V
Sereno
de lamento
Los pétalos
cayeron gráciles sobre los alterados orfelinados del convento. Gritos. Llantos
tanto de niños ojos-gema como de normales. El tintineo de las armaduras.
Los
oídos de Adelí palpitaban de dolor a causa de la artillería que el rey Zheng usaba
para asolar las murallas del convento. En su piel aún podía sentir el abrazo de
Así que intentaba con todas sus fuerzas evitar separarse a causa del bullicio
de las personas que empezaban a huir aterrorizados.
Entre
los gritos y el terror, la voz de la directora Xia se alzó solemne y poderosa.
—¡Huid!
–gritó–. ¡Los túneles serán vuestras salidas, confíen en sus escoltas, llegarán
con vida a los reinos aliados!
»¡Graben
este día en sus corazones! ¡Hoy Zheng ha declarado una guerra contra la fe! ¡Vivan
por Axies y mueran por la Dualidad! –rugió, motivando a los soldados que
empezaban a enarbolar sus armas y banderines representativos de la fe.
Unos
enormes brazos levantaron del suelo a Adelí, provocando que se soltase de Ushi.
El terror la invadió y empezó a chillar mientras daba manotazos.
—¡Suéltenme!
–gritó desesperada–. ¡Ushi!
—¡Hermana,
tranquila! –respondió ella–. ¡Es sir Frederick quien carga contigo! –apenas
podía hacerse oír entre el caos del momento.
Frederick
encabezaba el grupo y los dirigía hacia los túneles. El hombre olía fuertemente
a sudor y frutas agrías, la cota de malla tintineaba a medida que apuraba el
paso. Jadeaba como un potro y su corazón palpitaba con demasiada euforia.
—¿Capitán?
–preguntó Adelí, sintiendo el nerviosismo del hombre.
Frederick
se detuvo en el sitio sin responder, luego de una corta espera, ahogó un nombre
en sus labios y sostuvo con fuerza a Adelí mientras reavivaba su andar.
———Δ———Ο——— Δ——— Ο——— Δ———
El
rugir de los cañones lo instaba a luchar, a defender su santo hogar de los heréticos
hombres de Zheng. Frederick codiciaba batallar en nombre de Axies, en nombre de
Xia. Su corazón le ordenó detenerse en cuanto la pensó, sabía que necesitaba
salir de ahí tan rápido como pudiera y poner a salvo a los chicos, y aun así se
detuvo.
«Me
necesita a su lado. Juntos podríamos detener al ejército o al menos hacerlos
replegarse», se dijo, virando su cuerpo en dirección a Xia, olvidando que aún
cargaba con la señorita Lin. Casi le propinó un golpe al joven Wei con los pies
de la muchacha.
La
puerta de marfil por fin cayó, el estruendo llegó hasta el atrio. Dónde deberían
abrirse de par en par solo quedaba un boquete cuando los arietes destrozaron su
virtud, detrás de ellas sobrevolaron las balas de bramante artillería. Los
trozos de saeteras y almenas caían cual lágrimas del padre longevo incapaz de
proteger a los suyos, los adoquines blancos se oscurecían a causa del polvo
desprendido y los proyectiles empezaban a destrozar los ventanales y dormitorios
superiores del convento en dirección al atrio donde se hallaban todos. Pronto
estarían ahí los hombres del rey.
Todo
tenía su dualidad, incluso la paz misma.
Ahí la
vio, su amada. Gallarda y poderosa vociferando órdenes a los devotos. Daba
palabras de aliento a los temerosos.
Frente
a ella irrumpió un mar de soldados en rojo y negro, hombres sedientos de balla,
sin fe, sin devoción. Hombres de Zheng. Xia no se perturbó, sus ojos-gema
formaban en lúnula, rodeando a los normales en hilera, una estrategia simple,
pero funcional para detener a un numeroso ejército.
—¡Que
la victoria no le sepa a gloria! –rugió, saltando directamente desde la tarima
con su maza firmemente empuñada.
