Hua
La muerte hubiese sido un final mejor para
Hua. ¿Lo era? Dios le había dicho que después de la muerte solo encontraría un andar
eterno por el mundo, no hallaría la paz en el fin.
Dos campanadas resonaron desde el Palacio
Zheng cantando orgullosas el pronto nacimiento del segundo hijo de Zheng V, rey
de las vastas tierras orientales. Aquel día le sería arrebatado.
—¡Hua! –llamó la Guía que acompañaría al grupo
partero–. Niña, es la cuarta vez que te llamo. ¿Te sucede algo?
Lo hacía. Dios había tocado el alma de Hua, un
toque frío y muerto. Le había encomendado una misión, pero también que guardara
el secreto sin pedir ayuda para llevar a cabo su mandato.
—Estoy bien –respondió Hua, echando a andar
detrás de ellos mientras centraba sus lentes negros. Se había concentrado
demasiado en ver a Dios de pie frente a ella.
A pesar de su protección, la luz de los
faroles le escocía demasiado en su ojo débil, una vergüenza para La Divina
Dualidad.
Tu
condición no es más que una bendición que permite mi entrada a tu ser.
Dios podía decir cosas bellas a pesar su
constante enojo. Era una voz helada, opaca de sentimientos como correspondía a
su Divinidad. Hermosa.
Llovía aquel día. Era una llovizna muy tenue,
casi como la caricia del aire. Fría como el toque de Dios.
Extraña era la vez en que caía el agua sobre
tierras Zheng, normalmente tendía ser un reino de sequías. La única muestra de
agua en Zheng era el río que se encontraba en Ciudad Dual, atravesándola justo
por la mitad, desde el norte hasta el sur.
Caminaron durante horas a través de Camino Real
y sus incesantes casas adornadas en oro y techos con puntas al cielo en seña
arrogante a Dios.
No a mi.
No a Dios.
Por fin se hallaron frente al palacio del rey,
mucho más arrogante que sus vasallos. Un hogar construido en mármol teñido de granate
con franjas de azabache, enormes pilares dorados sostenían una cúpula invertida
y en el centro se coronaba el campanario adornado con estandartes de la familia.
A las puertas les esperaba una escolta de diez hombres, algunos chasquearon las
lenguas al ver a Hua usando lentes negros.
—¿Es esto una especie de insulto? –dijo uno de
ellos en tono despectivo. Lo típico cuando un ojos-gema nacía con aquella
condición.
Nacer con ambliopía le había condenado a un
constante abuso de parte de sus hermanos en el Convento, le acusaban de que
algún día sería presa de la ceguera-psicótica.
—Es la mejor, incluso que yo misma –explicó la
Guía–. Ha recibido a veinte niños, todos viven.
El hombre volvió a chasquear la lengua y
añadió.
—El Convento será el único responsable si el rey
enfurece.
Aceptaron reacios y les guiaron a través del pobre
jardín que tenía el palacio: arbustos secos, cerezos sin flores y arboles
secos. Los hombres explicaban que el rey construiría un nuevo jardín de extrema
belleza como regalo para la reina. Hua pensó que aquello no sería más que otra
muestra de arrogancia, el Convento tenía un jardín incomparable y el rey intentaría
opacarlo. Todos lo sabían.
El sendero se alargó hasta la entrada sureste
del palacio, en dirección a los aposentos de la reina. Ahí la encontraron
postrada en su cama de telas arrogantes, dando gritos ofensivos al grupo
partero, como un cerdo a punto de ser sacrificado.
—Paz, mujer –decía el rey alto, robusto y barbudo,
intentando calmarla–. Los parteros se encargarán de todo.
—¡Sáquenlos! ¡Se llevarán a mi hijo! –gritaba
la reina bañada en sudor. Hua tuvo que reconocer lo hermosa que era; piel color
canela, de ojos marrones rasgados y el cabello profundamente negro, corto y
alineado con las orejas.
—Majestad –habló la guía, retirándose el gorro
de la túnica–. Es precisa nuestra presencia, una obligación.
—¡No! –gritó la mujer nuevamente, estaba
demasiado harta del trabajo de parto.
El rey asintió, dando señal de que podían
empezar a tratar a su mujer. El proceso fue rápido, pero tortuoso, de cualquier
forma, la reina no tenía más opción que aceptar la ayuda o su hijo moriría.
Un torrente. La lluvia cayó, extrañamente, con
más fuerza. Un relámpago como pocas veces llegaban a Zheng.
El llanto de un recién nacido.
—¿Y bien? –preguntó la reina entre jadeos. Apenas
tenía voz, pues sus gritos habían sido desgarradores. El recién nacido estaba
sano, daba puñetazos al aire y lloraba con vívida pasión.
Para su desgracia había nacido ojos-gema.
—Ojos-gema –dijo Hua. En su mente, Dios se
mostró asintiendo con una sonrisa forzada.
