La Divina Dualidad. V

V

Sereno de lamento

 

Los pétalos cayeron gráciles sobre los alterados orfelinados del convento. Gritos. Llantos tanto de niños ojos-gema como de normales. El tintineo de las armaduras.

Los oídos de Adelí palpitaban de dolor a causa de la artillería que el rey Zheng usaba para asolar las murallas del convento. En su piel aún podía sentir el abrazo de Así que intentaba con todas sus fuerzas evitar separarse a causa del bullicio de las personas que empezaban a huir aterrorizados.

Entre los gritos y el terror, la voz de la directora Xia se alzó solemne y poderosa.

—¡Huid! –gritó–. ¡Los túneles serán vuestras salidas, confíen en sus escoltas, llegarán con vida a los reinos aliados!

»¡Graben este día en sus corazones! ¡Hoy Zheng ha declarado una guerra contra la fe! ¡Vivan por Axies y mueran por la Dualidad! –rugió, motivando a los soldados que empezaban a enarbolar sus armas y banderines representativos de la fe.

Unos enormes brazos levantaron del suelo a Adelí, provocando que se soltase de Ushi. El terror la invadió y empezó a chillar mientras daba manotazos.

—¡Suéltenme! –gritó desesperada–. ¡Ushi!

—¡Hermana, tranquila! –respondió ella–. ¡Es sir Frederick quien carga contigo! –apenas podía hacerse oír entre el caos del momento.

Frederick encabezaba el grupo y los dirigía hacia los túneles. El hombre olía fuertemente a sudor y frutas agrías, la cota de malla tintineaba a medida que apuraba el paso. Jadeaba como un potro y su corazón palpitaba con demasiada euforia.

—¿Capitán? –preguntó Adelí, sintiendo el nerviosismo del hombre.

Frederick se detuvo en el sitio sin responder, luego de una corta espera, ahogó un nombre en sus labios y sostuvo con fuerza a Adelí mientras reavivaba su andar.

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El rugir de los cañones lo instaba a luchar, a defender su santo hogar de los heréticos hombres de Zheng. Frederick codiciaba batallar en nombre de Axies, en nombre de Xia. Su corazón le ordenó detenerse en cuanto la pensó, sabía que necesitaba salir de ahí tan rápido como pudiera y poner a salvo a los chicos, y aun así se detuvo.

«Me necesita a su lado. Juntos podríamos detener al ejército o al menos hacerlos replegarse», se dijo, virando su cuerpo en dirección a Xia, olvidando que aún cargaba con la señorita Lin. Casi le propinó un golpe al joven Wei con los pies de la muchacha.

La puerta de marfil por fin cayó, el estruendo llegó hasta el atrio. Dónde deberían abrirse de par en par solo quedaba un boquete cuando los arietes destrozaron su virtud, detrás de ellas sobrevolaron las balas de bramante artillería. Los trozos de saeteras y almenas caían cual lágrimas del padre longevo incapaz de proteger a los suyos, los adoquines blancos se oscurecían a causa del polvo desprendido y los proyectiles empezaban a destrozar los ventanales y dormitorios superiores del convento en dirección al atrio donde se hallaban todos. Pronto estarían ahí los hombres del rey.

Todo tenía su dualidad, incluso la paz misma.

Ahí la vio, su amada. Gallarda y poderosa vociferando órdenes a los devotos. Daba palabras de aliento a los temerosos.  

Frente a ella irrumpió un mar de soldados en rojo y negro, hombres sedientos de balla, sin fe, sin devoción. Hombres de Zheng. Xia no se perturbó, sus ojos-gema formaban en lúnula, rodeando a los normales en hilera, una estrategia simple, pero funcional para detener a un numeroso ejército.

—¡Que la victoria no le sepa a gloria! –rugió, saltando directamente desde la tarima con su maza firmemente empuñada.

