Historias cortas: Vindivena

Vindivena

La lluvia me sigue sabiendo a ti. Los soles calientan al resto, pero, a mí nunca más. La luna me mira con aires de grandeza desmedida y arrogante me increpa tu falta, me condena. 



«La lluvia me sigue sabiendo a ti –escribió Vindivena, con tinta azulina sobre una hoja de papel de lino. Sus mejillas enrojecidas por el rubor de la vergüenza, una delgada sonrisa asomando en sus labios rosáceos–. Mi gran y único amor, sol de Vindivena, aquí las noches son heladas sin tu presencia y las mañanas encrespadas por tu ausencia; las nevadas con asolador desasosiego y las lluvias llorando tu sabor, la lluvia me sigue sabiendo a ti.»

Dejó caer la pluma a un lado de la carta y se recostó junto a la ventana de su escritorio bajo la luz de una lampara blanquecina. Fuera, en las calles, las gentes celebraban la llegada de las almas. Hacían bailar antorchas y quemaban tanta pirotecnia que las estrellas ya no eran visibles, algunos incluso cantaban alabanzas por los espíritus que aquella madrugada visitarían los hogares de sus antiguos conocidos. Bajo la lluvia, el pueblo bullía en felicidad.

Vindivena se puso en pie y caminó por la habitación en pos de despejar la mente. No convenía escribir una carta mientras se tenían pensamientos lúgubres. Estiró las extremidades, respiró hondo y una vez más tomó asiento, dispuesta a escribir las conspicuas frases que su corazón pudiese tintar. Remojó la pluma en el añil y escribió.

«Cariño mío, hay tanto de lo que quiero expresarte, tanto de que hablarte, tanto que amarte. Es triste cuando no estás aquí a mi lado, doloroso tu partir, furibundo mi pobre existir –suspiró, acallando al desamor, despejó el cabello de sus ojos profundos y siguió escribiendo–. Hace tiempo de tu partida, me has dejado con más preguntas que respuestas y más lamentos que buenasnuevas; te añoro tanto, tu falta es un puñal en lo más recóndito de mi corazón apuntalando el recuerdo de tu partir.»

—¿Me extrañas igual? –preguntó al aire.

En las calles empezaban a tañer los pianos y violines con una melodía de consuelo, ¿estarían sintiendo su pena?–. Te amo… –susurró en un tono quedo.

Nuevamente se puso en pie con intención de bajar las escaleras en dirección a las callejuelas de la ciudad, y así lo hizo. Vistió una oscura gabardina sobre su polera amantada, unas botas de cuero endurecido y un sombrero de ala ancha para protegerse de la lluvia. Fuera hacía un frío de los inviernos perdidos, su voz se hacía visible en una voluta de humo y los labios empezaban a agrietarse. Indudablemente era una vista maravillosa, los florales anaranjados abundaban por doquier. Las personas tenían sus rostros tintados en azabache y hueso con finas marcas de índigo, asustaban un poco, pero, ese era el encanto de recibir de nuevo a las almas ya partidas.

—¿Vindivena? –dijo un hombre de aspecto embriagador, su pintura facial asemejaba a un anciano, aunque él era joven aún–. ¡Hacía semanas que no te miraba! ¿Has estado bien? –preguntó de lo más amable. ¿Cuál era su nombre? Ah sí, Sisir.

—Lo estoy, Sisir –respondió con un gesto afable, tan sincera como pudo–. ¿Han terminado esta noche?

—¿Terminar? –preguntó, divertido–. ¡Para nada, muchacha! ¡Los idos nos visitan esta noche, hay que festejarlos! Mira, el temporal es su agradecimiento para nuestras cosechas –señaló con un gesto a los perdidos.

—Definitivamente, Sisir –convino Vindivena, mirando añorante la luna llena.

Que bello resultaba estar presente aquella noche para vislumbrar los arreglos y decoraciones de todas las personas. Vivían sin penas aquel día a pesar del significado que tenía, esas almas no estaban más en vida que compartir. No eran más que un triste recordatorio.

—Eh, venga, no amagues tu sonrisa –dijo Sisir a su lado–. Meriden estaría triste de verte así.

