La Divina Dualidad. IV

 

IV

El llanto de las campanas

 

Silencio.

No había más que afonía en los desolados sueños de Adelí. Silencio, prolongado y profundo silencio, sombras y una silueta que brillaba en lino. Una bosquejo sin forma que hablaba con voz inhumana.

—Nunca más serás suya –declaraba, con una voz que apenas y llegaba a ser femenina, era como si la muerte misma profiriera un graznido en su pobre intento por emitir voz.

—Nunca más serás de él –graznaba cada vez que Adelí estaba por despertar; al hacerlo chillaba como un cervatillo justo al nacer.

Una más de esas tantas noches de terror, Adelí era espectadora. En el se hallaba, renqueando por una habitación con paredes tapizadas con rosales y bejucos en fondo carmín. Una lluvia muy tenue con intensiones de volverse vigorosa. Resonaba el llanto de un recién nacido y los gritos de una madre en atiborrada cólera, un padre descorazonado y en la habitación contigua un niño que rugía entre lágrimas.

No tardó en comprender el porque de tal escena. Un ojos-gema acababa de nacer en esa familia y, como reconocía en las personas vestidas en ébano, tenía que ser llevado a su santo hogar. Que triste y afano destino tenían que vivir los ojos-gema, nunca conocerían su verídica familia.

—Tranquilo –susurró Adelí al niño que lloraba. Su mirar era de enojo y su cabello de profundidad, el porte de alta cuna–. Lo llevarán a un lugar dónde será amado –volvió a susurrar.

El joven no respondió a su presencia, era un sueño después de todo, sin embargo, sí que pudo sentir su respiración y palpar sus lágrimas.

—¿Por qué… por qué me duele verte? –preguntó con voz queda, y el niño la miró a los ojos por un momento. Ojos profundos y rasgados en un ámbar que era casi rojizo, un normal que le hacía sentir el corazón pura escarcha.

No. No es momento –dijo nuevamente el graznido que no era voz–. No perteneces aquí –añadió, posando una mano pálida sobre sus ojos.

—¡No! –gritó Adelí.

Como cada despertar, soltó un prolongado aullido mientras echaba a llorar, haciendo arco con su espalda.

Sintió la comodidad de una cama acariciándola y una almohada solapando su doloroso cráneo. Intentó abrir los parpados, pero no encontró ni el negro más oscuro, entonces recordó que ahora era ciega.

—¿Hay… hay alguien? –preguntó temblorosa, casi inutil al esbozar palabra.

—Aquí estoy, señorita Lin –respondió un hombre, tomando su mano.

—¿Qui-én? ¿Quién eres? –preguntó, asustada.

—Mi nombre es Henshi Hang, sin madre, señorita Lin –contestó el hombre, qué afable, había muchas personas que eran incapaces de aclarar el porque de un solo apellido en su nombre–. Soy médico de campo, pero usualmente estoy metido en el hospital del convento –Adelí intuyó que sonreía por el tono divertido en su voz. ¿Qué era lo gracioso?

—Te recuerdo –dijo, cansada, extremadamente cansada. Sintió las lágrimas volver a humedecer sus mejillas cuando los recuerdos empezaron a llegar a ella.

—Señorita Lin –la consoló–, todo está bien ahora. Ya no están en peligro, fuiste sabía al usar tal milagro.

—¿Cómo está ella? –preguntó, secándose torpemente los parpados–. ¿Cómo está mi hermana?

—Como dije, ambas están fuera de peligro, pero ella duerme más que usted –rio–. ¿Quiere descansar o probar sus músculos? Después de todo ha estado durmiendo por casi una semana.

—Una semana… –susurró Adelí. «Tanto tiempo»–. ¿Qué pasó luego del milagro?

—Será sensato dejarle descansar, señorita Lin –respondió él, evadiendo la pregunta.

—Responde, por favor.

Henshi tragó aire e intentando acomodar sus recuerdos de aquel día respondió.

—Fuimos escoltados por una comitiva que se encontraba en los Suburbios, Duncan Gelemor los comandaba. Tuvimos otro altercado con rezagados de la guardia, pero al final conseguimos llegar al convento en una sola… Olvidélo.

