Historias cortas: Pudor Espuma.

 

Pudor Espuma

Mi nombre es Guadalupe Cayetano, segundo al mando del navío mercante Pudor Espuma. Corre el año setenta y seis de los mil novecientos, o al menos eso creo recordar, pues he estado durmiendo durante tanto tiempo que mis músculos no son lo que eran y mis recuerdos se vuelven meras volutas de un aire vertiginoso. En esta carta retratare todo lo sucedido con el navío, nuestra desaparición y pronta extinción del pueblo terrestre. He de hacer hincapié en que todo esto no es más que mi culpa, yo los traje aquí.

 

Mis primeros recuerdos vienen del tercer día del mes de mayo, año antes mencionado, en los siguientes sería el cumpleaños de mi amada, prometida y pronta esposa –nunca viviría el cinco–. Me hallaba lejos, en tierras arabias, en Yemen, luego de navegar durante días por el Índico. El orgulloso capitán pasaba revista a lo descargado, nervioso, pues el conflicto israelí con estas tierras se encontraba lejos de terminar aun cuando en la radio se rumoreaba la firma de un tratado auspiciado por el-Sadat y Carter el presidente estadounidense de ese entonces. Mi hablar del tiempo es extraño, cierto, sin embargo, reitero que desconozco cuantos años han transcurrido y en que época me halló. Y el mundo en que

Los árabes nos trataron con respeto y más amabilidad de la esperada, los consideraba salvajes, me equivocaba. Eran hombres como nosotros, de piel bronceada como de arcilla, con ojos profundos y narices pronunciadas. Algunos llevaban más vello facial de lo que las mujeres americanas pudiesen considerar atractivo, aunque en esas tierras era claro que las damas no tenían ni voz ni voto, un distintivo que pasé por alto cuando me encontré eufórico por el hachís que ofrecieron.

Fuimos llevado a una callejuela que esos hombres consideraban una especie de bar. El humo pesado y especiado por los narguiles era nuestro ambientador y el olor un distractor, la música sonaba grácil gracias a unos raros hombrecillos bulbosos con los rostros pintados en anaranjado y verde pastoso. Soplaban flautas de aspecto prominente, casi a la altura de sus narices, con cacofonías similares a trompetillas, raro fue el marinero que no disfruto de tal maravilla, pues la noche fue éxtasis y el amanecer olímpico. Las mujeres abundaron cual aperitivo y vino, no vestían los habituales burkas, en cambio, modelaban amplios vestidos salidos de la mente de Elvira Gascón e incluso los rostros eran similares a los pintados por la mujer: rostros aplanados, los ropajes como si fuesen aire y las voces que no eran voces sino chillidos.

Nadie, más que yo, notó que la escena no convenía con las tierras en las que nos hallásemos. Incluso el aire pareció volverse de una neblina verdosa y las paredes de ladrillos formaron protuberancias asquerosas que ahora mismo me provoca nauseas al recordar.

Aun así, disfrutamos como animales en celo, Sodoma y Gomorra volvió a nacer en la tierra y los pecados capitales se cumplieron al pie de la letra con la que fueron escritos. Todos volvimos al Pudor Espuma con el recuerdo de vivir tal imposibilidad, nadie notó extraño que abordaran, junto a nosotros, diez de las mujeres que esos hombres nos habían ofrecido. Partimos.

Lo siguiente se torna dificultoso de recordar y es cuando empieza a suceder lo más anómalo, pues el jolgorio se prolongó en cubierta. La festividad, que antes durase toda la noche, ahora se repetía aun más pasmosa con los primeros rayos del sol. Los marineros se apareaban entre ellos mismos, con el mismo nublar de la neblina, con el mismo mar oceánico. Sí, como tus ojos leen como puedes leer; muchos de ellos se echaron al agua mientras daban alaridos, explicando que el festejo se extendería hasta los confines marinos. Murieron ahogados y no le tome importancia me aterra reconocerlo, anduve hasta mi camastro y permití que el batir de las olas consiguiera llevarme a un sueño que me distrajera de todo aquel cataclismo que estábamos viviendo.

