La Divina Dualidad. III


III

Implacable solo Zheng

 

La noticia de la batalla recorrió cada rincón de Akxesh como si de pólvora enardecida se tratase, desde las yermas tierras de Zheng hasta las montañas níveas al norte de Karanavi. El mundo entero se paralizó ante lo sucedido. En Zheng las protestas comenzaron auspiciadas por pequeños conventos ansiantes de una explicación y sobre todo una compensación por el crimen cometido a la chica ojos-gema, exigían que sus gemas oculares fueran devueltas al convento que era su santo hogar. El rey Irin, en cambio, se mostraba impasible ante las demandas y cualquier otra forma de negociación por parte del convento en Ciudad Dual. Poco después la propaganda contra los conventos empezó auspiciada por mercaderes importantes y miembros de la corte, los tachaban de alborotadores y paganos. Ante tales acusaciones el pueblo devoto no pudo contener más su furia y arremetieron contra la propaganda del rey, provocando así más refriegas con el ejército rojinegro y que la ciudad se fragmentara socialmente.

Ciudad Dual, la antes bella representación terrenal del Espejo, era ahora una zona de conflicto y peligro para quienes transitaran por sus calles. Unos pocos días habían bastado para transformar una vista de ensueño en una imagen sacada de alguna leyenda trágica.

Letifan Vernatk Krien, gran Guía y maestre de conventos, se encontraba completamente sobrecogido. Miraba al este a través de la ventana de su habitación, en las alturas de Kyranvie, y se preguntaba por qué aquel rey oriental pretendía emprender tal locura. Incluso luego de mil vidas no lograba acordarse de un hombre tan misterioso como el joven Irin Lang Zheng. Incluso Verhem daba aviso cuando ansiaba la lucha.

Elemir entró a todas prisas, agitado y asustado, hizo una ligerísima reverencia y habló.

—¡Gran Guía! –jadeó–. ¡El rey Eral solicita nuestra presencia! Quiere… hablar sobre lo que ocurre en tierras Zheng. Una explicación –concluyó el joven con el sudor corriendo por su piel blanquecina, era nativo de Karanavi.

—Tranquiliza tu alma, Elemir –respondió Letifan con aire de sabiduría y madurez, estudió al joven con la mirada y añadió—: Apresurarse solo nos haría parecer más culpables.

Letifan salió de la habitación, ataviado con su túnica negra y curvas en hueso. Sus ojos esmeraldas, con cientos de facetas, refulgieron durante un instante cuando empuñó su cetro, luego apaciguaron el brillo hasta quedar en una tenue llamarada. Marchó por los pasillos de su convento, intentando no golpear con su cetro divino a algún desubicado que anduviera por su costado. En su andar se detuvo unos momentos para analizar y recordar a quien antaño fuese su dios. Axies, como siempre, se miraba esplendoroso en las representaciones, aunque ciertamente no concebían gloria a su real apariencia. La piel negra como el ónice, no reflectante, absorbía casi por completo los brillos del sol en las pinturas y en las esculturas los músculos absurdamente definidos provocaban que las gotas del rocío enjuagaran cada zona de su ser con el danzar de los ángeles vavă’ilaos.

Y Se… No. Aquella piel, aquellos ojos, aquella figura de egregia belleza. Blanca como la luna misma y de un mirar tan cruel como el de los escamados; retadora, triste. Oh dulce am…

«No.», se dijo a sí mismo, enfurecido. No debía recordarla, no debía llamarla.

Apresuró el paso.

—Avisa a los porteros que preparen un transporte a carromato –dijo a Elemir.

—Mi señor –empezó a decir el muchacho.

—No usaremos esas bestias mecánicas, son demasiado lentas –se forzó a decir, no asentía para nada en el uso de los transmisores ni de esas cosas llamadas tranvías.

—Entendido, maestre –respondió exaltante el muchacho al momento que tomaba, de su bolsillo, el tabular de transmisiones.