«Axies santísimo…»

Las tensiones aumentarían, probablemente prohibirían los donativos y en el peor de los casos las cabezas de los involucrados.

—¡Limin! –recordó, abriendo los parpados y dejando entrever sus cuencas vacías–. ¿¡Cómo está él!? –preguntó aireada.

—Es… –empezó a responder Hang–. Está en otro piso del ala médica, a pesar de sus heridas no murió. Al contrario… se recupera muy lentamente.

«Oh Axies… Alisian te agradecerá con creces», se dijo para sí misma. Al menos todos estaban bien. Todo estaba bien.

No. No lo está –dijo a su lado una mujer.

Escucharla fue espantoso. Sintió nauseas de pronto, un dolor en el cráneo como si martillasen constantemente su frente, escuchó zumbidos por todos lados y cosquilleos en el cuerpo entero.

Miedo, muchísimo miedo.

Luego solo sintió sueño, aquel día no soñó.

 

Los pendientes de Alisian cascabeleaban a medida que daba pasos a través de los pasillos que la dirigían al centro hospitalario del convento. Una pequeña se encontraba sufriendo los dolores de un dificultoso respirar, pues jugando en las escalinatas del convento había caído sobre un grueso bloque de mármol, dañándose así los pulmones y unas cuantas costillas. Normalmente en esos casos quien se encargaba era la directora Xia, pero últimamente se encontraba ocupada por las agresiones del rey hacia el convento. Esa era la razón por la que Alisian fue enviada como la segunda ojos-gema más hbil de Ciudad Dual.

Era su cometido y aun así no lograba concentrarse, solo pensaba en sus hermanas. Ni una despertaba, solo dormían muy profundamente. Su corazón estaba roto en muchos trozos; Limin… Él era quien en peor situación se hallaba y nade le decía nada a ella. Había intentado hablar con la directora Xia, pretendiendo conseguir información durante sus clases privadas, pero no obtuvo nada. Nadie comentaba nada.

Era posible que ellos hubieran iniciado una sangrienta guerra en Oriente.

Cuando por fin hubo llegado a su destino pudo notar el porque de la urgencia en su llamado. La chica que debía atender, se encontraba completamente moribunda, era menor que Ushi así que debía estar cerca de su primera década.

«¿Cómo una niña tan pequeña se ha hecho tanto daño? –pensó, examinando las costillas salientes y el hinchar de la caja torácica.» Tan frágil, tan pequeña.

—Está estable, divinidad –informó un médico en la treintena–. Sin embargo, los procedimientos normales son inútiles en ella, morirá si no interviene.

—Lo sé –respondió Alisian, con voz queda para evitar hacerse oír–. Duérmanla, no es necesario que este despierta para el milagro.

—Divinidad… –empezó a decir el hombre, preocupado. Dormir a la chiquilla implicaba elevar el riesgo de que muriera, Alisian lo sabía bien.

—Axies está en esta habitación, en mí –interrumpió Alisian–. Duérmala, yo la sanaré.

El hombre asintió reacio, hasta él en su adultez sabía que no debía contrariar a un ojos-gema. Hizo lo ordenado, inyectando un suero que dormiría a la niña y se retiró de la carpa por orden de Alisian.

—¿Te duele? –preguntó a la niña que empezaba a mostrar un gesto cansado.

Esta respondió asintiendo con un gemido y añadió.

—Ojos-gema –susurro sorprendida, mirándola al rostro, directamente a sus esmeraldas opacas.

—¿Nunca habías visto a uno? –preguntó, acariciando sus mejillas mientras con la otra mano palpaba las costillas. Los músculos que las cubrían estaban inflamados, estropeados.

—No tan de cerca –respondió la chiquilla–. Son verdes… –añadió, refiriéndose a los iris de Alisian–, cómo las piedras, pero no reflejan nada y hay… hay como telaraña en ellos.

—Nací sin facetas –respondió Alisian con una sonrisa, sabiendo a que se refería la niña con eso de las telarañas–. Mi humanidad me aleja de los ojos aperlados de Axies, mi ascendencia provee el color.

—Axies… –susurró, cayendo en un profundo sueño.