Lo que soñé, oh Dios altísimo, lo soñado no corresponde a este mundo ni a un hombre de carne y hueso. Y puedo afirmarlo porque he recorrido las tierras de todo el mundo, porque he visto parajes que otros paisanos jamás verían en sus pobres vidas. Lo que vi en mi sueño era una ciudad, o al menos eso entiendo, como no hay en este –nuestro– planeta. Con inmensos edificios que se curvaban en las puntas para caer al suelo como si fueran meros fluidos de materia inorgánica. El sol que alumbraba sus tierras era de añil con un inmenso anillo que incluso sentía poder tocar desde el montículo de piedra donde me hallaba. Fue entonces que reaccioné, frente a mi se mostraba un ser de cuerpo poco escrupuloso, sin la forma que nosotros entendemos, no, era diferente. Sus ojos, los diez que tenía, cruciformes con una única pupila vertical. Alto como el Pudor Espuma y de piel jaspeada en múltiples colores, casi como un tigre. No tenía nariz y apenas rostro, si respiraba no entiendo por dónde lo hacía. Tampoco se sostenía con pies, dónde estos deberían estar había un amasijo de rizomas que escupían humo cual hongos. Reconocí el olor, era el mismo que el de aquella callejuela donde antes hubiésemos conocido el vívido concepto del derroche.

El ser solo dijo una frase inentendible, pues las silabas de este pobre hombre son incapaces de mezclarse para conformar tales palabras.

Aquí mi pobre intentó por repetirlo: Rk’iu’hajal iehnem’.

Desperté de empellón, temeroso de hallarme aún en esa pesadilla. Afortunadamente me encontraba recostado en mi camastro, en la cabina desde donde se controla la dirección del barco. A mi lado una de esas mujeres inescrupulosas, por fin desnuda pude recrudecer porque todo me parecía extraño desde un comienzo. Su cuerpo no era el de una cincelada americana, ni de este mundo: verdosa, con miles de pechos y con miles de picos rodeando la caja torácica.

Me escabullí tan rápido y silencioso como pude y tomé el arma que siempre mantenía en la encimera más cercana a mi catre. Empuñe y abrí fuego sin pensar en nada más que mi propia supervivencia, los ojos saltones de aquella bestia se abrieron de par en par, mostrando sus asquerosas pupilas verticales, y profirió un alarido inhumano, un chillido bestial que tampoco era propio de un animal y de las heridas no cayó sangre, sino babaza como si un gusano estallase en el mismo lugar. En cubierta la música se detuvo y comprendí que esos seres pronto irían a por mí, desde el ventanal los vi vistiendo su verdadera piel: enormes y cruciformes ojos, bulbosos y con pies de rizomas.

Corrí con tanta fuerza tanto como mi cuerpo me permitió, sentí el andar como días y luego como semanas hasta que por fin llegué a donde el capitán mantenía su sueño. En la habitación no había nadie más que él, muerto como si alguien hubiese aspirado su vida misma, pues en el cuerpo no había músculos y en las venas no había sangre. Mi antaño capitán no era más diferente que un cachemir.

Cerré la puerta de metal solido y trabé la rueda con las patas de una silla que el hombre antes usase. Me dejé caer a los pies del catre con el arma aún en las manos, estas temblaban, mi cuerpo entero lo hacía, ¿qué era todo ese festejo de los seres?, ¿quiénes eran tales bestias y de donde provenían? Solo sabía bien una cosa, pues lo recordaba tan claro como el mar: yo los había invitado a abordar. En algún momento de ese maldito repulso de pecados y libertinaje, yo los había invitado al barco. Ofrecí la cubierta como su patio de juegos.

Palpé mis bolsillos en busca de tabaco que masticar o al menos para fumar y armarme valor para descargar la bala que pronto encajaría entre mis cejas. Lo que hallé fue el hachís que los hombres de Yemen hubiesen ofrecido hacía horas atrás, lo mastiqué, cansado de todo y disparé.

Desde entonces he dormido y solo despertado luego de soñar con mi amada. En el sueño nos reencontrábamos para su cumpleaños el quinto día del mes de mayo, sin embargo, con la poca racionalidad que aún me queda, estoy comprendiendo que esa fecha hace años que transcurrió en mi mundo natal. Pues aquí el cielo es oscuro y neblinoso y el agua un amasijo de babaza.

Las bestias me han permitido escribir esta memoria luego de presentarme frente a su dios Rk’iu’hajal. Si alguien encuentra esta carta ha de ser sabio y no cometer los mismos errores que yo… Eso si nuestra tierra aún no es mero polvo estelar, pues por fin comprendo su idioma.

Guadalupe Cayetano.

Quinto día de mayo de 1976 (o al menos esa fecha recuerdo)

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