Cargó
directamente contra el enemigo, acompañada por un pobre ejército, el grueso fungía
como escolta para los orfelinados. El hábito se fue ajustando a su piel, cada
vez más, a medida que asumía postura tras postura, mostrando su imponente
musculatura. Llegó a tener incluso la complexión de Frederick, con las venas
resaltadas por todo el rostro y brazos.
Atacó
con el puño izquierdo, hundiéndolo en el rostro de un pobre diablo que en sus últimos
momentos seguía sin comprender como una mujer de cuerpo delgado había
conseguido tal constitución en meros segundos. Otro intentó vengar a su
compañero, atacando por el costado de Xia, pero está simplemente se dejó
recibir el impacto y contraatacó con un rodillazo haciendo estallar el abdomen
del hombre junto a su armadura de placas.
Frederick
miraba todo ello con el corazón hecho un ovillo. Quería estar ahí, cubrirle las
espaldas como en la batalla donde suprimieron a los Hijos de Fugacidad. Ansiaba
luchar, soltar a la señorita Lin y desenvainar su mandoble en pos de su amada y
el convento.
—¡Hijos
míos! –gritó Xia, la sangre escurriendo por su hábito, volviendo su cuerpo a la
normalidad mientras era rodeada por los ojos-gema que cargaban usando la
dotación de tenacidad, intentando desbaratar la vanguardia de Zheng–. ¡Reciban
orgullosos a la fugacidad y hagamos que muchos nos acompañen!
«Muévete.
No es tu batalla, Frederick», se dijo.
Reanudó
su andar hacía los túneles.
«Nos
encontraremos en el mar negro, Xia.» Rezó una última plegaría en nombre de quien
antaño fuera su amada y compañera de batallas.
Las
salidas subterráneas, previamente preparadas, se encontraban funcionando mejor
de lo esperado. Cada grupo salía con rápides y mucho más en orden a pesar de lo
que por fuera acontecía. Fueron cuestión de minutos para que su propia
cuadrilla recorriera la mitad del subterráneo, estaba cansado, agotado de
llevar a la muchacha a hombros.
—¿Puedes
seguir el ritmo, señorita? –preguntó.
—Puedo,
sir, iré de la mano de Ushi –respondió la señorita Lin. Fue entonces cuando
Frederick la posó en el suelo, y como había dicho, la chica más pequeña se
encargó de ella.
—¡Las
puertas se han sellado! –rugió un soldado detrás de ellos. Fugacidad, no todos
habían conseguido salir–. ¡Marchad con fiereza, que el miedo no detenga vuestro
andar!
—¿Estamos
a salvo, sir? –preguntó Lin a sus espaldas.
—Ni de
cerca, señorita. Estaremos solos una vez que salgamos de estos túneles.
—Estaremos
bien –respondió la señorita Fu a su lado–. ¿Qué ruta tomaremos, capitán?
—Iremos
por el río de montañas –respondió, cada vez más agotado–. Tomaremos ruta por el
oeste en dirección a Bosque Vida y luego al sur hacia a Galinor usando el río
arcoíris –explicó, mirando la expresión de sorpresa de la muchacha–. A partir
de ahí tendremos ruta directa a Karanavi con los barcos del rey Rashún. No
negarán nuestro paso por la frontera.
—Lanatar
es aliado de Zheng –respondió Fu con nerviosismo en la voz–. Nos tomarán como
rehenes apenas vernos.
—Es un
riesgo que debemos asumir, con ese andar llegaremos a Karanavi en un par de
meses. Todo estará bien –consoló.
Sobre ellos
empezó a llover polvo y tierra a causa de la artillería del rey. Muy
seguramente estarían bombardeando a los ojos-gema para hacerlos caer.
—El río
de montañas es un viejo paso que usaron los contrabandistas durante el
conflicto con los Hijos de Fugacidad –explicó, intentando distraerlos de la
masacre de arriba–. Conduce hasta el Bosque Vida sin pasar por los puestos
fronterizos de Lanatar.
»Bordeando
se halla Río Arcoíris, su cauce desciende directamente sobre Galinor, nuestros
aliados sureños controlan esa zona así que no hay de qué preocuparse.