Con la niña niña por fin dormida el rezo sería mucho más sencillo. Una ofrenda por otra, como marcaba la Dualidad; perdería vitalidad en sus ojos, sufriría el dolor de la chica al caer, pero definitivamente sanaría.

No dudó, suspiró una vez más para calmar algún rezagado temblor y rezó, colocando las manos en los lugares más afectados, ahí donde asomaban los huesos.

—Oh Axies Chánshóu, el Dual, exijo un fragmento de tu divinidad para sanar este ser. A cambio ofrezco… una gota de mi Divinidad.

La calidez se apoderó de su cuerpo, sintió su sangre calentarse y posarse a la altura de su cráneo, sus ojos resplandecieron. El proceso fue rápido, doloroso, pero rápido. Chilló de dolor a medida que los músculos en su torso se inflamaban y algunas costillas se resquebrajaban, cayó al suelo de rodillas apretando con fuerza ahí donde su cuerpo empezaba a crear heridas. A su espalda llegaron el resto de enfermeros para ayudarla a ponerse en pie. No habían estado presentes, pues nadie debía ver los milagros sanativos de un ojos-gema.

—Permítame –dijo una dama de la misma edad que ella, desabotonando su hábito a la altura de los pechos y masajeando con una fría mezcla de lociones–. Le ayudará con la hinchazón, divinidad.

Alisian asintió y permitió que incluso la vendaran, fue vergonzoso ciertamente, pero no podría caminar si no se sometía a los cuidados de los normales.

—Me retiro –dijo pasado unos minutos, abotonó su hábito a regañadientes de los médicos y abandonó la habitación–. Si la niña pregunta, díganle que nunca existí, nadie más que ustedes estuvieron aquí –ordenó.

Al salir, dolorida, del sector hospitalario, se encontró con la directora Xia y el capitán Frederick. No la habían notado e incluso tal vez pasarían de largo sin dirigirse a ella.

—Cinco muertos, Frederick. ¡Cinco! –espetaba la directora de almendrados ojos aguamarina–. Tres de ellos apenas iban a cumplir la veintena; un miembro del grupo de racionamiento tuvo una contusión cerebral y perdió sus ojos.

»Y si el otro no despierta durante estos días, podemos declararlo en estado vegetativo –añadió, notando a Alisian, mirándola sorprendida.

—¿Directora? –preguntó ella–. ¿A quién declararán como vegetativo? –añadió, asustada.

La directora suspiró y viró su mirar para dirigirse a Frederick, él igual suspiró y asintió.

—El joven Limin tiene severos daños por todo el cuerpo, los tendones y ligamentos están desgarrados y los músculos reventados. Es un milagro que aún respire –respondió el inquisidor con una mueca en el rostro casi arrepentido.

—Imposible –susurró Alisian, dejándose caer con un gesto de dolor sobre una de las bancas empotradas a las paredes.

—Lo imposible es que haya accedido a las dotaciones –respondió la directora Xia–. Es un normal.

La directora era una mujer fría, bien proporcionada para sus cincuenta y cuatro años. Capaz de acceder a todas las ordenes de milagros sanativos y de emplear las dotaciones fisícas como nadie. Tambien era una portadora de arma divina, una maza de combate ligero que en la punta tenía cinco ululantes frangas de citrino, pocas para ser precisamente esa clase de arma.

—¿Puedo verlo? –preguntó Alisian con voz queda.

—No –respondió sin más–. Tenemos mucho que hacer, Alisian. Zheng nos tiene sitiados y es probable que ordene abrir las puertas del convento; más y más soldados han estado llegando a la ciudad.

—Es peligroso su actuar, mi señora –añadió Frederick a su lado.

Tenían razón. En la ciudad era probable que estallará una guerra civil. Todo estaba suspendido, las fabricas, huertos, todo, incluso la estación Zhengyin había cerrado sus puertas cancelando los viajes sin fecha de reintegro. La guardia real tomaba las calles y forzaban a las personas a resguardarse en sus hogares; los arqueros usaban los techos cual torres vigías y sitiaban el convento con orden de someter a todo el que saliera o hiciera ademan de entrar.

La batalla era prácticamente inminente y muy cierto era que quizá los ojos-gema no la ganaran.

