Historias cortas: Bienandanza

                         Bienandanza

«Serás hipócrita, Bienandanza»

Las palabras dolían, y bien que dolían, sobre todo si las decía alguien tan importante para Bienandanza. Abrasaban su corazón, en lo más profundo de su ser, escociendo como ascuas blancas del fuego vivo.

—No es nada –susurró Bienandanza con una mueca frígida, mirando al suelo, hacia los adoquines donde se hallaba hecha un ovillo–. No es nada, Bienandanza –repitió una vez más, llevándose las manos en corazón al pecho.

El mercado estaba abarrotado de personas; comerciantes, feligreses, familias. Todos se movían en un constante flujo indetenible sin fijarse de aquel callejón oscuro donde Bienandanza se lamentaba de su existencia, entre lágrimas. Apenas se filtraba una tenue mota de luz que parecía, tampoco, tener intenciones de relacionarse con ella.

«Serás odiada, Bienandanza»

—No, no más –sollozó. El maquillaje, que antes fuera inmensamente bello, ahora no era más que la evidencia de un llanto de abnegación; los parpados, debajo de sus enormes y profundos ojos grisáceos, entintados tan de negro como lo estaba ahora su corazón. Las mejillas, tres finas y largas marcas que simulaban desgarros en su alma–. Aléjalo, Bienandanza. Oculta el dolor –se dijo.

Se acurrucó, aún más, en la saya extendida hasta los tobillos. Rojiza como alguna vez lo fue su vivencia, las costuras del costado en hilo de oro y las mangas anchas decoradas con bordados en tonos de plata y bronce.

El cabello le cayó por las mejillas, pintándose del mismo negro que sus mejillas.

«Y en tus días de más miseria, no encontrarás salida»

—¿En qué he pecado, madre? –gimió al cielo, mirando a la nada. A una esperanza que no se encontraba ahí–. ¿Qué he hecho para ganarme tal desprecio?

Negar. Eso había hecho, esconder su propio dolor. Lo había ocultado a ojos de todo el mundo, exagerando una sonrisa que nunca había podido proliferar por sí misma. Solo podía hacerlo si se mentía, si se negaba a ella misma que estaba sufriendo un dolor inimaginable. ¿Quién se apiadaría de ella? ¿Quién podría preguntarse realmente si Bienandanza era la responsable de aquel insufrible dolor?

Se puso de pie con paso dificultoso, encajando los dedos, con uñas lascadas, entre los ladrillos que componían los muros para hacerse un apoyo. De esa forma evitaría desplomarse en el suelo entre lágrimas y lamentos. De esa forma al menos sentiría el esfuerzo de alguien, o algo, por mantenerla en pie. Pues Bienandanza no tenía a nadie y nadie tenía a Bienandanza. Los pies le escocieron, provocando una mueca de dolor en su rostro, había corrido demasiado sin usar sus botas y ahora sufría las consecuencias de ello: heridas abiertas de par en par, sangre en volutas, dolor en cada pisada. ¿Esa sería, pues, su penitencia por negarse a contar de su dolor?

—Padre mío –rezó, forzándose un andar dolorido. Hablar a la nada la mantendría distraída del escozor de las llagas–. Padre mío, ¿por qué mi vida ha de ser contraría a mi santo nombre? –preguntó, mirando nuevamente al cielo.

Las personas que pasaban a su lado apenas se detenían a mirarla, otras simplemente regalaban un ligero y arrepentido vistazo y seguían andando, incapaces de querer relacionarse con aquella mujer de aspecto andrajoso. Siguió su camino sin dirección, topándose con rostros desconocidos y juiciosos.

—Padre mío –volvió a repetir cuando se halló frente al Santo Hogar.

Pilares de oro y mármol sostenían la capilla, capiteles campaniformes en dirección al cielo y basas de ocho vistas en tierra de hombres–. ¿Por qué me encuentro desprovista de tu santa bondad? –preguntó, encaminándose a través del arco que componía la entrada.

Dentro, los muros estaban compuestos de centenares figuras talladas en madera y piedra, teñidas con pintura de flores y acuarelas de musgo, enmarcadas con gruesas sogas y clavos de acero. Al fondo, junto al sacrosanto altar, un tapial con una extensa pintura del Santo Advenimiento, ribeteada con cristales fundidos que asemejaban alas y trompetas. En la cúpula se encontraban aún más representaciones de los millares de santos existentes en la cultura, con sus ropajes de la más fina arte textil e instrumentos que solo un dios podría haber forjado. Santos que nunca descenderían para bendecirla.

—Bienandanza –dijo un hombre, entre suspiros, desde el ala este donde se llegaba al confesionario–. Nuevamente estás aquí. ¿Por qué quisiste volver?

—Imploro piedad a mi sufrimiento –susurró ella, escondiendo el rostro enmarañado entre las manos–. Imploro paz para la cruenta herida de mi corazón, arrebate de mi este lastre que atormentan mi espíritu.