La reina gritó nuevamente, provocando que Hua
sintiera lástima por ella.
—¡Guardias, deténgalos! –gritaba furiosa.
Los hombres no se movían, estaban de pie, dudosos.
Firmes con sus lanzas y espadas.
—Pueden irse. Gracias por los servicios
–susurró el rey, dejándose caer de espaldas en su asiento desde donde había
dado ánimos a su esposa. Lloraba con las manos en el rostro.
La mujer volvió a gritar alaridos e
improperios indignos de una monarca, pero sus hombres siguieron sin moverse. No
convenía contrarias a la Iglesia. La orden del rey estaba dada, el mandato de
Dios casi completo; el recién nacido ojos-gema debía regresar a su santo hogar:
el Convento.
—Lamentamos que este nacimiento haya tenido
lugar en la familia del rey –se disculpaba la Guía, ¿desde cuando el nacimiento
de un ojos-gema era motivo de lamentos?
—Como dijimos, el Convento será el único responsable
por la furia del rey –repitió el guardia llevándolos a la salida. A espaldas
aún se escuchaban los gritos de la madre, dando nombre al nacido, solo Hua pudo
escucharlo con claridad gracias al toque de Dios.
No lo susurres –dijo
Dios a su lado, en forma de mujer–. No se ha de saber. Él no lo debe saber.
Bien, Hua no iría en contra de Dios. Se limitó
a seguir con el crío en brazos, Dios le había susurrado al bebé para hacerlo
callar y dormir así que el viaje de regreso sería tranquilo.
—¿Color? –pregunto la Guía.
Hua no respondió, no se debía saber. No lo
debían saber. Dios repetía constantemente ambas frases en su mente. Apuró el
paso dejando detrás al grupo, por alguna razón se hallaba nerviosa.
Rápido, debe llegar al convento.
—¡Hey, Hua!
–gritaban algunos de sus hermanos–. Maldición, ¿por fin se ha vuelto loca?
—Bienaventurada seas –empezó a decir Hua,
caminando cada vez más rápido. El corazón le martilleaba con cada paso,
escuchaba zumbidos extraños y repiqueteos en el interior de su cabeza–. Bienaventurada
seas, niña –repitió temblorosa.
—¡Hey! –espetó su hermano Xué, tomándola por
el brazo con fuerza–. ¿¡Qué te sucede!?
—Bienaventuradaseabienaventuradasea –siguió repitiendo
Hua, la lengua tamborileando y los ojos parpadeando con demasiada rapidez.
NO. NO. NO. NO –al
parecer Dios había perdido la cabeza también. Estaba muy furioso.
—Entrégame al niño, Hua –pidió la Guía en un
tono suave–. Has empeorado, puedes lastimarlo si te da un ataque –añadió la
mujer adulta, tomando al niño de sus brazos.
—Hey, Hua –la consoló Xué.
Había empezado a llorar y no podía secarse las
lágrimas, era incapaz de mover los brazos. Cuando Xué le retiró los lentes ahogó
un grito. La Guía abrió los ojos de par en par y el resto de sus hermanos se
llevaron las manos a la boca. Su ojo débil había cambiado, el iris se había
vuelto blanco al igual que su pupila y la esclerótica era tan oscura y
brillante como la obsidiana.
MUERTE.
Lo siguiente que Hua recordaba era a sus
hermanos muriendo atravesados por el acero de hombres que no conocía. Llegaron vestidos
con raídas túnicas blancas, blandiendo torpemente sus filos, pero bien sabido era
que hombres armados seguían siendo peligrosos.
La habían perdonado la vida, ordenando que llevará
al recién nacido al convento. Sus oídos zumbaban y a sus costados se
agolpaban sombras blancas, sin formas, intentando arañarla. La demencia por fin se había apoderado de
ella. Llegó dando tumbos al convento y a faldas de la escalinata se desplomó.
Levantó la mirada únicamente para ver a Dios
de pie junto a ella, la piel tan blanca como el mármol y las uñas negras: la forma femenina
de Axies Dios Padre Longevo.
Muévete –dijo con
voz queda.
Hua no respondió, no quería escucharle más. La
presencia de Dios la hacia sentir enferma, angustiada. Ahí, a pies del convento
se dio cuenta de que no se sentía bien siendo aconsejada por aquel ser.
—No –susurró, cerrando con fuerza los parpados para no verle más.
Entonces muere. Elegiré a otro hijo de él –esbozó Dios, arrancando parte del alma de Hua.
En lo más profundo de su ser sintió resquebrajarse su personalidad. En su mirar, su ojo débil ardía como una ascua viva.
O tal vez no.
En sus últimos instantes de vida entrevió, con
su sano ojo citrino, a una niña de cabellos castaños corriendo hacía ella bajo los restos de la lluvia de aquella noche.
—Bienaventurada seas, Adelí –susurró Hua.
No era el nombre que su madre, la reina, le había
dado, pero seguía siendo igual de bello.
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