«Meriden… cierto, aquel era su nombre.», recordó. Hacia años que no bajaba a las calles durante el Samhain, ¿aún la recordaría?

—Lo intentaré – respondió con la mueca menos trémula que podía dar.

—Estarás bien, muchacha –sonrió el hombre, unas pocas lágrimas empezaban a emerger, miraba en la distancia hacia el río donde las almas se reunirían–. Debemos agradecer este día, podemos verlos una vez más.

 Así fue, en la distancia las almas comenzaron su descenso, poco a poco como esferas de luz anaranjadas similares a las flores que flotaban en esquifes para guiar su andar. Algunas personas se congregaron, dejando espacios entre sí dónde los idos pudiesen hablar con sus familiares. Aún en la puerta de su hogar, a Vindivena llegó la visita de una voluta de luz, su abuela.

Hija –saludó, tomando una apariencia nebulosa y vibrante. Las arrugas seguían siendo iguales al día en que partió y los cabellos tan grises como siempre la recordó–. No pensaba verte este año.

—Ha sido una casualidad –respondió Vindivena con la voz temblorosa, dios, cuanto la extrañaba–. ¿Cómo está madre?

Descansa en paz, cómo todos nosotros. Pensó que no estarías aquí así que no ha venido, puedo darle un mensaje si lo deseas –dijo su abuela con una mirada maternal en el rostro. La misma mirada de siempre, el mismo amor de siempre.

—Dile que la extraño –dijo–. Que me perdone por tantas molestias. Dile que no la perdoné, pues nunca hubo algo que perdonar, siempre le amé.

Su abuela asintió, intentando dar un abrazo sus extremidades bailaron, sin embargo, sí que Vindivena sintió aquella calidez de lo perdido. Nunca olvidaría los cariños de su nana.

—Recuerda al abuelo que lo extraño –añadió, las lágrimas escapando de sí al igual que Sisir quién en la distancia saludaba al alma de su hija–. Recuérdale que sigo amándolo cada día.

Lo haré –susurró, con el rostro junto a sus mejillas–. Ahora es tiempo de irme, alguien más quiere ocupar mi lugar –rio.

Desapareció, dejando tras de sí una silueta residual y un sentimiento de rotundo pesar. En su lugar apareció un hombre de aspecto simple, el rostro enmarañado y ciertas grietas en él. Meriden había regresado.

Lloras –dijo, confuso. Sonrió.

—Por ustedes –respondió Vindivena.

Hacía tiempo que no te veía. Siempre toco a la puerta esperando tu respuesta –nuevamente sonrió, a pesar de todo no estaba molesto por las acciones de Vindivena, por su miedo a verle. Miedo a recordar que ya no estaba más con ella.

—¿Me acompañarás está noche? –preguntó, acercando su rostro al pecho, casi cómo si se recostará sobre él, como antes.

Siempre estoy, Vin –respondió Meriden–. Vayamos, me gustaría ver tu estudio.

Ambos entraron al hogar caminando tan tomados de las manos como la vida y muerte podía permitir. No sentía su piel indudablemente, pero apreciaba su calor, su amor. Meriden la había amado con todo lo que tal palabra significaba, la había aceptado y luego abandonado tras su muerte, pero nunca la había dejado de amar. Siempre volvía a verla, siempre, para Samhain.

Se detuvieron para admirar el recuadro de la boda, en el, ella ataviaba un glorioso vestido blanco, tan ligeramente escotado que no permitía la imaginación de nadie más que no fuera su amado, con un ancho faldón de volantes y colgantes de olas de mar. Él, por el contrario, llevaba una típica gabardina negra que se abrochaba al frente con un emblema en forma de sol naciente, el mismo que vestía ahora Vindivena.

¿Lo recuerdas? –preguntó con su voz suave de siempre, tan amoroso como nunca.

—Siempre. Te perdí días antes de nuestro primer aniversario –recordó con tristeza–. Nunca lo podría olvidar.

Mi destino estaba escrito, Vin –sonrió con un gesto quedo y avergonzado, ¿cómo podía bromear con tal cosa? Seguía siendo el mismo de siempre, tan altanero y arrogante, tan divertido a su manera.