Aquel objeto no era más que un sistema de mensajería de zona a zona en donde hubiese una antena receptora y otra transmisora. La idea de aquel artilugio, que Letifan no entendía del todo, había surgido en tierras de Zheng gracias a sus tecnopatas. Luego de que Elemir escribiera el mensaje en la tablilla hubo un retraso de segundos hasta que la transmisión pudo efectuarse con éxito. Todo ello no representaba más que un avance tecnológico que los llevaría al fin de su mundo.

Desde siempre La Divina Dualidad enseñaba a los hombres que debían aprovechar la vida útil de todo objeto o ser viviente que estuviese a su alcance. La Longevidad era un don que solo se otorgó a la humanidad y debía venerarse hasta que no diese más de sí misma, de ahí que hubiese ancianos sobre las nueve décadas que aún trabajasen en los campos u objetos que se usasen hacía dos siglos.

«Longevidad al mundo», se dijo Letifan para sus adentros, la frase grabada en su más profunda consciencia, Axies había afirmado que retrasaría lo inevitable.

—¿Cómo ha podido suceder todo esto, maestre? –preguntó Elemir, buscando consejo y consuelo, la tristeza reflejada en sus ojos iolitas dejaban salir unas ligeras lágrimas que se mezclaron con el inicio de una prolongada llovizna.

—No es momento para lamentos, muchacho –respondió Letifan con una sonrisa afable–. Creo que será imposible detener el conflicto, por ello haremos de su majestad Eral un aliado de la fe o tomaremos el control del continente.

La cabellera gris poco a poco se fue humedeciendo, dejando al expuesto zonas sin cabello en la coronilla de Letifan. Las gotas de lluvia recorrían las grietas de su envejecido rostro, buscando áreas resecas que humectar. Era viejo, pero no por ello decrepito. A pesar de su edad, seguía teniendo un férreo porte militar que no hacía más que resaltar su autoridad a donde quiera que fuese, apunte que quedó demostrado cuando al llegar a la puerta de marfil, los hombres formaron con una firmeza de profundo respeto. Elemir erizó al notar que los devotos iban bien armados, incluso aquellos que guiaban el carruaje.

—Esperemos que no haga falta recurrir a la violencia –dijo el maestre, colocando una mano sobre el hombro de su aprendiz, luego tomó asiento ayudado por el muchacho.

—El rey está prácticamente senil, maestre –susurró Elemir cuando el vehículo comenzó su andar, intentando que nadie los escuchase.

—Es precisamente esa la razón por la que su llamada es importante –contestó con un quejido achacoso–. Debemos conseguir que dé cobijo a los ojos-gema en Zheng que no puedan luchar –añadió, mirando a sus propios soldados.

Entre las filas de su escolta se contaban normales y ojos-gema expertos en el uso de los milagros de dotación. Era un grupo que no hacía más que generar desconcierto por las calles de la gran Kyranvie.

—Maestre, ¿sabe algo acerca del conflicto en Ciudad Dual? –preguntó Elemir quien apenas conocía la situación, a él solamente habían llegado rumores de una guerra y cuando se percató, su mentor ya se encontraba movilizando tropas y enviando mensajeros a cada reino.

—Jesce ha transmitido lo poco que se sabe de la política actual en esa zona de guerra que es la capital de Zheng – admitió con gesto despectivo–. La guardia de la ciudad ha comenzado el conflicto o al menos eso habla la corte oriental.

»La directora ha enviado mensajeros a su palacio, pero no hay respuesta. No se comunica con nadie y se niega a dar declaratoria por lo sucedido, igualmente ha desplegado gran parte de sus tropas en la ciudad.

—Negociar es juicio sano para evitar una guerra, maeste. ¿Lo hemos hecho? –preguntó Elemir. Ciertamente su análisis era correcto.

Letifan no respondió, en cambio, lo miró directamente a los ojos y colocó nuevamente una mano sobre el chico con gesto autoritario.

