Historias cortas: Mariam

 



Han pasado tres horas a partir de la medianoche, es entonces cuando me dispongo a dejar fluir mi muñeca sobre esta pobre carta que será incapaz de relatar, en su totalidad, todas las emociones que he sentido, cariño mío, cuando he soñado contigo.

 

Era la época del invierno, ese helado y melancólico periodo de tiempo en el que somos capaces de reflexionar sobre nosotros mismos y otros que han decidido cruzar pie en nuestras vidas. Me dispuse a relatar un corto poema en tu nombre. Mariam, le llamé. Undívago fui en aquel momento de placer absoluto cuando recordaba tu tacto frío y el sentimiento cálido que cada una de tus palabras desprendía al hablar. Tu belleza en mi corazón fue tal que cierto vocablo poético no te hacía honor, mi amada, y mucho menos opté por darte similitudes poco hermosas. Debías ser descrita con extrema belleza o no serías relatada.

Entonces escribí.

Escribí durante minutos y horas, esas horas se volvieron días y los días no fueron entonces más que semanas y décadas. Eras enteras en que el sueño no tocó mi alma, pues decidí, con todo lo que implicaba, no conciliar descanso hasta que mi obra magna estuviese plasmada –tú– con el propósito que debía: relatarte.

Su origen fueron tus ojos, los versos tus labios y el cuerpo el tuyo propio que dotaba de vida y extrema sensualidad que ni una dama será jamás capaz de igualar. El fin, el propio mar. Quién se atreva a cuestionar el propósito de mi obra no será más que reprobado y desprestigiado por mi propia lengua, pues esta obra relata mi amor y devoción por quien fuese mi musa. Mi musa y amada, Mariam.

Pobre es el hombre que desconozca tu existencia y afortunado el que haya podido mantener una mínima conversación contigo, mi dulce amada. Después, hallóme yo, mil veces afortunado de haber conocido la génesis de tu ser, pues bien sé, amada mía, que con mis dedos prosaicos puedo contar a esos que llegaron a ver la profundidad de tu mirar.

Dejo, pues, de relatar la creación de mi obra magna y me encaminó a describirte el sueño de tu existencia. Ese en el que me he acobijado durante un par de horas y del cual nace el siguiente escrito que, por tanto, te es dedicado:

Te he soñado. Era un tiempo de desasosiego y penumbra para todos los corazones del mundo, un día del mes más invernal y una hora del clima más helado.

Mi andar por las calles de esta estrepitosa ciudad tenía como fin ocultar mi presencia de aquellas miradas inquisidoras que el mundo osaba darme. Me encaminé a través de las callejuelas de adoquines y de pasillos con muros caribeños de enredaderas tan verdes como alguna vez fuese tu profundo mirar. Desconocía que al final te encontraría de pie en el mismo lugar donde antaño fuésemos un solo ser unido por un par de labios añorantes de amor y esperanza para –este– nuestro mundo tan cruel.

Suspirabas, respirabas, aspirabas. Te regocijabas mirando el caer del rocío y la fulgente luz lunar, frente a ti un mar que no debería estar ahí. El cabello castaño y quebradizo cayendo sobre tus hombros y el corte un poco más a la derecha de donde debería estar. Pequeña de altura y enorme en el corazón, hermosa como nunca nada hubiera presenciado, los labios en rojo y las uñas en zarco.

Fui preso de un sinfín de emociones y sensaciones, ¿qué hacía, pues, mi musa en tal lugar?, ¿cómo, entonces, había llegado mi amada si el camino del Hades fuese tenebroso y largo como los cabellos de Venus? Mi musa, mi musa y mi amada, bella como siempre recordé y frívola como nunca nadie hubiese sido. Única en su existencia.

Me hallé incapaz de hablarte, mujer. Absorto quedé al presenciar tu belleza a la luz de la luna, pues no hay hombre en la tierra capaz de no enloquecer al ver tal magnificencia. Te presencie durante eones en los que no fui ser, te ame durante décadas en las que fui pensamiento y te añoré en días donde me presencié como hombre. Amada mía, nunca te olvidé, pues me halló aquí frente a ti recordándote con la misma apariencia que tenías el día que me fui.

Omitiré el momento de hacernos uno en ser, el momento del verdadero amor. Pues fausto sería quien conociera ese aspecto de ti y lamento afirmar que soy reacio a relatar recuerdos de mi sueño que son absolutos tesoros. Solo debo decir, pues mi devoción por ti lo reclama, que jamás te había amado tanto como en aquel momento. Fue amor imposible, pasión indescriptible y añoranza desgarradora.

Partí nuevamente, despidiéndome como nunca antes hice. Con millares de lágrimas contadas y arrepentimientos, con cientos de puñales en mi corazón y cientos de juicios en mi interior, y relatándote el pobre poema que escribí antes de caer en este profundo sueño de culpa.

 

Mariam.

 

Te he soñado y tu gracia me ha hecho capaz de coronar la lectura

de cientos de idiomas de –este– nuestro mundo.

Con tus labios me hice de sus hablas y costumbres

y con tu mirar, de mí solo queda un lamentable moribundo.

 

Te he soñado y en tus vistas me he alzado

sobre montañas más altas que ni un hombre pueda imaginar.

Reconozco que acercarse a tu encanto es incluso más difícil de lograr

Musa mía, mi amada, mi Mariam.

 

Te he soñado y los mares amado.

La arena fina y morena como tu piel,

las arrugas de los parpados arremolinándose como espuma de mar

y el acezar del sol en tus ojos almendrados.

 

Queda dicho, querida mía, que te he soñado. Y la magnificencia es tal

que incluso soy forzado a ponerme en pie

a regañadientes de mi propio ser y en tinta fina

preservar todo lo que mi pobre mente, del sueño, puede recordar.

 

Cariño mío, te he soñado, y no puedo más

que escuchar el sollozo de dos almas

encadenadas que, ansiantes, buscan la inmortalidad,

amor como nunca antes y paz jamás añorante.

 

Pues hoy, mi dulce Mar, te he soñado y nunca olvidado.

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