La directora tomó asiento a su lado, se notaba cansada, muy muy cansada. Por lo que Alisian sabía, la corona solo había respondido a las negociaciones con una única demanda: “La corona se hará cargo de la fe en Zheng, el convento queda a disposición del rey”. Obviamente la directora Xia no había aceptado.

—Prepara grupos de cuatro, Frederick –empezó a decir–. Dos lanceros, un inquisidor y un médico de campo por cada grupo, inclúyete a ti mismo –dijo, con las manos aún en las sienes.

—Mi señora –respondió Frederick con los ojos entrecerrados–, deberíamos armar a todos los ojos-gema que puedan luchar y prepararlos en el uso de las dotaciones. Apenas llegamos a los cinco mil, pero si nos unimos…

—¡Solo haz lo que te digo, fugacidad! –espetó, provocando un susto en Alisian–. ¡El rey tiene un ejército más numeroso, mejor entrenado y armado! Nosotros solo tenemos cotas de malla, lanzas y espadas anchas, Frederick…  Solo haz lo que te digo… No dejaré morir a chicos que apenas llegan a la veintena.

Frederick asintió reacio con los ojos bien cerrados.

»Recibí una transmisión del convento central, de mano del mismo maese Krien. El reino puede dar asilo a los ojos-gema y su convento es más grande y seguro… Estarán mejor protegidos ahí –concluyó.

Alisian la rodeó con un abrazo, tranquilizándola medianamente, pues dejo caer la cabeza sobre el hombro de ella.

—¿Pretende permanecer aquí cuando el convento caiga? –preguntó Frederick con firmeza.

—Soy un ejército por mí misma, sir –respondió la directora, acariciando su arma divina–, cumple tu orden. Estaré bien.

—Dejaré a mis mejores hombres la defensa del convento –asintió el hombretón.

—No propaguen la información con nadie –añadió, acariciando las manos pálidas de Alisian y mirando a los ojos del inquisidor–. Dejad que los chicos disfruten estos días en paz.

Ambos asintieron, no alarmarían a nadie y los grupos se elegirían en silencio, el día de partida se desvelaría todo.

—Quiero elegir a mi propio grupo –dijo Alisian sin pensar.

La directora simplemente suspiró y la miro de reojo con una ceja enarcada.

—Harás más de mi trabajo entonces y organizarás al resto de ojos-gema y normales; irás directamente a Karanavi.

Alisian afloró una sonrisa en los labios, sabía que todo el papeleo sería un martirio, pues había demasiados habitantes en el convento, pero ir a Karanavi lo compensaba todo.

—Karanavi está al otro lado del mundo, así que será un viaj…

Un joven enfermero llegó corriendo, e interrumpiendo a la directora, con las ropas ensangrentadas, jadeaba y apenas podía pronunciar palabras con sentido. Estaba pálido como la nieve a pesar de que su piel era cobriza.

—M-mi señora –las palabras se escaparon como el agua de un odre apuntalado–, el chico despertó.

 

La primera impresión de Limin, luego de despertar, fue hallarse rodeado de médicos y soldados ojos-gema. No entendía que estaba sucediendo, pensaba que había muerto y de hecho sintió la vida escapar de sí después de sufrir un dolor inmenso. Incluso vislumbro a la muerte: de color hueso y con la voz tan fría como la misma medianoche.

Lo tenían completamente desnudo mientras los médicos palpaban todo su cuerpo en busca de huesos rotos o músculos deteriorados, no encontraban más que moratones e inflamaciones. Ni siquiera los ojos-gema entendían que pasaba. Lo único que le escocia eran sus ojos, irritados tan al punto que la sangre casi parecía fluir de ellos.

La puerta se abrió, dejando entrar por ella a la directora Xia, al capitán Frederick e inesperadamente a Alisian, esta última soltó un suspiro como si de alguna carga pesada se soltase y luego enrojeció hasta las orejas cuando lo estudio de pies a cabeza. Limin convino y se envolvió con la sabana del camastro donde antes se hallará reposando.

—Capitán –saludó con un gesto militar–, estoy completamente recuperado para regresar al servicio.

