Las cartas de Sílencio
“Cuando duela, escribe, Sílencio. No hay mayor acto de consuelo para el alma, ni para los hombres. Cuando duela, has de escribir, Sílencio”.
Las voces de su maestra corrían por sus sienes como ratas hambrientas buscando la podredumbre de alimentos dejados a la intemperie por las calles de Eucaristía. El dolor acongojaba su alma cada noche. Guiándolo, llevándolo de la mano a la locura misma, a la habitación vacía de su dulce amada, al lugar en su corazón donde debía estar. Sintió el frío tacto del revolver en sus labios.
“Cuando duela, escribe, Sílencio. Hiciste un voto, cumplelo”
≪No puedo, maestra –sollozaba Sílencio, para sus adentros, con el arma aferrándose a su carne. Tentado de hacer brotar su voz–. Me susurra, exige mi sangre, mi pecado, maestra≫
“Hiciste un voto, Sílencio. Tu voz, por la paz. Cuando duela, no grites, escribe”. Una maestra tan sabia, pero tan dura de corazón y aún así la mujer había vivido demasiado para una vida, demasiado de lo que el cuerpo podía soportar. Nunca había roto su voto, su penitencia. “Escribe, Sílencio. Te espera”. Temeroso del dolor y la locura, Sílencio bajo el arma, dejándola sobre el escritorio; dio una profunda bocanada y empezó a escribir. Deseando que el dolor y la culpa se esfumaran. Una mano sobre la cicatriz de su corazón y la otra sobre la hoja negra frente a él.≪Llora, Sílencio. Con sangre azul sobre el papel≫, se dijo.
Meridena.
Amada mía, ojos de sol y piel de mar.
¿Soy atormentado debido a mi cobardía o por mi egoísmo abatimiento? Te sigo llorando aunque tu habitación sigue vacía, Meridena, al igual que mi corazón.
Las lágrimas consumen mi ser y hacen bailar mis palmas sobre el frío acero de las armas, tentándome, susurrando que escoja una que dicte mi final. ¡Oh amada Meridena! ¿A dónde te has marchado? ¿Dónde he de encontrarte? ¿Dónde he de buscarte, mujer de piel de mar?
Solo dame una señal e iré. Atravesaré ciudades malditas y navegaré todos los mares septentrionales si eso me asegura tu vivencia, ¡Oh amada mía!, dime dónde te ocultas. Ojos de sol y piel de Mar. Rompería mi voto de silencio si eso me diera la oportunidad de oír tu voz antes de marcharte.
Ojos de sol y piel de mar, mi amada Meridena, algún día hemos de reunirnos.
Tu odiado Sílencio.
Sílencio arrojó cada carta, de las cien escritas, al suelo. Furioso, sollozante se dejo caer el también, como uno más de los sobres negros. Incluso así no gimió, no gritó, no habló, mantuvo su voto. Con dedos temblorosos tomó el arma fría con olor a muerte -la de él-.
“Sílencio, hijo mío. ¿Qué te dará la muerte aparte de un fin que no es certero? ¿Ahí estará Meridena? Es probable que no, su pecado no es el mismo que el tuyo”. Recordó las palabras de su madre, las que le había dicho el día de su santo marcaje, el día en que empezó su penitencia hace setenta años.
≪¿Y dónde? Dime, santa madre mía, dime por favor –espetó en su corazón–, ¿dónde encuentro la paz que me ha sido negada?≫
“Sabes dónde y él cómo, querido Sílencio, más tu fe es enorme. Tan poderosa que ella misma te impide alcanzar la paz”. Cada frase era un suspiró helado para Sílencio, una apuñalada, certera al corazón, con la plata más hirviente de las forjas Eucarísticas.
≪No le importó, madre –se dijo, apretando las quijadas, sintiendo las palabras escapar de sus labios–., se fue sin más≫
“Sabes que no, Sílencio” se forzó a pensar. Con paso dificultoso se puso de pie, dejo el arma nuevamente alejada de él, y empezó a andar en dirección al cuarto de su amada Meridena. Ahí encontraría la última carta que le había escrito, la que ese día entregaría en el mismo lugar de siempre.
Abrió los ojos de par en par, asustado, aterrorizado, cuando el frío sepulcral escapo de la habitación. Repto por sus mejillas y acarició sus labios en un apasionado y forzado beso, violando su propio ser.
—Odiado Sílencio –susurraron las voces, las voces de su amada. Tantas de ellas con sonidos guturales, agudos, gritos de muerte–. Me haces esperar, ¿por qué?
Le ignoró, siguió su camino al tocador. Palpó el suave y polvoriento colchón donde tantas veces se habían amado siendo jóvenes,≪¿por qué te has ido, ojos de sol y piel de mar?≫, ahí, donde Meridena guardaba y exhibía sus collares y alhajas, encontró otra carta de hoja negra con tinta azul. Salió tan rápido como pudo de la habitación, no sin antes escuchar las voces:
—Nuevamente nos separamos –dijo con vozqueda–, ¿es este el final que ansías?
≪Los cielos caigan sobre ti, Sílencio –se dijo así mismo, echando a andar fuera de la de la casa, con la lluvia empapando sus ropajes negros–. Esperame, Meridena.≫
En el lugar de la santa sepultura, las voces de los dolientes eran lamentables. Sollozaban, pedían, añoraban. Al fondo estaba su tumba, un grueso rectángulo de granito con miles de sobres que llevaban la firma de Sílencio. El epitafio rezaba:
Amado Sílencio. ¿Lo estás haciendo bien? ¿Escribes cuando duele?
≪Lo hago –pensó con una sonrisa en sus arrugados labios–, sin embargo, esta es la primera carta que te escribí y… la última que entregaré –añadió, colocando el sobre negro sobre las demás cartas–.≫ Se alejó tan rápido como su viejo cuerpo le permitió, con el corazón embotado y quebrado, con las lágrimas escurriéndole por el rostro. Aquella carta solo contenía un par de frases simples.
Dulce Meridena. Ojos de sol y piel de mar, amada mía.
Duele cada día y a cada momento, escribo cada día y a cada momento. Pero soltaré el dolor buscando paz, nos veremos hoy, amada mía. Cuando rompa el voto, te veré.
Odiado, Sílencio.
Se dejó caer sobre una de las bancas que estaban más alejadas del cementerio, ahí, un joven hombre se le unió. Llevaba una boina de las inglesas y el gabán raído de color grisáceo.
—Oh doliente Sílencio –dijo el atractivo hombre con un voz tranquila, de consuelo–, ¿dónde deseas ser sepultado? Cumpliste tu penitencia luego de que ella te diera su corazón. Puedes elegir, penitente en el silencio.
—A su lado –susurró Sílencio, cansado–. junto al bloque de granito –y la vida escapó de él–.
—Partid en paz, Sílencio. Los cielos se apiadan de vosotros.
El epitafio de su sepulcro siempre rezó:
Amada Meridena, ojos de sol y piel de mar. Lo hice bien y ya no duele.
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