Cargó directamente contra el enemigo, acompañada por un pobre ejército, el grueso fungía como escolta para los orfelinados. El hábito se fue ajustando a su piel, cada vez más, a medida que asumía postura tras postura, mostrando su imponente musculatura. Llegó a tener incluso la complexión de Frederick, con las venas resaltadas por todo el rostro y brazos.

Atacó con el puño izquierdo, hundiéndolo en el rostro de un pobre diablo que en sus últimos momentos seguía sin comprender como una mujer de cuerpo delgado había conseguido tal constitución en meros segundos. Otro intentó vengar a su compañero, atacando por el costado de Xia, pero está simplemente se dejó recibir el impacto y contraatacó con un rodillazo haciendo estallar el abdomen del hombre junto a su armadura de placas.

Frederick miraba todo ello con el corazón hecho un ovillo. Quería estar ahí, cubrirle las espaldas como en la batalla donde suprimieron a los Hijos de Fugacidad. Ansiaba luchar, soltar a la señorita Lin y desenvainar su mandoble en pos de su amada y el convento.

—¡Hijos míos! –gritó Xia, la sangre escurriendo por su hábito, volviendo su cuerpo a la normalidad mientras era rodeada por los ojos-gema que cargaban usando la dotación de tenacidad, intentando desbaratar la vanguardia de Zheng–. ¡Reciban orgullosos a la fugacidad y hagamos que muchos nos acompañen!

«Muévete. No es tu batalla, Frederick», se dijo.

Reanudó su andar hacía los túneles.

«Nos encontraremos en el mar negro, Xia.» Rezó una última plegaría en nombre de quien antaño fuera su amada y compañera de batallas.

Las salidas subterráneas, previamente preparadas, se encontraban funcionando mejor de lo esperado. Cada grupo salía con rápides y mucho más en orden a pesar de lo que por fuera acontecía. Fueron cuestión de minutos para que su propia cuadrilla recorriera la mitad del subterráneo, estaba cansado, agotado de llevar a la muchacha a hombros.

—¿Puedes seguir el ritmo, señorita? –preguntó.

—Puedo, sir, iré de la mano de Ushi –respondió la señorita Lin. Fue entonces cuando Frederick la posó en el suelo, y como había dicho, la chica más pequeña se encargó de ella.

—¡Las puertas se han sellado! –rugió un soldado detrás de ellos. Fugacidad, no todos habían conseguido salir–. ¡Marchad con fiereza, que el miedo no detenga vuestro andar!

—¿Estamos a salvo, sir? –preguntó Lin a sus espaldas.

—Ni de cerca, señorita. Estaremos solos una vez que salgamos de estos túneles.

—Estaremos bien –respondió la señorita Fu a su lado–. ¿Qué ruta tomaremos, capitán?

—Iremos por el río de montañas –respondió, cada vez más agotado–. Tomaremos ruta por el oeste en dirección a Bosque Vida y luego al sur hacia a Galinor usando el río arcoíris –explicó, mirando la expresión de sorpresa de la muchacha–. A partir de ahí tendremos ruta directa a Karanavi con los barcos del rey Rashún. No negarán nuestro paso por la frontera.

—Lanatar es aliado de Zheng –respondió Fu con nerviosismo en la voz–. Nos tomarán como rehenes apenas vernos.

—Es un riesgo que debemos asumir, con ese andar llegaremos a Karanavi en un par de meses. Todo estará bien –consoló.

Sobre ellos empezó a llover polvo y tierra a causa de la artillería del rey. Muy seguramente estarían bombardeando a los ojos-gema para hacerlos caer.

—El río de montañas es un viejo paso que usaron los contrabandistas durante el conflicto con los Hijos de Fugacidad –explicó, intentando distraerlos de la masacre de arriba–. Conduce hasta el Bosque Vida sin pasar por los puestos fronterizos de Lanatar.

»Bordeando se halla Río Arcoíris, su cauce desciende directamente sobre Galinor, nuestros aliados sureños controlan esa zona así que no hay de qué preocuparse.