—Te he educado para tomar decisiones difíciles que puedan ser beneficiosas para y con la iglesia, ¿qué crees que ofrecí? –preguntó.

—Colgar a los responsables, pero que el conflicto amaine –respondió Elemir con voz queda.

Letifan asintió.

—Frederick es un buen hombre y gran amigo. Considero imposible que precisamente él comenzará esta desgracia, sin embargo, hombres mejores han muerto para perdurar la paz longeva.

Elemir amagó un gesto dolido sin responder. Durante un largo tramo del viaje, Letifan se limitó a mirar por fuera del carromato, reflexionando la situación actual de Akxesh. Iniciar un conflicto con Zheng significaba hacerlo con todos los reinos, pues el ejército dual estaba disperso en todo el mundo.

—¿Cree que lo saben? –preguntó Elemir de repente y con voz temblorosa–. Arrancaron los ojos de la señorita Sōngshù.

—La pregunta es: ¿cómo, Elemir? –respondió Letifan con el ceño fruncido.

Elemir negó con la cabeza y añadió—: Ese ataque no se debió a meras amenazas, iban por un ojos-gema.

Letifan miró los puños del muchacho, rojos de furia al igual que las venas que resaltaban en su delgado cuello.

—Si lo saben, Elemir –empezó a decir–, entonces destruiré todo Oriente hasta que no quede ni un recuerdo sobre lo que alguna vez los Zheng hicieron.

La guardia del rey Karanavi II les esperaba a la entrada del camino enraizado que los dirigiría directamente a las puertas del palacio.

—Saludos, maese Letifan –saludó un hombretón de corto cabello castaño, rostro cuadrado y una barba bien presentada–. Se presenta sir Doramor Kiran, capitán de la guarda personal de su majestad Eral Zaítsev Karanavi. Su presencia nos honra, maestre.

—El honor es mío, sir –respondió Letifan sin bajar de su carromato–. He traído a mi propia escolta, espero no causar inconvenientes.

—Y no los causará, maestre –respondió Doramor, asintiendo–. Somos aliados mercantiles de Zheng, pero seguimos siendo independientes.

 La historia de aquel hombre estaba escrita con sangre al igual que la de Frederick. Doramor tenía un pronunciado bigote bien rizado y un rostro muy endurecido, los hombros tan anchos como el largo de un estoque y era casi tan alto como Frederick. Se decía que solo una vez en la vida una espada alcanzó su rostro y el torso del responsable fue separado de sus piernas a manos del capitán.

—Me alegra que en estos tiempos de tensiones usted se presente con todas las formalidades –siguió diciendo–. Eso deja claro que la corona y la fe siguen en completa armonía –no dejaba de mirar el cetro de Letifan.

—Ciertamente, hemos venido a dejar clara nuestra postura con el rey y a solicitar apoyo para frenar un conflicto innecesario –respondió Letifan, alejando el cetro de la vista codiciosa del capitán.

Las armas divinas desprendían el aura de Axies, de ahí surgía la codicia de un hombre tan honorable como Doramor. Obviamente Doramor desconocía el origen de aquel cetro, sin embargo, era claro que la más mínima gota de sangre divina corriendo por sus venas ansiaba poner sus manos en el arma. No lo culpaba, era la naturaleza de los normales.

—Partamos –sonrió el capitán, ignorando el gesto de Letifan.

El palacio del rey, a diferencia del que se encontraba en la capital de Zheng, era de colores opacos y dorados. Resaltaban los tonos negros y añiles y el oro teñía las puntaesquinas de cada techo visible, incluso el de aquellas torres vigías que parecían flotar en el aire. Cuando se les miraba bien se podía notar que estaban sostenidas por un amplio y ancho pasillo conectado al salón de audiencias. Un enorme jardín de flores invernales y estanques pantanosos daban vida al frente del palacio, embelleciendo el mirar de cada trausente que visitará aquel majestuoso lugar en busca de inspiración, pues aparte de ser guerreros, los Karanavi eran artistas. Era un castillo de ensueño, con cuatro grandes torres suspendidas gracias a la mejor ingeniería Karanavi.