—Nunca
hemos ido más allá de Ciudad Dual –susurró Alegár al joven Limin–. Si nos
encuentran en Lanatar…
—Llegaremos
enteros a Karanavi –respondió el joven soldado, tranquilizando al muchacho.
Cumplía su deber con devoción, tanto que lo hacía sentir casi orgulloso.
La
intensa luz de la salida cegó a Frederick.
Los páramos
de roca deshidratada y tierra marrón se extendían en extensos kilómetros.
Muchos de los grupos empezaban a dispersarse siguiendo sus propias rutas, al
parecer ni uno se encaminaba al río de montañas por aquellos trompicados caminos
que tenía. Sonrió, así era menos probable que los perros de Zheng los encontraran.
El
rostro de Irin brillaba en húmedo carmín, de una pegadiza sangre que no era de
él. El humo de los cañones había provocado el advenir de una llovizna que comenzaba
a empapar su alborotado cabello, habían sido demasiadas descargas. Tanta muerte
había traído consigo una oscura y lamentable llovizna como pocas.
El
convento era suyo, ¿pero a qué costo? Hubo necesaria una encarnizada batalla y
muchos de sus hombres estaban muertos.
«Nuestros
números eran mayores y aun así… Teníamos artillería y aun así… Fugaces devotos,
debieron ceder sin trabar batalla.»
Caminaba
sorteando soldados moribundos. Nada se podía hacer por ellos más que darles una
muerte rápida, tenían el cuerpo destrozado de formas imposibles. Esos devotos
no eran para nada normales y mucho menos peleaban como se debía, tantos de
ellos estaban atravesados por balas de cañón y otros empotrados a los muros con
los arietes, de otra forma habría sido el ejército de Irin el que hubiese
caído.
Se
detuvo justo delante de uno, era de los que habían empalado en las murallas. Sus
ojos eran azules con líneas geométricamente posicionadas, eran bellos a pesar
de estar nublados, ¿sería ciego?
—Eh
–intentó hablar el joven ojos-gema, no podía encontrar con la mirada al rey–. ¿Hua?
—No
hables –respondió Irin mientras desenvainaba su espada ancha–. Tu pecho fue
destrozado por el ariete –al menos podría darle una muerte menos dolorosa, su
padre le había enseñado cómo.
—El
rey… –respondió el muchacho, escupiendo al suelo a modo de insulto–. Algún día
la Fugacidad vendrá por ti, fugaz rey de rojo y negro. Algún día probarás la
muer-
Lo
interrumpió, dando un solo tajo al cuello. No estaba para escuchar los insultos
de un desconocido.
«¿Qué
clase de personas son?», se preguntó, mirando como los ojos de la cabeza cercenada
empezaban a volverse grisáceos.
Los
ojos-gema eran de temer, extraños, luchaban con músculos imposibles para
cualquier hombre; partían los arietes de simples puñetazos y hacían trizas las
formaciones de soldados entrenados como si de meros juguetes de paja se
tratasen. Estos últimos bañaban con sus sangres y tripas los adoquines del
convento.
—Pueden
morir –se forzó a decir, volviendo la mirada del ojos-gema–. Pueden morir.
—¡Mi
señor! –dijo un mensajero que llegaba a toda prisa–. No hay signos de defensa,
aunque es posible que los ojos-gema se refugien en ciertas partes del convento,
es claro que se han rendido. ¿Cómo debemos proceder?
—Revisad
a fondo el convento, aprehéndanlos y llévenlos a Camino Real, al edificio de
interrogatorios –respondió, tomando el estúpido porte de un rey–. ¿Dónde se halla
el capitán Lŭan?
—El
capitán se encuentra en el atrio, han sometido por fin a la directora Han
–respondió el mensajero.
—Bien, retírate
y transmite mis órdenes a los hombres. Eviten que más sangre sea derramada.
El
hombre se alejó a toda prisa, cansado y ensangrentado como todos los soldados
de Irin. Lo peor de la batalla había tenido lugar en el atrio, ahí donde luchó
Xía Han.