—Nunca hemos ido más allá de Ciudad Dual –susurró Alegár al joven Limin–. Si nos encuentran en Lanatar…

—Llegaremos enteros a Karanavi –respondió el joven soldado, tranquilizando al muchacho. Cumplía su deber con devoción, tanto que lo hacía sentir casi orgulloso.

La intensa luz de la salida cegó a Frederick.

Los páramos de roca deshidratada y tierra marrón se extendían en extensos kilómetros. Muchos de los grupos empezaban a dispersarse siguiendo sus propias rutas, al parecer ni uno se encaminaba al río de montañas por aquellos trompicados caminos que tenía. Sonrió, así era menos probable que los perros de Zheng los encontraran.

 

El rostro de Irin brillaba en húmedo carmín, de una pegadiza sangre que no era de él. El humo de los cañones había provocado el advenir de una llovizna que comenzaba a empapar su alborotado cabello, habían sido demasiadas descargas. Tanta muerte había traído consigo una oscura y lamentable llovizna como pocas.

El convento era suyo, ¿pero a qué costo? Hubo necesaria una encarnizada batalla y muchos de sus hombres estaban muertos.

«Nuestros números eran mayores y aun así… Teníamos artillería y aun así… Fugaces devotos, debieron ceder sin trabar batalla.»

Caminaba sorteando soldados moribundos. Nada se podía hacer por ellos más que darles una muerte rápida, tenían el cuerpo destrozado de formas imposibles. Esos devotos no eran para nada normales y mucho menos peleaban como se debía, tantos de ellos estaban atravesados por balas de cañón y otros empotrados a los muros con los arietes, de otra forma habría sido el ejército de Irin el que hubiese caído.

Se detuvo justo delante de uno, era de los que habían empalado en las murallas. Sus ojos eran azules con líneas geométricamente posicionadas, eran bellos a pesar de estar nublados, ¿sería ciego?

—Eh –intentó hablar el joven ojos-gema, no podía encontrar con la mirada al rey–. ¿Hua?

—No hables –respondió Irin mientras desenvainaba su espada ancha–. Tu pecho fue destrozado por el ariete –al menos podría darle una muerte menos dolorosa, su padre le había enseñado cómo.

—El rey… –respondió el muchacho, escupiendo al suelo a modo de insulto–. Algún día la Fugacidad vendrá por ti, fugaz rey de rojo y negro. Algún día probarás la muer-

Lo interrumpió, dando un solo tajo al cuello. No estaba para escuchar los insultos de un desconocido.

«¿Qué clase de personas son?», se preguntó, mirando como los ojos de la cabeza cercenada empezaban a volverse grisáceos.

Los ojos-gema eran de temer, extraños, luchaban con músculos imposibles para cualquier hombre; partían los arietes de simples puñetazos y hacían trizas las formaciones de soldados entrenados como si de meros juguetes de paja se tratasen. Estos últimos bañaban con sus sangres y tripas los adoquines del convento.

—Pueden morir –se forzó a decir, volviendo la mirada del ojos-gema–. Pueden morir.

—¡Mi señor! –dijo un mensajero que llegaba a toda prisa–. No hay signos de defensa, aunque es posible que los ojos-gema se refugien en ciertas partes del convento, es claro que se han rendido. ¿Cómo debemos proceder?

—Revisad a fondo el convento, aprehéndanlos y llévenlos a Camino Real, al edificio de interrogatorios –respondió, tomando el estúpido porte de un rey–. ¿Dónde se halla el capitán Lŭan?

—El capitán se encuentra en el atrio, han sometido por fin a la directora Han –respondió el mensajero.

—Bien, retírate y transmite mis órdenes a los hombres. Eviten que más sangre sea derramada.

El hombre se alejó a toda prisa, cansado y ensangrentado como todos los soldados de Irin. Lo peor de la batalla había tenido lugar en el atrio, ahí donde luchó Xía Han.

