

—Acolito, el pueblo espera un ánimo, algo que levante sus esperanzas contra lo que presenciaron –suplicó el anciano. Cuando Elemir lo estudió se dio cuenta que a pesar de ser director de convento no contaba con un arma divina.

—Un mensaje de Axies –susurró Elemir con la mirada fija en aquel panorama de destrucción, de humillación–. Reúnelos a todos frente al puerto, que vean directamente a esto –dijo, señalando los barcos hundidos.

—¿Señor? –preguntó Novo, confundido.

Elemir no respondió durante el tiempo suficiente para que el hombre entendiese que debía marcharse a cumplir lo pedido. No tenía ánimos de dar un discurso propio, así que usaría las palabras de Axies para formar una esperanza. Una nueva Yúan.

Cuando la gente hubo llegado, se irguió. Miró a cada persona a los ojos, dilucidando lo que esperaban oír.

—Una cosa es clara –empezó a decir en voz alta para hacerse escuchar–: perdimos la batalla y las carracas solo podrán alimentar a Yúan, por lo menos, durante dos años.

»¡Esto es el resultado de la arrogancia  «No», de pensar que somos imbatibles!

Hazles saber que eres. Muestrales lo que es un hijo de él.

Rompió el voto de silencio. Posó la mano sobre una enorme bala de acero, casi del tamaño de su cabeza, y encajo los dedos con la fuerza que profería la dotación especifica. Sintió las uñas partirse, pero le dio igual, las restauraría con el poder que Axies le había revelado.

—¡Esto es un ojos-gema! –rugió, lanzando el proyectil al vastísimo mar Yúan.

Tal fue la fuerza que, al impactar en el agua, esta provoco que el oleaje se encabritara contra los peñascos del puerto. El resto de ojos-gema, incluido Novo, lo miraron estupefactos y con razón, romper el voto de silencio era algo grave que Axies únicamente permitió a la casta del maestre Krien.

—¡Esto es lo que ansía el rey oriental, por eso ha empezado una cruzada contra la fe de todos los hombres en Akxesh! –añadió, con los ojos hechos un caos, apenas y podía ver–. No cometeremos el error de responder con más muerte, ruego por su apoyo para detener todo conflicto que llegué a estas tierras.

Axies posó una mano sobre su hombro.

—Guíalos, Elemir. Te daré las herramientas para ello.

 

—Virad los barcos, frente a ti, un mar de llamas, una demostración de poder –canturreaba la reina, sonriendo de oreja a oreja mientras se dirigía al edifico de interrogatorios con Irin como guía.

El informe de Ésqt era de lo más prodigioso, había cumplido con entereza la orden dada: Yúan se encontraba sitiada por toda costa existente y la flota Karanavi sufría de tantas bajas como personas vivían en su reino, por fin la mocosa con aires de grandeza conocía la ferocidad de un Yúanes y el rugir de sus cañones. De igual forma, los partidarios en el reino, informaban que el tal Elemir Truen había sido el único sobreviviente de tal masacre, haciendo un espectáculo sobre su posición cómo ojos-gema y pacifista de todo conflicto.

Todo marchaba en orden, el acolito mostraba los dotes de ojos-gema a los norteños supersticioso y los Karanavi perdían control sobre la sitiada Yúan; en un par de años Tristan regresaría como salvadora de la hambruna que los asolaría. Ahora solo debían esperar a que Lanatar desplazará al grueso de su ejército por la frontera con Rashún y Galinor y atraer al resto de la alianza occidental–sureña a una batalla que no podrían ganar.

Su felicidad era incontenible, durante todo el viaje hacia Ciudad Dual se había regocijado con el vitoreo de sus hijos, bebiendo cervezas y vinos de magnificas procedencias y deleitándose con manjares de excelsas categorías, todo digno de una reina.

La noticia de la victoria había llegado a oídos de Irin, de parte de la propia Tristan, ahora, en el carruaje que los transportaba, la reina se encargaba de despotricar al joven discípulo de Krien y su lamentable discurso de súplica para detener todo conflicto.

—Mi señor –dijo Jesce, mirando su transmisor. Sentada al lado de Irin, se removía incomoda en su asiento–. El rey Lanatar tiene noticias: ha enviado a sus barcos para defender el paso marino septentrional y hace marchar tropas al oeste para defender sus costas de unos conventos rebeldes.

—¿Qué pasa con el frente? –preguntó Irin sin voltear a verla.

—Pide apoyo, afirma que se quedará con la mitad de su vanguardia –respondió la muchacha con la voz quejosa.