«Liquidó
sola a un tercio de los hombres de Ushiken», maldecía mientras llegaba a dónde
Tao. En el centro de la plazuela encontró a la mujer, con la mirada perdida,
encadenada y derrotada. La luz acariciaba su herido rostro, una gran marca de
sangre recorriéndolo, no parecía escocerle demasiado.
—Informa
–ordenó a Tao nada más verlo.
—Ha
sido arduo contenerla, mi señor. Incluso derrotada seguía teniendo una fuerza increíble
–respondió su amigo. Demasiadas heridas lo recorrían y su armadura estaba
abollada por tantos sitios, era un milagro que siguiera vivo.
»Fue
necesario golpearla múltiples veces con los arietes para simplemente
desorientarla mi señor. Triunfamos debido a que se partió el brazo con su
propia, y monstruosa, fuerza, de otra forma ahora mismo estaríamos muertos. Fue
en ese instante que perdió gran parte de su fuerza y la situación se hizo
manejable como con el resto de ojos-gema.
Por
como contaba las cosas, parecía que Tao había dado el golpe definitivo que puso
a la directora de rodillas. Se erguía orgulloso, fingiendo que el dolor no
estaba en él, y hablaba gallardo tras ganar un combate prácticamente perdido.
—He
dado órdenes, Tao. Asegúrate de que se cumplan –dijo, mientras se encaminaban
hacía la directora Han–. Una cosa más –añadió–, quiero un registro de todo
quién vivía aquí.
—A la
orden, mi señor –respondió Tao, partiendo a cumplir su deber aun cuando
claramente estaba hecho polvo. Era un gran amigo y mejor soldado.
—Directora
Han, al ser la primera vez que nos vemos, he de presentarme –dijo, mirándola
fijamente al rostro. Tenía la mirada perdida y parecía estar delirando, pues
miraba a lugares donde no había nadie y susurraba frases inentendibles–. Soy tu
rey, Irin Lang Zheng. Sexto en la línea sucesoria, rey de todo Oriente y de
todo Zheng –se acuclilló para estar a la altura de la mujer.
—Zheng…
¿a cuántos inocentes ha asesinado hoy? –preguntó la mujer, buscándolo con la
mirada. Sus ojos igualmente estaban nublosos como los de aquel chico antes de
morir.
—Asesiné
a todos los que opusieron resistencia, dí una oportunidad y la rechazaste–contestó
con sequedad–, los que se rindieron serán arrestados y llevados a refugios donde
cumplirán condena–añadió, al menos eso tranquilizaría el alma de la mujer–. Tus
médicos e investigadores quedan a disposición mía y he de informarte que Jesce
se encuentra apresada en mi palacio.
—No les
hagas daño, rey… No somos lo que piensa, vivíamos en paz, lejos de conflicto
–decía con cansancio–. No somos más que un convento.
—Se
llevan a los recién nacidos sin dar explicaciones, cuentan con un ejército
disperso por todos los reinos, tus hombres tenían la fuerza de titanes y tú
misma fuiste imparable –respondió Irin, irritado. Desde hacía años le era
dificultoso controlar sus enojos–. No voy a tragarme tus mentiras.
Un
tenue calor llegó por su costado, acompañado de un suave refulgir amarillento. Una
presencia familiar de hacía años. Cerca de Han se encontraba la maza con la que
había combatido.
—Ustedes
no son simplemente “normales” –siguió diciendo, caminando hacía el arma.
Algo en
ella lo llamaba, le instaba a tomarla y reclamar su gloria para él mismo. Algo
le decía que esa arma lo conocía. La empuño, provocando un grito ahogado en la
directora. Sintió un fluir ardiente por todo el cuerpo, concentrándose en su rostro,
ni cien batallas le darían el placer de aquel momento. Fue entonces que sus
iris cambiaron, convirtiéndose en rubíes; las miles facetas surgieron como
grietas en las rocas, tan geométricamente perfectas y bien ubicadas.