«Liquidó sola a un tercio de los hombres de Ushiken», maldecía mientras llegaba a dónde Tao. En el centro de la plazuela encontró a la mujer, con la mirada perdida, encadenada y derrotada. La luz acariciaba su herido rostro, una gran marca de sangre recorriéndolo, no parecía escocerle demasiado.

—Informa –ordenó a Tao nada más verlo.

—Ha sido arduo contenerla, mi señor. Incluso derrotada seguía teniendo una fuerza increíble –respondió su amigo. Demasiadas heridas lo recorrían y su armadura estaba abollada por tantos sitios, era un milagro que siguiera vivo.

»Fue necesario golpearla múltiples veces con los arietes para simplemente desorientarla mi señor. Triunfamos debido a que se partió el brazo con su propia, y monstruosa, fuerza, de otra forma ahora mismo estaríamos muertos. Fue en ese instante que perdió gran parte de su fuerza y la situación se hizo manejable como con el resto de ojos-gema.

Por como contaba las cosas, parecía que Tao había dado el golpe definitivo que puso a la directora de rodillas. Se erguía orgulloso, fingiendo que el dolor no estaba en él, y hablaba gallardo tras ganar un combate prácticamente perdido.

—He dado órdenes, Tao. Asegúrate de que se cumplan –dijo, mientras se encaminaban hacía la directora Han–. Una cosa más –añadió–, quiero un registro de todo quién vivía aquí.

—A la orden, mi señor –respondió Tao, partiendo a cumplir su deber aun cuando claramente estaba hecho polvo. Era un gran amigo y mejor soldado.

—Directora Han, al ser la primera vez que nos vemos, he de presentarme –dijo, mirándola fijamente al rostro. Tenía la mirada perdida y parecía estar delirando, pues miraba a lugares donde no había nadie y susurraba frases inentendibles–. Soy tu rey, Irin Lang Zheng. Sexto en la línea sucesoria, rey de todo Oriente y de todo Zheng –se acuclilló para estar a la altura de la mujer.

—Zheng… ¿a cuántos inocentes ha asesinado hoy? –preguntó la mujer, buscándolo con la mirada. Sus ojos igualmente estaban nublosos como los de aquel chico antes de morir.

—Asesiné a todos los que opusieron resistencia, dí una oportunidad y la rechazaste–contestó con sequedad–, los que se rindieron serán arrestados y llevados a refugios donde cumplirán condena–añadió, al menos eso tranquilizaría el alma de la mujer–. Tus médicos e investigadores quedan a disposición mía y he de informarte que Jesce se encuentra apresada en mi palacio.

—No les hagas daño, rey… No somos lo que piensa, vivíamos en paz, lejos de conflicto –decía con cansancio–. No somos más que un convento.

—Se llevan a los recién nacidos sin dar explicaciones, cuentan con un ejército disperso por todos los reinos, tus hombres tenían la fuerza de titanes y tú misma fuiste imparable –respondió Irin, irritado. Desde hacía años le era dificultoso controlar sus enojos–. No voy a tragarme tus mentiras.

Un tenue calor llegó por su costado, acompañado de un suave refulgir amarillento. Una presencia familiar de hacía años. Cerca de Han se encontraba la maza con la que había combatido.

—Ustedes no son simplemente “normales” –siguió diciendo, caminando hacía el arma.

Algo en ella lo llamaba, le instaba a tomarla y reclamar su gloria para él mismo. Algo le decía que esa arma lo conocía. La empuño, provocando un grito ahogado en la directora. Sintió un fluir ardiente por todo el cuerpo, concentrándose en su rostro, ni cien batallas le darían el placer de aquel momento. Fue entonces que sus iris cambiaron, convirtiéndose en rubíes; las miles facetas surgieron como grietas en las rocas, tan geométricamente perfectas y bien ubicadas.