Al frente de las puertras se encontraba desplegado una comitiva del ejército, listos para recibir al gran maestre de Kyranvie… y someterlo en caso de alguna refriega. Solamente dos caballeros flanquearon el paso del carruaje.

—He de pedirle que sus hombres esperen en la entrada –dijo Doramor–. Pueden seguir portando sus armas, sin embargo, solo se ha permitido que usted y el joven Elemir entren en el palacio –sonrió, intentando suavizar la tensión de los hombres de Letifan.

—Compórtense, muchachos –respondió él, dirigiéndose a sus hombres con una sonrisa afable.

El carromato anduvo durante una mitad de hora mientras atravesaba los jardines ascendentes. Las puertas del palacio estaban tintadas con los colores de la Dualidad, un contraste demasiado fuerte en la cultura Karanavi, razón por la cual algunos reinos tenían choques políticos con ellos. Afirmaban que la fe no debía estar relacionada íntimamente a ni una corona.

Letifan bajó de su vehículo, deseando que todo terminara rápido o que nada hubiese sucedido, solo ansiaba la paz longeva. El salón principal estaba adornado nuevamente con símbolos de la fe e imágenes de todos los reyes Karanavi, incluso de los héroes de leyenda que habían labrado el apellido de los actuales soberanos. Fe y corona estaban unidas en el reino de temperaturas heladas.

Por fin llegaron a dos puertas de bronce y madera, en ellas se leía “Karanavi’s siempre soberanos, Reyes del oeste”. Con una potente voz Doramor ordenó abrir las majestuosas puertas y los escoltó al interior de la sala. Una extensa alfombra de verde blanco luminoso y azul exótico se extendía por el suelo entrecruzando los colores como si de la trenza de una doncella se tratase. Al final de esta se hallaba, en un trono azul y dorado, el rey Eral. Sobrepasaba a Letifan por diez años, tenían la misma altura y, sin embargo, era más fornido. En su juventud había sido un hábil guerrero de lanza, la cual había embellecido y se encontraba a los hombros del trono con marcas de sangre seca de innumerables batallas. Sus ojos marrones mostraban la serenidad de un anciano, pero también el ingenio de un sabio, sabía como actuar en pos de asegurar la paz en sus tierras.

A la derecha del trono, de pie, se encontraba su única hija, Erilal. Con solo veinte años, la muchacha era casi tan alta como Letifan, de cabello gris quemado y esponjado por las temperaturas de la zona que por la noche descendían demasiado, en conjunto con sus profundos ojos de color musgo hacía que pareciese una loba esperando a incarle los colmillos a su presa. Su piel era límpida como el vino blanco ardiente y traslucía las venas verdosas que corrían desde los pómulos hasta sus manos. Servía como guardia personal del rey –por orden de él mismo–, por tanto, su armadura brillaba en dorados y añiles, la mano derecha se sostenía sobre el pomo de su espada de acero negro con ribetes en plata.

—Su majestad Eral –saludó Letifan con una larga reverencia formal–. Me alegra verlos rebosantes de vitalidad, como siempre, la Longevidad sonríe a los Karanavi.

—El enviado de Dios no debería agachar la cabeza ante un normal, viejo amigo –respondió Eral con una sonrisa–. Te esperaba con impaciencia y considero que no hay necesidad de ponernos al día. Necesito saber que está sucediendo en Zheng, al igual que tu opinión –añadió con el aire sabio que su profunda voz le profería.

—Sabemos tan poco como usted, majestad –dijo–. Xia Ili Han, la directora del convento en la capital oriental, me ha dado un resumen general de cómo se desató todo esto.