—Me haces tanta falta –susurró–. Durante las noches, durante los amaneceres, durante las nevadas y durante los temporales –lágrimas en los ojos, aferrándose las uñas al pecho de la polera.

Meriden no respondió, en cambio siguió su andar hasta el estudio. Ahí se concentró en el escritorio de Vindivena, en la carta.

—Iba a enviarla en fuego –dijo ella desde la puerta, secándose las lágrimas–. No la he terminado, tiene errores.

¿La terminarías ahora? –preguntó–. Así podré leerla directamente antes de marcharme –Meriden la miraba sobre el hombro con una sonrisa tan leal y confiable. ¿Por qué el mundo se lo había arrebatado?, ¿por qué le habían negado el amor y la felicidad?

—Yo…

Por favor.

Bendito hombre, aun muerto sabía cómo convencerla con solo dos palabras y una sonrisa. Meriden tomó asiento sobre la cama frente al escritorio y esperó hasta que Vindivena hubiese terminado, le fue difícil, pero terminó tal como quería.

—Recuéstate a mi lado –dijo ella, aupándose sobre el mullido colchón matrimonial que antaño no fuera tan vacío cómo ahora–. Te la leeré.

Meriden asintió y se recostó casi flotando a su lado, las miradas bien juntas y Vindivena atravesando sus piernas brumosas con la suya propia.

Leyó—: La lluvia me sigue sabiendo a ti, Meriden. Mi gran y único amor, sol de Vindivena, mi Meriden. Aquí las noches son heladas sin tu presencia, las mañanas encrespadas por tu ausencia; las nevadas con asolador y doliente desasosiego, y las lluvias… añorando tu dulzor, Meriden, mío, la lluvia me sigue sabiendo a ti –se detuvo para secar sus lágrimas y comprobar que su amado siguiera frente a ella, este sonrió con lágrimas que desaparecían al caer sobre el colchón.

Nuevamente levantó la carta y continuó.

—Cariño mío y solo mío, hay tanto de lo que quiero expresarte, tanto que contarte y tanto que amarte. La tristeza me invade al recordarte lejos de mi vida, doloroso tu partir y furibundo mi exiguo existir. Mi único amor, hace tiempo de tu ida, me has dejado con más preguntas que respuestas y más lamentos que buenasnuevas.

Esa última frase me gusta –dijo, con una risita arcaica que Vindivena compartió con lágrimas escurriendo de sus mejillas acaloradas, acaloradas por la calidez de Meriden.

—¿Me dejarás terminar? –preguntó riendo, avergonzada con los labios hechos un ovillo–. La madrugada pronto terminará.

Continua, mi Vindivena –respondió Meriden con un beso no sentido para ella.

—Te añoro tanto –continuó–. Tu falta es un puñal en lo más profundo de mi corazón, apuntalando el recuerdo de tu faz. Y hoy…

Meriden empezaba a verse igual que una luz a través del cristal. Estaba por irse, la madrugada terminaba.

—Y hoy que ya no estás –se forzó a continuar con la voz ahogada y hundida en lamentos–, no hago más qué recordar el primer beso que codiciosa te di aquella noche viajando en esa carrosa tirada por galantes potros de mármol. 

Recordar… que fuiste tú y no yo… –sus frases apenas podían unirse más y su mirar no era sino una simple espiral de luz anaranjada, un humo de pronto partir–. Me hace sonreír…. y avergonzar, ¿qué hombre no siente pena… al besar a tal bella dama de mar?

Por fin desapareció. En su lugar no quedó más que una simple calidez.

—Y hoy que ya no estás, no hago más que recordar –terminó de leer para luego echarse a llorar entre jadeos y gimoteos incontrolables.

 

La mañana siguiente llegó con el sol polvoreando su rostro, la carta a su lado, cerca de dónde ella había firmado, rezaba:

Recibo tu carta con todo amor, mi Vindivena. Que tus lágrimas sean de añoranza, más no de pesar. ¡Espérame el próximo año! Yo siempre lo hago, a pesar de que nos separa la vida y muerte, siempre lo hago.

De tu amado Meriden.


Comentarios