—¡No…! ¡Hua no le pertenece! –gritó Han al aire.

—Tienes suerte, directora, no sé blandir este poder –dijo, decepcionado. El arma había dejado de emitir ese llamado de antes–. No morirás hoy –regresó frente a ella para poder acariciar su bello rostro redondeado–. Llévenla al edificio de interrogatorios y atiendan sus heridas, la necesitaré viva. ¡Informen a Lanatar y Yúan que el convento ha caído!

La mirada del Irin se ensombreció, asustando a los soldados que lo rodeaban, esos ojos lo hacían parecer más implacable que antes. Regresó nuevamente la mirada a la directora cuando los hombres la pusieron en pie.

—Una cosa más –añadió, tomándola por el cuello con una furia impropia, ciertamente surgía de él, pero no era suya–. Mi padre tuvo dos hijos, me dirás en dónde está mi hermano o serás pasada por hierro y fuego.

 

 

—¿Qué has dicho? –preguntó Erilal con una expresión estupefacta en el rostro–. Repítelo, discípulo santo –dijo, enarcando una ceja, en ceña de enojo.

—El convento ha caído, majestad –respondió Elemir, leyendo el informe que esa chica Jesce había enviado–. El rey Irin ha asaltado el convento esta mañana, por la tarde las defensas han cedido y los ojos-gema rindieron su hogar.

La sala de audiencias, dónde había asesinado a su padre, se encontraba repleta por miembros de la corte, así como de las familias más influyentes en todo el país Karanavi. Erilal los había hecho convocar en favor de jurar lealtad y apoyo a su reclamo del trono.

Los primeros en llegar, miembros de la fe, habían dado a viva voz un informe sobre la situación en Ciudad Dual. El convento había sido tomado luego de una lucha masacre hacia ambos bandos enfrentados.

—Ha lanzado una advertencia contra quienes apoyen a la iglesia –añadió Letifan, dirigiéndose a todos quienes estaban reunidos.

Erilal estrujó con fuerza su propia frente dejando entrever la furia en sus ojos musgosos. Los amoratados labios pintaban una línea de sangre, resultado de haber apretado con tanta fuerza las mandíbulas.

—Es la única información que tenemos. Desconocemos si los ojos-gema han conseguido huir a tiempo o si se encontraban dentro del convento durante el ataque –concluyó Elemir, tomando asiento a un lado del maestre Krien.

—Marcharemos sobre Oriente –gruñó, su madre dio un saltito en el asiento con los ojos bien abiertos.

—Control, mi señora –dijo de pronto Krien, intentando calmar su enojo–. Xia Han es sabía, confiemos en que haya sido rápida sacando a los grupos del convento. No podemos precipitarnos en empezar una marcha militar, esperemos y confiemos –repitió.

Erilal lo fulminó con la mirada, con el gesto de una niña recién regañada. Ciertamente Krien la había educado en etiqueta y religión, ¿pero no debía tenerle más respeto? Ahora era emperatriz después de todo. Intentó contener la ira y el temor de tener que ir a la guerra, era dificultoso, nunca había sido buena con sus emociones.

Suspiró a modo de respuesta y añadió—: Necesitamos unirnos y actuar pronto. ¿Hacía donde debemos desplazar los ejércitos?, ¿cómo protegeremos las rutas comerciales? Y, sobre todo, necesitamos asegurar alianzas con los reyes sureños. Escucho vuestros consejos.

Los murmullos iniciaron justo cuando terminó de hablar. La corte se mostraba renuente, pero entendían que Erilal no consentiría otro intento de sublevación, los antiguos miembros degollados eran clara muestra de ello. Durante los primeros días habían intentado llevar a las armas a los hombres más fieles de su padre; luego de colgarlos se encargó de quemar sus cuerpos para que las familias de esos rebeldes no pudiesen dedicarles ni siquiera un entierro. Una lección con gran peso.