»El conflicto lo han comenzado hombres del rey de Zheng. El capitán de la guardia en la ciudad Tao Lŭan ha dado muerte a infantes mientras se hacía el recorrido de altruismo en uno de los barrios más pobres de la capital. Seguido atacaron a la comitiva que protegía al grupo de racionamiento y por lo que se sabe hasta el momento, cinco de los devotos escuderos han muerto y dos jóvenes ojos-gema casi fueron asesinados. Uno de ellos fue despojado de su orgullo, los ojos.

El rey sacudió la cabeza, confundido y extrañamente desconfiante a la declaración de Letifan. La sangre del maestre se heló.

—¿Fue Irin quién comenzó esto? –preguntó casi con una risa–. Es cierto que es un chico serio y de pocas risas al igual que su padre, pero… –suspiró y negó con la cabeza canosa–, me cuesta creer que precisamente él nos haya conducido a esta situación.

—¿Majestad? –preguntó Letifan, intentando comprobar si el rey se encontraba en uno de esos momentos donde no pensaba racionalmente o si simplemente había caído por completo en la demencia senil.

—Amigo mío, es bien sabido que La Divina Dualidad y el reino de Zheng siempre han estado en una tensión sin razón –añadió Eral, nuevamente suspirando–. Zheng es turbio, sí, pero no tonto. Lo siento –dijo, cabizbajo.

«Entiendo, fue más rápido que nosotros», se dijo Letifan al darse cuenta de la situación. Probablemente el rey Irin ya se había puesto en contacto con todos los reinos en busca de aliados que desacreditaran a la fe.

—Disculpe mi atrevimiento. Majestad, ¿ha recibido alguna carta del rey Irin? –preguntó, esperanzado.

—¿Hmm? Sí… sí, Irin ha solicitado apoyo militar en caso de que la fe haga un movimiento agresivo –respondió, empezando a perder lucidez–. En su mensaje habla del porqué de sus acciones y como han ocurrido verdaderamente las cosas.

—Ni siquiera yo estaba enterada, padre –dijo Erilal a su lado con un gesto de sorpresa y desaprobación–. ¿“Verdaderamente”? –repitió chasqueando la lengua.

El rey no volteó a verla, su mirada se encontraba fija en los soldados que vigilaban las entradas y salidas de la sala de audiencias. Fugacidad.

—Te esperaba para escuchar tu versión, amigo mío. Sin embargo, reconozco mis dudas, pues has repetido exactamente lo que Irin afirmó que dirías –suspiró abatido. Fugacidad, fugacidad.

—¿¡Padre!? –espetó Erilal–. Es Zheng de quien hablamos, su reino se cimentó en crueldad y masacres –intentaba intervenir.

—¡Controla tu lengua, mujer! –rugío Eral–. Zheng tiene la misma edad que tú y es un rey, confió en que su juicio será el correcto.

Letifan y Elemir no podían hacer más que quedarse pasmados ante la situación. Así de fácil un severo devoto los estaba haciendo a un lado.

—¿Majestad, no estará pensando…? –preguntaba Letifan antes de ser interrumpido por el anciano en el trono.

—Yo, Eral Záitsev Karanavi –empezó a decir–. Declaro, en todas mis facultades mentales, que nuestra nación dará apoyo a Oriente, al rey Irin Lang Zheng, en caso de enfrentamientos contra la fe –dictaba, dejando asombrados a todos los miembros de la corte que empezaban a llegar–. Sin embargo, la violencia no entrará por nuestras puertas, el convento de Kyranvie, así como todos sus residentes y bienes, quedarán a disposición de la corona. Así lo declaro, día de-

La sangre escapó por sus labios con un tocido anhelante de aire, una hoja negra con ribetes en plata cortaba su cuelo. Dos tajos bastaron para dar muerte a uno de los reyes más influyentes de Akxesh, su hija el verdugo. Las puertas se abrieron de par en par al grito de Doramor.

—¡Detengan a la princesa Erilal, viva o muerta! –rugió el viejo caballero–.