—Bien. Responde con agradecimientos en nombre de la reina Yúan y el mío –dijo–. Avisa a los cuarteles que desplacen veinte mil soldados a las tierras de Lanatar e informa al rey de su pronta llegada –darle confianza para transmitir ciertas ordenes hacía que Jesce se sintiese cómoda con su confinamiento, luego de hacerle ver los horrores del hierro y fuego no había osado por dar informes a la fe.

—Envía cinco mil míos, chica –añadió Tristan incluyéndose en la conversación–. Irin, espero que no te importe, pero he dado orden para que la avanzadilla en Yúan empiece a quemar cultivos y robar suministros.

»Un par de años pasando hambruna bastarán para que los lugareños ansíen mi regreso –llevaba razón, su reino no era de cultivos, sino de exportaciones e importaciones. Yúan no resistiría ni siquiera un año de sitio.

—Haz lo que gustes, es tu reino –respondió Irin, asintiendo.

—Chica, muéstrame un poco de eso que hizo el discípulo de Krien –pidió la reina a Jesce.

Los ojos celestes de la chica buscaron rápidamente al suelo cómo ignorando la petición esperando a que la reina se retractase., no lo hizo.

—No… No soy buena con las dotaciones –respondió al ver la expresión fastidiada de Tristan. Por su explicación, dejo en claro que su cuerpo no estaba entrenado para los cambios musculares que conllevaba.

—¡Entonces uno de sanación, mujer! –dijo Tristan con una sonrisa, esperando así calmar los nervios de Jesce.

—Majestad –empezó a decir con voz trémula–, las sanaciones solo sirven para aquellos que han sufrido una lesión o enfermedad reciente; es imposible hacérmelo a mí misma.

Tristan la estudió con la mirada, intentando confirmar si mentía o decía la verdad. Sea como fuere, la reina era de poca paciencia, así que desenvaino el cuchillo que llevaba al cinto de la pierna y se hizo cuatro cortes en la palma, dos caracteres que se leían como Yuú y Ān.

—¿Así ya puedes? –preguntó, enarcando una ceja.

Los ojos de Jesce se ensancharon con un gesto de preocupación. Por lo que había dicho a Irin, mostrar un milagro al pueblo fuera de los conventos era un pecado para con Axies, uno de los peores. Sin embargo, negarse no estaba entre sus opciones, no en la situación en que se hallaba.

—Axies Chánshóu el Dual –rezó a regañadientes mientras ponía sus manos sobre la palma herida de Tristan–, exijo un fragmento de tu Divinidad para sanar a este ser, a cambio te ofrezco mis ojos

Durante unos segundos sus ojos tanzanitas tintinearon bañando el interior del carruaje con una tenue luz azulada, parecía incluso que la luz escapaba por sus oídos y labios.  La palma sanó sin dejar una sola cicatriz y la herida se abrió, idéntica, en la de Jesce quien soltó un grito de dolor. Cómo bien había dicho semanas antes, sus ojos perdieron color.

—Increíble –dijo la reina con los ojos bien abiertos, sosteniendo con fiereza la muñeca de Jesce y palpando para comprobar que la herida fuera real–. ¿Qué más puedes hacer, muchacha? –preguntó, interesada.

—Basta –intervino Irin con una imponente voz al mirar el dolor que provocaba en Jesce. De su bolsillo sacó un frasco de Sangre de Axies que tendió a Jesce–. Debe hidratar nuevamente sus iris, pierde poder con cada uso. Le he hecho escribir un informe con todas las capacidades, te lo daré más tarde.

—¡Bah! –rezongó con un claro disgusto–. Eres un aguafiestas Irin. Dominamos el mar septentrional con el Juicio dando por culo por esa zona y un ejército devastador que marcha a Lanatar, deberíamos estar glorificándonos e investigando más a estos muchachos –añadió, dirigiéndose a Jesce con una sonrisa. La chica tuvo que vendarse para detener la sangre que escapaba de ella.

Irin no respondió, se limitó a mirar el paisaje desolador. Ciudad Dual no era más lo que fue en su día, las calles estaban deshabitadas, los mercados apenas podían mantenerse y el Barrio de las Lágrimas… Ese era un lugar abandonado por Dios.

—Hey, chica –volvió a decir la reina–. ¿Qué puedes decirnos de La Divina Dualidad? ¿Tienes algo que podamos usar en su contra? Aparte de ustedes, claro –rio.

—Mi señora, yo… –empezó a decir Jesce con voz queda–. No puedo decir más, hice un sacro voto.

—Niña, eras una infiltrada en el palacio de tu rey –respondió Tristan cruzándose de brazos–. Entiende que de tus labios no pueden salir contrariedades a las peticiones que hagamos.

—Responde, Jesce –añadió Irin a su lado–. Vas a declarar contra la fe, así que debes contarlo todo.

Luego de una prolongada inspiración acompañada de un par de sollozos, Jesce habló.