—No deberías estar vivo, muchacho –respondió el capitán–. Necesitamos que respondas un par de preguntas, toma asiento, por favor.

Limin asintió, temeroso por las palabras del inquisidor, su porte y el gesto que poblaba el rostro redondo de la directora.

—¿Estoy fuera del ejército, capitán? –preguntó.

—¿Fuera? ¡Fugacidad, muchacho! Eres una anomalía que necesitamos en nuestras filas –respondió el capitán con una sonrisa.

—Limin –empezó a decir la directora Xia, mientras tomaba asiento–. Quiero saberlo todo. Los médicos registraron que tu pulso cardiaco estuvo apunto de detenerse, fue entonces que tus huesos comenzaron a chasquear, tus músculos a amoldarse a ellos y las heridas se cosieron así mismas. ¿Qué eres?

—Soy un normal, directora –respondió con sinceridad y firmeza–.

La directora Xia suspiró, alborotándose el corto cabello castaño.

—Eres de lo que no hay Limin y lo más extraño es que te has sanado, debiste morir. No tenías salvación.

—¿Deberíamos reportarlo a Karanavi? –preguntó Alisian, alejándose lo más posible de Limin, ¿qué le pasaba? Incluso había llorado por él.

La directora no respondió, en cambio posó el mirar sobre su maza y de un momento a otro su expresión se congeló, miró a los ojos del capitán quién compartió el gesto.

—Un arma divina –susurró este, los parpados abiertos de par en par–. Imposible.

La habitación quedó en silencio, algunos médicos dejaron caer sus instrumentos y los soldados ojos-gema mantenían las bocas abiertas ante la especulación del inquisidor.

—¿¡Dónde está su lanza!? –gritó furiosa la directora, dejándolo sin respuestas–. ¡Encuéntrenla! Y tú, Frederick, añade a este muchacho a tu grupo –sonrió con nerviosismo.

 

Una multitud expectante se encontraba reunida en el almacen de armas.  Los devotos encuartelados cuchicheaban sobre las expectativas que tenían puestas en la lanza frente a ellos. A primera luz, el arma de Limin no tenía nada que la diferenciara de una lanza convencional. No desprendía las tenues fulguraciones de las divinizadas y cerca de ella no desprendía el calor. Tampoco tenía degradados en gemas, ni colores brillantes, solo era un arma normal y corriente.

—Empúñela, Frederick –ordenó la directora.

Así lo hizo el capitán, no era un ojos-gema, sin embargo, cuando los dedos rodearon el arma, sus ojos granates se aclararon y abundantes facetas empezaron a surgir en ellos. El globo ocular siguió siendo blanco con venas rojas, pero los iris asemejaban a esas curiosas piedras de forma geométrica.

—Haga un milagro de dotación, capitán –ordenó la directora con una mirada sería en el rostro.

Frederick adoptó la postura del dragón. Sostuvó el cuerpo del arma a la altura de su cabeza, con la punta al frente y el brazo izquierdo extendido en la misma dirección., de inmediato sus músculos comenzarón a hincharse hasta el punto en que su cuello se volvió casi del tamaño que la cadera de la directora Xia.

—Definitivamente es un arma divina –dijo, volviendo a su tamaño normal, había negado el milagro, cancelandoló–. Sus reservas son pocas, pero sigue divinizada.

—¿Cómo ha conseguido Limin esta arma, Frederick? –preguntó la directora, enfadada.

—Le fue asignada al momento de enlistarse, jamás nadie dijo que fuese un arma divina.

—Puedo confirmarlo, directora –añadió Limin quién ya se hallaba con su uniforme–. Yo mismo empuñé el arma y no sentí su poder.

La directora suspiró irritaba del todo, en su frente las venas punteadas.

—Frederick, vivos o muertos, el arma debe llegar a Karanavi. Es preciso que el maestre Krien se entere y pueda analizarla –dijo–. Yo por lo pronto intentaré evitar una guerra –añadió, mientras abandonaba el lugar a paso vivo, acompañada por Alisian.

 

Una semana más tarde. Convento de Ciudad Dual.

La primera luz del alba llegó a la habitación de Adelí, reptó por el suelo, el escritorio y su embellecido lecho el cual ahora tenía cortinas, por petición propia, para evitar que alguien viese sus parpados hundidos. La luz del sol no se posó en sus ojos, simplemente acaricio las puntas de los dedos.