¿No irían a por ellos? Dejarlos vivos solo significaba que protegerían a Erilal para asegurar un aliado poderoso que salvaguardara a la fe, y es precisamente eso lo que Letifan hizo. Los músculos se ensancharon cuando extrajó el poder de sus ojos esmeraldas, tomó por la túnica a Elemir y lo arrojó con fuerza a los pies de Erilal. Aún si se había roto algún hueso durante la caída podría curarse usando la dotación de restauración. Estaría más seguro con la princesa, Elemir no era un guerrero.

Al momento, la espada de Doramor descendía en dirección al cuello del maestre. El resto de soldados pasaron de largo, ignorándolos, confiando en que la habilidad de su capitán bastaría para acabar con un anciano como Letifan, se equivocaban. El maestre empleó el milagro para la dotación tenaz, y asumiendo la postura del toro, posando una mano en la parte superior del cetro a la altura del símbolo del Espejo y la otra al extremo inferior, en cuestión de parpadeos sus ligamentos se habían tensado intrincándose entre sí mismos. Para un normal, el suceso depararía un dolor infernal al no estar acostumbrado a los cambios bruscos en el cuerpo. Para un ojos-gema, era simplemente un calor familiar que inundaba el ser.

—Lamento arrebatarte la vida. Perdóname –dijo, permitiendo que el el filo del arma cayera sobre él.

La hoja entró apenas unos milímetros en la piel de Letifan. Era casi como si el arma hubiese impactado contra un muro de piedra maciza.

«Instruyelo para que sea tu arcángel, es un gran guerrero que merecía una mejor muerte», rezó. Arrancó más poder de Axies y esta vez permitió que el don se esparciera de manera que sus músculos volvieran a hincharse como antes. Conocía los secretos de los milagros y sus bases espirituales así que no hubo necesidad de tomar alguna postura ofensiva, simplemente guió su cetro de abajo hacia arriba en un arco diagonal. La fuerza sobrenatural se apoderó de su cuerpo y el símbolo de la Dualidad atravesó el torso de Doramor. Deformó la armadura dorada hasta que la fragmentó, desgarró el cuero que el hombre vestía debajo y destrozó la ropa, cuando encontró carne, reventó los músculos como si de mero caucho se tratase. Los huesos, pulverizados y astillados.

El capitán murió tan rápido que algunos de sus hombres no acabaron de llegar a donde se encontraba Erilal luchando. La joven dama se había defendido de un par de soldados a los cuales, al parecer, eliminó igual de rápido que Letifan a Doramor. Empuñaba su espada negra de la que escurría sanguíneo carmesí, su cabello estaba salpicado de la misma sangre y la reluciente armadura tenía apenas una muesca de daño. Sin embargo, sí que recibió un tajo desde su ceja derecha hasta el labio superior, no le daba importancia. Erilal se erguía imponente frente a cualquiera que hiciera ademan de atacarle.

—¡Basta! –rugió con su voz rasposa mientras se limpiaba la sangre del rostro–. ¡Mi padre era débil y bien saben que Oriente nos tiene en la mira!

«Espero seas igual de fuerte en la política, princesa» se decía así mismo Letifan. Los músculos por fin empezaban a regresar a su estado natural. Los soldados seguían fijos en el sitio sin saber como responder, habían visto morir a su capitán sin dar batalla y a Erilal abatir soldados bien experimentados con una admirable habilidad con la espada.

—Princesa –intento hablar, estudiando las palabras con las que debía dirigirse a la mujer. La fe no se encontraría en la mejor posición si una Guerra civil estallaba en Karanavi.

Erilal solo le dirigió una mirada desde las escaleras del trono, asintió y levantó la voz para que todos la escucharan.

—¡Escriba! –dijo con fiereza y firmeza–. A partir de este momento, registrarás todo lo que diga y lo enviarás a cada corte de Akxesh.

