Danídea, dulce Danídea
Murió.
Mi tercer gran amor me había abandonado de la misma forma que el primero: amándome en silencio, yéndose en silencio. Mi doloroso corazón necesitaba creer que simplemente marchaba en viaje como tantas otras veces, me forzaba a confiar en que volvería. No lo hizo. Sin éxito olvido a mi amado. A mi paz.
Recuerdo el momento en que te sepultaron, vida mía, tu ataúd fue tan llamativo como lo eras en vida. Colores negros y plateados, ribetes en oro. Derrochaste incluso tu muerte. Estuve de pie sin doblegarme, como te prometí, no lloré, a diferencia del resto de personas y quizás por eso ahora me he ganado tanto desprecio. Pero a ti no te gustaba verme llorar, verme suspirar y sufrir mi pobre alma.
Hoy hago todo, lo que este pobre ser me permite, para olvidar los sentimientos de haberte perdido, pues no es uno, sino cientos de ellos en bandada cual cuervos añorantes de fresco dolor. Y mi ser es, pues, un cumulo de sufrimiento. Cariño mío, dulce paz mía. Te has ido dejando el peor de los pesares en tu pobre amada, atormentada. Miro, destrozada, como osan empezar a cubrir tu nuevo sosiego. Enterrando tu ser en piedra y en mi corazón. No te veré más, ¿verdad? El sepulcro eterno será como mis lamentos.
Recuerdo.
—¿Te asusta saberlo? –dijiste antes de partir.
—Me asusta –respondí con lágrimas en los ojos–. ¿Cómo he de vivir en un mundo donde te has ido? ¿Cómo he de mirar al frente, cuando a mi lado ya no estarás?
—No imagináis el dolor que supone para mí, paz mía –respondiste, acariciando mis húmedas mejillas y secándolas con tus encallecidas manos–. La vida es efímera, lo sabes.
—Yo no lo sé, sabrás bien, cariñó mío. Si hubiese sabido que te irías, nunca habría de confesarte mi amor.
—¿Te arrepientes? –preguntaste mirándome fijamente, tus ojos de un verdosos húmedo cual musgo luego de una tormenta. Mi tormenta–. ¿Fue mi amor tan débil?
—No estaría en esta situación si hubiese callado, sin embargo, hablé –dije, dando un profundo beso a las arrugas de tu rostro. Mi piel tan tersa, la tuya tan envejecida, cariño mío–. Tú amor no es débil, mi alma lo es.
Sonreíste. A pesar de mi respuesta, sonreíste.
—Evades mi pregunta, pero bien sé que no te arrepientes.
—Tú no lloras. Tu vida es simple y tan corta como las lluvias, no lloras –«y, sin embargo, yo sí que lo hago».
—¿Qué dolor acongojaría mi alma, querida mía? –preguntaste, gozoso de la muerte–. Ser amado y recordado, por ti, es el mejor de los regalos que la vida podría darme. No tengo motivos para llorar. No tengo motivos para sufrir.
—Yo los tengo todos y mi alma sí que sufre.
—Escucha mi ruego, no has de llorar cuando me vaya –de nuevo la sonrisa–. La muerte me liberará, es tiempo pues de mi descanso.
Y te fuiste. Los parpados moteados cerraron para no abrirse.
Hoy sin más me descubro en lamento al haber hablado de mi amor, los miedos y mi ser eterno. De mis pesares y sufrimiento, de mi añoranza por amor. Mi añoranza por ti, pues de la vida y la muerte, a quien más he amado siempre fue a ti.
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