Cientos de veces me planteo un cuestionamiento
sencillo que involucra comprenderme como dos versiones diferentes de mi propio
yo. El primero, un hombre alérgico del mundo y su constancia y el otro, uno que
solo quiere estar donde tú estés. Abro entonces el telón, citando al escritor
–con todo lo que involucra la palabra– del cual proviene mi mayor fuente de
inspiración, Edgar Allan Poe: “Cree solo en la mitad de lo que veas y en nada
de lo que escuches”, para dar paso a una de las cartas que me escribí hacía un
año. Una carta que muestra mi forma de ver el dolor, mi forma de vivirlo y mi
propia forma de domarlo; un reescrito situado en los tantos mundos que mi mente
crea.
Para ustedes:
Dolor, de mi puño y letra
Hacía tiempo compuse un blog
en dónde poder plasmar “mi dolor”, como yo lo llamé. En él, deposité mis
vivencias pasadas y no pasadas, películas e historias jamás contadas en la
mente de un autor en proceso de erudición. Horas de melancolía, horas de
formulación y creación, horas en que me deprimía.
Muchos de mis escritos,
además de tristeza, iban acompañados de fiereza, desesperación e incredulidad,
caos y orgullo.
Demasiada negatividad. Pasó
algún tiempo hasta que me diera cuenta de que aquel paraíso ya no era más mi Edén,
ni la escapatoria de este mundo desahuciado, sino que se había convertido en
otro sitio de dolor acumulado. Era sin más, otro –nuestro– mundo. Para arreglar
esto decidí empezar a contar mis penurias a las almas que por entonces
acompañaban mi andar, y sí bien funcionó durante algún tiempo, llegué a la
conclusión (errónea) de tener un receptor que oía sin escuchar, decía sin
hablar y consolaba sin sentir. Desbaratando mi corazón, pues no hay cáliz más
amargo que encomendar la pena a un cajón que no tiene fondo. Que equivoco fui,
iluso. Sobrevine a esconder mis sentimientos y solo expresar lo que,
sorprendentemente, me hacía sentir vivo. Volviéndome un hombre de hojalata con la
cual poder cortarse si no se tiene completo cuidado.
Con todo, me dejé abrazar
por lo único leal que tienen las personas: el propio corazón. En él hallé un
escape a la monotonía, un tiempo y humor, respondiendo con nuevas experiencias
y formas de seducir al arte que mi ser empezaba a formar. Hallé la belleza que el
todo podía tener, y afirmé con toda seguridad que la mejor decisión que pude
tomar fue la de disfrutar del mundo y su contraria.
La contradicción me quebró
en mente, cuerpo y corazón. El placer de sentir lo no forjado funcionó a
medias, pues el hombre tiende a creer que uno piensa como ellos y ese fue mi más
grande error. El temblor fue enorme, pasó lento, dejando estragos en tantas
cosas que daban ser a mi yo: orgullo, amor y razón. Me hizo perder lo que amaba
de mí y las almas acompañadas y entonces me pregunté con todo dolor: “¿por qué
nací así?” Una pregunta inquietante que no hace más que traer consigo un
devenir de ataduras y destrucciones, más de lo que se podría pensar.
Me puse en pie no porque
quisiera demostrar algo a alguien, no porque me impusiera un reto o un fin,
sino porque al levantar la mirada, frente a mí, había alguien sufriendo mi propio
dolor, alguien que dolía por mi inhóspito y nauseabundo dolor, alguien que no
merecía sentir dolor. La primera vida más fuerte que conocí, como ni una otra, y
entonces pregunté “¿cuánto llevas ahí?” y nada respondió. Mis lágrimas cayeron
cual suicidio desbordado de penas sin consuelos. Me miró con desesperación y
pensé: “Perdóname, por favor, pues no sé como ayudarte a ayudarme. No entiendo
como expresar lo que siento y no comprendo estos sentimientos, este dolor.” Y,
sin embargo, bien supo que hacer. Su desesperación se volvió firmeza y luego en
fortaleza. No miraba más con miedo o tristeza, sino con los ojos de una madre
que iría al infierno por su progenie, sufriría, pero no me soltaría.
El miedo no abandonó mi
cuerpo, cierto. Miedo a desatar mis miedos, miedo a la decepción, miedo a
fallar y caer. Pero la vida me miraba con orgullo, “¿por qué me miras así?”,
pregunté, “mi rostro lacrimoso no es más que la pintura que un retratista rechazó
afirmando que el existir no es tan miserable como la figura que tienes frente a
sí, ¿por qué miras con orgullo?”, y solo respondió que, ante la vida, el dolor
no es sino un simple escalón que ciertas personas tememos pisar.
Mi propio camino tuve que emprender, al igual que un niño aprende a andar y domar a sus temores. Fue entonces que me acerqué, poco a poco, a la tragedia desmedida, la asimilé como aquella tristeza que siempre estuvo ahí, detrás de mí, siempre mirando de reojo intentando seducirme con aquellos repiqueteos y alabanzas, intentando llamar mi atención para voltear y cambiar por completo el entendimiento que –yo– le daba a la vida misma. Me hizo comprender que la vida es dura, y nunca nadie diría lo contrario, pero, no imposible; detrás de la amargura siempre esta la felicidad, esperando a que la notes.
En ese tiempo me prometí escribir
cada vez que estuviese doliendo, cada vez que el tormento me asolara. Me hice aquella
promesa para luego releer cada entrada y darme cuenta que el dolor no es más
que una puerta muy difícil de abrir, trabada con cientos de cadenas, pero que
con el empuje correcto sucumbe ante la autoridad que pretendas dar. Mi tristeza
no era más que el miedo a la vida.
Y a la persona que me hizo
comprenderlo no puedo darle más gracias que vida misma tengo. Gracias por
confiar, por tantas veces ser arena y otras veces mar.
Hoy puede sonar arrogante, y en
cierta medida lo es, sin embargo, necesitaba que yo mismo me dijera que el dolor
lo escribo con mi puño y letra.
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