El hombre asintió, en su rostro una expresión de misericordia negación.

—Bienandanza –empezó a decir con la mirada afligida–. No corresponde al Santo Padre darte paz, pues tu dolor no es algo que podamos sanar.

—¿Y entonces quién? –preguntó con dolida, las lágrimas nuevamente cayendo en coexistencia con su pesar–. ¿En dónde puedo encontrar la paz a este sufrimiento? Deme una respuesta, por favor –sollozó.

—Aquí no –respondió sin más el hombre, alejándose por donde había llegado–. No con nosotros.

Bienandanza se dejó caer de rodillas, con la desazón de no encontrar respuestas en el sitio donde incluso el mayor de los dolores podía haber sanado. ¿Dónde podría depositar ahora sus esperanzas? ¿En quién podría confiar para ayudarla a afrontar su inminente lamento?

“Aquí no. No con nosotros”. Recordó las palabras del sacerdote, furiosa y resignada. Ahora sus rodillas dolían por dejarse caer con tanta fuerza, sus manos fluyeron al frente y terminó con el rostro postrado en el suelo.

—Padre mío, ¿por qué me castigas con este terrible dolor? –preguntó a la nada–. ¿Por qué soy atormentada por mi propio ser? ¿Estoy, pues, condenada a ser incapaz de sentir la misericordia?

Se puso de pie luego de tres horas de absoluto silencio, nadie respondió, nadie llegó en su ayuda. Se limitó a volver todo el camino recorrido, con el dolor volviendo a emerger en su corazón mientras recordaba las palabras de su madre como puñaladas en su rolliza espalda.

—Mi alma condené –susurró, con el sol a sus espaldas cuando salió del santo lugar, echó a andar sobre los hirvientes adoquines de la ciudad. Los remordimientos llegando en pequeños repiqueteos como gotas de lluvia–, pues incapaz de hablar, mi dolor oculté.

Algunas personas, adultos y ancianos, se detuvieron a mirarla por el aspecto que se llevaba; cabellos de oro oscurecidos por el maquillaje que había querido borrar de su rostro. Marcas de lágrimas, escleróticas con venas sangrantes que cual manos añorantes intentaban alcanzar los iris, y sus pies mostrando el andar de una mujer destrozada, con huellas de sangre.

—¿Precisas ayuda, muchacha? –preguntó una anciana. Llevaba en brazos un retoño de mujer, de mejillas rosadas y labios carnosos–. Tu mal aspecto delata que sufres. ¿Amor, tal vez?

—Resignación –respondió Bienandanza con una sonrisa fingida y forzada. Ligera y en hilo como ella misma–. Sin embargo, un dolor capaz de ser soportado y que pronto será olvidado –se forzó a decir.

La mujer sonrió a consuelo, insatisfecha por la respuesta. Sus arrugas le recordaban al rostro de su madre antes de morir. Bienandanza nunca había vuelto a su sepulcro.

—Tu sonrisa denota honestidad y tus palabras sabiduría, más sin embargo, hay dolor en ambas –dijo despidiéndose mientras acariciaba sus brazos. Antes de marcharse, Bienandanza pidió el derecho para acariciar el rostro del bebé, añorando al que ella nunca podría concebir, así tal vez podría olvidarse un poco de lo lamentable que fueran sus sollozos.

Caminó durante más horas hacia su hogar. La mazmorra de crueldad que se aferraba a hacerla sentir que vivía en un vacío de dolor constante, detrás se hallaba la tumba de su madre. Se encaminó a ella sorteando los matorrales y rosales, los claveles y las espinas. Por fin, frente a la tumba, se arrodilló. Posó la mejilla sobre la fría piedra y se abrazó a ella, temerosa del dolor que su madre pudiera hacerla sentir.

—Tal vez en tu voz hubiese razón, madre –susurró, acariciando el granito.

No recibió respuesta, solamente un viento que acaricio a las hojas y pétalos del descuidado jardín.

—Concédeme la paz, madre –sollozó–. Pues tus palabras consumen mi ser, mi alma y mi bondad. Pues no halló escape a tal destino, madre, concédeme la paz.

Una vez más, nadie respondió.

Un viento más y para sus adentros sintió frases uniéndose a las maldiciones de su madre:

»Serás hipócrita, Bienandanza, y te alejarás de quien haga daño a tu ser –y los rosales titilaron.

»Serás odiada, Bienandanza, sin embargo, no habrá más por lo que sufrir cuando te desprendas del daño –y las lágrimas de Bienandanza desbordaron.

»Y en tus días de más miseria, no encontrarás salida. Pues fuera ya te encontrarás, ahí donde la paz se hace presente.

Y el corazón de Bienandanza se resquebrajó una vez más. Esta vez no por lamentos, sino a causa del perdón de su madre. Tendría que vivir soportando un nuevo dolor, uno que al menos conseguía hacerle llorar de felicidad.

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