Despertó, con la esperanza de que su alrededor tuviera color, pero no fue así.

Había pasado una semana entera desde que cayese en aquel sueño. Desde entonces no había vuelto a escuchar aquella voz extraña y, aún así, sentía cerca la presencia de esa cosa. Eran los primeros síntomas de la ceguera-psicótica, le había dicho Henshi quién se cercioraba de que las venas intercambiadas de Adelí cicatrizaran debidamente.

«No hay más divinidad en mí», pensó, recordando el milagro de segundo orden que había empleado para salvar a Ushi. En ese momento entregó todo de sí para su hermana; su capacidad de hacer milagros, su capacidad de ascender a la divinidad.

—¿Adelí, estás despierta? –preguntó Alisian, mientras entraba a paso veloz e inundaba la habitación con su aroma a frambuesas–. He venido a vestirte, nos marchamos.

Adelí asintió sin preguntar a dónde irían, hasta ese día Alisian llegaba cada mañana para ayudarle con su rutina diaria, incluida las partes vergonzosas.

—Estoy despierta –dijo sin más, irguiéndose en el mullido colchón. Henshi le había dicho, hacía días, de una gran fuerza que llegaba desde las fronteras con Lanatar, supuso que a eso se refería Alisian con lo de marcharse.

Se puso en pie y con ayuda de su hermana pudo llegar sin tropiezos al cuarto de baño. Desnudarse era la parte simple. Palpó los azulejos hasta dar con el grifo de la regadera y comenzó su rápida ducha, Alisian estaba apurada. La frialdad del agua recorrió sus parpados vacíos y luego su pequeña nariz, en conjunto con sus rasgados ojos dieron forma al retrato oval de una joven dama en la preadultez.

Salió del baño dejando charcos de agua, Alisian decía que no haría más falta limpiar. Le ayudo a secarse y luego le indicó donde dejaba las mudas de ropa que usarían en su viaje mientras ella buscaba, por debajo de la cama, el maletín donde Adelí guardaba sus pertenencias. La escuchó dejando caer todo sobre el escritorio, no se lo reprochó, no tenía ánimos para hacerlo.

Con dificultad vistió la ropa interior y luego los pantaloncillos, por último, un a ajustada camisola con tirantes que se abrochaban por el frente, en ello la ayudo su hermana. Todo el conjunto era de lo más incomodo, los pantaloncillos le escocían los muslos y el camison le apretaba sus pechos.

—¿A dónde vamos? –acabó por preguntar, rompiendo el silencio la abrumaba.

—Karanavi –respondió sin más Alisian–. Sientate, anda, te peinaré.

—¡Karanavi está a miles de millas! –dijo, sorprendida mientras tomaba asiento en el colchón.

—Es por eso que será más seguro para nosotras –respondió–. Tus uñas están bien esmaltadas por lo que veo, no hará falta tintarlas –añadió, terminando de, pobremente, acicalar el cabello lacio de Adelí.

—¿Dónde está Ushi? No la he visto desde hace semanas, no me iré sin ella.

—Ella está bien, tuvo síntomas de psicosis, pero se adaptó rápido a tus ojos –explicó, maquillándola tan rápido como pudo–. Nos reuniremos con ella pronto, confía en mí.

—¿Y las secuelas de los espamos? ¡Dime algo, fugacidad!

—Está bien, Adelí. Ushi está bien –repitió Alisian con severidad–. Nos reuniremos, lo prometo.

Adelí asintió, dejando escapar aliento, si Alisian hablaba en ese tono era porque las cosas iban mal. Prefirió no seguir con la conversación. Dejo escapar un gritito de sorpresa cuando sintió una larga tela acoplándose a su rostro, a la altura de sus parpados.

—Es la manta que nos regalaron aquel día, la he adornado para tu gusto –explicó Alisian, con el tono más calmado, más cariñosa–. Es de color rubí con un bordado del espejo al centro en hilo de oro.

Adelí apretó los puños, intentando controlar un par de lágrimas. Alisian era demasiado considerada, demasiado maternal. Asintió con una sonrisa en los labios que se convirtió en una mueca fruncida.