El primero en ofrecer su opinión fue el encargado de las arcas. un hombre alto de rasgos delicados, llevaba el bigote y barbas debidamente arregladas. Vestía ropas extravagantes impropias de los Karanavi.

—Es fundamental que Rashún se convierta en el principal cruce de intercambio entre los tres reinos, majestad imperial –dijo el hombre con refinado acento del sur. Supuso que sería natal de las provincias cercanas a las fronteras con Rashún–. Cuenta con cientos de cauces dentro del reino y para nuestra ventaja, cada uno conecta directamente con Karanavi y Galinor. Debemos asegurarlos como pasos mercantiles de suministros y armas.

—Un gran análisis, sir –respondió Erilal, jugueteando con los anillos en sus alargados dedos–. ¿Qué piensa, sir Hela? –preguntó, dirigiéndose al hombre que comandaba sus tropas terrestres. Un hombre de estatura baja, rechoncho y con una pelusa por barba, podía no parecerlo, pero tenía más sangre Karanavi que muchos otros.

—Concuerdo con sir Akdar. Sin embargo, eso podría hacer parecer que deseamos hacernos con las tierras del joven rey sureño –respondió con profundo aire de respeto hacía Erilal.

—Ciertamente –añadió su mujer, alta de cabellos castaños y profundos ojos amarillentos–. Aunque, si precisamos mantener una alianza, es fundamental enviar tropas para frenar un posible ataque de Lanatar sobre ellos.

—Siendo así, podremos rodear Lanatar por el único frente que tiene contra nosotros –susurró Erilal acariciando sus cabellos resecos.

El hombre asintió con una sonrisa compartida por su esposa. La completa seriedad y confianza que irradiaba hizo que Erilal estuviese segura de poder confiar en sus decisiones. Karanavi era el segundo reino con un poderoso ejército, debía desplazarlos de tal forma que Lanatar fuera el primero en caer. Su madre convino.

—Impecables estrategias –dijo–. Un ataque frontal a Lanatar lo dejaría separado completamente de Zheng.

—Dejándonos rodeados –añadió Krien suspirando.

Todos asintieron, conviniendo con el sabio hombre. Fugacidad, todos tenían razón. Un ataque directo contra Lanatar dejaría abierto el Este para que el rey Zheng los barriera. Oh Axies, que difícil era gobernar durante una guerra.

—¡Majestad imperial! –dijo Elemir, irrumpiendo el silencio con un grito airado–. ¡El convento con sede en la capital de Yúan, informa que la reina abandona sus tierras! –«¿Qué? Imposible, esa mujer no dejaría sus tierras, así como así»–. Los barcos del ejército zarpan en dirección a Zheng por el Noreste.

—Y yo que pensé que esta guerra sería más difícil –respondió Erilal compartiendo una sonrisa en el rostro de Krien–. Capitán Velc, dirija el grueso de nuestros navíos a la ciudad portuaria de Yúan y reclame esas tierras en mi nombre –ordenó a un sujeto con profundas cicatrices de viejas batallas en el rostro. Le hacía falta medio labio y se notaba que en términos marinos era de los mejores, confiaría en él.

—Yúan será de Karanavi, majestad imperial –respondió el hombre.

—Seguimos teniendo el problema del frente de batalla, majestad –añadió Krien, trayendo de vuelta uno de los asuntos más importantes.

—¿Qué piensas del movimiento de Yúan, maestre? –preguntó Erilal sirviéndose una copa de aquella deliciosa bebida especiada que preparaban los norteños de sus tierras.

—Mi estrategia militar está oxidada, majestad –respondió el hombre, tallando su coronilla calva–. Sin embargo, he de decir que no concuerda en nada con esa mujer. Es cierto que la fe cuenta con un gran ejército, pero como antes dije, está repartido por todo el mundo. Zheng ha demostrado que incluso los conventos capitales pueden caer.