Un hombre, bien parecido y de buenas ropas, se acercó temeroso y asintió mientras tomaba su transmisor similar al de Elemir. Sus palabras serían enviadas a los escribas de las cortes correspondientes usando las torres de comunicaciones. Con un gesto Erilal indicó que estaba lista.

—¡Mi nombre es Erilal Imya Karanavi! Hija del difunto rey Eral Záitsev Karanavi y de la reina Ăgoht Imya Gahel –el porte de Erilal era asombroso y su voz tan poderosa que los soldados que pretendían apresarla habían caído presos de su autoridad.

»¡Declaró a oídos de mi pueblo y Dios Axies, que el reino de Karanavi dará apoyo militar a la fe en caso de conflictos con el reino de Zheng –un grito ahogado se escuchó en la corte de la princesa, auspiciado por las damas de familias influyentes e incluso de la reina que llegaba escoltada por una guardia personal. Extrañamente en su rostro arrugado no había enojo por la muerte de su marido o reaciedad por las declaraciones de la hija.

»De la misma forma exhorto a mis reinos vecinos de hacer lo propio y no permitirse intimidar por tiranos que intentan dañar los santos cimientos de nuestra sociedad–mirando a su madre y compartiendo una sonrisa, añadió—: ¡Quién ose ir en contra de mis mandatos se enfrentara a Karanavi III!, ¡Emperatriz del Oeste! –concluyó.

“Emperatriz…”. Erilal estaba declarando abiertamente que tenía intenciones de dominar las tierras cercanas a su reino.

—¡Longevidad a la emperatriz Karanavi III! –gritó Letifan, apoyando el autonombramiento de la antes princesa. A su grito convinieron los demás miembros de la corte que seguían llegando a la sala de audiencias.

La transmisión del mensaje llegó temprano a reinos vecinos y tarde para los lejanos, sin embargo, la noticia definitivamente llegó.

—Krien, tendrás que empezar a movilizar tropas –dijo Erilal, bajando del lugar donde se hallaba el trono.

—Seguiré vuestras sugerencias, majestad imperial –respondió, con la etiqueta que ahora exigiría Erilal.

—Haz una estimación de a cuantos ojos-gema y normales podemos alojar en mis tierras –siguió diciendo–, quiero al menos cien en nuestra capital para demostrar que no pretendemos hacerles año. Informa a la directora Han de nuestro total apoyo.

—Lo haré, majestad imperial –respondió Letifan hincando rodilla junto a Elemir que empezaba a llegar luego de esconderse por un buen rato, fugaz joven asustadizo–. La fe jura dar apoyo militar a los conflictos que surjan en el reino. Y cómo alguna vez juré a su padre, mi señora, mis armas son las suyas, conocerá la fuerza de los ojos-gema –añadió, dispuesto a entablar secretos con Erilal.

Erilal sonrió, la sangre cayendo por sus pálidas mejillas.

 

—¿Difunto? –preguntaba Irin al aire, ahogando una risa de decepción–. Esa maldita mujer…

Tomaba su respectivo trono en la mesa del concejo que formaba su corte, cada miembro ocupaba su lugar correspondiente. Apenas habían transcurrido unos días desde que Tao regresará herido y con la noticia de que el plan había salido a la perfección. Fugaz imbécil, no consiguió apresar a un ojos-gema y en cambió había optado por arrancar los ojos de uno. En consecuencia todo parecía dirigirse a una guerra contra La Divina Dualidad, y ahora con Imya al mando de Karanavi las cosas se complicaban.

—No debí confiar en un anciano senil –dijo, llevándose las manos al cabello azabache y con motas rojizas–. El imbécil no debía declararse tan pronto contra la fe.

La corte permanecía en silencio, todos sabían que alterar aun más al rey traería graves consecuencias sobre sus castas y ese día precisamente sus humores no eran estables.