—¡No…! ¡Hua
no le pertenece! –gritó Han al aire.
—Tienes
suerte, directora, no sé blandir este poder –dijo, decepcionado. El arma había
dejado de emitir ese llamado de antes–. No morirás hoy –regresó frente a ella
para poder acariciar su bello rostro redondeado–. Llévenla al edificio de
interrogatorios y atiendan sus heridas, la necesitaré viva. ¡Informen a Lanatar
y Yúan que el convento ha caído!
La
mirada del Irin se ensombreció, asustando a los soldados que lo rodeaban, esos
ojos lo hacían parecer más implacable que antes. Regresó nuevamente la mirada a
la directora cuando los hombres la pusieron en pie.
—Una
cosa más –añadió, tomándola por el cuello con una furia impropia, ciertamente
surgía de él, pero no era suya–. Mi padre tuvo dos hijos, me dirás en dónde
está mi hermano o serás pasada por hierro y fuego.
—¿Qué
has dicho? –preguntó Erilal con una expresión estupefacta en el rostro–. Repítelo,
discípulo santo –dijo, enarcando una ceja, en ceña de enojo.
—El
convento ha caído, majestad –respondió Elemir, leyendo el informe que esa chica
Jesce había enviado–. El rey Irin ha asaltado el convento esta mañana, por la
tarde las defensas han cedido y los ojos-gema rindieron su hogar.
La sala
de audiencias, dónde había asesinado a su padre, se encontraba repleta por
miembros de la corte, así como de las familias más influyentes en todo el país
Karanavi. Erilal los había hecho convocar en favor de jurar lealtad y apoyo a
su reclamo del trono.
Los
primeros en llegar, miembros de la fe, habían dado a viva voz un informe sobre
la situación en Ciudad Dual. El convento había sido tomado luego de una lucha masacre
hacia ambos bandos enfrentados.
—Ha
lanzado una advertencia contra quienes apoyen a la iglesia –añadió Letifan, dirigiéndose
a todos quienes estaban reunidos.
Erilal
estrujó con fuerza su propia frente dejando entrever la furia en sus ojos
musgosos. Los amoratados labios pintaban una línea de sangre, resultado de
haber apretado con tanta fuerza las mandíbulas.
—Es la
única información que tenemos. Desconocemos si los ojos-gema han conseguido
huir a tiempo o si se encontraban dentro del convento durante el ataque –concluyó
Elemir, tomando asiento a un lado del maestre Krien.
—Marcharemos
sobre Oriente –gruñó, su madre dio un saltito en el asiento con los ojos bien
abiertos.
—Control,
mi señora –dijo de pronto Krien, intentando calmar su enojo–. Xia Han es sabía,
confiemos en que haya sido rápida sacando a los grupos del convento. No podemos
precipitarnos en empezar una marcha militar, esperemos y confiemos –repitió.
Erilal
lo fulminó con la mirada, con el gesto de una niña recién regañada. Ciertamente
Krien la había educado en etiqueta y religión, ¿pero no debía tenerle más
respeto? Ahora era emperatriz después de todo. Intentó contener la ira y el
temor de tener que ir a la guerra, era dificultoso, nunca había sido buena con
sus emociones.
Suspiró
a modo de respuesta y añadió—: Necesitamos unirnos y actuar pronto. ¿Hacía
donde debemos desplazar los ejércitos?, ¿cómo protegeremos las rutas comerciales?
Y, sobre todo, necesitamos asegurar alianzas con los reyes sureños. Escucho
vuestros consejos.
Los
murmullos iniciaron justo cuando terminó de hablar. La corte se mostraba
renuente, pero entendían que Erilal no consentiría otro intento de sublevación,
los antiguos miembros degollados eran clara muestra de ello. Durante los
primeros días habían intentado llevar a las armas a los hombres más fieles de
su padre; luego de colgarlos se encargó de quemar sus cuerpos para que las
familias de esos rebeldes no pudiesen dedicarles ni siquiera un entierro. Una
lección con gran peso.