—Mucho menos contamos con artillería militar, ni estructuras de asedio –convino Elemir–. Somos hombres con lanzas y espadas luchando por su fe. Nuestra fuerza más grande es la de ser ojos-gema –aquello ya no era un secreto para Erilal, esos chiquillos de ojos apedrados eran casi dioses.

—La reina Tristan podría haber tomado el convento de su capital con suma facilidad. No habrían podido con ella –siguió diciendo Krien, reflexionando.

Erilal jugueteó con sus anillos a modo de distracción. Esa mujer era de lo más rara, ¿abandonar su reino?, ¿quién en su sano juicio haría tal cosa?

«Fugacidad, concéntrate Erilal. Hay dos problemas muy grandes aquí: Yúan y el frente de batalla»

—Así que… –contestó, haciendo hoyuelos con su adusto cabello–. El grueso de tus tropas se concentra en las ciudades capitales y mercantiles, ¿no es así, maestre? –preguntó.

—¿Mi señora?

—Liderarás el frente con los devotos de Karanavi, Galinor y Rashún. Serán la primera línea de batalla –respondió con firmeza, no debía dejarse intimidar por el maestre–. Me encargaré de apoyarles con la avanzadilla que envíe sir Hela y pediré tropas a los sureños aliados.

»Tomaremos Lanatar con un gran ejército de devotos para demostrar el poder de la fe y con nuestros navíos en Yúan acosaremos al reino de Zheng para evitar una carga por el Este.

El maestre hizo un rostro de sorpresa al escuchar su dictamen.

—Iremos a una muerte segura –respondió–.

—¿Cuántos hombres tiene, maestre? –preguntó Erilal sin retroceder su orden. «No cedas, eres una emperatriz.»

—Cinco mil en Kyranvie, majestad –respondió Elemir por su maestre–. Rashún cuenta con dos mil devotos y Galinor afirmaba tener cuatro mil.

Erilal chasqueó la lengua, ciertamente no eran números prometedores.

—Lanatar cuenta con un frente aproximado de veinticinco mil hombres, majestad. Recapacite su propuesta –añadió Letifan tomándola por la mano en un gesto de paz–. Necesitaríamos los cinco mil devotos que había en Zheng para siquiera hacerles frente. No niego nuestro mutuo apoyo, pero es una batalla que no ganaríamos aún con el poder de los ojos-gema.

Nuevamente los enojos de Erilal salieron a relucir cuando su rostro se enfurruñó, dejando entrever su amargura y poca paciencia a la hora de no recibir lo que quería. Fugacidad, no dejaba de ser una niña, tal vez su padre tuviera razón.

«No. Sé firme. Sé Karanavi»

—Le tengo apreció, maestre. Usted apoyó mi reclamo y defendió a mi gente de quienes ansiaban derrocarme, pero creo que aún no comprende la situación en la que nos encontramos –respondió, dando un trago a su bebida, intentando calmarse–. Zheng empezó esta cruzada, pero nosotros la terminaremos.  Usted y yo saldremos mejor parados de este conflicto; mi imperio se extenderá hasta las yermas tierras y La Divina Dualidad aumentará sus filas cuando se demuestre que no hay nadie por encima de Axies.

—Majestad –intentó replicar.

—Tus hombres marcharán, es todo. Intentaré darte el mejor de los apoyos –concluyó, saliendo de la sala de audiencias y dejando a todos un gesto de aturdimiento.

Solo así respetarían sus decisiones. Solo así temerían a los Karanavi.

 

Los mechones llameantes ondeaban al son del viento, el salitre rayaba un curtido, pero embellecido rostro ámbar. Tristan Leng Yúan miraba en dirección a las costas de su ciudad capital. El suyo era un reino de navíos, pescadores y hábiles guerreros que podían batallar incluso sobre las olas de la desentendida fugacidad. Había hecho tanto para forjar sus tierras y ahora las abandonaba sin más. Todo a sugerencia de Irin, el chico afirmaba que el reino se encontraba en una ubicación favorable para la guerra, razón por la cual debía hacerlos creer que se rendía.