—Hay que llegar al atrio –dijo, poniéndo en pie a Adelí y guiándola todo el camino hasta fuera de la habitación, durante el andar había tomado los maletines de ambas–. Nos asignarán una escolta para el viaje, he pedido que sea sir Frederick quien nos lleve a Karanavi.

—¿Debería abrazarte con fuerza? –preguntó Adelí sonriendo de emoción y un poco de miedo.

—Reserva los abrazos para cuando estemos lejos del convento –respondió Alisian con una risa temerosa–. La directora ha reunido a todos para asignarles escolta, nos iremos apenas termine de dar voz.

Nada más descender las escaleras que guiaban al atrio, Adelí escuchó el sonido tintineante del metal. Lo reconoció cómo soldados apurados, por el olor a oxido y sudor, notó también el miedo en Alisian al sujetar con firmeza la palma de su mano. Claramente tantos soldados la asustaban, pero entendía la situación por las lecciones de estudio: eran los preparativos para una batalla. Los sonidos se intensificaron cuando llegaron a la plazuela, la directora Xia se encontraba dando voces con su poderoso enunciar.

—¡Queda dicho! –decía la mujer–. ¡He de disculparme, queridos hijos, pues mis intentos de detener este conflicto han sido inútiles! ¡Sin embargo, no dejéis que el miedo os invada; aún tenemos aliados en Akxesh y han aceptado dar asilo y protección a todos aquí presentes!

»¡El rey Galinor III, el joven rey Rashún V y nuestra soberana, la emperatriz Karanavi III, procurarán mantenerlos a salvo! ¡Los reinos restantes nos han declarado la oposición y la clara intención de atacar a la fe!

»¡Espero grandes cosas de ustedes, hijos míos, confió en que pondrán el alto nuestro nombre en tierras aliadas! –concluyó mientras bajaba del atrio y en su lugar subían todos los guías del convento, dando gritos y organizando los grupos junto a sus escoltas.

Como Alisian había dicho, Adelí y sus hermanas estaban juntas y era Frederick quien las escoltaría hasta Karanavi, lo raro de la situación era que Alegár, el amigo de Limin, igualmente viajaría junto a ellas.

—Espero no te hayas metido en tantos problemas, hermana –dijo, mientras reanudaban su andar con paso vivido.

—Eso da igual ahora –respondió, jadeante–. Los problemas que dejemos aquí ya no importarán más. ¡Hey, Limin! –gritó de pronto.

—¿¡Vive!? –preguntó sorprendida Adelí, mirando a la nada.

—Lo hago –respondió el muchacho, llegando acompañado por el tintineo de más metal y el sonido de unas botas raspando con rapidez el suelo–, aquella batalla no fue más que… ¡Hey! –gritó de pronto cuando alguien lo empujo a la carrera.

El dolor de tantos días se esfumó cuando sintió el abrazó y escuchó los sollozos de Ushi.

—¡Adelí! –gritaba en llanto, abrazándola con tanta fuerza como su pequeño cuerpo le permitía–.  Te extrañé, hermana. Te extrañé demasiado –su hablar apenas era entendible por el lloriqueó, así que Adelí optó por devolverle el profundo y prolongado abrazo.

A su lado escuchaba a Frederick dando ordenes a sus hombres, al parecer Henshi también formaba parte de la comitiva así que se sintió más emocionada. Escuchó igualmente la llegada de Alegár, emocionado por estar junto a Limin. De fondo, el bullicio que los guías provocaban al dar gritos a las escoltas.

Ya viene el rey conquistador, en rojo y negro llega el rey conquistador.

La sangre en las venas de Adelí se heló al escuchar aquel graznido que ahora pretendía imitar la voz de una mujer cantando una nana. Provocó temblores en ella y el llegar de un sudor frío, acompañado por las nauseas.

Otro grito más, esta vez lo dieron las campanas del convento, casi en un llanto. Un llanto metalico y suave, pero a la vez profundo y prolongado, una música triste.

Sollozaron una vez.

Dos veces.

Tres veces.

Un hombre rugió.

—¡El rey carga contra el convento!

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