El
primero en ofrecer su opinión fue el encargado de las arcas. un hombre alto de
rasgos delicados, llevaba el bigote y barbas debidamente arregladas. Vestía
ropas extravagantes impropias de los Karanavi.
—Es fundamental
que Rashún se convierta en el principal cruce de intercambio entre los tres
reinos, majestad imperial –dijo el hombre con refinado acento del sur. Supuso
que sería natal de las provincias cercanas a las fronteras con Rashún–. Cuenta
con cientos de cauces dentro del reino y para nuestra ventaja, cada uno conecta
directamente con Karanavi y Galinor. Debemos asegurarlos como pasos mercantiles
de suministros y armas.
—Un
gran análisis, sir –respondió Erilal, jugueteando con los anillos en sus
alargados dedos–. ¿Qué piensa, sir Hela? –preguntó, dirigiéndose al hombre que
comandaba sus tropas terrestres. Un hombre de estatura baja, rechoncho y con
una pelusa por barba, podía no parecerlo, pero tenía más sangre Karanavi que
muchos otros.
—Concuerdo
con sir Akdar. Sin embargo, eso podría hacer parecer que deseamos hacernos con
las tierras del joven rey sureño –respondió con profundo aire de respeto hacía
Erilal.
—Ciertamente
–añadió su mujer, alta de cabellos castaños y profundos ojos amarillentos–.
Aunque, si precisamos mantener una alianza, es fundamental enviar tropas para
frenar un posible ataque de Lanatar sobre ellos.
—Siendo
así, podremos rodear Lanatar por el único frente que tiene contra nosotros
–susurró Erilal acariciando sus cabellos resecos.
El
hombre asintió con una sonrisa compartida por su esposa. La completa seriedad y
confianza que irradiaba hizo que Erilal estuviese segura de poder confiar en
sus decisiones. Karanavi era el segundo reino con un poderoso ejército, debía desplazarlos
de tal forma que Lanatar fuera el primero en caer. Su madre convino.
—Impecables
estrategias –dijo–. Un ataque frontal a Lanatar lo dejaría separado
completamente de Zheng.
—Dejándonos
rodeados –añadió Krien suspirando.
Todos
asintieron, conviniendo con el sabio hombre. Fugacidad, todos tenían razón. Un
ataque directo contra Lanatar dejaría abierto el Este para que el rey Zheng los
barriera. Oh Axies, que difícil era gobernar durante una guerra.
—¡Majestad
imperial! –dijo Elemir, irrumpiendo el silencio con un grito airado–. ¡El
convento con sede en la capital de Yúan, informa que la reina abandona sus
tierras! –«¿Qué? Imposible, esa mujer no dejaría sus tierras, así como así»–.
Los barcos del ejército zarpan en dirección a Zheng por el Noreste.
—Y yo
que pensé que esta guerra sería más difícil –respondió Erilal compartiendo una
sonrisa en el rostro de Krien–. Capitán Velc, dirija el grueso de nuestros
navíos a la ciudad portuaria de Yúan y reclame esas tierras en mi nombre
–ordenó a un sujeto con profundas cicatrices de viejas batallas en el rostro.
Le hacía falta medio labio y se notaba que en términos marinos era de los
mejores, confiaría en él.
—Yúan
será de Karanavi, majestad imperial –respondió el hombre.
—Seguimos
teniendo el problema del frente de batalla, majestad –añadió Krien, trayendo de
vuelta uno de los asuntos más importantes.
—¿Qué
piensas del movimiento de Yúan, maestre? –preguntó Erilal sirviéndose una copa
de aquella deliciosa bebida especiada que preparaban los norteños de sus
tierras.
—Mi estrategia
militar está oxidada, majestad –respondió el hombre, tallando su coronilla
calva–. Sin embargo, he de decir que no concuerda en nada con esa mujer. Es
cierto que la fe cuenta con un gran ejército, pero como antes dije, está
repartido por todo el mundo. Zheng ha demostrado que incluso los conventos
capitales pueden caer.