Ojalá tuviese razón.

Yúan contaba con poca milicia, sin embargo, no eran débiles. Su verdadera fuerza pendía de las poderosas embarcaciones.

Acarició el pasamanos de su buque insignia, un monstruo de mar. Era un galeón de guerra modificado para ser más grande, robusto y potente que los convencionales. Con la zona artillera incrementada para añadir cuarenta cañones a los costados y la popa de una carraca sobre la cual se alzase Tristan. Para que tal armatoste pudiese moverse a una velocidad considerable, dado su tamaño, fue necesario añadir tres inmensos mástiles al centro y dos de menor tamaño a los extremos delanteros y traseros. En todo Akxesh no había navío comparable al Juicio de Tristan.

—Parece que navego directamente a mi muerte –dijo antes de soltar un escupitajo sobre la popa.

—Mi señora, los navíos se alejan a gran velocidad. Estarán en el anillo cuando el sol salga por la mañana –informo Ésqt al llegar a su lado, el capitán de la flota naval.

—Eficiente como siempre, Ésqt –felicitó sin dirigirle la mirada. Había empezado a masticar sus hojas amargas y no quería ser interrumpida–. Si en tres días no llega mi orden de atacar, asegúrate de bombardear cada puerto de Zheng.

—Sus órdenes son placeres que codicio cumplir, majestad –silabeó su capitán. La larga cabellera negra y rizada revoloteaba al viento con un majestuoso lazo casi al final de este.

—Cuida mis barcos, Ésqt. El anillo es peligroso, los hombres de esas montañas son peligrosos –dijo, mirando por encima del hombro en dirección al hombre que era más alto que ella–. Me llevaré al Juicio.

—El Juicio sería un gran apoyo para la reconquista de Yúan, majestad. Y una amenaza para los Him del anillo.

—Mis ordenes están dadas. No hay discusión –concluyó, escupiendo nuevamente al suelo–. Mis hijos están abordo, para empezar, y no los expondré llevándolos en alguna otra fragata de poca monta. Además, el Juicio en aguas de Zheng será mi advertencia contra Irin.

—Un juicio majestuoso, como siempre, majestad.

—Los halagos no sirven para llevarme a la cama, Ésqt.

El hombre río, mostrando una dentadura remachada en oro—: A su regreso Yúan estará reconquistada y los Karanavi aniquilados.

La reina asintió con una sonrisa.

—Asegúrate de que los devotos reconozcan a su legítima soberana –añadió, despidiendo al hombre con un gesto. Un barco pesquero lo esperaba para llevarlo al navío que fungiría como nuevo buque insignia.

Las costas de Yúan dejaron de ser visibles para ella. Sus gentes no eran más que motas negras en un caribeño fondo nebuloso.

—¿Cuándo volveremos, madre? –preguntó Elenea, acercándose detrás de ella. Sus zapatillas resonaban en la popa de madera y acero como el repiqueteo de gaviotas hambrientas.

—Lo desconozco, querida –respondió Tristan, mirando de reojo a su pequeña vestida con un elegante conjunto de cola de pato.

—Kalá dice que pronto –añadió la niña con un gesto desaprobatorio.

—Entonces volveremos pronto. La sangre de tu hermano lo hace listo –dijo–. Consigue unas espadas, quiero entrenar contigo –sonrió para su hija. Aún quedaban días para llegar a Zheng y quería matar el tiempo.

Elena asintió y partió a correr mientras exigía las mejores armas a cada marino que veía. Su hermano, Kalá, la esperaba a las puertas del camarote con un par de estoques dorados, saludó a su madre con una sonrisa.

—Me aseguraré de que mis hijos crezcan pisando cenizas Karanavi –dijo, dando un último vistazo a sus tierras y caminando hacía su hija con los brazos bien abiertos.

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