—Mi rey, si me permite la sugerencia –empezó a decir Tao, vestía un jubón verdoso de lo más ridículo y pantacas muy ajustados–, creo es momento de enviar a Ushiken a la frontera con Galinor, debemos ser cuidadosos de no recibir ataques por dos frentes distintos, Lanatar…

—Lanatar está seguro –le interrumpió, no tenía animos para soportarlo–. Jesce ha asegurado la alianza con él. Galinor en cambio es mejor que sea ignorado, se aliará con el que tenga más probabilidades de éxito, nosotros.

»Jesce –dijo, dirigiéndose a la muchacha de piel morena y cabello castaño–, transmite mis palabras a todas las cortes, de la misma forma que hizo Karanavi: En vista de las acciones tomadas por la usurpadora Erilal Imya Karanavi, me veo en la obligación de solicitar el apoyo de reinos aliados para detener esta cruzada sin sentido y condenar a los heréticos hombres que atentan contra la verdadera fe de Axies, así como a sus aliados –recitó Irin.

—Sus palabras fueron transmitidas con éxito, mi rey –respondió Jesce con asentimiento. Sus labios eran finos y el rostro cincelado, bella y joven de ojos azulados. Una traidora.

—Perfecto –dijo–, todos son testigos de la declaración y cualquier intento de apoyo a la fe o al reclamo de Karanavi será considerado alta traición a la corona Zheng –añadió el rey, mirando a todos los miembros de la corte–. Retírense.

Uno a uno fueron abandonando la habitación mientras daban una prolongada reverencia a Irin. Solo permanecieron Tao y Jesce.

—Tao, arma a los hombres para una batalla en la ciudad –empezó a decir, mirando a los ojos marrones de Jesce–. Tomaremos el convento en unos días, yo daré la orden y comandaré el frente.

—Partiré de inmediato a cumplir sus ordenes, majestad –respondió Lŭan con respeto y se dispuso a abandonar la habitación, no sin antes aclarar una duda que le carcomía hacía días–. Disculpe mi indiscreción, majestad, ¿han descubierto nuestros médicos algo sobre los ojos-gema?

—Que hay algo raro en ellos –contestó el rey, distraído.

—Pensaba que solo eran disparates de aquel imbécil –añadió Lŭan, suspirando casi asustado.

—Los ojos están cambiando, Tao –siguió diciendo el rey, sintiendo helar su sangre–. Se convierten en gemas –susurró con las manos entrelazadas al frente.

—¿Gemas? –preguntó confundido Lŭan–. Solo son… ojos.

Irin compartió la expresión y lo despidió.

—Sea lo que sea, algo pasa, Tao. Vete, cumple tu orden y asegúrate de estar listo para el asalto.

Lŭan asintió con un saludo militar y abandonó la habitación, dejando por fin solo a Irin con Jesce. La joven mujer se puso tensa al notar que el rey no la había despedido como al resto.

—Jesce, necesito que redactes unas peticiones al convento y envíes una carta de Yúan –dijo, mientras se ponía en pie y andaba hasta espaldas de ella. Añadió—: Sabes, el hombre del que hablaba Tao fue un pobre diablo que arrestamos bajo la excusa de haber robado frutas en la estación Zhengyin –siguió diciendo, sin esperar respuesta de Jesce. Las manos de la mujer empezaban a sudar a causa del miedo.

»Le seguíamos la pista porque era trabajador del convento, luego de un par de noches de tortura por fin habló. Pero, bueno, la información fue muy poca, murió bajo hierro y fuego –suspiró, poniendo las manos alrededor del cuello de Jesce y dando un masaje hasta la altura de las orejas.

—¿Ma-majestad…? –dijo Jesce, confundida y asustada ante la situación, incapaz de contener los temblores.

—Lo que quiero decir, Jesce, es que me darás información y espero no tener que usar la tortura contigo. Por cierto, no es necesario que sigas usando esas gotas para los ojos, enorgullecete de ser una ojos-gema.

Jesce palideció.

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