—Mucho
menos contamos con artillería militar, ni estructuras de asedio –convino
Elemir–. Somos hombres con lanzas y espadas luchando por su fe. Nuestra fuerza
más grande es la de ser ojos-gema –aquello ya no era un secreto para Erilal,
esos chiquillos de ojos apedrados eran casi dioses.
—La
reina Tristan podría haber tomado el convento de su capital con suma facilidad.
No habrían podido con ella –siguió diciendo Krien, reflexionando.
Erilal
jugueteó con sus anillos a modo de distracción. Esa mujer era de lo más rara,
¿abandonar su reino?, ¿quién en su sano juicio haría tal cosa?
«Fugacidad,
concéntrate Erilal. Hay dos problemas muy grandes aquí: Yúan y el frente de
batalla»
—Así
que… –contestó, haciendo hoyuelos con su adusto cabello–. El grueso de tus
tropas se concentra en las ciudades capitales y mercantiles, ¿no es así,
maestre? –preguntó.
—¿Mi
señora?
—Liderarás
el frente con los devotos de Karanavi, Galinor y Rashún. Serán la primera línea
de batalla –respondió con firmeza, no debía dejarse intimidar por el maestre–.
Me encargaré de apoyarles con la avanzadilla que envíe sir Hela y pediré tropas
a los sureños aliados.
»Tomaremos
Lanatar con un gran ejército de devotos para demostrar el poder de la fe y con
nuestros navíos en Yúan acosaremos al reino de Zheng para evitar una carga por
el Este.
El
maestre hizo un rostro de sorpresa al escuchar su dictamen.
—Iremos
a una muerte segura –respondió–.
—¿Cuántos
hombres tiene, maestre? –preguntó Erilal sin retroceder su orden. «No cedas,
eres una emperatriz.»
—Cinco
mil en Kyranvie, majestad –respondió Elemir por su maestre–. Rashún cuenta con
dos mil devotos y Galinor afirmaba tener cuatro mil.
Erilal
chasqueó la lengua, ciertamente no eran números prometedores.
—Lanatar
cuenta con un frente aproximado de veinticinco mil hombres, majestad.
Recapacite su propuesta –añadió Letifan tomándola por la mano en un gesto de
paz–. Necesitaríamos los cinco mil devotos que había en Zheng para siquiera
hacerles frente. No niego nuestro mutuo apoyo, pero es una batalla que no
ganaríamos aún con el poder de los ojos-gema.
Nuevamente
los enojos de Erilal salieron a relucir cuando su rostro se enfurruñó, dejando
entrever su amargura y poca paciencia a la hora de no recibir lo que quería.
Fugacidad, no dejaba de ser una niña, tal vez su padre tuviera razón.
«No. Sé
firme. Sé Karanavi»
—Le
tengo apreció, maestre. Usted apoyó mi reclamo y defendió a mi gente de quienes
ansiaban derrocarme, pero creo que aún no comprende la situación en la que nos encontramos
–respondió, dando un trago a su bebida, intentando calmarse–. Zheng empezó esta
cruzada, pero nosotros la terminaremos.
Usted y yo saldremos mejor parados de este conflicto; mi imperio se
extenderá hasta las yermas tierras y La Divina Dualidad aumentará sus filas cuando
se demuestre que no hay nadie por encima de Axies.
—Majestad
–intentó replicar.
—Tus
hombres marcharán, es todo. Intentaré darte el mejor de los apoyos –concluyó,
saliendo de la sala de audiencias y dejando a todos un gesto de aturdimiento.
Solo
así respetarían sus decisiones. Solo así temerían a los Karanavi.
Los
mechones llameantes ondeaban al son del viento, el salitre rayaba un curtido,
pero embellecido rostro ámbar. Tristan Leng Yúan miraba en dirección a las
costas de su ciudad capital. El suyo era un reino de navíos, pescadores y
hábiles guerreros que podían batallar incluso sobre las olas de la desentendida
fugacidad. Había hecho tanto para forjar sus tierras y ahora las abandonaba sin
más. Todo a sugerencia de Irin, el chico afirmaba que el reino se encontraba en
una ubicación favorable para la guerra, razón por la cual debía hacerlos creer
que se rendía.