—La Dualidad se aplica incluso en la fe –empezó a decir, recitando los mandamientos–, Axies mantendrá la Longevidad y… Sei… Seixa la Fugacidad. Ambos son Dios. Ambos son el todo.

«Ha cambiado el mandamiento.»

La chica pareció renegar del segundo nombre, cómo si el solo mencionarlo le causara asco o repudio. Para Tristan, lo dicho por Jesce era toda una sorpresa, era creyente, sí, pero no una devota y aun así se sintió sobrepasada por tales palabras, los Akxashanos solo usaban la Fugacidad para maldecir, no la santificaban.

—Eso sí que será toda una blasfemia contra la fe –dijo con una sonrisa nerviosa–. Me alegra ver qu-

—No es una blasfemia –la interrumpió Jesce levantando la voz–. Seixa –dijo, casi en un susurro para que solo ellos escucharan–, es la muerte hecha ser, es todo lo contrario a Axies. No la veneramos, pero no negamos su existencia.

—Puedes detenerte, Jesce –dijo Irin al ver su claro temor por hablar de tal cosa.

—No –respondió Tristan, fulminándolo con la mirada oval–. No te detengas, niña.

Irin se contuvo de reprocharlo. No lo demostraba, pero, desde lo de Han, estaba interesado en ese tal Seixa.

—Seixa Sĭwáng –volvió a susurrar Jesce, llevándose las manos a la cabeza–. La directora Xia, cuando fui su discípula, me instruyó en temas de la fe que deben ser callados. La contraparte de Axies, la mujer de piel blanca, su nombre se menciona tanto como el de nuestro dios longevo.

—¿Así que las estatuas…? –preguntaba Tristan, interesada plenamente en lo contado.

—Es ella –respondió Jesce, cada vez más nerviosa–. Cuando empezamos a perder el don, ella llega con la ceguera. Mi señor no puedo decir más –añadió, dirigiéndose a Irin–, no quiero ser pasada por hierro y fuego, pero de verdad no puedo hablar más de ese ser.

—Es suficiente, Jesce –dijo la reina, reincorporándose sobre el asiento con pose despreocupada–. ¿Lo entiendes ahora, Irin?

—Lo hago –respondió él–. Eso explicaría porque los Hijos de la Fugaz en su gran mayoría eran ciegos, estaban locos por esa deidad –no negaría que tal vez esa Seixa existiera, después de todo, Axies también lo hacía.

—¡No! –chilló Jesce–. No se debe mencionar más su nombre, ni a ellos… Ella escucha, apenas puede ver, pero escucha. Las almas no van al más allá, se quedan aquí con nosotros, y ella las usa para escuchar.

Ambos reyes se miraron a los ojos con el ceño fruncido y quizá en lo más profundo de sí mismos sí que temían un poco.

Compartieron un respingo cuando el conductor golpeó la ventanilla para avisar que habían llegado a su destino.

—¡Bah! Cuentos y leyendas –espetó Tristan en tono despectivo y con un temblor en los labios. Bajó del vehículo deseando que sus hijos estuvieran ahí y no en el palacio de Irin.

—Escribe un informe que hable sobre Seixa –dijo Irin, dirigiéndose a Jesce, cuando se quedaron solos en el carruaje–. Lo enviaras a la reina y a toda mi corte.

Jesce asintió con las manos en corazón y bajo a la calle junto a él.

Los acompañaba un número escolta formada por hombres de Yúan y Zheng. Durante la mañana, Tristan se había mostrado reacia al llamar tanto la atención con sus tropas, pero Irin bien sabía que la situación en la capital era inestable. En cualquier momento algún héroe social podía lanzarse sobre su cuello con una daga.

Caminaron por el jardín del edificio que no era más que otro yermo. Lo habitaban algunas familias que habían huido del Barrio de las Lágrimas buscando seguridad, ahora vivían cercanos a Camino Real.

—¿Las monedas siguen teniendo valor en tus tierras, Irin? –preguntó Tristan. Miraba a las familias hechas un ovillo en los matorrales, estaban sucios, hambrientos, tanto que quizá algunos de esos bebés yacían muertos hacía días, era difícil saberlo.

—Abstente de darles oro, si es lo que pretendes –respondió Irin apurando el paso.

Pronto llegaron al portón que custodiaba una numerosa avanzadilla de soldados, las numerosas familias moribundas lo miraron con ojos esperanzados, al ver las armas volvieron a agachar las miradas.

Tristan detuvo su andar y dio media vuelta antes de entrar al edificio de rojo y dorado, majestuoso; las múltiples columnas y ménsulas sostenían (verticalmente) cuatro techos inclinados con puntas que miraban al cielo y dejaban espacio para transitar por angostos pasillos.