Ojalá
tuviese razón.
Yúan
contaba con poca milicia, sin embargo, no eran débiles. Su verdadera fuerza
pendía de las poderosas embarcaciones.
Acarició
el pasamanos de su buque insignia, un monstruo de mar. Era un galeón de guerra
modificado para ser más grande, robusto y potente que los convencionales. Con
la zona artillera incrementada para añadir cuarenta cañones a los costados y la
popa de una carraca sobre la cual se alzase Tristan. Para que tal armatoste
pudiese moverse a una velocidad considerable, dado su tamaño, fue necesario
añadir tres inmensos mástiles al centro y dos de menor tamaño a los extremos
delanteros y traseros. En todo Akxesh no había navío comparable al Juicio de
Tristan.
—Parece
que navego directamente a mi muerte –dijo antes de soltar un escupitajo sobre
la popa.
—Mi
señora, los navíos se alejan a gran velocidad. Estarán en el anillo cuando el
sol salga por la mañana –informo Ésqt al llegar a su lado, el capitán de la
flota naval.
—Eficiente
como siempre, Ésqt –felicitó sin dirigirle la mirada. Había empezado a masticar
sus hojas amargas y no quería ser interrumpida–. Si en tres días no llega mi
orden de atacar, asegúrate de bombardear cada puerto de Zheng.
—Sus órdenes
son placeres que codicio cumplir, majestad –silabeó su capitán. La larga
cabellera negra y rizada revoloteaba al viento con un majestuoso lazo casi al
final de este.
—Cuida
mis barcos, Ésqt. El anillo es peligroso, los hombres de esas montañas son peligrosos
–dijo, mirando por encima del hombro en dirección al hombre que era más alto
que ella–. Me llevaré al Juicio.
—El
Juicio sería un gran apoyo para la reconquista de Yúan, majestad. Y una amenaza
para los Him del anillo.
—Mis
ordenes están dadas. No hay discusión –concluyó, escupiendo nuevamente al
suelo–. Mis hijos están abordo, para empezar, y no los expondré llevándolos en
alguna otra fragata de poca monta. Además, el Juicio en aguas de Zheng será mi
advertencia contra Irin.
—Un
juicio majestuoso, como siempre, majestad.
—Los halagos
no sirven para llevarme a la cama, Ésqt.
El
hombre río, mostrando una dentadura remachada en oro—: A su regreso Yúan estará
reconquistada y los Karanavi aniquilados.
La
reina asintió con una sonrisa.
—Asegúrate
de que los devotos reconozcan a su legítima soberana –añadió, despidiendo al
hombre con un gesto. Un barco pesquero lo esperaba para llevarlo al navío que
fungiría como nuevo buque insignia.
Las
costas de Yúan dejaron de ser visibles para ella. Sus gentes no eran más que
motas negras en un caribeño fondo nebuloso.
—¿Cuándo
volveremos, madre? –preguntó Elenea, acercándose detrás de ella. Sus zapatillas
resonaban en la popa de madera y acero como el repiqueteo de gaviotas
hambrientas.
—Lo
desconozco, querida –respondió Tristan, mirando de reojo a su pequeña vestida con
un elegante conjunto de cola de pato.
—Kalá
dice que pronto –añadió la niña con un gesto desaprobatorio.
—Entonces
volveremos pronto. La sangre de tu hermano lo hace listo –dijo–. Consigue unas
espadas, quiero entrenar contigo –sonrió para su hija. Aún quedaban días para llegar
a Zheng y quería matar el tiempo.
Elena
asintió y partió a correr mientras exigía las mejores armas a cada marino que
veía. Su hermano, Kalá, la esperaba a las puertas del camarote con un par de
estoques dorados, saludó a su madre con una sonrisa.
—Me
aseguraré de que mis hijos crezcan pisando cenizas Karanavi –dijo, dando un
último vistazo a sus tierras y caminando hacía su hija con los brazos bien
abiertos.
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