—¡La comida no es gratis! –gritó la soberbia mujer, mirando a cada par de ojos que encontró. Algunos se mostraban sorprendidos, otros simplemente escuchaban porque estaban ahí sin más–. ¡Sin embargo, os la puedo dar! ¡Necesito de hombres fieles que luchen en mi nombre, en mi defensa!

Irin miraba sobre el hombro sin mediar palabra, estaba disgustado con la declaración de la reina, cierto, pero no era necesario ir en contra de ella sabiendo que el Juicio aún navegaba cerca de Oriente. Jesce tenía los ojos desorbitados en una expresión de terror, durante los días de la lucha civil en la capital, se había dado cuenta que tentar a los sin hogar –con oro–, solo traía consigo más refriegas.

—Provocar a una fiera hambrienta no es bueno –susurró Irin para que solo Jesce lo pudiese escuchar. La muchacha entró en el edificio por orden de él, solo por si acaso algún conflicto empezaba.

—¡Sigan a mis hombres! ¡Usen los trenes para viajar a Gloria Marina, los Him y mi ejército les darán la bienvenida! –siguió diciendo.

Sorpresivamente nada malo sucedió, al contrario, ancianos, padres, hijos mayores e incluso algunas mujeres se pusieron en pie e hicieron una inclinación en gesto de reverencia a la reina–. Llévenlos a la comunidad Him, armen a todo aquel que desee dar su vida en mi nombre –ordenó a sus soldados antes de mirar hacia Irin que fruncía aún el ceño, desaprobativo.

»Aprendí algo de mi difunto marido, Irin: no enarboles tu gloria con cimientos de desesperación –añadió–. Que te recuerden implacable con tus enemigos, no con tu propio pueblo.

El rey no respondió, siguió caminando hasta topar con una gruesa puerta de madera y acero. Por fuera, la habitación tenía anchos muros de piedra, más gruesos que los del convento y estos estaban recubiertos, aún más, de concreto.

—¿Tu estómago es fuerte? –preguntó, antes de abrir la puerta–. Incluso Jesce no ha visto lo que hay por dentro.

—He desmembrado más hombres en combate que mujeres te has llevado a la cama, Irin –contrario la reina, mirándolo a los ojos–. No soy tan débil como piensas, querido.

—Espero que así sea. Jesce, te quedas aquí.

La puerta chilló hasta que su amplio arco de apertura se detuvo. El olor a hierro y oxido impregno el pasillo donde se encontraban, haciendo que Jesce contuviera una arcada. La temperatura que escapó de la habitación era demasiado calurosa, a tal grado que les había provocado un ligero mareo.

«Menos mal he mandado a sus hijos al palacio», pensó Irin.

Tristan no olvidaría jamás lo que presenció, ni siquiera en su lecho de muerte.

 

Xia Ili Han se hallaba suspendida por varillas de acero que atravesaban sus brazos extendidos, casi como un águila en exhibición. Parte de sus uñas estaban arrancadas o cortadas por más de la mitad y en las piernas nuevamente se hacían visibles las varillas, aunque esta vez sin cadenas que la sostuvieran. Humillada y derrotada, al límite de su propio ser.

Con la mirada cegada buscó por la habitación, intentando encontrar a quienes habían entrado, en su rostro el horror.

—¿Sei-xa…? –dijo, su voz apenas era audible y carraspeaba con cada palabra pronunciada, incluso parecía sentir dolor al hablar–. Estoy cansada, no veo más.

«Seixa», repitió la reina para sus adentros. Irin no respondió a los lamentos de la pobre mujer. Mientras Tristan se acercaba, los ojos de Ili se fueron abriendo poco a poco, grises, ciegos.

—¿Por qué has hecho esto, Zheng? –preguntó Tristan sin un asomo de amistad, acariciando el cabello adusto y ceniciento de Ili.

—¿Seixa? –volvió a susurrar la mujer, acobijándose en la caricia–. No… no eres ella, no eres fría.

Frente a ella pudo notar lo deshidratada que se hallaba, la garganta estaba prácticamente en carne viva y los labios eran un amasijo de grietas de lo más asqueroso. Los ojos muertos con venas resaltadas y rojizas.

Irin no respondió, en vez de eso palmeó, llamando a un verdugo que entró en la habitación.

—Suéltala –ordenó.

El hombre dio una patada al timón que mantenía suspendida a Xia quien cayó al suelo con un golpe seco y un aullido de profunda agonía.

—Hey, perro de Zheng –dijo Tristan dirigiéndose al hombretón que le doblaba el tamaño–. Trae un cubo de agua y un vaso. Hablaremos cuando esta mujer beba algo, Irin.


 


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